Los políticos están tan obcecados en que
esto parezca una democracia, que a la mínima que ven gente en la calle, no importa
si van a comprar víveres, echar la quiniela, los hayan pulido de casa o vengan
del botellón multitudinario y constante de la feria de soledad permanente, van
y te sueltan que eso es la demostración más palmaria de una política
participativa, asamblearia y que roza el colectivismo más fraterno.
Y si ven
llenarse los edificios institucionales (de gente que va a pagar multas, a
protestar, empadronarse o a pedir lo que sea), eso es la prueba de la rana del
máximo activismo cívico y social responsable.
Y si a todo eso se une una reata
de supuestas agrupaciones (unipersonales muchas de ellas) preocupadas no sólo
de sus propios intereses sino también de sus propios intereses, ya estamos en
el colmo de los colmos del interés generalizado por los asuntos político
sociales que como un incendio arrasa en las instituciones, tan ocupadas por
todo tipo de público, tan alborotadas y con tal efervescencia de actividad,
propuestas, debates y demás, que no sé cómo no tienen que avisar a los bomberos
o a las fuerzas de seguridad para disolver a las masas que de manera tan
bulliciosa y protagonista quieren participar e intervenir en las instituciones
que les representan.
El dilema expuesto por Daniel
Bell de que el hogar público debe satisfacer no sólo las necesidades públicas
en el sentido convencional, sino también convertirse indeludiblemente en el
campo para la realización de los deseos privados y grupales, ha quedado para
los gobernantes, enquistados como pupas en la incompetencia de su irresolución,
en un simple desideratum, provocando todo lo contrario: la huida desesperada de
todo el mundo, excepto cuatro sospechosos por insistentes, de las instituciones
en general y la administración en particular, excepto funcionarios (en horario
laboral).
Y es que, como decía Lichtenberg, cuando los que mandan pierden la
vergüenza, los que obedecen, pierden el respeto. Aunque, naturalmente, como
aclaraba Bertold Brecht, cuando el delito se multiplica, nadie quiere verlo. Y
menos sus causantes, aquellos tan contrarios a la opinión de W. Whitman de que
el mejor gobierno es el que deja a la gente más tiempo en paz y que aún
presumen de esa connivencia masiva por abandono de la ciudadanía con la
(indi)gestión de sus intereses.
Sólo hay que fijarse en cagadas tales
como la luz, los transportes, la nieve, etc, para apreciar que los
responsables, lejos de envainársela, te corren a broncas, cosa que si es para
animarte a participar, se agradece; y también que las víctimas de esos partidos
de contratistas y subasteros en los regímenes que son sus feudos, clientilizadas,
suelen confundir el civismo con el borreguismo. (Y cada cual piense sus
propios exempla, pues de embarcarme en citar los diversos casos domésticos,
esto se haría un tedioso suplicio).
En cualquier caso, las reacciones a las
agresiones de la democracia participativa, lejos de implicar a los agredidos,
les produce más bien una refracción inhibicionista tirando a huidiza, que
invita a una risa tragicómica en tanto sólo han bastado cuarenta años para
pasar de la nula presencia ciudadana en las instituciones a la más absoluta
miseria que es esa charada permanente que se presenta como régimen
participativo y que ha convertido ese mañana al que aspirábamos, por muy
efímero que fuera, en la lapidaria tesis de Henry Ford de que cuando pensamos
que el día de mañana nunca llegará, ya se ha convertido en el ayer, pudiendo por
tanto ya descojonarnos libremente de Tocqueville y su
sociedad civil como organización intermediaria de nivelación, y el Estado como
garante de la igualdad (que ahoga la libertad, encubre la envidia y ablanda a
los hombres), ante la autotiranía de las mayorías. Ja, ja. O de Mill por pensar
que el individuo es el centro de la moral, y la privacidad el reducto de la
libertad. Ja,ja,ja.
Los sociólogos más avispados han
explicado este fenómeno centrífugo como han podido. Los defensores del
“selfismo”, que todo lo achacan al individualismo atroz universal, el
autocrecimieto, autorrealización, autoafirmación (o autonegación) y a la
extrema autocomplacencia que comporta,
ven en ello unos estilos de vida que son postizos, rellenos que no llegan a
vida pública. Mientras otros dicen que ese narcisismo, además, arrastra al descreimiento de lo privado, por
si faltaba algo.
Otra explicación, mucho más rústica,
podría ser que la confianza en las instituciones se acerca a un simpsoniano
menos que cero, tras décadas de acoso, derribo, saqueo, chuleo y
detentación hasta el secuestro, en su mayoría, hasta el extremo de haberlas
(diputaciones, por ejemplo) que han acabado haciendo dejadez de sus propias
administraciones hasta el punto de no utilizar ni sus recursos ni sus
competencias, por motivos en que los políticos son los más dignos de nombrarse,
y montar gestiones (sólo de lo que interesa) paralelas desde el ámbito privado.
Vamos, que si ni ellos mismos se identifican con sus instituciones, agárrate al
resto.
En tales circunstancias, acudir a
comulgar a este tipo de Eldorados sólo es medianamente gratificante si lo haces
participando de verdad (en su presupuesto), como alternativa refugio contra la sodomía
y el granizo del mercado, y siempre teniendo en cuenta que esta Numancia
meritocrática (que no es sino los restos fantasmagóricos del espejismo que fue)
no es la idílica solución de continuidad frente a la falta de continuum,
fragmentación y fraccionamiento generalizadas como causas de lo efímero, la
inconsistencia, la diletancia y la interinidad permanentes que a marchas
forzadas andan causando la muerte de la sociedad civil, sin perder de vista a
Séneca, cuando dice que “Aquel que tú crees que ha muerto, no ha hecho más que
adelantarse en el camino”, y a la vez seguir el mandato del alcalde Tierno “¡El
que no esté colocado, que se coloque!”. Porque si hay una democracia
participativa que nos hayan dejado para practicar, esa es a la única que casi casi,
aspiramos todos a diario: la de chupar del presupuesto. Y lo demás son
chorradas.
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