Cuando la necesidad te ha
pasado rozando alguna vez resulta difícil sustraerse a la basca que produce esa
extravagancia obscena que es el desperdicio de comida, en el que por desgracia
somos una potencia.
Y no hablo de los millones de toneladas que, o no se recogen o se tiran para no bajar los precios; ni de los miles de camiones de productos aún consumibles pero de mala comercialización; sino ante todo de los más de mil millones de kilos de pitanza que van directos al contenedor desde los restaurantes y las casas, debido a un modo de vida cuya socialización se basa tradicionalmente en comer, y su forma de significarse en que sobre mucho.
Y no hablo de los millones de toneladas que, o no se recogen o se tiran para no bajar los precios; ni de los miles de camiones de productos aún consumibles pero de mala comercialización; sino ante todo de los más de mil millones de kilos de pitanza que van directos al contenedor desde los restaurantes y las casas, debido a un modo de vida cuya socialización se basa tradicionalmente en comer, y su forma de significarse en que sobre mucho.
Un exhibicionismo comensal para demostrar que son muchos años ya sin pasar
hambre –inexplicable para nórdicos o japoneses, que han pasado mucha también, y
no tiran ni un comino–, exacerbado todo desde la crisis con la culinaritis, las
pesadillas en la cocina y otros excesos que han dejado a la comida como casi lo
único que, como una válvula de escape, nos permite la ilusión de no haber ido a
peor.
Y desde esa conjunción entre ese llevar al extremo las penas con pan son
menos y la distinción pantagruélica mediterránea clásica como expresión de
clase o riqueza, se tira lo indecible. O mejor dicho, tanto como para dar de
comer a 10 millones de personas.
Y lo peor es que aumentan los que piensan que
es por eso por lo que nos asaltan los hambrientos del sur. Otra pesadilla. Eso
pasa por tener los ojos llenos de pan.
Los que de verdad sueñan con esto, la
pesadilla ya la viven, en la mesa, y lo hacen, como todo el que sueña, con el
escaparate del paraíso, con su espejo, que les llena los ojos de otro pan;
nunca con su realidad. Y cuando sueñan, lo hacen con el Barça, con ponerse un
chándal, con un Iphone, con una rubia. Todo aquello que mata las hambres y que
aquí es casi de producción ilimitada.
Es por eso que no se quiere que vengan.
Porque son jóvenes y, por tanto, soñadores –allá, los viejos y los niños no sueñan,
ni viajan; solo pasan hambre–. Y por si se despiertan (con hambre).
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