La gallina:
Casta Quinta (y aún dicen que no hay
quinto malo. El subrayado es mío).
Bestezuela innoble y odiosa. Fácil de detestar, especialmente idónea para
rebajar adrenalina, con la ayuda de una estaca. Ostenta su derecho adquirido a
golpe de pico contra todo pronóstico. Repleta de energía débil, amenaza
cualquier discurso y es un valladar para el entendimiento, el concepto del
plano y la percepción clarividente del mundo. Y no hablemos de una mínima
reflexión. Por su origen desconocido y sus leyendas, rula el bulo de que
proviene de las escombreras del espacio exterior, aunque su manera de excretar
sea netamente terráquea. Todo en ella es amorfo: desde su huevo al parpadeo;
desde su dormitar a su frugalidad. Y su macho es de risa, pura fachada
veleidosa, un producto de ingeniería publicitaria y un renegado de su función
en beneficio de la campana incubadora. Pero, como se come más con los ojos que
con la boca, se le permiten el contoneo caporal y su centinela de capón celoso.
Por todo eso el Basilisco lo tiene por fuerza extraña sin saber cómo
arrebatarle su poder de pega. En entredicho desde que Quasimodo comía
cuasipollo, su futuro pasa por el xenotrasplante de mollejas, y su única
esperanza reposa en ese engendro llamado ciempollo, una especie de crustáceo
miriápodo relleno de carne con gusto a pechuga y muslitos con sabor a pinza de
cangrejo, que por un error de manipulación nació de carambola rizando el rizo
de su bucle adenal.
Al hilo de esto y para un
mejor entendimiento, y sin pretender resultar pedante, viene a cuento ilustrar
la entrada con el famoso Caso Niyinski, que ahora se me viene a la cabeza, ¿o ya lo hemos hecho?
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