En
su búsqueda de autoestima, Manuel se había propasado considerable,
deleitosamente. Instruido, preguntábase en sus ratos de confusa melancolía
interclasista qué podía hacer el país por él, ya que él ya había hecho bastante
por el país borrándose mal que bien sus pelajes adehesados. Estaba claro que no
entendía el mensaje de la nueva frontera de los sesenta. Y lo peor era que
había absorbido lo subliminal de su cultura de acogida y pretendía créditos,
casa con jardín, autobús escolar y otros infundios de película, mientras sus
primos iban a ver las de la caballería, Juan Vaine y demás, como tenía que ser.
Y así, preso en la trampa integrista de su nueva cultura, también llamada por
los recalcitrantes, penetración asistida, lo que más llegó a ambicionar, no sin
cierto encoñe, fue un lavaplatos. Y él solo se publicó y se volcó cubas de mal
nombre sobre sí, desatando la cuestión de para qué querría un gitano un lavaplatos.
–¿No
tiene bastante con ducharse to’s los días, que nos está buscando una fama que
no nos van a mirar ni a la cara?
–Probecico,
si es que ha salío tarumba.
Aquello
era un esnobismo de aquí te espero, Manué. Algo que, si ya en otros ambientes
no se entendía muy bien cómo podían salir hijos, ni siquiera hijas, con aquel
ansia de agua, dado que la higiene es un asunto de difusión preferente
familiar, y hacía dudar sobre la legitimidad filial de sus aficionados, ¿qué
decir de aquel ítem?
Otra
cosa era, por ejemplo, el Ramón, Piru por más señas, que se veía obligado a
fregar lunas, escaparates y eso, y tenía que tener un contacto. Y a mucho
meter, el Mojao que, por circunstancias, estaba por horas de jardinero con unos
señoritos. ¡Pero el Manolo...!
Con
razón su jefe, el día que fue a buscarlo toda la recua de primos y gitanitos
para irse a una comunión, después del pitorreo de éstos –que si "Curro,
menúo traje de luces t’has echao. ¿Y la espá, dónde la llevas? Osú, si llevas
más botones que la chaquetiya el Inclusero!” “¿Pero y la taleguilla, primo, y
la taleguilla, que se te ve desmejorao? Lo que has cambiao, primo, lo que has
cambiao”–, el de la chepa, como un insulto doble, con un rictus entre la nausea
y la sorna, comentó por encima del
hombro, del suyo, como era natural:
Eso
lo dejó flojo toda la celebración, dio pie a nuevas rencillas y resquemores que
lo llevaban por la senda de la guerra con el mundo, y se notó extraño y solo, lejos de donde venía
y no menos de adonde se dirigían sus desvelos. Y dos días después de esa
fortuita visión de su desolación, comenzó a lavar la vajilla. La de su casa,
eh.
Inalterable
es mi amor,
roca
furtiva,
parasol
de arpillera
y
nebulosa cautiva.
Charito
se quedó pavitonta. Ella, que era morena hasta en las mañanas de escarcha, fue
como si le lavaran el lustre con vinagre, y a duras penas se atrevió a
interponerse con criticismo entre su marido y su faena, al ser la primera en
estar obligada a mantener incólume su hombría. Pero sus argumentos los desmontó
Manolo, que por algo era bachiller, en un santiamén:
–Quita,
quita, que tú estás ya sietemesina y a ver si la chuchica que dice la tía
Fernanda que me traes se va a desgraciar. Y además, que con el friegue, me
relajo. Ahora, eso sí, como te vayas de la lengua, es que te repudio, no será
que no te aviso. Bah, pero si esto lo hacen los americanos y mira como
mandan... –dio un pase de pecho a lo Paula con el mandil de secar–...¡ele! Y
mira lo que te digo, todo lo que te pasa, te pasa por no casarse por la
iglesia, tanto rito y tanta leche.
–Pero
si te has hecho asnóstico de esos, Manuel.
Contestó
Charito, pillándolo en renuncio.
–Es
igual. Se casa uno y ya está; o para qué te crees tú que hemos estudiao los curas y yo. Cada uno en lo suyo.
A
ver qué iba a hacer ella, con la prole y preñada..., ya que él, otra cosa no,
pero el crecer y multiplicaos bien que se lo sabía. Y discrepaba como un
tratante con el ascensorista del hotel cuando éste decía que una buena mujer
era la que tenía la regla a tiempo, opinando que la buena, buena, era la que no
tenía tiempo de tenerla.
Eran
cosas que a ella le hacían recapacitar sobre su propio porvenir. Un día, como
el que no quiere la cosa, pilló a su Manuel con los papeles del registro civil
para sus hijos, que se había empeñado en darles de alta como cualquier otro
hijo de vecino, como si ellos fueran vecinos de alguien, y él le manifestó que
de lo que iba detrás era de que le dieran la medalla al mérito familiar de
familia supernumerosa, que según él era una de las pocas cosas en que los
gitanos llevaban ventaja, y que no iba a renunciar a los puntos del Sindicato
de Actividades Diversas, y que el extra –por lo del hijo– no se lo quitaba ni
la Macarena. Luego, se ponía orgullosa y acababa pensando que para eso estaba y
además, y no es porque estuviera él delante, pero su Manolo hacía filigranas
con el sexo y a la vista estaban los resultados. Pero entre lo del registro
clandestino y lo de la Iglesia, lo laboral y demás, a ella lo que sí le daba
era que él estaba con el síndrome. Un síndrome de exiliado de mucho joderse que
les podía costar un disgusto.
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–Manolillo
es que ha salío majaricón, sus lo digo yo.
Y
así se cebó la leyenda, dramática a los dos años vencidos del desliz
ininterrumpido de la lavandería, que ni lo transportaba a la era kennedyana con
un nuevo trato, ni lo acababa de promocionar a primera.
Fue
cuando el hermano Juan lo supo. Y a los veintisiete o así –sí, eso, pues
tendría veinticinco cuando empezó con la vajilla–, fue cuando lo expulsaron del
mundo. Bueno, de su mitad.
Fuertes
sudores yo paso,
busca
y rebusca.
Trapitos
pa mi frente
son
como azúcar.
Contaban
con una vena de voz cómo el padre, compuesto en esfinge, con una dignidad
estatutaria, ajeno a la culpa, tras algo que pareció meditación, aunque no se
podría asegurar, chamuyó a fuego: "Que no me lo pongan delante, que no lo
conozco. No le dejéis verme cuando me muera y lo desheredo de todo."
Sacó
del chaleco de pana su paquete de Vencedor y se dispuso a fumar.
Era
la que se cayó
del
árbol de la carcoma
la
ramita que quebró.
Fue
explosivo, traumatizante. Pa verlo. La eterna vuelta a la nada hecha palabra. Y
como los duelos duran tanto en esas casas, a los dos o tres días, uno de los
hijos menores, que fueron los primeros a los que se les pasó, pensó en voz
alta: "¿Y qué es lo que vamos a heredar?"
Y
la realidad se fue readueñando del contrito familión.
Pero desde entonces, el que
quería trato con el Resabío había de hacerlo sub judice y mantenerlo en corros
alejados de los rescoldos flamígeros del abuelo. Lo que era un crimen.
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