Las mujeres deberían
aprovechar su día internacional para enamorarse. La cosa está jodida, nunca
peor dicho, pero habría que intentarlo. De todas formas, nada se pierde.
Téngase en cuenta que enamorarse es una de las enfermedades más leves; en la
mayor parte de los casos se cura casándose. Aunque bien sé que no está el horno
para bollos, nunca peor dicho, y van dos, ni para prescripciones ni para
consejos ni para piropos ni para casi nada.
En lo de los piropos,
por ejemplo, el asunto está más bien fatal, casi tan mal como cuando aquella
otra Sección Femenina aconsejaba, al ser piropeada la mujer, “que lo que había
que contestar con la cabeza alta era: ¡Yo soy de Falange!”. La cual
declaración, decía Martín Gaite, debía suponer conjuro de suficiente eficacia
como para poner en fuga al osado tentador de la fortaleza femenina, cuyos
cimientos iba el piropo dirigido a socavar. Y hablando de prescripciones,
también se ha sabido de otros que han hecho llorar a la mujer por prescripción
facultativa, bien fuera en provecho de uno o de otra, o de ambos, porque llorar
en comunión debe ser como un orgasmo en toda regla (y van tres) del órgano
sexual por excelencia: el cerebro.
Ahora cuando las
labores propias de lo femenino superan a las de Tabacalera, siendo como es la
mujer temática por antonomasia, casi todo lo grueso está demodé para el amor
(bueno, es un decir), gracias a lo cual nos ahorramos cumplidos como aquel de
que “las mujeres, para que no se pongan negras, como las olivas, hay que
echarles caldo”. (Y van cuatro)
Tiempos de hambre,
gracias al cielo preteridos, con los que se fueron (¿se fueron?) los que sólo dejaban
conducir a la mujer con un permiso por escrito, y eso en casos de ablandamiento
por enfermedad terminal o así. Gente refinada. Y con mucho sentido de la
propiedad.
Ahora todo es más
interino y el amor, por ejemplo, se lleva a rento.
No es que este tiempo
sea de imposibilidad para el amor, pues es más fácil oír que nuestro amor es
impasible, que lo otro. Pero en el sumario abundan las pruebas de frustración,
muchas veces con origen en la confusión propia. La tremenda ansia de
equiparación femenina en lo mejor (o así se entiende) no debe llevar como
contrapartida que el hombre asuma lo peor de la civilización, sino eliminarlo,
por contradictorio con la libertad.
Las tareas domésticas por ejemplo. Eso no
es liberación; es penitencia. De ahí que casi ninguno quiera figurar en lo de
“profesión, sus labores”. Unas labores realmente de mulas, y que podrían
equipararse así, sin ninguna retórica, precisamente a aquellas otras del
pasado, las de la terratenencia, que se valoraban precisamente por los pares de
mulas que hacían falta para labrarla. Por ejemplo: una labor (o una casa) de un
par de mulas, o dos, o veinte.
Todo hace pues, que
la mujer, salvo al amar, vaya para industria, dando lugar a otra vanguardia
socioeconómica, la penúltima frontera (la última es lo gay), a ser utilizada
para definir nuevos mercados y productos. Las quinceañeras, por ejemplo, son
quienes definen si lo gay es aceptable o no. No por una proposición moral del
fenómeno, sino por un mecanismo básicamente industrial por el cual las
multinacionales, manipulando sus sueños de niña a mujer, desechan en su nombre
los productos que no venden suficiente ilusión de polvo de estrellas masculinas
(mas polvo enamorado), haciendo que los iconos gay busquen refugio en otros
segmentos (aunque esté feo señalar) y se pregunten para cuándo el año
internacional del tercer sexo. Cuando les llegue, sólo espero que la liberación
les sirva para algo más que para ver sus mejores sueños vendidos también en los
supermercados.
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