Hubo un tiempo en que el
patíbulo era el ágora, el espacio público en el que la catarsis de la muerte
liberaba al cuerpo social congregado de su tragedia comunitaria. Morir era una
fiesta –que sigue sublimada y corrupta, draculizada, en los toros– que permitía
seguir viviendo en paz.
Pero el proceso civilizatorio, dirigido no a la
represión de la muerte, que es más bien uno de sus efectos, sino de la
violencia, primero para ejercerla en exclusiva los señores de la guerra, y
luego para permitir la máxima explotación de los recursos, incluidos los
humanos, consiguió convencer a los ciudadanos de la necesidad de mantenerla a raya
y autorregular sus impulsos agresivos, y éstos, bien educados y obedientes, lo
hicieron responsabilidad suya y asumieron la filosofía del cordero como la
mejor, creyendo que así, la vida sería una fiesta.
Las guerras desde entonces
son un chollo para los sociólogos, pues el corte que producen permiten estudiar
los distintos veneros que discurren bajo la piel social y que seguirían casi
imperceptibles si no fuera por esas fallas que hacen afluir las
contradicciones, impotencias y frustraciones del individuo de la sociedad
civilizada, reconstruido en la autorrepresión y la canalización de la
agresividad que los mismos estados promueven como ideal.
Y ahora van y dicen que
cierta violencia no viene mal. Y como no hay peor enfado que el resultante del
autoengaño, viendo que todo eran palabras, se indigna la plebe y, como ya no
conoce otra cosa, trata de presentar batalla con consignas. Se podía haber
echado mano de la maldad, el odio, la envidia, la ira, el instinto criminal,
todo aquello que nos hace vivir permanentemente en guerra con tal de acabar
muriendo en paz, que es lo conseguido tras cientos años de civilización y que a
diario se emplea con vecinos, compañeros, niños, familiares. Pero no.
No, porque esa consigna,
más que un acto social es una simple afirmación y una muestra individual de
desarrollo personal. De haber alcanzado, al menos en lo aparente cierta
tipología de ser humano a la que se aspira. Su petición masiva es la
teatralización de ese deseo. Y su letanía la secularización urbi et orbi del santo
rosario. El ansia de la comunión imposible. La catarsis moderna que, previa
declaración de compromiso social –que no se diga que estamos mal enseñados–, se
quiere libere de la tragedia individual, la grande.
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