La Semana Santa mal llamada
española, puesto que es castellana, no por desteñida deja de ser la expresión
más clamorosa de la relación de este país con el género negro.
Desde las Danzas Macabras a Felipe II; de Trento a la Inquisición, nuestros cielos claros derramaron tal textura de nublo, y a partir del barroco tardío el negror más acrisolado ha estado reinando por aquí hasta el punto de haber elevado a Goya como pintor más nuestro y tener como símbolo a un toro como el tizón y la debacle como honras.
Desde las Danzas Macabras a Felipe II; de Trento a la Inquisición, nuestros cielos claros derramaron tal textura de nublo, y a partir del barroco tardío el negror más acrisolado ha estado reinando por aquí hasta el punto de haber elevado a Goya como pintor más nuestro y tener como símbolo a un toro como el tizón y la debacle como honras.
Y quizá por estar demasiado involucrados en el martirio y
más decididos a vivir lo negro que a escribirlo, para lo cual hace falta
distancia, fuese por lo que aquí no existió literatura negra hasta hace dos
días.
Es lo mismo que pasa con la
Semana Santa, que de celebración palmera, judía, adusta y ácima pasó, mediante
la teatralización barroca y el tremendismo posterior (y una repostería del copón),
a ser la colectivización más excelsa del tormento y el éxtasis y el auto de fe
más fantasmagórico y oscuro, que de niños llorábamos la primera vez a su paso
de atrezzo con capuchones al más puro estilo de cadalso, de cíngulo y manola y
pies ensangrentados.
Luego vinieron los
caramelos, los carteles grana y oro pagados por las diputaciones, la miel sobre
hojuelas del turismo, y toda esa estética se deshizo como un lifting demasiado
cerca del fuego de esta modernidad que, cual Dolorosa banal y de pega, celebra
una Semana Santa de casa rural. Una Pascua con putas y borrachos, porque ya no
hace falta contrición ni penitencia para alcanzar el perdón, que se da por
anticipado junto con los vales descuento del híper.
Una Semana Santa que aunque
resulte patética, le falta la h.
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