Somos así de fariseos, y no falla; entrenados para
ver la paja en ojo ajeno a una milla, si nuestra viga nos deja verla, saltamos,
“¡por allí resopla!”, e impasibles recetamos: ¡Extírpese!
Así es como mantenemos la inocencia maniquea en la que nos gusta creer. Y estamos como Melville tras terminar su Moby Dick: “He escrito un libro malvado y me siento tan inmaculado como un cordero”.
Así es como mantenemos la inocencia maniquea en la que nos gusta creer. Y estamos como Melville tras terminar su Moby Dick: “He escrito un libro malvado y me siento tan inmaculado como un cordero”.
El
garantismo de nuestra bondad ha crecido tanto, que el lema es ‘todos somos
inocentes aunque se demuestre lo contrario’ (y todos sospechosos). Y Casado, que ha pasado de sacar nota a ser un nota, solucionándole la
parrilla de verano a los medios, no iba a ser menos. Y no es doble moral sino
disfunción, o esquizofrenia.
De un lado, lo público y su ética, en lo que no
creemos más que como jungla para depredarla; de otro, lo individual –que es
libertad– y su moral narcisista, que es lo bueno, contra lo exterior, la
comunidad, concebida en otros sitios como consenso, pero aquí tan ajena, tan
frustrante. Y en ese filo nos movemos, teatralizando: el favor y la prebenda, tan
válidos para uno (siempre que no te pillen), y la meritocracia como falsa
bandera para todos, y más para los dirigentes.
Puritanismo de filfa que aspira
a líderes limpios como escaparate de una democracia sana y pura…, y todos sus salvadores
generando un aparato (“publico”) que usan a mansalva y sin perdón, prestándose
armas y sicarios para un fuego cruzado (y amigo, incluso) que pobre del que se cruce.
Desde las altas esferas al más triste municipio, y con sus redes de clientes y
altavoces mediáticos, siempre al mejor postor, para corear y aplaudir. Y de
imposible recambio si los dirigentes, ya de adolescentes se empiezan a
(de)formar en los boy scouts de la partitocracia, podridos desde la cuna.
El único
relevo seria el de la misma política, para lo cual habría que arrasar el
sistema mismo. Algo que nadie –y digo nadie– quiere, porque todos, incluso los
antisistema viven de ello, en este inmenso muladar donde, quien más quien menos
acaba haciendo de carroñero (o de cadáver), por mucho que unos anden de lindos,
otros de sanos y todos de inocentes.
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