Fue elegida la palabra del año
2018. La RAE incluso se la tragó, a lo pulpo como animal de compañía, quizá
como concesión (paternalista, claro) para compensar un pasado de estrechez y
remilgos (congruentes) en lo del lenguaje inclusivo, y dando por inocua la
nueva palabreja.
Aunque la RAE debería saber que ninguna lo es, dado que las palabras las carga el tiempo y son mutantes. Y esta, que empezó siendo, hace nada, amistad o afecto entre mujeres, tan solo unos meses después ya es solidaridad mujeril en un contexto de discriminación sexual. Es decir, del concepto oficializado, clásico, blanco y evocador de la congregación monjil, se ha pasado al acusatorio y combativo de toda la ecúmene femenina como damnificada potencial del sexismo.
Lo cual no deja de ser una traslación un tanto desvirtuada y poco
equivalente, pues, de agrupación de hermanas a nutriente del motor del
empoderamiento femenino universal, va un paso. Una bifurcación de sentido tan
anunciada que la inserción académica se antojaba irrelevante.
Quizá para evitar lo que cabría esperar de la
nueva sororidad en cuanto a la lengua, si fuera coherente, y que es acabar con
toda ella, como constructo social que es del más vil heteropatriarcado. Aunque,
de momento, solo parches. Es lo que el nuevo movimiento da de sí, y –lo peor–
también la RAE.
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