Lo de Facebook muestra
lo que da de sí el homo clausus, que llamó Norbert Elias (psicológico, según otros), cuyo modelo más
depurado es el homo enredado.
Un espécimen encerrado en su caparazón, que lucha a muerte por ser e identificarse consigo mismo y que por fuerza tiene que reventar por algún sitio para despresurizarse, acabando por caer en todo aquello de lo que huye, pues lo hace hacia delante, sometido a toda la presión alienante y de masificación de un mundo neopuritano y exhibicionista a la vez, en el que lo privado es sacralizado sobre el papel, pero quien no se expone desnudo ante los demás, inerme y entregado, es sospechoso, como ir vestido en una sauna, o poner visillos en un barrio calvinista.
Un espécimen encerrado en su caparazón, que lucha a muerte por ser e identificarse consigo mismo y que por fuerza tiene que reventar por algún sitio para despresurizarse, acabando por caer en todo aquello de lo que huye, pues lo hace hacia delante, sometido a toda la presión alienante y de masificación de un mundo neopuritano y exhibicionista a la vez, en el que lo privado es sacralizado sobre el papel, pero quien no se expone desnudo ante los demás, inerme y entregado, es sospechoso, como ir vestido en una sauna, o poner visillos en un barrio calvinista.
Este individuo obligado a no esconderse y ser visible y compartir
su ser en un mundo donde quien no lo hace resulta antisocial y señalado como un
maldito independiente, un apóstata sospechoso fuera del redil (o la Red que es
el homónimo actual del rebaño cantado por Brassens) es el prototipo desubicado
sobre el que está montado el capitalismo global etéreo de la deslocalización y del
que viven las compañías de aviación o viajes, las de ropa de quita y pon, la comida
basura o la prostitución en alza, pero también las nuevas ideologías (y
partidos) que explotan esa contradicción frustrante y permanente que produce el
estar corriendo a toda mecha en tu propia noria centrífuga, como un hámster,
sin ir a ningún sitio pero, eso sí, muy rápido, junto con millones que hacen lo
propio en su esfera giratoria.
Y todos juntos, pero no revueltos, forman lo que
es el público para todos los mercados, el cultural, el político, el del
consumo, abigarrado de individuos deslumbrados, casi exaltados, por la
perplejidad ante su propia inseguridad, confianzudos en su ignorancia, más
preparados siempre para lo enorme catastrófico que para el nanoacontecimiento
minimalista cotidiano. Lo primero nos sobrecoge pero nos alerta; lo segundo ni
nos percatamos pero nos desactiva y desampara. Urgidos a vivir en la zozobra de
ir de uno a otro.
Y es lo que pasa ahora con Facebook. Que le hemos contado
nuestra vida y dejada en custodia, y él la cosifica y la vende. Y nos sentimos
traicionados, como quien hace un estriptis voluntario y luego odia que vendan a
un trapero la ropa que ha ido dejando por los suelos. Las vergüenzas siguen
siendo las nuestras. Pero a quien culpamos de todo es al pregonero. Lo de
siempre.
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