Mucho ha cambiado esto desde que aquel provecto (y
protervo) lector enviase la siguiente carta al director: “Tengo setenta y seis
años y me atraen las niñas.
No puedo evitarlo, aunque trato de controlarme. Deseo que me ayuden. Soy suscriptor del semanario desde que éste valía dos pesetas.”
No puedo evitarlo, aunque trato de controlarme. Deseo que me ayuden. Soy suscriptor del semanario desde que éste valía dos pesetas.”
Haciendo la salvedad de que entonces niñas era la forma de referirse a
algo más que infantes y a edades hoy despenalizadas, y sin entrar en lo más sublime
del mensaje, rayano en lo náufrago, del precio del periódico, que suena a grito
desesperado y rebuscado mérito desde la fidelización comercial (“¡ayúdenme, que
soy viejo y antiguo!”, y lector, añadiría yo), es de resaltar el reniego
implícito en la súplica (y de ahí lo moral del sujeto) por verse liberado del
vertedero al que se veía abocado, aunque fuese en forma en deseo, por el
consumismo sexual ya en marcha en esos días de mediados de los 80.
Hoy, cuando
todo lo que se dice en la carta está penado (incluido tener 76 años y ser
lector), algo así es inimaginable, entre otras cosas porque todo (pederastia,
sexo adolescente, o infantil) existe más que nunca, pero nada se dice de ello,
salvo en forma de sucesos, siempre excepcionales, claro, y no como el producto lógico
del consumo sexual universal y a ultranza que se ha instalado en la sociedad de
la mano, es un decir, del sexo como un consumible despojado de su misterio y una
vez desmitificado como el gran secreto y reelaborado como una mercancía más para
las masas.
Y será todo lo ilegal que queramos, y reprobable, pero solo hay que
ver el tráfico de mensajes (y videos) entre menores por internet.
Y siendo
cierto que el porno, cuya idea principal a transmitir es que todo el mundo
copula más y mejor que nosotros y nos estamos perdiendo todo un festín, ha
triunfado, no hay que desdeñar como gran motor del sostén de la situación a esa
unión aparentemente antinatura entre el exhibicionismo propio de su promoción
como un bien de uso, por una parte, y la censura moral de su prohibición y
tapujo propia del nuevo puritanismo políticamente correcto. Esa es la nueva
perversión. Pero nadie va a mandar cartas al director.
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