Si al fin resucita,
Franco lo tendrá muy crudo. Con su bigote, rácano, pícnico a lo zompo y la voz
más aflautada que un colorín, lo más que llegaría a liderar, sobre un caballito
de cartón, sería un ataque al frigorífico, y se iba a comer menos torraos que
un pobre con gingivitis en una romería.
Hoy por hoy, tamaños prototipos suelen
ser víctimas de otra dictadura, no peor que la suya, pero igual de castrante,
cual es la estética. Esa que ante la sola idea de ponerse el bañador eriza la
piel y salir de casa se antoja irse a la guerra de Tetuán. Y que obliga a
autolavarse el cerebro, además de los piños y pinreles más de la cuenta, para
reconvertirse en un ente presentable y de agrado, como categoría superior a la
de ser humano.
Lo cual es toda una tragedia, pese a presentarse, en series,
publicidad y demás órdenes mediáticas, como una comedia de situación, o sea
algo circunstancial, pero de lo que hay que huir –de uno mismo– toda la vida. Y
que cuelga por siempre como una cojera psicológica.
He ahí a Ronaldo I, que se
queja de que nadie le defendiera cuando le llamaban gordo, y con su biomasa
bien podría haber hecho una secuela, Le llamaban el Gordo. Incluso una serie, a
razón de la tajada sacada en general a su encarnizada tozudez hacia la báscula.
Y es que, después, a base de reinar, con tanta dieta y tanta presión,
se tiran toda la vida buscando al niño delgado que nunca fueron, convencidos de
ser sílfides atrapadas en un cuerpo de atún, pidiendo todo el día una operación
de cambio de sexo (alimentario). Y son todo un problema social. Y económico.
También
cuando al fin admiten su culpa y renuncian a su sueño y se lo comen todo –sin
dejarte ni mojar–. O cuando les da por ir por ahí practicando el tópico del gordito alegre extrovertido y sin complejos, que tal vez desate los de los demás, como Iceta, cuyo bailongo (en todos los sentidos) le ha traído el castigo y la venganza
antisenatorial, por no atenerse al guión, o por atenerse demasiado, a saber.
Y es que sí, quizá haga falta un defensor
de los gordos. Pero aún más quien nos defienda de los antigordos, que es casi todo el mundo, incluidos, por supuesto, los gordos.
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