Como
buen superviviente y primitivo, me apego al extravío de la premonición como
guía. Y lo de Little Richard me ha sido todo un augurio, no del futuro, hollado
por los jinetes del Apocalipsis, que también, sino como aviso del final como
ley.
Si bien el rock, del que era el último baluarte vivo, ha tiempo que murió,
a veces hace falta un cadáver como recordatorio de que vivimos en mundos que ya
no existen. Así la democracia, la sociedad del bienestar, el mundo libre, el consumismo,
el trabajo.
Todo eso, que era nuestro gran espejismo, sencillamente se
desvanece. Y, perdón por el emperramiento, pero es que los periodistas, más que
insistentes, como buena canalla, solemos ser básicamente reincidentes, y, tú
vas por la calle, y jamás viste un país más demodé y menos cool que esta
primavera anticipo de la nueva normalidad. ¿Pero es que no ven desde los
observatorios monclovitas que hemos salido a andar como manadas harapientas con
ropa que no es de temporada?
Cuánta desidia. Las pasarelas estarán de luto al
ver al ejército de estragados ciudadanos desfilar desperdigados y errabundos. Y
es que, equipados con restos, vamos a peor en la desescalada, ni para escalar
una tapia para robar gallinas. Y las tiendas, locas por deshacerse de las
prendas pasadas en los mismos maniquís del escaparate. Qué sinrazón. Que
desarrape.
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El progreso, como el sucedáneo laico de la fe, máquina de vida hasta entonces, puesto en marcha con el desarrollismo
capitalista para convertir a todo el mundo en dientes de engranaje, y sin duda la mayor trampa llegada
hasta aquí de esa manera, ya que, como la historia demuestra, se retrocede tanto como se
avanza, se tiraniza más que se convenia y se vence más que se convence.
O todo era mentira. Y ahora, una vez al descubierto, en nuestra candidez,
estamos de saldo. Tenemos pues, ante nosotros, una mala compra: la de nosotros mismos. Y, parece un sensintido, pero quizá sea la única posible para enfrentar el
porvenir, que no progreso.
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