(Relato
prehistórico)
Para
cuando la flor del malvavisco abre sus pétalos, Agustín Palafox, más conocido
como el Regio, Sietechotos, Dichobreve, Pecorino o simplemente El Mudo por pasar
por desheredado del don de las cotorras y de los locutores de radio, recibió la
visita de un inspector fiscal: “Buenas, soy zutano”. Y se le zampó en su casa
tomando posesión de sus sobrecogidos bolsillos.
Fuese
por el mal fario o bien por la sorpresa, soltó tal gruñido de bienvenida que el
convidado pensó que aquel pobre del que esperaba una economía tan negra como el
tizne, carecía de su propia urbanidad trapera fin de siglo y que el sonido era
una expresión espontánea de sumisión asustada al Estado al que él representaba
allí armado de calculadora y mala leche.
Al segundo gruñido señalando un gabinete de mesa camilla y calceta, el inspector, en realidad subinspector, tuvo la convicción de estar frente a un sujeto a la defensiva, sonriendo por ello al internarse en el cuchitril engalanado con estética ‘anisdelmono’ que le resultaba tan aberrante, incluida la botella de butano con su caperuza para la alcachofa.
Ya
sentados y como el Regio no replicara, el inspector reparó en su gorra beis
milrayas que le protegía de la intemperie doméstica, una de las peores, y si
bien lo censuró también lo exculpó de su atribulación, pues a buen seguro
sus culpas ante el fisco serían muchas a
escuchar, a más tardar en cuanto terminase de relamerse del dulce silencio previo
a la ejecución por lo civil que era su oficio.
–Ya
se imaginará usted el motivo de mi visita...
Dejó
caer a plomo con sonrisa de serie negra de baratillo. Dichobreve asintió con un
inane toque de su gorra, y ello certificó ante el subcuentaguijas su mala
educación.
En
los seminarios sobre defraudadores, ya le habían advertido que los había
recalcitrantes, cuasi impenetrables o de una estolidez sapiente y versátil que,
como a los galápagos –la imagen la había tomado de un documental–, había que
volcarlos y buscarles el orificio de su rendición. Y a eso había ido
–
¿Qué hacía usted la noche del 13 de febrero pasado?
Era
su primera tanda de banderillas al morlaco fiscal. Agustín Palafox no depuso
sus banderas. Miró al funcionario como a un pariente con Alzheimer, y éste fue
escondiendo su triunfante dentadura ante el fracaso de su golpe maestro de
efecto. Dichobreve levantó su antebrazo peludo con calvas de hongos y lo dejó
caer de sopetón sobre el cristal que cubría el mantillo de puntilla de la mesa,
atronando la estancia con un golpe seco.
La
ingle del inspector se humedeció y su condición de alfeñique se hizo patente
ante aquella sintaxis selvática del minusválido. De modo que apenas si se
percató con un respingo de la voz contrachapada de humos baratos y arrabal que
le entró de costado. Su dueña era un juguete gigante de esos de andar por casa
con medias sólo hasta sus blancas rodillas bajo una falda corta tirando a
vietnamita y un delantal con un “házmelo bien hecho” escrito en el bajo, de
insuficiente tela para los dos promontorios superiores que enseguida provocaron
el vértigo del inspector, que puso cara de caballo de oros. Y fustigado por el
dios de los volúmenes, un coro de menudillos empezó a trotar en él, que
trastabilló, con las carótidas revelando en rojo su estulticia, demostrando con
todo ello poseer un espíritu panelable.
–
Buenas tardes.
Saludó
muy bien, modosa, con ojos de betuncillo enjalbegado, alabeando su postura de
desafío insulso y boca recogida tan capaz de abotonar un deseo descompuesto
como de insultar con la más fina iniquidad a un policía de tráfico. El
subinspector, entre los bultos y los errores de ídem, quedó a un paso del
expediente disciplinario, él que montaba guardia sobre la depredación del
erario.
El
Regio explicó algo a su modo y ella tradujo:
–Que
dice mi hombre que se explique. Es mudo, pero entiende.
Aclaró
la mujer, en jarras, examinando sus aspavientos, con ese poderío de hembra que
se muerde la boca mirándote como a una pescadilla de rollo.
–Ah,
ya..., a lo que me refería –se volvió hacia Sietechotos casi a voces– es a lo
que pudo estar haciendo por esa fecha, vamos...
El
Mudo se acodó diligente con su corpachón, con su pechera de lobo abierta.
Después gesticuló afanoso explicando de mala gana algo de cajón a la morena
blanca de pelo recogido con pasadores. Y ella:
–Que
por la fecha que dice usted y a esas horas, que lo más seguro es que me
estuviera echando un polvo. Ya sabe usted, por lo de San Valentín, y que a él
no se le pasan esas cosas –informó con una cachaza inasumible para un
funcionario, con un punto de guindilla ¿impropio? de la perfecta ama de casa–.
Y que aquí las únicas voces las da él, ¿estamos?
Se
desabrochó los brazos y se arregló el delantal por el frontal del área.
Turbado
y absorto por las cosas del habla, que era mucho decir, el inspector no estaba
dispuesto a dejarlo así. Si se pensaban que a los cuestionarios oficiales podía
responderse con medias verdades caseras, iban listos. Y desoyendo la calentura que notaba en sus
orejas se dispuso a empapelarlos a modo.
–Ocultar
información en una encuesta oficial es grave, ya le aviso, porque usted –señaló
con el dedo, muy mal–, en esas fechas y otras, según consta, ejerció de
vendedor fijo discontinuo –recalcó– de peletería, taxidermia y ultramarinos, sin
declarar en ningún caso las rentas. Y aquí tengo fotocopia de la venta
–esgrimió una hoja con veleidad– de un lote de pellicas de..., perdón, señora,
de choto, no sé si será una errata...
–Está
usted perdonado. Pero no hace falta insultar, eh.
–Gracias
–se alivió él–. Usted perdone, no quería... Bien, pero está claro y este del
papel lo ratificaría. Y más cosas. Y usted lo sabe. ¿Qué me dice?
El
Mudo y la mujer se miraron. Él hizo una curva burlona con el dedo y ella remató
con un ¡Ah! y un carcajeo morboso.
–No
creo que sea cosa de risa.
Advirtió
el inspector, llamando a la seriedad. Ella se le volvió:
–Que
dice aquí que él no ha hecho nunca de taxista. Que él es muy honrao.
–¿Taxista?
¡Taxidermista! Disecador de animales.
La
otra tradujo y el Mudo hizo un puchero bobo y se encogió de hombros.
–Bien,
ya veo que le da lo mismo. ¿Y lo del textil, tampoco sabemos nada de eso?
¿Tampoco daba beneficios?
Miró
a la mujer y parpadeó, creyendo ver en ella un algo. Pecorino, ante la clara inclinación del visitante por la
equis, abstrusa cuando menos para un parlante que aspirara a una fonética del
montón, abrió las manos como palomas y se quejó de lo que era una maniobra
artera contra su discapacidad.
El
inspector, lejos de irritarse con el disimulo, bajó a por más papeles al
maletín. Vio entonces la mano del Regio bajar de la tabla de la mesa hacia su
entrepierna, cogérsela y rascársela.
Trató
de no soliviantarse ante tan vieja, obscena y efectista artimaña proletaria,
subió tan rápido como pudo y plantó cara al infractor. Pero al ver al Mudo con
las dos manos en la mesa, se aturdió, y al ir a echar mano de lo que llevaba
entre las suyas se encontró, contrariamente a su oponente, sin nada, con el
aire, pues, con la prisa, las había izado trayéndolas de clara. Y con la
prestidigitación, sintió su prestancia fiscal desprestigiarse por momentos.
En
medio del estupor miró a la mujer. En presencia de su aire bobo y brazos de
leche, con aquel medio perfil de brevedades chatas que le recordaban a un
sidecar, y sin más bagaje que el nuevo texto refundido de la reforma contable
del Estado, se sintió griposo y carnesturiento: un número. Para acabar de
descabellarlo, ella preguntó:
–¿Qué
es lo que se iba a sacar usted de ahí
abajo?
Y
él entrevió por las telarañas que enmarañaban sus neuronas que el estatuto
protocolario se esfumaba ante aquella blandura maquinal. Un velo espeso le
sujetaba las palabras haciendo de su atrincheramiento legal un artificio de
feria, lamentable frente a una sensualidad primitiva que le ametrallaba el
cerebro con imágenes eróticas. Y sólo la rutina le ayudó a continuar:
–¿Se
atrevería usted a declarar que no tuvo usted un negocio de confección, de
camisas por más señas, con operarios ilegales asalariados? Si eso no es un
auténtico empresario, ya me dirá... Situación nunca declarada ni cotizada, por supuesto. ¿Qué dice usted a
eso?
Acusó,
recogiendo los retazos del hilo acusador, otra vez con color bituminoso. Pero
el Mudo extendió las manos como quien espera un paquete de Navidad y después de
dirigirse unos instantes a la mujer, ésta dijo con su parsimonia cansada:
–Dice
que qué va a decir él.
El
inspector los miró de forma alterna, sin acertar a comprender cómo su renovada
furia inquisitorial se perdía en el fango de tan inquietante pachorra. Era una
paz de armas tomar y no sabía si el autismo declaratorio del par de dos era
simple degradación social, tal y como enseñaban los psicólogos conductistas. De
modo que, para conjurar los peligros de un derrotero lleno de hojarasca, y no
sin antes echar una mirada al canalillo femenino que partía el ovalado borde
del suéter, se despachó con otra morterada que tenía por inmisericorde:
–Bueno,
mire usted, tenemos referencias –dijo al insólito cacho de enfrente, como
cincelado en un frontispicio gótico, gorra aparte, por supuesto– de sus
actividades, todas al margen de la normativa. Regente de un bar, el Torrao, que
luego pasó a ser La Leonera y luego El Pretil. Después, representante de
cuchillería fina, algo que no entendemos muy bien, dada la competencia y el dumping
de los chinos y demás...
Le
miró la cara, para verle la reacción. El Regio trazó una serie de ligeros
frunces cenceños, y antes de terminar, la mujer, arreglándose el ribete
superior del delantal con una primor propio de festejo popular, lo ilustró:
–Que
así les cortaran los huevos con los cortaúñas que hacen.
El
vértice masculino del subinspector sufrió un escalofrío. Pero no exteriorizó
nada. Más bien se le calentó el hato, convulsionado por la mezcla de mondongo
virginal, voz agridulce y cutis de ribera que lo iba malguiando con su lenguaje
de ballena viuda. Y cuando terminó de prendarse, pasó a la mística contable,
tal era su malformación:
–¿Y
no recuerda usted por un casual la firma Cacalini y Montesol, la de la recogida
de periódicos, trapos y chatarra del camino del Cementerio? ¿Y su trabajo de
deshollinador en el barrio nuevo de los chalés adosados. Ahí ganó una pasta, no
me lo niegue –El Mudo no negaba nada. Tan sólo auscultaba a un hombre
enfebrecido reo del deber–. Y no me niegue que ha hecho usted de albañil,
mueblista, mudancero, vendedor de juguetes, relojes y joyas de contrabando,
encargado de colmado, hojalatero, vendedor de seguros y reparador de
electrodomésticos –leía, desarbolado por el mismo desenfreno con que el Mudo
había cambiado de ocupaciones, como ejerciéndolas a cámara rápida–. Por no
nombrar las apuestas mutuas, la reventa, el chamarileo y el taquillaje de la
Plaza de Toros y las almohadillas del fútbol... Y va y me pide ayuda de
subsistencia a las instituciones. La verdad, creía que un hombre que domina
tantos oficios podría hacerse rico hoy día y no caer en la bajeza de chupar de
la teta. Así nos va... Pero ahí lo hemos pillado.
El
Regio y la mujer, que eran de los que pensaban que trabajar en cualquier oficio
era currar para el inglés, nacionalidad de todos los que mandan, y el buen
oficio aquel que se hereda, mudaron de cara y, del estatismo de trapisonda,
Sietechotos cambió a pasmo su ovejuna tez cuadrada, morada y necesitada ya del
segundo afeitado del día, mientras su compañera, cual liendre entre la galaxia
de pelos de un cepillo de púas se mostraba perdida y no encontrada ante tamaña
ristra dialéctica, pues el universo liberal siempre resultó inasible para el
pensamiento vulgar, en tiempos también llamado gentil.
Y
si tal era la nebulosa de los incoados, no lo fue menos su reacción para el
funcionario, que al no fiar ni mucho ni poco en la facultad moral del pueblo
llano, divagó si lo harían adrede. Y para perderlos de vista unos segundos, fue
a buscar más folios que echar sobre sus cuitas, con un gesto de lástima por el
prójimo que le valió una estimación objetiva singular por parte del dúo.
Al
volver en sí, o sea frente al par de fuerzas, sin saber cómo, la madona de no
más de metro y medio se había sentado, cruzado de piernas y reclinado frente a
él, aunando a lo frutal de las engordaderas de su rostro el aroma traído a
colación por su mohín y un haz de pamemas que le labraban unas leves patas de
gallo haciéndole aún más cárnico su barbecho de bienaventuranza.
Tampoco
sabía cuándo le había crecido al Mudo aquel palillo que le partía el rictus en
dos mitades, una de sagacidad y otra de jocundia que se contrarrestaban dando a
sus ojos gachos un tono ecuánime. Hasta su nariz de pequinés quisquilloso se
volvió de mastín. El caso es que un mórbido sopor tanatofóbicosexoapelístico se
iba apoderando de su función, sus competencias y su cuerpo. Y su entraña,
teñida de tóner de fotocopiadora, se disolvió en el naïf caféconleche de
aquella estancia con enaguas. La mujer se hincó en él con una devoción untuosa,
repleta de sinuosidad:
–¿Es
que te vas a sacar algo más?
Las
entretelas del inspector, crecidas de músculos, hizo eses. Pero aún acertó a
decir, muy profesional:
–Es
que... lo de quitarle el pan a los pobres es..., es..., bueno, es más bien
como... grave.
–
Que me lo digan a mí.
Respondió
ella más cerca, como aupada a un galpón. Podía olisquearle sus jugos
epiteliales, simplificada de fragancias. Y eso era mucho espoleo para su deseo
acimarronado de saltar sobre aquel flan de canela pura en rama.
Para
contrarrestar, Pecorino ponía la guinda con su papel de clase humillada,
consentidora y procaz. Ella silabeó, haciendo presa en sus sentidos:
–Es
que, verás..., como una padece del corazón –se metió media mano derecha entre
el escote, anticipándole algo de los cúmulonimbos de la tormenta–, que lo tengo
muy tierno desde pequeñita. Y por eso pedimos la ayuda. –El Mudo gesticuló y
ella siguió–: ...sí, que era para los masajes cardiacos de agua.
Agua...–balbució–, agüita para mi corazón...
Mientras
se pasaba las manos por su base imponible. Su cara de escarcha le enviaba a un
palmo sondas para sus simas y bengalas trazadoras para emerger de ellas a cosa
hecha, como un faro seguro en la niebla. Y entre las bocanadas de aire que
hambreaba de su boca de cepo dulzón entornado a su impericia, le pareció oír
brotar una copla:
“Con
sombrero negro y chaqueta corta, y en las brujas horas del anochecer, por su
calle abajo pasaba una moza de la que, sin saberlo, yo me enamoré...”
Le
pareció nadar en hidrógeno líquido tibio. Su índice trabajoso pugnó por abrir
un hueco entre el cuello de la camisa y el propio. Hasta que se dio cuenta de
que la voz era de hombre. Y como su cabeza no estuviera para trotes, se pensó
en el Mudo, pero, ¿cómo había de ser? Y
con sonrojo, vio que éste había puesto el radiocasete del aparador y le
sonreía, hecho un disyoqui, y que Canalejas de Puerto Real, algo muy difícil de
saber para un subinspector de hacienda, ponía música a su desazón:
“Un
domingo claro de abril sonreía, me arrimé a su reja gallardo, juncal, y le dije
alegre: con usted, mi vía, unas palabritas tengo yo que hablar.”
Oía
más por los ojos que por la boca, y al tragar, la saliva le raspaba.
Angustioso, no quería volverse, por no toparse con el lenguaje edulcorado de
ella que le licuaba las mantecas con su acoso de bajura: “Capuyito, eh, eh...”
“
...hablamos de muchas cosas que el viento se las llevó; tan solamente una copla
que en mi alma se queóooóó: Rosío, ay mi Rosío, manojito de claveles, capuyito
floresío...”
El
Mudo repicaba con los nudillos en la mesa, vocalizando mímico, como si cantara,
muy sentido. Lo cual, con la melopea, el calor inguinal y la alquimia escénica
de la sirena del chocho zumbón, le movieron el baile glandular.
“De
pensar en tu querer, voy a perder el sentío, porque te quiero mi vía, como
nadie te ha querío. Rosío, ay mi Rosío... Se alejó la mosa de la vera mía. Era
to mentira lo que me juró. Y me hiso llorar tras la selosía por aquel cariño
que se marchitó”.
Sintió
las manos húmedas y buscó aire en el aire sureño de aquel aliento tan encima de
él que se interponía a su respiración para asistirla.
“
... Ayer por la tarde y hablando a su oío, con otro del braso la han visto
pasar. Me ha vuelto la cara, no se ha conmovío, pero estoy seguro que me vio
llorar”
El
Mudo controlaba toda la operación casi con hastío, no en vano aquella era un
guerra mil veces expuesta en las pizarras de su vida. Además era su obra, y su
incomodidad era sólo estrategia e impaciencia de vendedor ante un negocio más
que hecho. Fue cuando hizo el movimiento torero de usar la mano como alza,
quieto como vela, para mirar cruzado al animal y medirle la vida.
“A
pesar de su desprecio, yo no la puedo olvidar. Me acuerdo de aquella copla que
un día le oí cantar. Rosío...”
Ella
puso una mano en su muslo y se interesó maternal:
–¿Sudas?
El
funcionario no dijo nada; se descoyuntó de mandíbula para abajo con abultado
embarazo, protuberancia más o menos. Ella le llevó la mano a la cara, y allí se
le puso enfermera:
–Pobresito.
¿Tú estás malo, cariño?
El
inspector estertoró un sí ronco y poseso. La mujer lo tomó del codo, y lo izó como ingrávido con aquel su ungüento
heredado de las venus de Willendorf:
–Pobresito mío, ven conmigo, que este Mudo es
más malo...
Pero
si sería cicatero que, de camino al cielo, aún se refrenó y preguntó a trancas,
carraspeante y quedo:
–¿Y...su
marido?
Ella
lo miró como caído de una canalera y tiró de él para arrimárselo:
–¿Marido?
¡Hasta ahí podíamos llegar, que una es muy seria!
Dijo
con empaque. Mientras Sietechotos, algo cejijunto, quedó remoliendo en el
palillo el extraño amasijo que en la boca de un hombre queda al mandar a los
suyos a una victoria segura, con uno como víctima. Luego se levantó y se fue en
busca de una pava de faria que tenía a medio fumar.
Diez
minutos más tarde, el inspector ya no sudaba. La mujer siroco había absorbido
toda la humedad de su borrasca como una evapotranspiración imprevista.
El
Regio los recibió cansino. Le pasó la cartera al inspector, que ni al subirse
el nudo de la corbata se atrevió a levantar la vista. Estaba satisfecho de un
deber cumplido, sí, pero no sabía de
cuál. El regio lo acompañó a la puerta, y allí le entregó una tarjeta
profesional, que leyó ante la hueca compostura de satisfacción del hombrón: “Servicio
tradicional. Material de calidad y decente. Se masturba a mano. Pruebe nuestras
especialidades. También se hacen paellas. Llámenos a cualquier hora. Paellas
hasta las doce”.
Pecorino
señaló en la tarjeta lo de la masturbación con gestos muy ufanos e
inquietantes. La mujer salió entonces, ultimándose unos toques en las
horquillas de su pelo y le tradujo:
–Que
dice que es por la cosa de que no se pierda lo natural, sabe usted, que es como
mejor queda. Y que estamos en paz y que vuelva cuando quiera.
Y
el subinspector, que había vuelto a adquirir la enrevesada bobez de quien desde
pequeñito ya quería ser funcionario, abrió algo más la boca para decir un “ah”
innecesario, y mientras la puerta se cerraba tras él y llegaba al rellano de la
escalera, oyó como en sueños que alguien voceaba paredes adentro: “...¡y a ver
si haces de comer de una puta vez, que tengo partida, coño...!”, comprendiendo
que entre los oficios de Agustín Palafox figuraba el segundo más viejo del
mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario