A la Constitución le pasa lo que a
muchas ex putas: que no acaba de colar. En una escena de Chinatown, John
Houston le dice a Nicholson que los edificios, las putas y los políticos se
vuelven honorables con la edad.
Y por lo que se ve, salvo los edificios, ni unos ni otras han cumplido suficientes años. O es que ya están muy vistos. O igual es que, con tanto toqueteo y restregón, estas matronas de la democracia, más que para la rehabilitación estén para el retiro. Y entonces, qué íbamos a hacer.
Y por lo que se ve, salvo los edificios, ni unos ni otras han cumplido suficientes años. O es que ya están muy vistos. O igual es que, con tanto toqueteo y restregón, estas matronas de la democracia, más que para la rehabilitación estén para el retiro. Y entonces, qué íbamos a hacer.
Porque, no nos engañemos, cualquier
sociedad civilizada que se precie ha de tener al menos igual número de
prostíbulos que de museos, y, si puede ser, aunados en dúplex, como aquellas
excelentes casas de lenocinio de la Belle Époque bajo cuyas láminas, lámparas y
consolas neoclásicas se daban cita para cultivarse lo más representativo,
granado y bruñido de su época. Algo en lo que La Consti (como algunas ex lumis)
es alumna aventajada, en tanto va tomando ya aire de museo.
Cuando Rousseau escribió El contrato
social (desde Suiza, todo hay que decirlo), igual pensaba inculcar la necesidad
de las constituciones, tal como cree todo el mundo. Lo que no podía imaginar es
que al materializarlas se iban a basar en otro libro suyo, El Emilio, tan
preceptivo, paternalista, ablandabrevas, tontorrón, lindo…e inútil. Porque las
constituciones son pura poesía. Poesía necesaria. Incluida la única que, nacida
directamente de aquel espíritu y que, aislada de otras metástasis, se ha
mantenido más lozana y verosímil, aunque no lo sea tanto: la de USA.
Las demás, y la nuestra sobre todo (una
putita para lucir a fecha fija), son romances corteses, pura juglaresca europea
de autoayuda para geishas de lujo, que mejor sería verla como un matrimonio
universal que hay que concretar cada día, que tiene que servir para algo, y
remangarse y ponerla a trabajar, a enfangarse y dotarla de contenido con hechos
y leye salidas de viejas costumbres –y no lo que se ha hecho, adaptarla a las (feas
y malas) que ya había–. Como prueba baste mentar el tribunal que para
salvaguardarla, existe, en las antípodas de lo que debería ser.
De modo que podemos olvidarnos de las
garantías de los derechos, de la convivencia y el acuerdo social. Adieu,
Rousseau. En cambio, y como corresponde a su sospechada esencia, tenemos
garantizada la farra, menos seriedad que la picha de un novio y mucho mamoneo.
Que no sé qué otra cosa podía esperarse de algo conocido coloquial, ramplona y
lupanarmente cada acueducto de diciembre como La Consti, esa madama que levanta
lo que sea, sobre todo si es para irse de vacaciones.
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