Tiendo a pensar que lo de apercollar comida y otros enseres por
estas fechas respondía a una conspiración entre la banca vaticana y las grandes
superficies para hacer la puñeta a cualquiera que esté a régimen total, esté
yendo al dentista o mismamente a los hermanos musulmanes, si les pilla en pleno
Ramadán, que se les hará a todos la boca agua y alguno hasta se convertirá de
religión con tal de comer langostinos.
Pero jamás pensé que esta movida de
aprovisionamiento desmedido fuera a evolucionar con tal fiebre anticipadora.
Las gitanas de los Invasores llevan semanas pregonando sus “cinco pares,
bonica, por 6 euros, que estamos en Navidad”. Y un coro se serafines, que diría
Valderrama (serafines con ropa de marca), me fueron a cantar aguilanderas el
domingo. Y otros no sólo han hecho el mataero
sin escarcha, sino que se lo han comido y todo.
En esta prisa por los avances, el
gobierno han dado de nuevo la nota y se apresuraron a conmemorar la
Constitución unos días antes, con tal de salir cortando, como todo el mundo,
temerosos de no tener ese día ni un aplaudidor. Y la oposición, para no irles a
la zaga, sino más bien abriéndoles paso, han convocado para hoy el primer
asalto al poder del gobierno central, ¡con tres años de previsión!, antes de
que se echen encima las comidas y cenas laborales, que por cierto llevan ya dos
semanas celebrándose.
De manera que esto va como una moto y, a este paso, como
un año nos descuidemos, no nos quedan perras después de feria para hacer la
campaña de Reyes, que empezará con el equinoccio. Cualquiera diría que,
temerosos de que el mañana sea un destino sin nosotros, vamos por el tiempo
tarjeta de crédito a través, semiinconscientes de que hay un 99 por ciento de
posibilidades de que las cosas vayan a peor, pero sólo un 99 por ciento.
Para
todo lo cual necesitamos de un tiempo hecho a la carta, a la medida de esa
dislocada precipitación. Cosa que se consigue mediante esa capacidad de
distorsión del tiempo con que nos prepara –configura, se dice ahora– esta época
de comunicaciones que nos permite pervertirlo a partir de la única operación de
su manejo que practicamos con eficacia, como es la aceleración. En cambio, la
ralentización, el sosiego se nos hace más cuesta arriba, pues una de las
virtudes más eternas como es la paciencia, puede darse ya por muerta y sepultada
bajo el ansia de quererlo todo pero ya (aunque ninguna breva se quedó para
siempre en las higueras), que es lo que hace que la realidad sea hipertensa y
otros cuentos.
Y no es que el tiempo no se haya hecho siempre con mitos,
confusiones y tópicos. Los toros, que casi nunca fueron a las cinco de la
tarde, han pasado a la memoria histórica como la única cosa española con ese
horario inglés, cuando es mentira. Y del mismo modo construimos ahora el mito
de la navidad como un tiempo dedicado al pasado y los recuerdos, cuando en
realidad viajamos a él desde el futuro, de manera que lo que al final
conseguimos es un pasado sin futuro, o viceversa, que no sé si es peor.
Los
tiempos se nos presentan tan ubicuos e interpenetrables como si los pudiéramos
manejar como una moviola y nos fuera dado hacer de montadores de nuestra propia
película, con avances y retrocesos a nuestro antojo. Y así nos va, que cada vez
hay más gente en Nueva York por estas fechas, que es donde han llegado a
fundirse en ninguna eso que llaman las edades del hombre, y que también
deberían ser las de la mujer, pero como nunca dicen la que tienen...
Una noción
del tiempo que, bajo el influjo de la aceleración y la antelación de todo, está
haciendo de la pausa como forma de vida –si es que hay otra– un simple
espectro, anticipándonos, y esto no es ciencia ficción, a la materialización de
esa ley de la física de que si viajas a la velocidad de la luz, verás cómo te
crearás un bonito cadáver al instante. Como si hubieras vivido, vamos. Sólo que
sin darte tiempo a hacerlo. Porque el tiempo sí que es un regalo que cada uno
se da a sí mismo, y los demás, tontunas de El Corte Inglés.
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