Aun sabiendo que cualquier regreso al pasado es necia impostura, un empeño en suscribir el viejo apotegma cesarista, tan verosímil como inquietante, "vence quien permanece", y porque el que sigue aquí tiene algo que contar a los victoriosos, los que viven, sobre todo a los que se supone vivieron lo contado, para los cuales no deja nunca de ser una sorpresa esa vida en común pasada por las letras, a manos de otro, aquí va un esbozo, al modo naturista, de algunos pasajes deslavazados, jirones rehilados cual cuentas de un rosario roto, obscenos tal vez, o así lo espero, de unos años, entre 1973 y 1987, a fin de enturbiar esa agua cristalina que nos hemos forjado como origen de nuestro paraíso actual, y ello con un doble objeto, uno, para poner en solfa esa mitología de culto que se cierne divina y terrible como madre de todas las mentiras, tan beatificable como una puta; y dos, para camuflar indesvelado en esa trivilalización al mismo cefalópodo revisionista que todo escritor lleva dentro, pues la verdad es tanto más creíble cuanto más insondable parece. Apuntes contra el alzheimer propio, que siempre serán más baratos que otras medicinas para aquellos cuyo recuento les resulte molesto.
O también podría valer lo dicho, mucho mejor que yo, por L.-F. Céline:
"La gran derrota, en todo, es olvidar, y sobre todo lo que te ha matado, y diñarla sin comprender hasta qué punto son hijoputas los hombres. Cuando estemos al borde del hoyo, no habrá que hacerse el listo, pero tampoco olvidar, habrá que contar todo sin cambiar una palabra, todas las cabronadas que hayamos visto en los hombres y después buscar el pico y bajar. Es trabajo de sobra para toda una vida."
Yo no soy muy consciente de haber traicionado a nadie en mi vida;
eso sí, estoy absolutamente seguro de haber decepcionado a todo el mundo.
Preámbulo y dedicatoria
A estas alturas ya puedo
decir que hay que tener cuidado en cómo se vive, para no acabar teniendo que
olvidar para poder seguir viviendo. Vida y olvido. Veremos si es mi caso.
Hasta la fecha y para
regocijo de la afición y dentera de enterradores de pasados, mi memoria
resiste. Así pues ésta es una historia tomada como algo personal basada en unos
hechos reales vividos por mí lo suficiente como para revis(it)arlos.
En este empeño, y lejos de
seguir al pie o más bien a la pata la llana la letra del aviso para navegantes
sobre lo nocivo de mezclar lo particular con la política, como hacen los mansos
y los capitanes araña, yo, antes de ser un buen radical sobre el papel, desde
que era un simple insurrecto trapero en bruto supe que si hay algo que motive
en esta vida o en política es que te toquen los huevos, literal o
retóricamente. Así llegué bien pronto a la conclusión de que mezclarlas
adecuadamente es la mejor manera de hacer de la existencia, más que una
tortilla, un buen gintonic.
Si además se da el caso de haber
perseguido esa quimera desde la esquizofrenia del periodista que no renuncia a
la política, o mejor dicho, que aun sabiendo esas dos cosas tan unidas, quiere
sobrellevarlas, sería un fiasco imperdonable no acometer el acto de dar fe de
tal empresa, siempre mortal de necesidad y un fracaso anunciado.
Sin embargo, por previsible que sea un
periplo así, condenado a naufragar en el magma del ruido de los tambores
políticos, los clarines mediáticos y la zozobra vital, aparte su ineludible viscosidad
y hedor, y las profilaxis utilizadas para librarse de su asfixia, vale la pena
mostrar que aquella mierda en que muchos nadamos hace tiempo, a ratos consiguió
parecer(nos) una salsa sabrosa quizá por ser nosotros parte de la receta. O al
revés: cómo partiendo de aquella salsa hemos llegado a la gran mierda. El huevo
o la gallina. Lo mismo que pasa al repescar el pasado, que es como los
subtítulos añadidos a una película. Para unos serán un estorbo y a otros les
ayudará a leerla. O a releerla, si no hay nada mejor que hacer. Ahora también
lo llaman “el montaje del director”, que es cada recordador, nunca de fiar y
merecedor de cuantos ojos críticos sean menester.
Por eso, antes de ver qué tripa se le
rompió al pasado y empezar a hablar de lo inexistente, de todo lo que iba a
llenar el mundo de sentido, con la transfusión religiosa de los glóbulos rojos
de nuestra sangre nueva, que la historia acabó por decolorar poniéndola en su
sitio, quiero dejar claro que ni en este mundo hay nada inocente, ni me llamo a
engaño sobre el embarque elegido para marear en esta vida, cuyo poder devorador
era adivinable.
Todo el mundo es culpable de su propio
Pacífico que cada cual ha de descubrir a su pesar. Todo lo más, achacarlo a un
fallo de estilo, léase el carácter, a veces lastrado por esos principios de
plomo de los que nunca consigues despegarte lo bastante; o por la ofuscación
como ideal; o por pretender alcanzar esa utopía de gustar sin ofender, lograr
sin pecar y reinar sin matar, unir la devoción con la vocación, el fin con los
medios y otras lindezas ñoñas.
Todo eso, y cierta impronta lenguaraz, me
hicieron, primero convicto y después salir por peteneras para darme el alivio
de las borrascas imprevistas al atracar en aquella Ítaca tan plácida a primera
vista.
Perdón pues, por ese defectillo, y por
no querer sobrevivir en los demás en forma de tópico. Es lo que persigue este
texto, dirigido quizás a quien quiera recorrer
desandando tal camino para reparar mejor en el propio.
No es una lección en ningún
caso, no soy tan gilipollas, y además, ya lo dije, me es indiferente si se es
ignorante del pasado o un memorando andante, si sacó nota en su juventud o
convirtió el ideario en algo para hacer la declaración de la renta. Tres
cojones me interesa. Lo interesante para mí es escarbar y tratar de explicarme
como un hecho confuso entre otros tantos, y desde esa confesión reaccionaria
alcanzar así la derrota definitiva de quedar listo para el paredón del olvido.
Al principio, pensé llamar a estos
recuerdos Ascensión y caída de un iluso,
pero ahora que caigo, sin querer decir esto que mi caída sea ahora, ya que no
sé muy bien cuándo fue mi ascenso, considerando que lo más alto que he llegado
ha sido al metro setenta y seis, y de esa cumbre hace ya mucho, finalmente me
retranqueé hasta el título exhibido en un acto de humildad quizá excesiva, pues
todos los caminos son de ida y lo único que se vuelve es la cabeza, cada vez
más distante del principio y siempre que lo permita la tortícolis, siendo ese
cerco que el tiempo forma sobre la luna de nuestro punto de partida lo que
vuelve fascinante el retorno, y un reto para tratar de atisbar entre su bruma
al leñador que somos cada uno de nosotros braceando en ella y soportando la
gavilla de recuerdos en que nos convertimos y cuyo peso, antes o después
insoportable, aspiramos a compartir, pues repartir tal carga no supone aumentar
el sobrepeso de la ajena al tomador, sino volver, por ese azar glorioso de la
ósmosis, más liviano el haz al que los presta, haciendo con esa cesión una
sociedad de alivios mutuos cercana al intercambio de ese casi fluido que es la
remembranza puesta en almoneda al módico precio de simplemente leerla. Que sea
para bien. Disculpen las molestias, y salud para sufrirlo.
Política y periodismo, todo lo mismo
En pleno vórtice de la transición, el
ambiente mediático local seguía siendo tan mefítico como en plena dictadura. Al
socaire del continuismo que representaba el suarismo, las viejas fidelidades
apenas maquilladas de los antes corifeos del azulete, reciclados en adalides
reformistas de boquilla, seguían detentando el acceso a la profesión como si se
tratase de un coto privado, al objeto de que ningún francotirador –ay, la
semántica– profanase desde ella la sagrada intermediación reservada al periodismo
entre una sociedad ávida de novedades y una política de ramal, bocado y
palafrén, a la que servían tan ufanos, quizás por no saber hacer otra cosa,
convencidos de que aquello a lo que se referían patéticos como sacerdocio no
pasaba de ser un mero mamporrerismo de sacristanes travestidos con el que
facilitaban lo que en su terminología llamaban reconciliación, reforma,
recambio –siempre la clave de ‘re’–, la eterna reedición del adagio del chapero
moral universal, “ni quito ni pongo rey…”, en que se habían especializado cual
polichinelas mediáticos como hacedores de la agenda friki con que la opinión
pública seguía desayunándose.
Página local de 1978, cuando Tico Medina se vino de director a provincias Empezaba "el cambio". |
Hubo quien se apresuró a exhumar
antecedentes familiares de un intachable largocaballerismo, atreviéndose
incluso a rescatar de entre una nada de cuarenta años un antiguo –y nunca
visto– carné de la CNT, todo un detalle, y mucho más poético, qué duda cabe,
que si hubiera sido de la UGT.
La penúltima conversión había llegado;
la nueva guerra necesitaba viejos mercenarios. Pero la mayoría iba con retraso,
al menos con respecto a mí. Con la suficiente antelación a esa generación de la
perra gorda y su comedia bufa de la revelación y su consiguiente caída del burro
–pues ninguno era caballero ni parecido a ningún San Pablo, ni al Iglesias ni
al de Tarso–, algunos de los apestados de la cosecha periodística de los
setenta, repudiados por tales cachicanes de portería, ya habíamos dado el paso
para ponernos al servicio de los nuevos vincitori in pectore, valga la
redundancia, antes de que los curtidos profesionales del chaqueterismo nos
arrebatasen también de la boca aquel pequeño caramelo. Así fue como me hice
mercenario.
Plumilla, se alquila
Se podría decir pues que llegué a tal estadio o eslabón de la cadena alimenticia de la mano del repudio enconado hacia la nueva ola de los que manejaban la sartén laboral, enfrascados en agenciarse una nueva identidad a partir de los restos del naufragio con el blanqueo del patrimonio negro arromanado durante tantos años, obligando a los de la cola del paro de la historia a saciar nuestra hambre de libertad (y de la otra) y sed de justicia (y de la otra), optando por la salida menos indigna de la miseria pecuniaria, moral y política, que teníamos, no en ciernes sino completamente encima.
Para mí era como un préstamo, solo que
mi juventud ignara me impedía ver en toda su magnitud la hipoteca envenenada
que ello comportaba y que tanto me costaría levantar.
Aun procurando siempre evitar la
apostasía, caer en la impostura o mentirme demasiado para seguir conviviendo
conmigo mismo, el estigma o el residuo social negativo tan propios de los
ambientes polarizados estaba garantizado. Hay ciertos círculos que de joven
crees de humo y luego son de fuego, y al traspasar sus límites estás tocado. No
importa si aspiras a una vida sin dogmas o con la duda de quiénes sean los
buenos. Sus efectos gravitan sobre ti para siempre, como una acusación que
nunca prescribe. Es el precio a pagar. Es un precio abusivo. Aunque eso qué
importa en realidad.
Por
decirlo cínicamente, mi paso por el PSOE nunca produjo en mí una neurosis que
no fuera capaz de conjurar con un par de lindos argumentos y una cerveza. El
arrepentimiento es para los que no saben lo que hacen. Y yo lo sabía (más o
menos). Los que no lo sabían eran ellos. Es el problema del ladrón y esa
condición a la que algunos de ellos acabarían llegando, y que en aquellos días
(hablo de 1980) el partido empezaba a convertirse.
El lobo abre la boquita
En aquellos momentos el PSOE era lo que técnicamente se llama un cono de deyección (alguno trabucaba una eñe ofensiva) al que iban a parar todas las excrecencias que la historia comenzó a arrojar de sí por inservibles para lo que venía. Lo que vulgarmente se dice un coladero. Un sumidero de aspirantes a todo de las clases, castas y sectas emergentes que se habían lanzado al asalto de la nueva tierra prometida con la esperanza de ponerla a servir a sus propósitos. Cada cual disparando en la media veda que la dirección tenía abierta allí donde no se había organizado la suficiente red de fidelidades, intereses o pleitesías que una estructura política requiere para atraer sobre sí un apoyo social, que en aquel momento le volvía la espalda.
Una precariedad impotente que, en una
plaza de provincias, de fayanca, estrecha y al pairo de los esfuerzos centrales
por encarrilarla, era la ideal para la práctica de la escaramuza. Y cuanto más
feroz mejor.
La deriva y el marasmo despendolado de
la finca eran tales, que fue como si publicasen un bando para que todo tipo de
bucaneros cazagangas desembarcasen en aquella playita de cocoteros y violasen a
la princesa hasta entonces codiciada sólo por los intereses caciquiles de
siempre, y aunque resultase tuerta y coja, que no.
Viejos y nuevos socialistas. De ida. a dcha. , José Prat, Serapio Valiente, Esparcia, Jorge de las Heras y Salvador Jiménez. |
Tras el reparto de la primera tarta
electoral, más de lo soñado por los jerarcas centrales, les tenía tan absortos,
que las batallitas periféricas, cuyos botines consideraban ínfimos, no merecían
la pena (algo que luego se daría en la derecha), dejando a la novia lista (y
desguarnecida) para su asedio por los que, con hambre atrasada, la veían más
que digna de batirse el cobre por su dote, por árida y remota que pareciera en
Madrid.
Y como la moraleja de Don Juan Manuel
siempre es cumplida, las huestes desheredadas dispuestas a comerse las migajas
desdeñadas no tardaron en plantar en ella sus reales, jugándosela a los
incautos que se habían proclamado con demasiada antelación sus herederos
naturales –pero que llevaban siglos sin pagar su contribución–, argumentando
que más bien estaba abintestato, y que si alguien quería un pulso, que vale,
que por ellos no iba a faltar.
Así era cómo se había llegado al ‘tour
de force’ de la guerra intestina por el control del PSOE en un lugar de La
Mancha del que hasta entonces no se acordaba ni Dios, y me refiero al otro, ya
que el auténtico acababa de hacerse hombre, habitar y tomar posiciones entre
los socialistas históricos.
Algunos socialistas locales en el 79. En el centro Antonio Peinado, diputado entonces y uno de los principales damnificados de la anexión del PSP por el PSOE. |
Se saca más lamiendo que mordiendo
Creo que Juande no se atrevía a entrarme directamente, supongo que porque siempre he sido bastante imprevisible y coriáceo, y en aquellos momentos lo tenía desconcertado. Y que tampoco estaba en sus prioridades.
Yo me había casado aquel mismo año,
nada más volver de la mili y sin terminar los estudios. Muchos dijeron que se
trataba de un matrimonio desigual, como así era. De hecho, mi compañera, que
entonces se decía, aportaba casi todo, excepto un anorac de antes de arruinarme
totalmente sirviendo a la patria que mi madre había tenido que zurcir,
en uno de los más preciosistas ejercicios de cosido sobre petróleo que jamás
haya visto –si no el único–, por comérsele un malhadado día unos centímetros el
líquido de una puta batería. Vamos, que, por
no tener, no tenía ni miedo.
Más que el poder, cierta retórica era lo que volvía. |
Bastaba con que me aproximase a su
trinchera y mi rumbo vital infra modesto cambiaría. Aunque siempre hacía el
artículo tratando de no quedar ante su mujer, Concha, mucho más radical, como
el obsceno perversor de jóvenes revolucionarios puretas. Quizá fuese
romanticismo. Y entre su corte y divagación al plantear la cosa abiertamente, y
mi prurito por admitir la escasa honra que aún engarzaba mi escasez, lo dejamos
para mejor ocasión.
En su cortejo, Juande, creyendo exhibir
sus mejores dotes persuasivas, llegaba a la cumbre de lo patético, como cuando
me quiso recluir en un convento.
Fue después de un interrogatorio previo
acerca de mis estudios interruptus. Yo le dije que ya mismo terminaba. Él me
dijo que magnífico, dramáticamente entusiasta, como hacía siempre que iba a
lanzar un órdago, y tras exponer sus dudas sobre mi táctica a seguir con mi
asignatura pendiente madrileña, como no se creía ni por el forro que yo pudiera
cumplir mis amenazas con sólo asistir a algunas clases y exámenes, dicho todo
de la forma menos clara posible, y sin desear otra cosa que no fuera mi éxito,
me propuso ingresar en un monasterio capitalino para concentrarme para hacer
frente a mis asechanzas universitarias.
Yo me quedé patidifuso. Pero sólo un
instante. Luego, al ver que hablaba en serio –yo aún no lo conocía bien–, con
su mirada inquisitiva sobre mí, me reí de lo lindo preguntándole si pensaba que
me presentaba a notarías. Y se lo tomó a mal, reprochándome mi menosprecio por
el periodismo como carrera de segunda, deslumbrado como él estaba ya por “la
canallesca”.
Mi mujer diría luego, como en tantas
ocasiones, que si se enfadó fue por mi risa irritante, una mezcla de Pulgoso,
guasa, suficiencia y desesperanza. El caso es que dijo algo así como: “Bueno.
Allá tú. Pero si te lo piensas, dímelo. Conozco el lugar perfecto para evitar
inconvenientes”. Así, como si se tratase de un zulo en el que secuestrar sin
rastro mi estulticia. Pero vaya si lo conocía.
Juan de Dios, hace unos años |
Aunque se equivocaba, pues era en él mismo en quien pensaba. Era su problema:
por más burras que vendiera en su vida –y serían muchas–, Juan de Dios
Izquierdo jamás sería capaz de comprender que sus sueños no tenían porqué
coincidir obligatoriamente con los de los demás, sino todo lo más con sus pesadillas.
De manera que cuando caía en la cuenta
–nunca del todo–, se apoderaba de él una voluntad de empatía tan inviable, que
al no poder materializarse, pasaba a otras artes de pesca digamos más espurias,
que sustituían el afán cinegético por una persuasión truculenta pero trivial
con que trataba de inocularte el complejo de culpa e inferioridad, mudando así
la convicción en chantaje moral y pesadez argumental de medio pelo, pespunteado
todo con fraseologías de corte escolástico y la promesa perenne de alguna
distinción salarial como último argumento de venta, que era la pista a seguir
para saber que no era una buena oferta.
A cada nueva adquisición, él intentaba
transmitir (aunque más bien era transfusión), no que fuese un producto más de
su poder de captación, su magnetismo personal y su incandescencia estelar, que
como todo mal cura pensaría de sus acólitos como hijos suyos en vez de su
iglesia, sino que tu conversión era otro fruto más, lógico y esperable, otro
más del universo de dones de todo tipo que era el paraíso en la tierra, léase
la socialdemocracia.
Tratantes de la famosa Cuerda de Albacete, muy rememorados por mí durante la época que se describe. |
Yo iba para carabina
Veamos. Yo había asistido de oyente a
varias asambleas de la agrupación local en La Pajarita. Conocía a muchos de sus
congregados, y entonces la izquierda aún tenía algo de gran familia que todavía
no ha partido la herencia, y ese tipo de fisgoneo y compadreo de rancho aparte
y mojada y paso atrás aún no estaba mal visto.
Otra cosa es que esa estrategia de
acercamiento al redil del lobo perdido no despertase desconfianza, visto lo
heteróclito del mirón y las compañías en que andaba, nada del agrado de otras
facciones en disputa. Y claro, un buen día alguien sacó a relucir qué coño
hacía allí tanto oyente sin haber jurado los principios. Y que el que no
tuviera carné se dieran el dos.
Yo me hice el sordo, a ver en qué
quedaba la cosa. Pero el debate hosco que siguió, señalándonos a los intrusos,
se puso desagradable. Entonces Juande, viendo el percal, le faltó tiempo para
salir al quite. En eso sus reflejos eran los de una rapaz. Y se lanzó a hacer
el verso de mi historial como compañero antifranquista, que me colocaba como
simpatizante nato y me eximía de las sospechas y el exceso de celo esgrimido
por algunos para darme puerta.
Un simbolismo de la transición. El alcalde entonces, Abelardo Cantos, y Tarradellas, en el Ayuntamiento. |
Evidentemente, todo era tan discutible
como yo dudoso. Pero eso, qué importaba. Simplemente se trataba de otra ocasión
brindada tan calva como su coronilla, que no podía desperdiciar para tirarse
uno de sus pegotes y batirse con el sector contrario.
Como buen perdedor de batallas, sabía
cómo ganar algunas guerras. Y lo mismo que sabía perdida de antemano aquella
escaramuza, también sabía que al ser expulsado de la asamblea por los malos, ya
no tenía que volver a explicarme que, o mierda, o bicicleta. Que la suerte
estaba echada y que, yo mismo.
Con todos sus recursos sofistas juntos
no había logrado nada. Y ahora, un puñado de enterados me ponía en el
disparadero. Sólo había que darme cuerda larga (que debió costarle horrores,
pues también temía una espantada) y esperarme en alguna hora baja para soltarme
el canto de sirenas definitivo para progresar moral y socialmente (o
socialistamente, no sé), que se concretó en una oportunidad tan descaradamente
chupada, que despreciarla hubiera sido no solo un ejercicio de soberbia, sino
todo un síntoma de imbecilidad suprema. Aunque aún faltaba pescado por vender.
Si el Beibi, con su gusto por las fraternidades, primos incluidos, había
cometido el error de ponerme un precio casi justo, Juande, más de grandes congregaciones, había cometido el de hacer
como que me sobrevaloraba. Aunque algo había de cierto en su actitud.
Sopa de siglas del gran vertedero rojo que la izquierda moderada, gran superviviente de la transición convertiría en su mejor caladero. |
Y los dubitativos, quizás para
elevarnos sobre nuestro propio cagaleo, los mirábamos con esa arrogancia
despreciativa del hidalgo intelectual que ve su hacienda venida a menos y no tiene
más modo de subsistir que subirse al carro, llevando como una causa impropia su
nueva filiación más o menos forzosa, con rechazo contenido por su propia
alienación (que en mi caso era peor por autoimpuesta), por mucho que, para
desquitarnos de la soberbia revieja del perdedor, la pagásemos con los que nos
cedían –a un buen interés– un asiento en su carruaje recién obtenido en la
subasta de la historia.
Aún así, Juande seguía empeñado en adquirir todos
los restos del naufragio de la izquierda que podía para llevarlos al huerto en
construcción. Así que por y para algo sería. Y si yo respondía con la perfidia
del apaleado también lo hacía con el regocijo del pródigo bienhallado al verme
invitado a entrar en un club que empezaba a ser selecto, cual era su proyecto
de cuerpo de pretorianos con que profundizar en el golpe de estado que su grupo
minoritario había dado con la maniobra de la unificación socialista, hay que
decir que gracias a la incompetencia e inoperancia más absolutas de la inmensa
mayoría.
Concha, en una mani contra los Pactos de la Moncloa |
Diletantismo en serie
Por tanto, era lógico que
alguien procedente de ese barrial, aunque fuera por el forro, fuese una buena
pesca. Si además el pez venía del ahora páramo pero otrora rico vergel
izquierdista, tan bien organizado y disciplinado, con sus doctrinas y prácticas
asilvestradas que ejercían una atracción salvaje sobre los espíritus formados
para la cetrería de palacio, lo suyo era hacerse con ellos, para compensar,
quizás, cierta admiración estética y casi turbia, y también para exhibirlos y
amedrentar así a otra competencia que le obsesionaba, léase el PCE.
Helos aquí, el trío La-la-la (o cuarteto, si contamos con D. Torcuato) |
Hay que tener en cuenta que
entonces el PSOE pretendía anclarse basculando sobre una socialdemocracia
moderada de izquierdas. De ahí que sus “importaciones” vinieran, muy escogidas,
del más allá de su principal contrincante, no siendo extraño además que uno de
los principales “ojeadores” fuera Juan de Dios, por la doble razón de su
relación con ese campo por vía marital, y también por la inclinación
consustancial del socialdemócrata a tener siempre en la mirilla al rojo antes
que al facha. Para lo cual estimaba claramente que no había mejor cuña (o bala)
que la de la misma madera (o carabina). Aunque de haber conocido mis inicios
como radical libre, quizás se lo hubiera pensado mejor antes de ficharme.
El adolescente diletante (otro más)
Fue unos días antes de lo de
Carrero. Yo acababa de cumplir los diecinueve y andaba por Madrid de travesía,
o de travesura entre mi fase poético-utópico-existencialista y la del (relativo)
deslumbramiento, ya a las puertas, del cambio de la historia.
Me había dado de sopetón la
fiebre del periodismo y a la sazón me había presentado en la capital con la
Peugeot 125 del 49 para ver de matricularme aunque fuera de oyente allá en la
vieja escuela de cine (aún no existía la facultad, en obras), y mientras me
había colocado como dependiente en el Mercado de Maravillas en Cuatro Caminos,
primero en unas mantequerías y luego en un puesto de plátanos, frente al cual
había una pescadería atendida por un gordo buchón relativamente joven, leído,
resuelto y enrollado, y su ayudante entrado en años, más bien torvo, remiso,
cauto y largo como un día sin pan.
La opinión del entorno
acerca de ellos, o sea mi encargado y alguno más, no era la mejor, o peor aún,
no estaba clara. Algo no les cuadraba, especialmente del jefe, sacando yo la
conclusión de que lo veían un tanto niñato vuelto al puesto, heredado, tras
alguna otra experiencia. Entre eso y ser un tanto sobrado, le bastaba para
ganarse las puyas del sectarismo de la clase obrera. Y cuando al poco empezamos
a pegar la hebra de mostrador a mostrador, también me torcieron el morro a mí.
Nada. Lo típico del recién llegado a la sapiencia de todo, por mi parte, y el
poder salirse un poco del mercadeo por la suya, supuse. Por supuesto, muy mal.
Mi inexperiencia me impedía
valorar cómo estaría el patio para tardar más de un mes de cháchara,
sacacorchos y sondeos en quedar a charlar conmigo fuera de allí, a la salida,
de aquellas mismas cosas que se quedaban en el tintero del pasillo que separaba
las tiendas. Y un poco mosca pero encantado, pude ver cómo no íbamos a ningún
bar cercano a comernos un bocadillo de calamares, que hubiera sido lo suyo, ni mucho
menos cerca siquiera de allí. No. Nos subimos los tres (el ayudante también
venía, para mi sorpresa) en un utilitario desastrado, y nos fuimos
tranquilamente hacia Embajadores, entonces una zona más que discreta,
solitaria. Demasiado, pensé suspicaz.
A principios de los 70 el mercado seguía ofreciendo este mismo aspecto. |
Todavía tenía muy presente a
un tutor de prácticas, tan solo meses atrás, de mi último año de Magisterio, y
profesor de Psicología para más INRI. Un plasta bujarrón con el que había
tenido que vérmelas en el colegio San Fulgencio, donde este individuo, un
falangista venéreo de camisa vieja y muy mala follá, me había rondado una
temporada, con el mismo argumento, supongo, que el del Mr. Humbert de Nabokov,
de que todo adolescente, macho o hembra, es provocativo per se, y lejos de
quedarse turbado e inactivo como el Mähler de Muerte en Venecia, había dejado hacerse
ilusiones a su líbido, teniendo yo, tan jovencito, que desengañarle.
Sólo de prever una situación
escabrosa así con los pescaderos, me aburría. Y daba ya por perdido otro buen
conversador por causa del otro órgano unimuscular tan elocuento o más que el
oral. Pero al ver que ambos estaban en los asientos de delante, pensé que lo
mismo eran cosas mías, todavía con el míster en el recuerdo. Y cuando empezaron
a hablar, con rodeos, tanteando, como quien no quiere la cosa para entrar en
materia, del mundo, de la vida, del bien y del mal, todo eso, vi que la cita
iba de otra cosa. Aunque no era menos tranquilizador.
Yo les replicaba con mi
tontería idealista utópico-poética. Y para mi sorpresa, vi que el ayudante,
metía baza, es decir apoyaba vehementemente los argumentos de su jefe con un
afán de convencer que yo vi insólito. Parecía estar claro que aquella era una
entrevista de captación para alguna causa contraria, respondiendo más a la ley de orden público que a la de de vagos y maleantes (que
también podía ser), a la de orden público. Aunque conmigo, tocahuevos negador
de evidencias, tenían trabajo. Y echaron más leña..
Entre sus modos crípticos,
de los que iba a hacer gala yo mismo tiempo después, y mis respuestas
pusilánimes, cada cual con sus propias taras, nos la pasamos en un diálogo de
besugos, sin llegar a comunicarnos prácticamente nada durante la hora larga de
nuestro encierro automovilístico, para volver apresuradamente al punto de
partida, cada cual a su decepción, ellos más nerviosos e inquietos por las
consecuencias siempre imprevistas (bien lo sabría yo más adelante) de los
fiascos del proselitismo, con prisa por dejar primero al ayudante en una parada
de autobús, y a mí después a las puertas del Mercado. Sus propias caras eran
todo un poema de la desolación del fracaso tratando de captar nuevos miembros
para la eterna causa perdida.
Ya estacionados, en la acera
antes de despedirnos, en un último vapuleo, el de la honrilla, el último tiro a
la vaga pieza con más pelaje que chicha del pescatero, consistió n reprocharme
que estuviera más por la labor literaria (entonces iba de poeta y estaba a
pique de publicar mis primeros engendros) que a la lucha por mis semejantes
(como si la poesía no fuera un semejante). Y llevaban razón. Aunque yo también.
Y así, sin más, con una
mezcla de lástima, decepción y desprecio, nos despedimos para casi siempre,
aunque siguiéramos currando frente a frente, en barricadas separadas, sin jamás
cruzar cuatro palabras. Un jamás que, por otra parte, iba a durar días, lo que
tardase Carrero en meterse a hombre bala y establecerse el reino del silencio
en nuestro mercado hasta llegar las navidades*, en cuyas postrimerías abandoné
Madrid, vencido por varias circunstancias, entre otras la definitiva de no
poder matricularme en la facultad, sin saber más qué sería de aquella célula
pescatera de raptores que oficiaron mi bautismo de fuego en la clandestinidad,
que yo siempre había esperado con la palpitación de una aventura, y, como dijo
el poeta, resultó ser nada.
Al igual que ellos, Juan de
Dios tampoco sabía de la misa la media, al concebir también su programa como un
acto de gracia voraz más que de apostolado, esperando que a cambio fuese
pagadero en elástica disponibilidad y lealtad inconmovible el día que había de
llegar, por qué no, que ocupase la presidencia del gobierno, pues según él, y
con muy buen criterio, cualquier político que no aspirase a eso no merecía
ninguna confianza.
Su particular caza de brujas
deconstructiva consistía en apartarte del mal camino para reinsertarte en otro,
avisándote de que, a la menor demora, ibas a tener overbooking. Y si podía hacerlo de dos en dos, como los cazadores
de futbolistas en el mercado de invierno, mucho mejor. No sé porqué, siempre
buscaba la pareja; achaques del seminario, quizás. O natural tendencia del
pobre al dos por uno. Pero desde que se había hecho con Maxi, mi colega de
juventud, su interés por meterme en la jaula su síndrome de Noé parecía ir a
más.
Era cierto que muchos nos reconocían ya
como todo un equipo, y eso era un plus muy valorado por el adquiriente, lo cual
evidenciaba que el descosido del socialismo provincial debía ser grande cuando
pretendía que un roto como el nuestro ayudase a taparlo. De modo que, entre la
desnudez, el morbo y el ansia y el prejuicio del
broker, y también por cierta euforia compradora sobrevenida en una situación
prevista como alcista, por pillar urgentemente un ejemplar de saldo, aunque no
se supiera bien para qué serviría, estaba a punto de ser adquirido.
Dos de los allegados más próximos al
adquiriente, Eugenio Sánchez y Adolfo Ortega, se lo harían ver a menudo más que
escépticos, incluso delante de mí, según el chozón se iba convirtiendo en casa
del pueblo y la confianza daba asco. Y cuando defendía su adquisición arguyendo
que se necesitaban buenos cuadros, Adolfo
le contestaba guasón que sí que hacían falta, pero para colgarlos. Lo cual era
todo un halago gratificante, no nos engañemos.
Por algo Ortega se las había
tenido que ver con todo tipo de renegados de tonsura, y gustaba de rebajarle la
espuma de su verborrea y cortar sus ideas geniales que según él solían
acometerle de madrugada, aconsejándole erradicarlas en el mismo instante en que
se producían echándole un polvo a la parienta, por el bien del partido,
naturalmente,
Ese
aspecto humano de las entretelas iba a ser lo que acabaría por enredarme y no
desairar una proposición que de tan indecente como me pareció al principio
pasaría a ser de lo más transitable, y como al fin y al cabo lo único que podía
perder eran las cadenas, pero de la bici, di al traste con mi postura de putita
fina de la puntita nada más, pedí el carné, pero por la vía rápida, como por
sorpresa y diciendo retruco, ahora os vais a enterar. Y Juan, que llevaba un
año tomándose el asunto como una apuesta personal, sin tenerlas todas consigo,
añadió otra muesca a su casillero, y yo juraría que respiró aliviado.
(*)Lo del silencio no es ninguna metáfora. Yo
vendía manzanas esa mañana. Me habían destinado a ello al no saber todavía
engañar en el peso metiendo el meñique en la balanza, pues había que vender los
mismos kilos que se nos entregaban, para recuperar el peso de los pezotes de
rabo que era obligado quitarles a los plátanos. Así que yo constituía una
rémora para los demás, aunque todos estábamos allí, tan dicharacheros y a ratos
voceones, como siempre, cuando de repente el encargado, un hombre vivaz y
espabilado en mil faenas, con batín azul que le venía grande a su menudo
cuerpo, pasó raudo por mi vera y casi con un suspiro me chistó: “Silencio. No
deis voces. Callaos”. Cundiendo mi alarma al verlo hacer la ronda completa a
todos los compañeros, unos seis o siete, todos ellos igual o más jóvenes que
yo. Y más aún cuando todos se achantaron y se quedaron a verlas venir, alertas.
Y lo mismo fue ocurriendo en los puestos de alrededor. E igual con la gente, que
de pronto fue menguando, en número y movimiento. Luego, inmediatamente
empezaron a desfilar jóvenes empleados del mercado, con prisa, cierto
desasosiego, acompañados por otros que no trabajaban allí. Entonces el
encargado se acercaba de hito en hito y decía: “Ese está en Cuatro Vientos…,
aquel en la Motorizada”. Cuando no eran los propios compañeros los que
informaban de los destinos de otros bien conocidos soldados que hacían la mili
prácticamente en sus casas y trabajando muchos días en el mercado y a los que
ahora la Policía Militar, de paisano e incluso alguno de uniforme, iban a
buscar para restituirlos en sus destinos. Y así fue como Maravillas fue
quedando despejado, tranquilo y bastante silencioso, mediante una discreta
desbandada y cierta quieta inquietud de la que no nos atrevíamos a preguntar su
causa; solo de mantener aquella vigilia un tanto infame sobre la que nadie
soltaba prenda. Así hasta la salida de las tres, cuando, como si la liberación
del batín incluyera también la de la mordaza de la autocensura y miedo, por
aquí y por allí empezó a pronunciarse la palabra prohibida: atentado. Y el
muerto: Carrero. Pero hay que decir que en ese momento a mí apenas me sonaba ni
su desaparición me quitaba el hambre felina ni las prisas con que a esas horas
salía follado con la moto cuesta abajo de Reina Victoria, derecho como una vela
hasta los comedores del SEU donde me esperaba mi pitanza de pobre de veinte
pesetas.
Clarín para años mozos
El harakiri que me aguardaba a la vuelta del verano
estaba servido. Concha nos pasó un carrito para bebés que antes había sido de
Eugenio Sánchez. Y yo, que tiendo, si no al fatalismo, sí a ver en el destino
cierto recochineo malintencionado, vi que, por poético que fuese, era el
caballo de Troya previo a mi claudicación.
En aquellos días los carritos de bebé todavía no eran
exclusivos, y el usarlos de segunda mano o segunda meada, no se consideraba un
acto deshonroso, sino todo lo contrario, un gesto ritual de lo más progre, por
tratarse de un bien con vocación de clan que servía para estrechar lazos, y
como muestra de comunión entre los que nos enfrentábamos al mundo con afanes de
cambio. Si añadimos que lo más virulento de esa gripe ideológica vino a
coincidir con mi pobreza de solemnidad, lo de acabar haciendo profesión de
“probre” ejemplar estaba cantado.
Pero eso no alteraba mi estatus. Aquel carrito azul que
había trasportado a las hijas de Sánchez antes que a la vástaga de Juande, no
quitaba sino que le añadía pedigrí, lo que se dice un carro con solera, todo lo
más me mantenía en un estilo de vida sostenible por obligación, como la cuna
cedida por mi familia contraria, o la ropa de niño, inolvidable regalo de la
Inma Porta de los días felices, o las banastas de fruta compradas (vacías) a
cincuenta pesetas de entonces a mi prima Manola, la asentadora (cuyo epitafio
podía haber sido perfectamente: “Aquí yace alguien buscando un duro”),
recicladas como mueble de salón (y aún sobraron), o las mesas y sillas
adquiridas en el Mercado del Aire (por no hablar de las requisadas en mi casa
paterna), bolsín radiofónico en el que se vendían todo tipo de enseres y
morralla del desarrollismo y de antes.
Retórica aparte, la escasez que con la crisis del
petróleo había sucedido a los planes de desarrollo, especialmente a las capas
de población más al relente, hizo volver a muchos durante una buena temporada a
la probidad de las ayudas mutuas, la naturalidad del empréstito, la idoneidad
del trueque y el compartimiento de bienes y servicios.
"PUES YA QUE LO SABES TE LO VOY A DECIR" Viñeta de Castelao |
Con menos liquidez que un chusco de tres días, la
cooperación estaba a la orden del día, y el reciclaje no era aún seña de clase
media correcta, sino el uso social general por mor de la necesidad en plena
crisis del sistema, dándonos motivo para ser sus enemigos furibundos.
Aunque
cada vez menos, todo sea dicho, pues la gusa todo lo agota en los humanos,
peregrinos siempre del futuro imperfecto, y como rezaba el pie de aquella
lámina de Castelao, herencia de mi mili en Galicia: ”erguete, pellengrin, que o
páxaro da morte está arriba de ti”, algo había que hacer, con tanto carroñero
planeándome la crin, que me hicieron comprender que si allí había algún cadáver
en ciernes, ese era yo.
Me ayudó también el provenir de una época en que los
segundones habíamos de calzarnos y vestir con los zapatos y ropajes de los
primogénitos, y llevarlos de equipaje en la bicicleta nada más manejarla –para
eso nos dejaban usarla–. Eso me sirvió para prever que el brillante o nefasto
porvenir dibujado por unos y otros ante mis ojos, en cualquier caso no serían
más que los andrajos de lo disfrutado por otros.
Pero el que más me ayudó a comprenderlo
fue Antonio Navarro, “Navarrusco” por estirpe y
“Beibi” por la actualización aniñada de las modas en los motes, y que con las
canas y no sin cierta sorna añadida iba a ser “Antoñito”, una vez consolidado
como eterna promesa política, pero al que yo llamaba cariñosamente, aunque no
siempre fuera bien entendido, “Meriendas”, por su acendrada costumbre, adoptada
desde bien mozalbete, de saquear cualquier despensa vespertina, aparte la que
su padre le podía abrir en el Primitivo, o como arrimado a las de amigos como
Pena, y después, ya arraigado su desarreglo alimenticio y bajo el modo de
prontopago, las de los baruchos espurios donde abrevaba a horas en que ya era
insólito y sobre todo aciago tratar de mantener su heroico ayuno, apuntando
maneras de calavera, al menos vocativo, pues entonces él ya era funcionario, y
tenía que madrugar. Era cuando aún no había descubierto que la política, esa
buena señora, podía salvarlo, entre otras cosas de los madrugones, como le
había cambiado las pintas el día en que, por amor suyo, se metió en una
barbería para quitarse las vedijas de su pasado, aunque su apodo ganado en su
vida anterior, siempre le sobreviviría.
He de hacer el inciso de que cabe en
mis méritos (aunque ahora lo dude), el ser parte activa en la preparación para
la vida pública –para la presentable, quiero decir, pues en la otra era ya
medio experto– a este mediasangre nato, y el haberlo hecho en la forma más
indolora, cuando el caimancito de ribera con conchas despuntaba de entre el
alcantarillado social donde había sido arrojado al empezar a crecer y no caber
en casa como mascota con colmillos.
Dirigentes nacionales del PTE. A la izquierda, y no necesaria- mente por ese orden, Blanca Manglano y Nazario Aguado |
La cosa ahora es de risa, pero él se lo
tomó muy en serio. El Peté, o Partido del Trabajo de España, que sería una de
las pocas formaciones de izquierda que lograrían establecerse en la ciudad,
vino acá por dos vías, aunque en realidad era una sola, la de siempre, la vía
Madrid-Cartagena.
Del norte vino el propio partido y del sur la Joven Guardia
Roja, su organización juvenil aunque bastante autónoma, en la que primero
empezó nuestro heteróclito a calentar motores, entre otras cosas, previo rodaje
en otra organización juvenil, no diré que similar aunque me tiente, sino de
distinta ralea, saltando casi en marcha de una a otra.
Ese continuismo en la militancia
juvenil, desde el principio demostró no ser de su agrado, haciendo votos
enseguida por integrarse con los adultos del partido, quiere decirse con los de
la veintena. Y a fe que lo hacía con tal apego y ganas de agradar que no puso
obstáculo a la hora de pagar la quintada de su integración en ese mundo (más
maduro, iba a decir, pero me callo) tomando lo del nuevo look, supongo, como la
ceremonia que estaba reclamando para salir definitivamente de la adolescencia.
Un rito de paso en el que iba a donar gustoso las greñas guarras del desarrollismo
y la indumentaria de pijín estragado, que lo delataban devaluándole sus
pretensiones.
Así, cuando Juan Castellanos, el
enviado especial del partido que venía a ejercer su mayordomía con derecho a
pernada –tómese literalmente– en la finquita recién creada acá para la banda de
los cuatro que la usufructuaban, le urgió que se pelase, que así no podía ni
entregar un panfleto como Dios manda, lo hizo sin más, el muy cabrón,
retrucando además con un cambio de gafas. Lo cual nos hizo temer algún órdago,
como así fue, aseándose totalmente.
Pero todo el mundo ha de conservar
algún signo de distinción que lo haga más o menos indeleble en el tiempo, y en
el caso de Antonio eran los vaqueros, o qué se creían. Ahí no permitió. Y es
que en mi puta vida he visto un narcisista más intransigente con la parte del
cuerpo vista como más relevante para el galleo. Ahí demostró que iba para jefe:
para poder ir siempre delante, marcando. Y, naturalmente, para vender alguna
que otra liebre a los incautos del mundo unidos. Que fue lo que quiso hacer
conmigo al mismo despuntar como baranda. Y me espabiló.
Cuéntame un cuento
El aún existente rincón del copón, del viejo Parque, entorno de tantos encuentros... y no menos desencuentros.. |
Habían pasado varios años ya de su
reconversión (mientras yo sopesaba la mía), y ninguno de los dos nos creíamos
el Libro Rojo.
Así pues me mosqueó que, sabiendo lo de la espera que el
aspirante a gran jefazo me hacía, me tomase por la lavativa del hospital
aquella tarde de lluvia invernal en que fue a por mí, quiero decir que vino a
sacarme de casa –algo que para él era un verdadero trabajazo–, y me llevó hasta
el parque, paseando –el colmo, como corroborarán sus conocedores–, y allí me
contó la película de que, en virtud de la nueva reorientación histórica del
proletariado, la revolución y su ideología auténtica, la victoria segura e
irrenunciable (eso sí, a largo plazo), en el dificilísimo periodo abierto ante
nosotros, y el obligado repliegue de las fuerzas, etc, etc, había pensado en mí
para un papel fundamental, ya que en la nueva formación con menos boina (y más
chapela) adonde habían ido a parar los restos del naufragio, sí que se aceptaba
plenamente a los intelectuales como valedores de la conciencia de las masas, y
como tal no sólo era mi deber sino también un derecho el empujar el nuevo
carro.
Yo, que había quedado de carros hasta
el cipote allá en el campo, para aclararle que nuestras órbitas (y nuestras
metáforas) no eran ya exactamente iguales, y antes de que me tomase
definitivamente por idiota o que él se deslizase un poco más, y como me cuesta
horrores hacerme pasar por otro, para no ser excesivamente sangrante, le dije
que todo lo que argumentaba, que es un decir, pues más bien era un remedo de
razonamiento, una sarta de tópicos, con la reforma triunfante en marcha estaba
más perdido que un caramelo en una guardería, y que yo, pasaba.
Y entonces terminó de cometer el gran
error gastando otro cartucho, ofreciéndome lo que yo consideré un segundo
plato, dejándose caer con que a lo mejor había posibilidades de darme una
oportunidad profesional, algo que estaban pergeñando –todo así, tan etéreo que
se notaba desde la puerta de hierros que era pura mandanga– de un periódico,
por supuesto ilegal y, para acabarle de dar a la cosa más enjundia patética, a
multicopista, además.
Antonio Navarro, primero a la izquierda (con perdón). |
Fue demasiado para mí. Para habernos
matado. A pesar de todo mi candor para con los amigos y con mis propias
fantasías, apenas si podía creérmelo: frente a mí tenía al hijo converso de un
régimen cuyos corporativos cancerberos seguían negándose a explotarme como
currante por non grato, tratando de embaucarme con la burra del sucedáneo de la
vietnamita, ¿en desagravio quizás por aquella injusticia histórica caída entre
otros sobre mí? (dado que él también se incluía ya en los desheredados).
Era una época en la que yo comía ligero
y no vomité. O que, por prepotencia, no me lo tomé a pecho. Pero fue la primera
vez que me di cuenta de que hay gente que, cuanto más se mimetiza con el
paisaje más trata de vender crecepelo al paisanaje.
Pero no se lo dije. Ni tampoco el “¿Tan
mal me ves?” que me rondaba desde el principio de la peripatética entrevista
¿de trabajo? Opté por callarme para seguir amigos, que lo éramos, o mejor
dicho, yo de él, pues dudo que alguna vez él fuese amigo de alguien (aunque a
mí me apreciase, fuese o no consciente de ello). Y ahí fue donde pensé que, si
el que regala bien vende, y el que lo toma lo entiende, y viendo lo que daba de
sí como mercancía a colocar, que lo mejor era buscar al mejor postor para
venderme directamente, que era en lo que andaba en realidad. Lo cual
no quita para que yo me sorprendiera el día que yo mismo pedí la entrada en el
PSOE.
Genética de una mudanza
Así pues, la primera mitad del
80 iba a ser una especie de medio año sabático o de reflexión, deshojando la
margarita y dejándome tentar, al estilo de una planta carnívora, poniendo como
cebo mi delicada situación, que era infalible para los moscones del almíbar,
dejándome querer, pues entonces nadie andaba sobrado de amor, hasta decantarme,
al mismo terminar la carrera, por el bando ganador. Ya se sabe: después del
título, la Champions. Estaba macoco y no hubo campanada sino todo un
proceso de destilación.
Básicamente, había decidido no alargar más aquel periodo
de observador-simpatizante-que-marea-la-perdiz para no mostrar demasiado el
plumero y quedar como un pedante y terminar de dejar claro que mis desbarres,
suficiencia y remilgos a terminar de meter el pie (o la pata) no eran más que
el teatro necesario para vencer la afrenta de rebajarme al nivel de
socialdemócrata.
Si el final de aquel chalaneo no hubiera sido el carné,
habría sido mi execración como gran follapavas, algo no previsto por nadie, y
perdón por la inmodestia. Y que ya estaba bien de teatro, pues yo siempre fui
más de cine, que es el arte del proletariado.
Una vez dentro, avalado por Juan y por Maxi,
ahí es nada, conversos avalando a otro y por tanto ¿reconverso?, lo primero que
hice fue ofrecerme de vestal al comité local, en esos momentos dominado por la
logia de los socioenseñantes, que bajo el amparo del grupo consistorial,
trataban de encastillarse levantando el puente levadizo del socialismo
auténtico a los sitiadores peseperos que trepaban a sus almenas.
El horno no estaba para muchos bollos, y menos sin mucha candela para echarle, como muestra esta imagen del movimiento (siempre incipiente) vecinal. |
Y, oye, mano de santo: se acabaron las retrónicas,
jaculatorias y debates atenienses, por supuesto en legítima defensa de un
socialismo puro y emboquillado cuyos cimientos ahora tenían la oportunidad de
levantar desde parvulitos.
Calle de la Cruz de la época. Tan irreconocible hoy como lo que de ella se puede contar. |
El socialismo, pues, se hallaba en su más tierna niñez y
a sus naturales sarpullidos, paperas y otras erupciones de la edad, había que
añadir las calenturas, la rubeola o las simples ganas de realizarse, eso que
después se llamaría crecimiento personal, u otros diletantismos, considerándose
acaso una actividad extraescolar, un club o una asociación recreativa sin ánimo
de lucro donde brillaba por su ausencia la ambición política, aunque esto,
dicho hoy, deje atónito a más de uno. Y su déficit era tal, que comparado con
el otro bando resultaba realmente indecoroso.
De perdidos...
Este espíritu amateur era compensado con mucho bullicio y
baile de san vito en contra de los “asaltantes del poder”, para mayor
rentabilidad (muy mal aprovechada) del grupo municipal, y otros que tal
bailaban, erigidos en referente reverencial del socialismo de nueva planta,
limpio y puro, que en plan sociedad limitada y nada valiente, pues toreaban
mayoritariamente de salón y con jindama al arrime, ejercían de punta de lanza
con ínfulas aglutinantes del descontento contra los arribistas, más
minoritarios pero bastante más organizados y con unos objetivos más nítidos
como de aquí a Lima.
Ya he dicho que el Juande más proclive a la meritocracia tenía un tic weberiano:
el de considerar a los titulados medios cabezas a las que faltaba un hervor;
dos, si eran maestros, y tres si iban contra él. De modo que, en pleno camino
hacia su nube, los veía como un corpus contrario de líderes de opinión sin
carisma ni estatuto. Lo cual era inaceptable para su elitismo venático
calvinista, pues como todo buen conspicuo quería la exclusiva de metomentodo.
El caso es que, harto de sus vainas y medio pelo, y un
tanto paranoico ya por sus enjuagues con el alcalde y la compaña, y aunque no
dieran mucha guerra de verdad ni representasen gran peligro para su
aspirantazgo, se fue a por ellos sentenciándolos a durar bastante menos que un
bizcocho a la puerta de una escuela de las de antes. Y además, tenía el
repuesto ideal para ellos: yo. Me había tocado.
Yo dije que no. Siempre lo digo: lo primero, negarlo.
Pero no me valió. Juan podía ser
muy persuasivo, y le bastó con unas pocas palabras para convencer a un buen
entendedor de que cumplir aquel servicio era una oferta que yo no podía
rechazar, aunque el pagano fuera también yo, sobre todo cuando los munícipes se
desquitaron conmigo, tomándome como víctima propiciatoria por ocupar el
reservado del chiringuito.
Así que, antes de oírle decir lo de que me iban a
echar todas las manos posibles, incluso al cuello, para sobrellevar el marrón,
que tampoco era para tanto y que era provisional, y tal, yo ya sabía que ése era
el precio de la entrada en el puticlub, y a lo peor sin derecho a consumición.
Yo estaba remiso con la cicuta. Y tragué de mala gana.
Pero yo solo me autoconvencí de que lo peor era para mí lo mejor. El que haya
visto El Conformista, sabrá de lo que hablo. Y aparte lo que contaré,
avanzo ya que la enseñanza más preclara que saqué de ese episodio fue
corroborar la tesis, todavía no desmentida, de que hasta los treinta no suelen
formarse en el cerebro la capacidad de planificación ni la previsión.
El plan consistía en tirarme en paracaídas, ocupar la
posición, aguantar para hacer ganar tiempos y alguna emboscada a mis lanzadores
y esperar el mejor momento para sacarme de allí. Bastaba con que no la ocupase
otro. Lo que se dice una operación comando de prueba. Sólo que podía quedarme
en ella. Y como tampoco quería quedar mal con los agraviados, pues seguramente
yo era otro, dado que no me caían tan mal, pues yo no distinguía muy bien entre
el socialista bueno y el malo, traté de nadar y guardar la ropa. Y fracasé,
como era de esperar, pues ni era lo mío ni me lo iban a permitir.
Y ya metidos en jardines...
El asunto iba de echar peonadas en el local de La
Pajarita, en el que pululaban diez o doce vejetes que reverdecían más recuerdos
(muchos imaginados) que laureles, entre batallitas y grandes consejos, y otros
tantos chiquillos de las Juventudes que tenían aquello de taller de aprendizaje
de picadero político.
El árbitro de ese trasiego con encontronazos era Moñino, una especie de bedel del cual
desconfiaban ciegamente todos, unos por su predisposición “municipal”, y otros
por írsele la pinza, el codo o cualquier otro chip, armando pajarracas en las
que podía mandar a tomar por culo todo el estaribel, a los nenes, a los viejos
y al comité, y no por ese orden.
Quiero decir que la infraestructura al cargo
era una especie de cruce entre un club de jubilados y un salón de juegos
adolescentes, y todo controlado –es un decir– por un arreglaespañas que al
menos se ocupaba de mantenerlo abierto y habitable.
La palabra agrupación era pura retórica. Aquello era un
falso mosaico: lo ex (del franquismo, maoísmo, anarquismo, del sindicalismo
vertical o verticato, o simples abuelos) se alineaba con las excrecencias de lo
neo (liberales, demócratas de toda la vida, socialdemócratas, radicales,
feministas, socialfascistoides, largocaballeristas, reformistas, y los que no
sabían, no contestaban) para conformar un batiburrillo que acabaría funcionando
como humus de la semilla más posibilista y más fácilmente germinable que iba a
acaparar toda la maceta.
La agrupación real era ésta (bueno, y de las anteriores y posteriores). Partido a beneficio de algo entre los toreros y los futboleros oficiales del momento. Los aficionados identifiquen. |
O sea que, de agrupación, nada; más bien un compost cuya
extrema efervescencia lo hacía tóxico, y el hecho era que cada poco tiempo sus
responsables acababan siempre como la pipa de un indio, por la presión, pero
también por la idealista concepción de la agrupación como una especie de turbo
–o sería turba–, una guía o vanguardia de la gestión pública que en realidad
acababa haciendo de chacha de los munícipes, pero sin la contrapartida del
apoyo de éstos, entendidos como sus señoritos naturales.
Un dislate que si partía
de premisas razonables, al final solo servía para aplaudir, y para eso, lo
mejor es que no fuese operativa, opinaban los otros.
Yo venía de un partido cuyo leit motiv era darse a
conocer y procurar que los niños (y mayores) se acercasen a él. Y ahora estaba
en otro cuyo mayor problema era ser demasiado conocido por todos, de forma que
tenían que poner un guardia jurado con un fichero en la mano para que no se
colase nadie sin pagar entrada.
O en otras palabras, tenían un producto capaz
de recolectar treinta mil votos y gobernar una ciudad de ciento y pico mil
almas, y todo lo que hacían era guardarles el culo a un grupo de sosos que se
pasaban el día preguntándose si hay vida después de la muerte. En resumen, que
si ya eran un muermo, mis clientes aún querían más: convertirlo en una secuela
de La noche de los muertos vivientes. Y por mis niños que la iban a
tener.
Al servicio de su Majestad (el Ayuntamiento)
Como salvedad, decir que el primer ayuntamiento
democrático llevaba apenas un año de rodaje y, para colmo, la situación en él
de los socialistas era demencial, al haber irrumpido casi de chamba, y sin
comerlo ni beberlo (aunque aprenderían) se habían encontrado con una
administración de rebús, desconocida, atascada, llena de arenas movedizas y
trampas, y misérrima en todos sus ámbitos, incluido el funcionarial, a merced
de los más chaqueteros, trepas y volubles, que fueron los primeros en
ofrecerse, obsequiosos, y ellos en favorecer.
Fco. Ruiz Risueño, hombre fuerte de la UCD Provincial. |
De otro lado, igualados con UCD –que no disponía de malos
elementos y estaba en mayoría en todo el resto de las instituciones–, para
gobernar habían tenido que pactar con el PCE, mucho más organizado, numeroso y
pertrechado, que si cedieron en lo que iba a revelarse como fundamental en una
democracia presidencialista, se quedaron con toda la magra y los llevaban por
la calle de la amargura, hasta el punto de no saber quién mandaba allí en
realidad.
Y con cinco concejales, con derecho a pernada y a veto, partían todo
el bacalao de Islandia y el Labrador juntos, y lo mismo en la Diputación,
conseguida por los socialistas con una argucia calibre 45, y aun así dos
diputados comunistas manejaban más hilos y meterían más mojada en cuatro años
que en toda la historia de la democracia. No siendo extraño pues, que fuera
este un buen motivo de la demanda de ex rojos que comento.
A toda esta percepción contribuía no poco la personalidad
yudoca de Salvador Jiménez, un
tipo suertudo aliado con la historia cuyos méritos fueron tener una flor en el
culo y trabajar doce horas diarias, que les dejaba hacer mientras se comía los
marrones con unas tragaderas de caballo (aunque entre bambalinas se lo llevasen
los demonios y les recortase los vuelos). Lo cual no le costó la salud gracias
a no presentarse a la reelección, y que dio sus frutos gracias al giro político
copernicano que permitió recaudar para la bolsa socialista tanto lo apercollado
por ellos como lo de su competencia.
Si el de la Ejecutiva Provincial era el clásico chantaje
del “o conmigo o contra mí”, los sociomunícipes simplemente reclamaban el culto
general de rodilla en tierra cercana al éxtasis a su inconmesurable sacrificio
por el pueblo. Y sin ninguna contraprestación.
Por ejemplo, pretendían que la agrupación, o el comité
más bien, que era la parte que sustituía al todo, se hiciera cargo de todas
aquellas iniciativas que no podían o no se atrevían a llevar a cabo, ni tan
siquiera a proponer desde la poltrona consistorial, tales como el activismo en
barrios, asociaciones, medios de comunicación, o inmiscuirse en la educación o
presentar alternativas de urbanismo, del tráfico o sugerir quién debería actuar
en la Caseta, entre otros despropósitos más antiguos que el mear.
Y ellos, a hacer de sacerdotes del templo de Minerva, a
rechazar todo aquello que no les viniera bien o pudiera ensuciar aquella praxis
virginal, prístina e incolora sacada de la manga a que aspiraban en plan
divino. Más dos huevos duros. Y el comité, que en este caso era su mujer del
César, a pringar. Pero sin facilitarle, no ya la varita mágica, sino sin tan
siquiera concretarle sus peticiones.
Reunión en la sede provincial en los 80. Pepe Bono ya se sentaba"entre el pueblo". Nótese que Juan de Dios todavía gastaba look de reminiscencias quinquis. |
Como suele decirse, querían follar y seguir siendo
vírgenes. Y por fuerza los comités tenían que ser mendicantes y poseer el don
de la adivinación, cayendo uno tras otro víctimas de la incongruencia cuando no
de la esquizofrenia, con los plomos fundidos y tan para el arrastre que el que
probaba la medicina no volvía a levantar cabeza. Y yo era el próximo.
Todo el que rondaba por la caverna lo sabíamos, y yo más.
Faustino se había pasado meses
trasladándome la surrealista súplica municipal de “ocuparnos” de apoyarles con
labores de prensa (de sobra sabían que yo andaba por allí), así, como una
indirecta, para que me pusiera manos a la Olivetti a contrarrestar desde la
gruta unos medios de comunicación hechos y derechos, refractarios y hostiles.
En efecto, ellos sabían de sobra ya de mi presencia, sospechando,
no sin alguna razón, que esta no era nada extraña a la idea que les
reinaba de crear un gabinete de prensa profesional, siendo así como practicaban
su política del palo y la zanahoria, como pidiendo que empezase ya, pero gratis
y desde las catacumbas. Teniendo todos los medios para hacerlo bien y por su
sitio, con otro o conmigo, si era yo tenía que ser de forma semiclandestina y
sin cobrar. Ese era el punto de descerebre.
El sector renovado, por decir algo, mantenía apuntadas
sus baterías desde la Provincial y de vez en cuando pegaba sus pepinazos de
desgaste a esta cosa inane, aprensiva y tiquismiquis, dejándoles cantado que
con tanta colocación de carros delante de los caballos, tanto sí es no es y
tanta maniobra orquestal en la oscuridad, no había comité que aguantase.
Y una
tarde, sin más trámite, el de los maestros se dio por vencido, algo que todos
vimos como de cajón, aunque sería Juanito
el Malo, en un garbeo de los suyos, el que iba a dar en el asa de
la situación, cuando preguntó “¿Qué pasa?”, y Faustino le respondió un simple “Nada, que hemos dimitido”. Y
echándose mano a la cartera, sacó un billete de mil y dijo: “Tomad, para que os
convidéis”. Dos semanas más tarde, y cuando a algunos no se nos había ido aún
la risa, se celebró la asamblea que iba a acabar al menos con la mía.
La asamblea, a la que asistieron unos ochenta afiliados,
más de la mitad de los cuales era la primera vez que los veía por allí, fue una
especie de encuentro amistoso con juego duro y raso en que, contra lo que se
pensaba, no se dirimía ningún futuro del socialismo local, sino otra
oportunidad más para que ambos bandos en liza midieran su capacidad de
manipulación y dominio, y estudiarse para rifirrafes más importantes que ya
menudeaban o estaban por venir.
Chicho Bleda, en una imagen de hace unos años. |
Su ambrosía y mi irreverencia me iban a ser útiles
para desprenderme de cierto pelo de la dehesa y el complejo de ilegal, al ver
que yo no era el único raro, sino otro más entre los heterodoxos y demás
jirones con que se trataba de confeccionar un traje a la medida del país.
Ángel Orozco, cuando senador |
Los mentados iban a engrosar el sector “sanitario”, antibonistas obligatorios (por pura supervivencia) y junto con los Ángeles (¿del Infierno?), Galán y Orozco, y con neutrales saduceos como Virginio Sánchez Barberán, alcalde de Almansa, o aliados como Juan Francisco Fernández, que tan bien se sirvió de todo el remolino para la especie de virreinato aforado e infranqueable que se estaba fabricando (el Juanfranquismo), y que eran los que iban a sacar los pies del tiesto empezando a dar guerra a los oficiales.
Sabiéndome próximo a Juan, aunque también resbaladizo con
sus tejemanejes, así como terco, vehemente y a lo mío, mi tocayo y yo hicimos
buenas migas de inmediato, sellando prima visu un pacto tácito, en un plano de
mutua condescendencia fundada en la complicidad cínica que cultivábamos sobre
nuestra militancia, el ayuntamiento –en este punto éramos de una unanimidad
biánime, compitiendo en la risa que a nuestro tic anarco le daban los
munícipes– y el partido en general, en tanto llegaban nuestras oportunidades,
la mía en pos de una mera hipótesis de trabajo estrictamente laboral, válgame
la redundancia, y él, por tenerla ya en su consulta médica, en aquellos días en
Ibi o por ahí, con otras ambiciones que acabarían cavando distanciadas nuestras
trincheras definitivas.
José A. Almendros, 1º dcha., firmando un convenio como secretario del Consejo de la Univeersidad CL-M |
El motivo de que Marrón
me pintase de su color fue la visita veraniega de un cargo federal que José Antonio Almendros, a la sazón
encargado provincial de Organización, “organizacionó”, para mostrar nuestra
escasez de disidencias y que todo estaba bajo control y tal, y ponerse una medalla
con nuestro aseo (se las ponía con cualquier cosa, pareciendo tener más que
Albacete Religioso). Pero la cosa no iba a salirle como pensaba.
Antonio Marrón, en su época de director general |
De primeras, tuvimos la reunión en la gran sala que nada
más entrar servía como local para asambleas, de modo que todos los
impertinentes del lugar pudieron pasearse por allí olismeando para sacar de
quicio a los invitados, y al resto, que parapetados en una mesa rectangular y a
instancias mías trataban desordenadamente de la manera más abierta,
descaradamente democrática y por tanto improcedente, de hacer ver a los jefes
todas las rémoras, carencias y extravíos que nos afligían. Una puesta en común
que evidenciaba nuestra anomia e inoperancia (¿no era para eso para lo que me
habían elegido?), que el hombre capeó de la manera menos incómoda alabando, eso
sí, nuestro aperturismo y claridad, y se largó.
A renglón seguido, Marrón fue dándome ávido la murga desde La Pajarita hasta la plaza
de Gabriel Lodares, aleccionándome enfebrecido, con que si era consciente o no
de que a partir de aquella tarde y después del informe que ambos secretarios
iban a dar de nosotros y especialmente sobre mí como un bandarra sin parangón,
mi futuro político se había acabado y, lo que era peor, también el suyo. Una
barrila impresionante de la que yo me reía tanto como de mi carrera política
que no veía por ningún lado.
Él, entre afligido y tocado, trataba aún de que volviera
grupas sobre mis deslices y paliase de alguna manera la malandanza que yo no
veía por ninguna parte, y sí que le habían estropeado el traje de primera
comunión de converso recién estrenado que pretendía lucir impecable en la toma
de posesión que sin duda le esperaba en algún lugar del futuro y a la que no
iba a renunciar por un adán como el que suscribe.
A partir de entonces mantendríamos
mutuamente una precaución tópica de mulas de pocos tábanos, aunque primasen la
buenas relaciones, a pesar o a causa de la mirada torva con que Juan las veía. Ambas cosas gozosas
para mí, por el morbo que la mala baba entre ellos producía, y porque al fin y
al cabo me sentía más cercano al anarco, por proceder de una promoción que
había andado (y ahora desandaba) parecido camino, y la prueba era la forma en
que íbamos a colaborar poco después en la primera campaña de salud de la Diputación,
que para mí fue oxígeno, económico, pero también profesional, al tener que
afrontar un caso práctico multidisciplinar (prensa, radio, publicidad,
relaciones públicas) de periodismo moderno que hasta ahí sólo había practicado
de forma sesgada, discontinua y aficionada.
Pero
no todo mi mandato iba a ser un buen pasar de una nada a otra rascándomelos. Demasiado
irrelevante ni para engrosar la historia negra ‘depuis Suresnnes’. La
Olimpiada, o su boicot (me
refiero a la deportiva, sí, la de 1980, mucho más interesante para mis
detractores que el intruso que les acababa de caer en suerte, y de la que
estábamos más pendientes), se acabó en un pispás y enseguida vino
la Feria, que fue cuando al fin hicimos algo útil.
Los anzuelos
El
stand de la Casa del Pueblo estaba sin explotar. Una
de las movidas interesantes de la nueva corporación había sido la de reasignar
los espacios feriales: la explotación
gratuita de un bien público que produce millones de beneficios en 10 días,
cedido gratuitamente para su explotación con fines sociales (como el de
enriquecerse, se supone) por entidades supuestamente filantrópicas.
Algo que
los comunistas, al mando prácticamente de la operación, hicieron casi a su
antojo, repartiendo prebendas y chollos a tutti quanti de la cuerda progre
acudiera al buitreo, adobándoles o no la peana, a pillar con la excusa del
deber ineludible de financiar la causa de la hermandad proletaria, la justicia
social histórica, el bien de la humanidad y todo eso.
(Un negocio que, por cierto, sigue vigente, si bien debidamente
adulterado con el paso del tiempo, por las herencias, usufructos, rentos y
realquileres y las conveniente conversiones ideológicas –sobre todo la
económica por la política- con que se ha corrompido, para dar lugar a un
simple gran business perpetrado por
verdaderas empresas con ánimo de lucro, bajo la máscara de la finalidad social
y el amparo de unos políticos con excesiva vista gorda hacia la explotación
particular de un bien de todos.)
El
PSOE se había quedado al menos con uno de los mejores sitios, pero no sabía qué
hacer con él, siendo más un coñazo ruinoso que un dulce, y en esa segunda
feria, para desaturdirnos de él y no complicarnos la vida, se lo entregamos a
José Jiménez Bueno, alias Casiano,
dando así el banderazo de salida a todo un carrerón de la hostelería (y otras
hierbas) al servicio de las instituciones rosas. Y allí que me iba por las
mañanas, como supuesto supervisor, a despachar y hacer como que controlaba, a
escaquearme con el vástago en mantillas en su carro, porque allí dormía mejor
(y con esto no quiero decir nada).
Por esas fechas yo ya sabía que mi
papelón estaba cumpliendo las expectativas. En realidad lo había sabido el día
en que Juande se personó en mi humilde morada por primera y única vez, con dos
padrinos como introductores de su embajada, y me ofreció la prueba de fuego de
mi salvación definitiva. Bueno, otra más.
Uno de los embajadores era Adolfo
Ortega, que a su profesión gestora y a sus antecedentes de recadero del
colectivo Sagato, aquella segunda
brigada político social de la ciudad que los cristianos de base habían
promovido para intervenir en el cotarro, había añadido, como era previsible con
tal currículo, el oficio de secretario de prensa del flamante socialismo
renovado, y con el que supongo que Juan supondría que daba a su destellante
oferta visos de una seriedad a la que el ínclito de Adolfo sumaba, por si era
poco, su trenca color cagueta y su vespa. Algo que el propio Juan no podía ni
igualar por ser peatón. Su presencia, por lo absolutamente impensable, me puso
en guardia.
Pero como por anestesia llevaban
también a Maxi, que en su calidad de
adelantado y amigo, disiparía el más que seguro mosqueo que suscitaba en
mí el nuevo embolado, para limar desconfianzas y presentar la cosa con visos
familiares, como si yo fuera ya uno de los suyos, cuando en realidad ya no sabía si
era uno de los nuestros.
El (nuevo) gesto definitivo por mi
parte debía ser echarles una mano en las primeras elecciones sindicales que
iban a tener lugar pero que ya, y necesitaban a alguien curtido en los medios,
taurinamente hablando. Y como la brega iba a ser más bien dura, y tampoco
querían abusar, habría una compensación económica, a concretar.
El tinglado incluía integrarme en una tramoya
de cursos, recogida de información, gestiones y demás labores que el partido
(que estaba en bolas, en lo sindical) había puesto en marcha para darle la
batalla a Comisiones Obreras, por entonces monopolizadora del sector, y que no
los barriese a la primera, cosa que ponía histéricos y a caer de un burro a
todos, pero especialmente a los peseperos, que habían jurado y perjurado a la
gran patronal socialista reconducir aquella situación que obstaculizaba que el
voto de izquierdas se decantase definitivamente por el PSOE, y para solventar
de paso así las dudas que Madrid mantenía de si aquellos paracas sabían lo que
se llevaban entre manos o no con la finca.
Caricacura de García Salve. |
No sé si mi colaboración en aquella
empresa fue o no contraproducente para frenar la temida ascensión de los
“cocos”, que no sólo nos pasaron por la piedra sacando el doble de los
delegados sindicales dirimidos, sino que los viejos camaradas como El Pena, se
cachondearon de mi nueva empresa, terriblemente irritados, bajo cuerda, eso sí,
en cada tajo en que coincidimos en las elecciones.
En cierto modo y aunque yo nunca llegué
a pertenecer a CC.OO., yo era uno de los suyos desde que años atrás vendiera
bonos para sufragar su fundación, e hiciera mis pinitos en el mitin de
presentación del sindicato, todavía clandestino, en La Marmota, tratando desde
el diario Pueblo, donde yo trabajaba ese verano, de que una dirigente obrera
del Peté, Marta Manglano, “despedida de Standard (Electric)”, así se la
presentaba, a la manera circense, compartiera protagonismo social con el cura
García Salve, al que yo había entrevistado de la mano de Manolo Vergara, alias
Vergarilla, Vergareta y otros diminutivos, en una reunión organizada por los Sagatos, cómo no en el Seminario; además
de participar, como activista, periodista, zascandil u oyente, en todo tipo de
zorongollos incluido el acto bautismal del merendero La Rana.
Toda una relación más que sentimental,
que incluso me acarrearía el ser acusado de disidencia por considerar una
cagada la escisión de la CESUT sólo para tener un sindicatillo propio. Y todo
un bagaje que Juande, fríamente, a contrapelo y por el morro me reclamaba que
trasladase sin más a UGT, patio de monipodio por el que pululaban los
reformistas del PSOE, porque no se podía permitir aquel enseñoramiento que los
‘peceros’ ejercían desde CC.OO.
Lo peor era que, de nuevo –qué
obsesión, oiga–, me mandaba a internarme en un convento para versarme en las
mañas electorales, Y yo, como el que hace incesto hace ciento, ya metidos en
harina, así, como para celebrar el inicio de lo que amenazaba con ser una amistad
mejor que la de Casablanca, dije hale, sí, pues venga, vale, a tomar por culo,
y se acabó. Y al lunes siguiente estaba en el convento de los dominicos al
norte de Madrid, si mal no recuerdo, aquel al que no había querido ir nueve
meses antes, quien me lo iba a decir.
El (no tan) extraño viaje
Tal y como esperaba, el monasterio
estaba mejor amueblado que mi casa. Yo, el primero que había visto era un piso
doble que tenían unos franciscanos murcianos en los altos de Francos Rodríguez,
dominando la Complutense, adonde enviaban a los hermanos a estudiar la segunda
o tercera carrera, y donde yo caí junto a Antonio Abril, un antiguo asilado
suyo y
compañero de viaje hacia el periodismo madrileño, en septiembre de 1973, en
busca de una plaza en vano en los recién creados estudios de ciencias de la
información, y a la semana de estar pegando la gorra, asomó por la sucursal
franciscana una especie de prior, que iba de civil, como todos, y dijo que yo
no podía seguir bajo sagrado, llamándome aldana y metiendo mano al abundante
refrigerio de la nevera, y convirtió a ésta y la cama en infraestructuras
culturales vedadas para mí.
Pues con
estos conocimientos de la vida monacal me zampé en el convento de los
dominicos, que ejemplarmente cedían su morada a una causa tan buena o más que
la suya propia.
La Plaza de Legazpi en los 70's. |
Lejos de servirme de incentivo, el
viaje me daba por culo lo indecible. Yo había quedado de Madrid hasta el
cipote, después de seis años yendo y viniendo en los MAN de morro largo de la
agencia Carrión, a paso de burra, para allá toda la noche sin dormir, parando a
descargar bultos en los pueblos de la ruta y dando cabezadas rotas a perchones
y tumbos producidos por una carretera que te dejaba el cuerpo como un vibrador,
y al bajarte en Legazpi de aquel asiento muelespaldas te duraban los temblores
hasta la Ciudad Universitaria, y toda la jornada restante quedaba presidida por
el sueño, el frío, el asco del fumeque de Celtas corto con que tratabas de
paliarlo y la sensación extraña de no saber qué hacías allí, escuchando la
perorata de un profesor de derecho de la información que, ante la amenaza de
asalto a la clase de los Guerrilleros de Cristo Rey, nos tranquilizaba
amenazando con sacar la pipa que llevaba en el costado, dándose unos golpes
allí con sonrisa de matón protector de menores; o las explicaciones
impertérritas día tras día de una profesora de literatura sobre los valores de un
tal Varela –importantísimos, como se sabe, para un periodista–, mientras día
tras día aquellos mismos guerrilleros que usaban el nombre de Dios en vano
asaltaban de verdad las aulas porque acababa de aparecer El País.
De modo que solo el surrealismo podía
explicar qué hacía yo allí con el cuerpo roto y los calcetines sudados y fríos,
con la que estaba cayendo, esperando entre asamblea y asamblea comidas
vomitivas en el SEU y las películas que los Trueba, Ladoire y compañía nos
ponían para entretener los paros, plantes y huelgas para, al cabo de unos días,
volver a coger el camión de vuelta para recuperarme a medio en casa, ya que el
otro la pasaba amargado pensando en la vuelta como ganado al matadero, y a todo
esto, con la responsabilidad añadida de haber sido nombrado, sin yo querer, por
la familia como primogénito suplente, tras la emancipación de mi hermano mayor,
lo cual me suponía cierta carga de culpabilidad por lo que podía ser
interpretado, y de hecho lo era (mis andanzas madrileñas), como una fuga a la
que me había dado para no ejercer mis responsabilidades como báculo familiar en
la reserva.
Vista de la vieja clase de impresión de la E. N. de A.G |
Esta situación, abocada a un tedio de
miseria enervante, me empezó a abrumar antes ya de empezar el segundo curso.
De
manera que me vino bien una segunda actividad estudiantil vespertina (ya lo
hacían muchos compañeros de facultad), a poder ser complementaria de la que
llevábamos en ristre mi colega Maxi y yo, y la Escuela Nacional de Artes
Gráficas fue un auténtico salvavidas, el suplemento ideal para una carrera que
básicamente queríamos encauzar hacia la prensa escrita.
Y así la pasamos ese
año, entre la ociosa escarcha teñida por conflictos y grises a caballo de las
mañanas y las estimulantes tardes de prácticas en las máquinas offsset de las
tardes, junto a gentes, tanto profesores (los mejores que podían sacarse de la
Fábrica de la Moneda) como alumnos, una mezcla de románticos de la letra
impresa, soñadores de la divulgación a lo Recabarren y sencillos aprendices del
oficio-arte tenido como más elevado por excelencia de la clase obrera, que sin
duda paliaron hasta final de curso aquella molicie estéril y viciada de unos
estudios cuyo único cometido satisfactorio iba a ser el titulo.
Patio de la vetusta Academía Albacetense. |
Con esa perspectiva y tal hartazgo, al pasar
el verano, decidí rechazar un tercer año de vía crucis, de viajar solo en
fechas clave y exámenes, y con los apuntes que los compañeros de clase me iban
proporcionando, hice mis cuentas y me empleé como maestro de EGB en una
academia clásica, la Albacetense, a la que yo mismo había asistido de alumno
hasta el Preparatorio, y que estaba peor que yo, atendida por el director,
administrador y único enseñante que allí quedaba, José Gaude, un resto de la
gloria de una saga familiar local, dedicado a un surtido no muy selecto de
cursos superiores, siendo la clase de retales de los inferiores lo que dejó
para mí, para entretener el diente, digamos.
Todo, en unas condiciones tales
que, por hablar de emolumentos, el último mes hube de cobrarlo en mobiliario,
pues la escuela cerró, el maestro se quedó al pairo y los enseres, como bancos,
mesas, un tablón de anuncios, algún armario y demás, venían muy bien para
amueblar el local que el partido acababa de alquilar en el paseo de la Feria,
adonde fueron a parar como donación militante para seguir sirviendo de utillaje
en la cosa del adoctrinamiento, ahora de peor estofa.
Siendo así que los viajes
al foro se volvieron de ida y vuelta, y mi destino pasajero, deambulando a lo
zombi las horas que permanecía en él, fijándoseme para siempre esa sensación de
vapuleo y el complejo de sparring pringado que el solo nombre de la capital me
produce.
Hay que decir también que cuando salí
hacia el dichoso cursillo espiritusindical madrileño, aunque depauperado, yo
había encontrado esa dulce laxitud pasota del dejarse llevar por la pobreza
franciscana del recién casado sin un duro, y quería disfrutar de lo que para
algunos de nosotros (que yo entonces creía más numerosos) era la quintaesencia
de la virtud, y que a otros parecía simple delectación autocompasiva de la
propia miseria.
Así pues, el convento dominico era para
mí un corte cercenante de esa felicidad de faquir, la excusa perfecta para no
movilizarme por una guerra en la que no creía. Pero siempre hay algo que te
ayuda a salir del embeleso –coma, lo llaman otros–, y te recuerda que el mundo
se mueve como un bus, y a lo peor en la próxima vuelta ya no estás en la parada
para cogerlo. Y eso era aquel viaje.
Lo conventual no me va
Como era de esperar, el convento era de lo más
confortable. Pero como ya había advertido a mis captores, con excusas de si el
niño, mi mujer, etc, yo, al tercer día me abrí de allí con la documentación y
los contactos, y aun así creo que duré demasiado. No digo que no fuera
interesante.
El PSOE de entonces se preparaba a conciencia para una oposición
de larga distancia y Maravall, secretario de Formación, estaba montando un
tinglado considerable dirigido a cooptar los cuadros con que urdir lo del
tejido social que iba a ser tan famoso y que ya empezaba a sonar como
definición de una estrategia que con el verbo imbricar iba a cobrar su más
feliz (y duradero) significado.
Por lo que podía verse, el perfil de
los asistentes era de menos de treinta años, estudios medios o incluso
superiores, con la esperanza laboral difusa y más simpatizantes o no hostiles,
que fieles o cerriles a la causa. Los emergentes descolocados, en varios
sentidos, del momento, dispuestos a reciclarse, también en varios sentidos, con
unos contenidos que, excusatio non petita de las elecciones sindicales, acusaba
el pecado manifiesto de amasar una primera gran hornada útil en el corto plazo
y fértil en el largo.
La prueba es que iban en serio. Quiero decir que no se
trataba del típico cursillo a matacaballo para cumplir y tente mientras cobro.
No.
Juan Maravall, unos años después, con algo menos de pelo ya, y antes de "tocar" ídem como ministrable socialista. |
Tanto la organización como las clases
denotaban profesionalidad y una altura que llamaban la atención y, lo más
importante: convicción, casi fe; algo que chocó con mi prejuicio de verlos como
un partido meramente electoralista de masas (que también), empezando a
comprender que los socialistas eran algo más que oportunismo histórico.
El propio Maravall me buscó para conocerme
–avisado por Juan, claro– y si entonces, o en algún otro rato compartido con
él, escuchándole más que nada, y de buena gana, me llegan a decir que aquel
hombre comedido y con aspecto de limpieza moral, decidido y competente era el
que iba a meternos en la LOGSE, no me lo hubiera creído.
Desde entonces, cada vez que salía a
relucir me preguntaba cómo alguien cercano a la clarividencia, meditado y
coherente había podido perpetrar tal cagada.
Aunque también suele pasar que el
devenir político juega esas pasadas a los elegidos para colocarlos en el poder
y jugar su deporte favorito: descuartizarlos y echarlos a las fieras
precisamente por aquello que creen su mayor logro, como es el caso de este
hombre cuyo lema era “al que se ayuda, le ayudan”, muy propio del estilo ya
perdido de la necesidad de convencerse de que para conseguir algo hay que dar más
de lo dispuesto a obtener.
Una consigna por otra parte olvidada hace mucho,
especialmente por los suyos.
De pillo a pillo
Mi regreso al hogar, no por esperado
dejó de irritar a Juan, aunque bien que lo disimuló, pues nada podía contra mi
actitud despectiva en el informe sobrado que le di del cursillo (“nada, que
querían contarme las ventajas del emboquillado”), ni mucho menos contra la
necesidad acuciante de disponer de alguien dedicado en exclusiva a facilitarle
la supervisión política que, en vistas de la nulidad de UGT para llevarlo a
puerto, el partido se había propuesto respecto de las elecciones sindicales,
responsabilidad que estaba claro había asumido Juan de Dios para hacer patria y
puntos.
Obsérvense las cifras entre 1977 y 1985. Fue la otra gran crisis anterior, la industrial. |
De esta manera, y con un sindicato en
formación, no tuvo más remedio que conceder al que se metía en el berenjenal
una autonomía, bien que casi clandestina, pero obligada dada la inviabilidad
tanto suya como del resto del personal disponible para cuestiones de calle y
mugre, y confiarme aquel comisariado que era de hecho mi papel en las primeras elecciones
sindicales y su control y manejo de resultados, tanto propios como ajenos, o
eso entendí al entrevistarme, con la campaña encima, con Almunia en Santa
Engracia, sede entonces del Psoe.
La verdad es que, en aquellos días, el PSOE
esperaba tan poco del sindicato, que se conformaban con casi nada, aunque fuera
caro. Y yo, que nunca me he andado por las ramas a la hora de presentar
negativamente cualquier cosa, vi que eso era lo previsto, por la cara torcida
que Almunia puso de bascosa contrición (luego me enteré que era la suya,
domingos incluidos) durante los diez minutos que estuve contándole el tortazo
que nos esperaba, para curarme en salud, claro, pues yo estaba igual de
estreñido con la misión.
Así que le juré allí mismo dar mi vida por dejar el
pabellón lo más alto posible, cosa que él ni se creyó ni se dejó de creer, no
en vano habría recibido ya decenas de compromisarios (algunos seguro que menos
desarrapados que yo), notándosele la rutina un tanto indiferente en su rictus
medio amargo medio irónico.
Y me despachó deseándome lo mejor, cosa que me
traduje a mí mismo como que me fueran dando, ya que no esperaban gran cosa ni
de mí ni de un lugar perdido con menos obrerismo que las Galápagos.
Lo suyo era resignación, y con razón.
Supongo que a él también le habrían metido el embolado: “Joaquín, tú que eres
economista, hazte cargo de la cosa sindical y tal”.
La política funciona así.
En el PTE ya habíamos pasado por eso, poniéndonos de jefe a un psiquiatra (ojo
clínico), cuya esposa también lo era, de suerte que estábamos asistidos por
ambos, aunque con ella al mando, como superego, claro. Pero ni aun así. Yo creo
que siempre faltó un pediatra en el staff. O al menos un puericultor que sacara
aquello adelante.
Pues con estos, pizcas pajas.
Conclusión: se trataba de salir del paso y no dejar mal ni al caporal ni a los
barandas, trampeando o como fuera. Y así fue.
Visto que por su sitio no iba a
conseguir gran cosa y puesto que íbamos a perder de todas maneras, al amparo de
mi total impunidad como comando ilegal, entre col y col de las muchas actas que
recopilaba aquí y allá, entremetía una lechuga ficticia de mi propia cosecha,
que luego amañaba maquillando los memorandos que tenía que enviar a los
burócratas madrileños, pues con papel de por medio y por escrito no se me da
mal.
De forma que, entre los pocos delegados que me apuntaba en elecciones
facilitadas por los alegres colaboradores alertados para echarme una mano donde
no debían, y los que lograba atribuirme sacados de las actas –que yo debía
coordinar– que se iban depositando en el Instituto de Mediación, Arbitraje y
Conciliación (qué nombre, Dios mío), donde teníamos un enlace avisado del
extinto régimen con ganas de agradar (que con el tiempo llegaría al empleo
lógico de profesor de universidad), engordándolo todo con la contabilidad en un
balance-milonga cuyo resultado abultado, risible y más falso que una moneda de
tres euros a ojos vista para cualquier lugareño, obtuve los suficientes números
como para dar el pego a los locales y a los capitalinos, a los que el gato les
pareció liebre, dándose con un canto en los dientes, pues en su vida habían
visto una de verdad, sirviéndoles los resultados además, seguro, para alardear
en su propio favor, haciéndolos pasar por logro suyo en el avance a toda mecha
de la causa en la estepa. Y todos tan contentos, pues nadie los iba a
contrastar.
Asamblea algo anterior a las primeras elecciones. |
De hecho, cuando se publicaron los resultados generales la
confusión fue tan grande, que era imposible dar unos números fiables. La UGT
dijo haber obtenido en todos los sitios muchos más delegados de los reales.
Y
lo mismo harían los demás. Y todo el mundo tragó. Al fin y a la postre solo se
trataba de otra gran operación de lavado de cara y episodio obligado de la
implantación de la democracia, una de cuyas pruebas más incontrovertibles era,
sin duda, la normalización sindical. Así se escribe la historia.
De resultas, la operación de marketing
y asentamiento del partido como referencia obrera, también, había sido todo un
éxito y de la nada empezaba a alcanzar las más altas cotas del sindicalismo.
Y
aunque Juan de Dios hizo un pequeño análisis nada complaciente en apariencia,
adusto, criticando las muchas cosas a mejorar, y poniendo cara de apaleado cada
vez que le recordaban el palizón de CC.OO., que era ciertamente lo que más le
jodía, en el fondo de su alma de estraperlista estaba casi rebosante de
satisfacción, pues en ningún momento había soñado, y eso que era profesional de
ello, con un resultado que daba carta de naturaleza oficial (electoral) a un
sindicato casi marginal o peor aún, inexistente.
El otoño caliente que no fue
Y
ahí seguía yo, en mi gloriosa agrupación local. Aunque lo mismo me hubiera dado
no estar.
Uno de los grandes ganadores de las elecciones... sindicales. |
Si alguien está pensando, desde
parámetros más actuales, en el peso político de la agrupación local y la
trascendencia de ser su jefe, que deseche tal opilación. No era más que la
cancha, el cuadrilátero, el gallero. Y su comité correspondiente, a mucho
meter, hacía las labores propias de los segundos del boxeo.
Con decir que en
seis meses sólo emitimos un comunicado de prensa, y nadie lo publicó, está todo
dicho.
Así que, aparte de promocionar
cantineros, joder currículos de aspirantes al título y quedar como un trapo con
las diversas jerarquías, el balance, cuando llegó el otoño, era auténticamente
de pena. Eso sí, la paz reinaba brutal en el estanque, y más de uno se hacía
cruces de los tres meses sin líos. Naturalmente era una tregua.
Así había empezado el año. Un vistazo a los temas de este número de Interviu habla de lo que copaba la atención del personal esos días. |
Con la caída de la hoja, los munícipes
y su entorno volvieron a la carga. Me echaron en cara mi poco espíritu de
sacrificio (en el PTE había sido el revolucionario) y de no echarles una mano,
sobre todo en lo mediático. Agitaban el caramelo a la vez que mandaban el
recado a mis avalistas de “veis como es”.
Para ser ecuánimes, se trataba de una
actitud con fundamento. Lo suyo era pura basura, pero cuando decían que mi
estancia era para buscarme la vida, no era pura difamación.
En sentido
estricto, el 99 por ciento de los afiliados iba a eso. Pero claro, estaban mis
orígenes, que hacían poco creíble mi conversión. Y más, sabiendo que yo creía
en aquel socialismo tanto como en la Navidad.
Sin embargo y aunque llame a risa
viéndolo en perspectiva, en esos días la política aún no era el pozo moura que
llegaría a ser y tampoco daba los dividendos de después. Aunque parezca
mentira, había gente en todas partes tratando de hacer de esto un país normal e
incluso ejemplar. Pero también ganapanes de sopa boba, chusco y cuchara. Sólo
que mis marcadores no acababan de decidir dónde incluirme. Y tiraban chinitas.
De modo que no les hice caso, sin mover un esparto, esperando a que vinieran
por derecho.
Pero eso tampoco pareció gustarles. Les
descolocaba. Si ellos eran los salvadores naturales del mundo, y yo, un pobre
de solemnidad, sesteaba arrimado a otro árbol cuya sombra de poco me servía
pero que tampoco les gustaba, sin suplicarles por mi redención, sin pedirles
nada (y sin darles nada, tampoco), eso era que, más que un empleo lo que quería
era algo mucho peor, un cargo o así. Situación esta risueña por lo histérico,
que daría paso a otra francamente hilarante.
Los oficiantes de esta iglesia
verdadera de los santos de los últimos días estaban tan empeñados en
desenmascararme –y eso que yo jamás había encubierto mis intenciones–, que si
otro que no fuera ellos, al parecer los únicos legitimados para favorecerme, me
ofrecía algo y lo tomaba, decían: “ves como lo que quiere es aprovecharse de
nosotros”, afeándome el servir a otros patronos. Como pasó con la Campaña de
Salud de la Diputación a principios de 1981, en la que yo participé de
currante.
Y el invierno, al caer
Era grotesco. Hasta tal punto se la
cogían con papel de fumar con su maniqueísmo timorato, sus fantasmas y sus
pajillas mentales, que, viéndome como agresivo cazador de chollos, como mi
subsidio de paro de escayolista –algo que yo tapaba, no fueran a acusarme de
demagogia obrerista, o lo que es peor, que les tuviera que poner alguna moldura
en el piso–, había que desbancarme pero ya de un futuro que ellos mismos aún no
estaban dispuestos a regalarme. ¿Alguien da más?
Pues sí: peor aún: se sentían solos en
su gran guerra contra el intruso, pues nadie les daba bola, y parecían estar a
punto de gritar: ¿Pero es que nadie va a hacer nada con este tío? Y nada, no
había modo de que alguien les contestara algo para poder darse la razón de lo
que fuera. Estaba claro: era la batalla perdida de antemano contra los propios
fantasmas.
Y aquí, celebrándolo con el otro. |
Y casi me encasillo
en el papel de samurai al que más le vale no dejarse ver demasiado. Que no me
gustaba demasiado. Por no cuadrar ni a mi propia imagen ni a la medida de mis
sueños, y porque, una vez encasillado, las propias capacidades son las que
incapacitan excluyéndote para otros menesteres. Había que espabilarse.
Cuando la operación Primeras Elecciones
Sindicales acabó, la confianza de mi cliente en mi mercadería había mejorado
tanto que, libre ya de diversas ataduras, me instó, poco antes del traslado
general a Pedro Coca, a dar el tercer gran paso que me armaría como elemento de
calidad: ayudarle a poner en marcha la oficina de estudios, la sucursal del
tinglado que Maravall quería tener en la región.
Jamás, ni antes en el PTE cuando era
tesorero, ni después, tendría mejor ocasión para demostrar mis dotes para el
gitaneo, mi vena de tratante de mulas al parecer heredada de mi abuelo materno,
que muy de tarde en tarde, en los momentos más críticos, se me pone.
Yo no podía dejarme liar como un zompo
en tantos frentes y no saber ya ni por dónde iba la hebra. Tenía de
sobra con mi “cargo” de secretario de la agrupación local, que ahora suena
orondo y sabrosón, pero entonces no significaba mucho más que ser un títere de
referencia para las balas en las luchas intestinas, que en cinco meses me
dejaron como un colador y con serias dudas sobre si valía la pena permanecer en
el avispero.
Así que, cuando surgió ese trabajillo,
mucho más descansado, amable y hasta rentable, aquella especie de beca con
asignación mensual, vi la ocasión de huir de la agrupación con achaques de que
me absorbía y no podía con ambas cosas y tal.
Juan me miró a su modo y luego soltó
una risita irónica, que en él equivalía al descojono padre, pues si había
alguien capaz de ocuparme de tener la agrupación según las exigencias del
guión, o sea más parada que el caballo de un fotógrafo, de la ayudantía que me
ofrecía, de hacer un panfleto, una campaña de algo, de ir a la compra y hacer
una fideuá a la vez, ése era yo, experto en llevar cuarenta cosas en rueda, y
treinta y nueve mal.
Por eso me la pelaba el rechazo, la
insidia o lo que fuera con lo que me estigmatizarían esta vez. El que ha pasado
por un largo túnel sabe que lo único garantizado es la oscuridad y que la luz a
su final puede cegarte como un espejismo. Y ni una ni otra salen gratis.
Y yo
llevaba demasiado tiempo a oscuras como para no saber que el ensañamiento no
era más que el modo en que los que acababan de pisar la moqueta del poder se
reafirmaban contra los que creían su competencia, y estaban dispuestos a
abrirse las venas con un peine antes que ceder un palmo de él a cualquiera que
no fuera besando sus pisadas.
Un discurso lo bastante descabellado como para
decidir ir a lo mío y no tomarlo más en cuenta de la ídem.
Aunque siempre
aluciné con el hecho de que tanto desdén, ladeo y otras muestras de cariño,
hubieran empezado incluso antes de mi elección como secretario local. Lo que se
dice un proscrito del socialismo avant la
lettre.
Años más tarde, luego de colaborar con
algunos de mis críticos, diluidos los avatares y algo menos ofuscado por mis
propios rigores, pude comprender que el mal pie del enconado desencuentro a
primera vista –y lo recalco por haber sido el mayor que yo tuvo jamás–, pudo
haber sido mi oscura carta de presentación, tan intemperante y taimada, que
cuadraba con mi imagen de entonces (y todavía hoy explotada por algunos), de inaprensible tocahuevos, crudo, montaraz, deslenguado y
borde, que sin ser necesariamente ni incierta ni negativa, sí inspiró mi atravesamiento en sus laringes, esa
inquietud propia de los espíritus propensos a fustigarse con los temores más
interesados.
Una empenta vergonzante que yo no tenía ningún interés en capear,
y menos de asumirla como culpable. De eso había quedado arregostado para
siempre tres años antes al montar aquel numerito chinesco en casa de los Boira.
Los años góticos
Los Boira,
o Beira, o Beria, eran los responsables políticos del PTE. Osease los dos
comecocos chupópteros sorbecerebros, instigadores y polizontes por profesión, e
inquisidores, verdugos, zizañantes y gualdrapas neoestalinistas de la línea Mao por vocación, pero
uniformados con pantalón de pana, jerséis de lana gorda y gafita trotskista,
que con unos conocimientos de cursillo de mediasnoches a base de lecturas muy
escogidas, pero mal, supongo que de Marta
Hanneker et alter, pretendían instaurar un nuevo orden
mesteño-polpotista (en principio sólo retóricamente), arrasando con un segón de
cabezas la patulea del viejo mundo estepario, empezando por las nuestras, las
más a mano, al tomarnos por una especie de inclusa de cocos y chochos locos,
tal vez porque el mayor de nosotros no llegaría a los 24, a la que había que
ajustarle las tuercas y meter en el redil, espero que sólo como ejercicio
restañador de una desgraciada deformación profesional, algún trauma psíquico de
la infancia o una ligera (o no) desviación sexual solventada con la receta de
jodernos como pudieran.
Concentración en el exterior de la Plaza de Toros. |
Por preparación, no estaban mejor que algunos de
nosotros. Pero ellos tenían algo insuperable: eran gente bien, no sólo de
extracción, lo cual cantaba más que la tarara cuando trataban de rebajarse a
nuestro nivel, y la condescendencia fácil que usaban con los más
proletarizados; pero también por su posición de profesionales asentados como
funcionarios, en su caso como psiquiatras, algo tan congruente con el diagnóstico
de la situación y el nuevo proceso en marcha de reinstalación en la misma de
las clases medias en alza.
El estalinismo era esto
Esto que, visto así y referido a militantes de un
partido presuntamente revolucionario o al menos rompedor, resulta de lo más
patético, era coherente si pensamos que, inmersos en el más absoluto descoyunte
social del movimiento democrático, del rupturismo y del propio partido como
escisión “pecera” afiliada a la última sensación de la revolución mundial, con
ese punto verdiamarillo del maoísmo, divergente por divergir y disidente por
hacerse valer, con su calidoscopio de recetas oportunistas cogidas por los
pelos y tantas veces contradictorias, léase reforma agraria, gestión económica,
instituciones o el mismo sexo, sin una línea clara y total, con más parches que
una recámara de bicicleta, nos colocaba en una búsqueda inquieta que a cada
fuga o fallo detectados en las cañerías de tamaña chapuza nos cuestionábamos si
los niños vendrían de París, como se empeñaban en decirnos los padrecitos que hacían
de popes, que lo primero que hicieron para mantener su montaje fue negarlo una
vez más y exigir a los más dubitativos un acto de fe por el cual nos
arrepintiéramos de la duda, conminándonos a mostrar a los demás el itinerario
que sin alteración y sin demora, la cigüeña de la revolución tenía previsto
llevar a cabo para advenir a nuestro pueblo, y eligiéndome a mí, por bocazas,
listo y temerario, para pagar conmigo todas nuestras dudas y toda la falta de
espíritu revolucionario, que era el diagnóstico de los médicos aquellos sobre
nuestro mal.
Nuestro querido gobernador civil en esos años, el periodista Federico Gallo. A Dios rogando, y con el mazo dando. Poco antes del referéndum para la Reforma Política fue trasladado a Murcia. |
La terapia ideal para ello, el exorcismo por el cual se
extraía el demonio de un cuerpo o grupo social, dejándolo como nuevo, era
aquella patochada asquerosa de la autocrítica a que tan aficionados eran los
malditos chinos y los psiquiatras, y por partida triple si eran chinos,
psiquiatras y malditos.
Un remedo de la vieja confesión, autoinculpación,
expiación y propósito de enmienda cristianos que el maoísmo había reinventado,
injertando en la más estricta tradición intimista china el psicologismo
inherente al proceso de subjetivización occidental (aunque el estalinismo
soviético ya había puesto sus cimientos desde los procesos de Moscú), para
demostrar y aceptar el poder que la instaba y, con el arrepentimiento del
atrevimiento de la duda y la demanda de readmisión del sujeto sacrificado en el
grupo, transmitir así al resto su efecto de dominio.
Como se ve, se trataba de una misa progre con final de
comunión, muy poco simbólica. Y cuando pienso que yo había renegado de la
católica para acabar autoacusándome ante aquellos farsantes como figuras
paternas, ante un coro de iguales, por la simple catarsis de obtener el perdón
de pecados no cometidos –o cometidos a gusto–, sólo para sentirme arropado, no
tengo más remedio que concluir que el maoísmo lavaba más blanco. Además de ser
un gilipollas.
Hay que decir que aquella primera época de absorción por
la hidra, nos comportábamos con esa luminosidad que da al recién casado (¿con
Dios?) la ceguera deslumbrante de la libertad encadenada. Y con tanto
tajo, dejábamos arrumbado o postergado el encaje de
bolillos de reagrupar ideologías y abordar las tareas con la huida hacia
delante que siempre es remontar la exclusión y el recelo de la sociedad de
quien la cuestiona, listón que más que obstáculo, suponía un reto a superar.
Dio la vida que, gracias a mi muy variopinta,
aunque no abundante, formación, y a un descreimiento casi genético por el cual
sólo aquellos en los que más he confiado han sido capaces de engañarme
plenamente (como a todos, creo yo), mis convicciones no eran tan ciegas para
garantizar el efecto detergente de aquel par de aprendices de brujos.
KautskLenin. Montaje. |
Y el
remedio fue peor que la enfermedad, y después de mi autocrítica a lo renegado Kautsky (que era un socialdemócrata austriaco,
enfermo de intelectualismo que al final no apoyó a Lenin, lo cual ahora no me parece mal como garantía de lucidez)
por mi intelectualismo sin fe en la clase obrera (ni en los intelectuales), y
mi falta real de espíritu revolucionario, mi desconfianza hacia los promotores
del akelarre lo que hizo fue subir más enteros.
Bonal ya nos lo había advertido un año antes en
aquella reunión céltica (quiero decir antes de poder comprar Ducados) nocturna
bajo el rebrote de olmo que le estaba creciendo al culo del nuevo edificio de
Cultura que no terminaba de ser ocupado, cuando el amigo se dio de baja (y eso
que aún no nos habíamos dado de alta) en el grupúsculo de cinco que fue la
célula fundacional del engendro: “estos son unos revisionistas, y además yo por
volver al campo no paso”.
Que se abran cien flores y florezcan cien escuelas. Eso decían. Pero igual se referían a otra cosa. |
Era cuando aquí llegaban
los ecos de la Revolución Permanente que mandaba a los estudiantes a plantar
cebollino. Y Bonal, que ya no
era estudiante, y sin mucha vocación currante, por lo cual en las discotecas no
tenía nada que hacer, pues ni estudiaba ni trabajaba, pero por si acaso y
mostrando ya sus grandes dotes de hombre-profecía, se autoexcluyó de la
posibilidad, remota, de sembrar ni tan siquiera un geranio en el balcón,
renegando por anticipado de las cien flores, las cien escuelas y otras tantas
gilipolleces que la revolución cultural traería aparejadas, y de las que se
libró como se había librado de la mili.
El engendro
Poco tiempo antes habíamos
iniciado conversaciones con los enviados Pteneros,
que vinieron de La Mancha dando un rodeo desde Murcia, en una carambola muy
típica del misterio y oscurantismo que acompañan a la conspiración, embarullada
no sé ya si por las gestiones músico-vocales de Manolo Luna en la ciudad
pimentonera o gracias a la perpetrada por Maxi y yo mismo cerca de algunos
agitadores universitarios madrileños de esa tendencia. En cualquier caso fue a
través de la Joven Guardia Roja que nos dijeron que nuestro enlace sería
alguien que un domingo de invierno se iba a pasear de buena mañana con un
periódico bajo el brazo por el Altozano.
La mala suerte fue que, como no había contraseña y para
colmo se nos olvidó qué periódico era el del santo y seña (Rosa Yeste, que era
a quien se la habían comunicado a última hora, se trabucó de cabecera), y
echamos la mañana escudriñándole el sobaco a todo el que pasaba, que menos mal
que no eran tantos, hasta que vimos a un individuo que de forma somera y sin
mucha prosopopeya, como quien no quiere la cosa, llevaba algo liado bajo el
brazo, que sería una revista.
Pero como la llevaba
doblada y abrazada, nos desojábamos para adivinarle el título; y el tío, poco
más de metro y medio de saltaacequias garbancero al que Fernando el Cocina no
tardaría en apodarle Pumby, se hacía el longuis sin una mirada siquiera que
pudiera darnos una pista de su conchabamiento.
En el partidor de La calle de los Olmos (hoy Huerta del Rey), cuando pasarlo bien era lo primero (y para algunos pecado, como ahora). |
Hasta que alguien de vista aguda
vio que el panfleto del sobaquillo era el Don Balón. Y lo dijo. Entonces, Maxi se
recordó el muy cabrón de lo acordado:”¡Ah, claro, coño, don Balón! Ése es”. Y
fuimos a por él. Y ellos a por nosotros. Quiero decir la rastra de aventureros
que aquel Colón de medio pelo estepario traería tras de sí.
El hecho de recurrir al PTE
fue un caso de meditación trascendental intrascendente, en el sentido de que,
tras un año largo de observación de todo quisque que se movía en política, de
documentarnos como para un doctorado, desde las octavillas que se tiraban en la
facultad a los periódicos y revistas que íbamos a pedir a las embajadas de
Cuba, China o Corea del Norte, y las consiguientes discusiones peripatéticas de
café, mezcla de todo un poco y sobras completas de lo vivido con escasez y la
abundancia de lo por suceder, entre admiraciones de los logros que aquellos
papeles mostraban, y no poco cachondeo también por el estilo, el lenguaje y el
mucho paternalismo que la propaganda destilaba y que alguno achacaba a la
traducción y a los rasgos culturales de esos países –“y si no, fijaos en los
colores que usan, tan pigmentados”–.
En realidad se trataba de
lo de siempre, de formar otra miriada de infantes cretinos para dirigirnos
sonrientes con flores en las manos hacia el nuevo paraíso señalado por algún
nuevo líder encarnado en estatua de sal. Y algo de eso sospechábamos.
Pero lo
pasábamos por alto, pues tal percepción no alteraba el hecho de que la situación
iba a pegar el gran giro y nosotros no podíamos presentarnos a la fiesta por sí
mismos sin el arropamiento de alguna sigla tenida por seria, en cuyo caso no
nos iban a ofrecer ni una gaseosa de El
Vesubio.
En todo ese tiempo de
divagación en el que lo único que teníamos claro es que íbamos mayormente por
lo marxista, clásico o moderno, habíamos desestimado, para empezar, al PCE,
como los grandes traidores a la causa, a un paso del compadreo con el enemigo,
cosa que estaba al caer.
Una opinión sustentada en la realidad pero también en
el desprecio de tribu juvenil o, si queremos, ‘de clase’ con que mirábamos los
escarceos de sus juventudes, burguesetes de medio pelo alejados de nuestra
menesterosa vida pequeño burguesa, que solo por lo pequeña extrapolábamos como
proletaria en la búsqueda forzada de nuestra identidad.
Una vez descartado el
eurocomunismo, y con la proliferación de opciones de su deflagración, el
problema era precisamente el exceso de oferta nada consistente, pasándonos un
año completo tomándonos cafés en el Rex, para seleccionar un socio fiable a
quien entregar nuestra virginidad revolucionaria.
Porque si unos nos parecían
excesivamente campesinos (ORT), otros demasiado exaltados, cuando no
descerebrados (PCE-ML), algunos un tanto evanescentes y sin chicha (LCR) o con
muy buena propaganda pero sin visibilidad (MC), siendo lo demás auténtica
farfolla desechable, por descarte nos empezó a gustar el modo de actuar de la
Joven Guardia Roja en la guarida de ese color que era la facultad de CC.II., quizá
por ser una especie tan de ciudad que no parecían maoístas, aunque lo fueran a
nuestro pesar, como lo demostró el tener que desarbolar su desconfianzas, entre
otras cosas porque, con mi bigote, me creían de “la social” o de la Guardia
Civil, tan habitual entonces en las facultades progres.
Y esto era lo que había en la calle (bueno, en barrera). Lo que el otro llamó "las condiciones objetivas de la revolución". Lo que se dice un embolao. |
Y hasta que no acompañé
a uno de ellos a la Audiencia Nacional, un tal Javier, compañero de clase de
los que detenían un día sí y otro también (esa vez fue el famoso Billy el Niño
en la boca del Metro), a testificar en su favor en un caso instruido contra él,
no empezaron a mirarme con soltura.
Así estaba el patio. Pero
como el roce hace el cariño (y las ganas, más) y por aquello de las relaciones
personales, que eran algo mejores que con otros exponentes, y a la postre igual
daba, por ese cúmulo de circunstancias tan ocasionales como fortuitas, en las
que lo fatuo entra tanto o más que el discernimiento, fuera por afinidad
personal o de otro tipo, dejamos las embajadas como proveedoras de material de
lectura, cambiándolas por el nacional que empezamos a transportar para hacer en
casa una a modo de precampaña de lanzamiento, en lo que era una encuesta de un
producto para establecer su nivel de aceptación lejos, lejísimos, de la
capital.
De momento no pareció ir
mal. Bien es verdad que aquellos a quienes nos dirigíamos eran, o desangelados
del revisionismo o buscadores a ciegas de alguna luz. Y que ya éramos un poco
líderes de opinión suyos. Y fuimos haciendo trocha, con Franco muriéndose
despacito –en la muerte y el amor, cuanto más lento, mejor–, y el ambiente,
caldeándose.
Ya no bastaba con unas
decenas de ejemplares, siendo preciso el sistema de bolsas, recién puestas en
boga, al que me acogí desde sus inicios como una salvación para mi menudeo de
estudiante pobre con más bultos que un ordinario –“el Bolsas”, me llamaba aquel
otro palentino de la JGR–.
Bautismo en gris
Los crecientes fardos se
ajustaban perfectamente a las de los supermercados Merkal, que por resistir
resistieron quintales de propaganda subversiva. Y el transporte era fácil,
aprovechando que íbamos y veníamos todas las semanas en los camiones de la
agencia Carrión, y podíamos dosificarlo sin llamar la atención. Y en una de
esas estábamos, a las puertas de esa agencia
en Legazpi, con el barrio completamente alborotado en plena campaña de
desestabilización del cinturón industrial, con carreras y sirenas por todas
partes, cuando de repente, se nos echa encima una ventisca de pitos, coches y
gente llevada por el diablo.
Con las mismas, nos despegamos de la
pared en que nos apoyábamos y, como el que teme algo debe, corrimos a la acera
de enfrente a meternos en la agencia, con la mala fortuna de tropezarnos en su
misma puerta con parte de la turbamulta que, para nuestra desgracia, eran de la
parte perseguidora. Y en una de esas carambolas cómicas, y como sus perseguidos
se habían esfumado, van y nos entran, miran en las bolsas y, mira por dónde,
aciertan. Bingo.
Fue visto y no visto. Antes
que los empleados de la agencia se atrevieran a algo, que lo dudo, nos habían
trincado y echado para delante, a meternos hechos un buruño en la trasera de
una ranchera de paisano que paró a unos metros. Ya habían pescado algo. Por
equivocación, pero ya no volvían de vacío. Y ahí nos tuvieron, dando
vueltecitas por el circo que había montado en el sector, con la huelga en la
Hauser y Menet y otras de fondo, viendo el ir y venir de los grises (¿cómo es
posible que corrieran tanto con aquellos gabanes?), en lo que fue uno de los
diciembres más moviditos de la pretransición, con paros, movilizaciones, tiros,
muertos, gritos, hostias, huelgas, manifestaciones, de todo un poco. Y la poli,
algo cabreada, especialmente con aquel matrimonio para ellos antinatura de
obreros y estudiantes, de los que ahora tenían dos capturas de que jactarse.
Era como esos cazadores de
fieras para los zoos. En una de las paradas levantaron el capó y nos mostraron
a un poli de paisano que dijo: “Ah, el del bigotito”. Y es que, no es por
dármelas, pero yo tenía entonces un bigote que llamaba la atención.
Finalmente, el coche
arrancó en alguna dirección lejana, que resultaron ser las cuadras de un
céntrico edificio, que era la entrada de servicio de la DGS.
Por respeto a quienes de
verdad padecieron verdadero cautiverio, no voy a relatar aquí mi experiencia
carcelaria de apenas un día. Sólo diré que, aparte la celda de dos metros
cuadrados con una esponja asquerosa como jergón y una luz de más de cien vatios
deslumbrándote sin cesar, el rumor del griterío demencial, y el sonar de
cerrojos y puertas tan sólidas como la eternidad, que te dejan el alma para el
arrastre, lo que más me llamó la atención fue el descarado desprecio burlón de
los guardias de la mazmorra, declarándote menos indigno que una mierda. Lo que
hace la mitología.
Pensé en esos personajes de
La ciudad y los perros, esos catetos
serranos que habían desertado del arado y otras herramientas que en otro tiempo
habían honrado con sus manos, y ahora su iniquidad se había vuelto absoluta en
la sotanera de la que absorbían su tenebrosidad. Y me dejé llevar durante horas
por lo lúgubre.
Supe la hora que sería por
la cena, un plato de bazofia guisada, por supuesto intragable, pero a lo que
pegué varias mojadas, pues nunca he dicho no ni a la más siniestra invitación.
Y pasaron las horas.
De vez en cuando hacían
ruidos sobresaltados en la puerta, o abrían la mirilla y decían algo, o se
reían a voces, para alterarte, como si hiciera falta. Más tarde, me sacaron y
me llevaron de paseo por las galerías hasta donde fichaban, sesión fotográfica,
piano, etc, y me di cuenta de que la tarde había dado todo un cosechón.
Algo se
había desmadrado y había cola para el fabricante de caretos, con un trasiego
memorable en medio de un escándalo de lleno total, en las celdas de donde
salían gritos, lamentos, imprecaciones, que por su contenido y lengua espesa no
creo que fueran todas de detenidos políticos, y en revoltijos y corrillos
hechos espontáneamente con guardias y
presos, de los que salía un barullo que daba compañía y a la vez malestar.
Al parecer, se había
desatado algo importante, y mira por dónde a mí me habían trincado a la
primera. Hay que ver qué cosas se piensan bajo tierra. Y así, sin pegar ojo,
supe que había llegado la mañana cuando me llevaron un potingue de cacao, o
caca, solo, con unas galletas, que tragué con dificultad, pues si por el culo
no me cabía un cañamón, por la boca menos, preocupado por un confinamiento,
ahora sí, que, según pasaban las horas, me comía el coco hasta el punto que ni
ganas de mear tenía, seco como una tuera por la vigilia, que bien podía decirse
me habían dado en la clave de mi organismo. Y seguí esperando.
No sabía qué ruina
imprecisa pero segura me esperaba, y en un momento dado, en la mañana, me
sacaron y me llevaron arriba, a las oficinas, a declarar ante un funcionario,
como a ellos les gustaba (y les gusta) proclamarse para sacudirse la felpa de
cierta tiña culposa.
El que me tocó en suerte
era especialmente bueno –no había policía malo; se ve que no me hacía falta–,
de una ascendencia hacia mí como oveja descarriada por accidente, y un buenismo
tan paternal que parecía ir a darme el pelargón de un momento a otro, el cual
me interrogó rutinaria y burocráticamente, casi con modorra, sobre los tipos de
propaganda ilegal de la facultad, qué grupos eran los más activos y toda una
serie de cuestiones de puro trámite que, sin perseverar ni alargarse un
renglón, casi con más prisa que yo, me largó, sin entrar en el origen de mi
colección de folletos ni plantearme cuestiones comprometedoras. Yo le contesté
con las cuatro cosas de que era capaz mi cabeza en ese instante, sin mentir,
que consideré la mejor manera de salir ileso del trance, ni dar nombres, que ni
me preguntaron ni sabía.
Así es que, una vez acabado
el trámite, porque era eso, me dio unos cuantos consejos y tal y tal, ya digo,
con una confianza que daba asco, y me despidió con la misma eufonía con que me
recibió. Lo único que me molestó de él fue que, al rebufo del recuento de mi
filiación y al explicarle a lo que nos dedicábamos en casa, remachase, así,
como para su coleto, con un “campesinos acomodados”, que anotó en un papel en
el que escribía de vez en cuando.
Y aquello me llegó al alma. No tanto por lo
esquemático de una catalogación de manual que me confirmaba en lo poco que para
los cancerberos del régimen habíamos quedado la gente de provecho, sino por lo
despectivo que la afirmación encerraba y que me despachaba de forma tan
sectaria como aburrida como un niñato más de los que, provenientes de la
bucólica arcadia ubérrima descrita por el tópico, renegaban de ella buscando una
felicidad que podíamos obtener sólo con mirarnos al ombligo.
“Campesinos acomodados”. Había que joderse. La
definición todavía resonaba en mí cuando siete y ocho horas después llegué a mi
hogar, en la huerta donde vivíamos, después de soltarme sin más –dándole a la
libertad un poco de coba, eso sí– e irme directo a la estación.
El Pena. Apuntes para un retrato
En aquel otoño
especialmente escarchado, el cuarto ya de la primera gran sequía que agotara la
ubre del canal dejando en una hambruna de agua a los pozos adyacentes, el viejo
regadío, ahora un secano inquietante, ese que nos había hecho ricos, según el
poli y otros simples, me pareció todavía más frío y estéril. Y con él las
lágrimas de mi madre, más ásperas, y el silencio de mi padre más
desesperanzado.
Por eso me reventaba que aquel poli resumiera todo lo sonsacado –esto lo digo con
dignidad impostada, pues yo le habría confesado haber matado a Kennedy–
definiéndome con aquella frase tirada al aire, casi como un improperio, que hoy
pienso fue otra hija de la frustración propia de tanta gente de entonces y de
ahora por negarse a luchar por ser felices y purgar ese pecado tratando de
abortar en los demás el empeño en querer serlo, llamando al conformismo o al
deber.
Y es que es mucho más fácil impedir la vida de
otra persona que ponerse a vivir uno mismo. Que es lo que, más o menos,
intentaba uno hacer.
Además del bajón de
encontrarme de nuevo en casa, me enteré de cómo habían sucedido los
acontecimientos, que no era exactamente como yo había imaginado. El camionero
de la agencia que tenía que devolvernos al pueblo, desatascado donde los haya,
y tío de Maxi para más señas, al ver la movida se puso en contacto con mi
familia, que le facilitaron el teléfono de mi hermano Juan, a la sazón en
Madrid, haciendo el curso de academia del Cuerpo Superior de Policía. Y
resuelto. De ahí aquella familiaridad retorcida del policía con dotes
beatificas, después de dejarnos pernoctar a cuenta del Estado. Y eso fue todo.
Digo todo porque es curioso
cómo aquello jamás salió más a relucir, quedando como un hecho que, aparte de
la humillación por el poder que supuso, y de ahí el manto de silencio, como
reacción siempre me ha parecido más vergonzosa de lo que fue, al menos para mí,
y sí más trascendente al ver claro que, una vez fichado no tenía mayor objeto
aquella clandestinidad casi infantil.
El Pena, en una movida de los 80 y muy propia, de la Asamblea de Parados. Obsérvese el grupo de observadores de detrás, parados, obviamente. |
De modo que a partir de
ahí, ya desvirgado, traíamos los zupos de carteles y fajos del “Servir al
pueblo” casi abiertamente y en autobús. Bien es verdad que en cuanto Pumby y
sus adláteres se hicieron cargo de nosotros, decayó mucho el transporte,
pasándonos al sector de la distribución, que fue la actividad a través de la
cual el partido iba a ensancharse, no tanto por los prosélitos puestos a tiro,
sino por la red de repartidores de la Joven Guardia Roja que con ese
curso-filtro de adaptación tomaban escuela como educandos.
Lo cual les sirvió,
entre otras cosas, para deshacerse del grupo primitivo, que a pesar de haberles
dado la vez, aún les era renuente a su neoestalinismo de partido, una mala
copia rediviva del peor comunismo revisionista de izquierdas, cuya confusión
teórica y práctica resolvían con una disciplina y métodos policiacos tan
recrudecidos como los del régimen que
combatíamos.
A este respecto, hay que
recordar que el gobierno de Arias Navarro, la secuela de escuela franquista de
sus apologetas o postfranquismo propiamente dicho, era mucho peor que el
auténtico, por el miedo precisamente y la poca confianza en sus planteamientos
y en su futuro, que les hacía parecer una cuadrilla de podadores haciendo leña,
lo cual, en pleno 1976, con una nueva generación de menores de sangre caliente
y fácil en la calle, con una herencia cerebral mixta de Led Zeppelín, Che
Guevara y los campamentos de la Oje, facilitaba el ojeo y alistamiento para la
proeza adolescente como rito de paso de lo salvaje a la civilización en plena
reforma por traspaso del negocio.
Así que no fue extraño que
la Joven Guardia Roja, con un modelo de actuación directa y escasas letras
(salvo alguna de Paco Ibáñez), mucha foto y poco pie, aspirantes a la
revolución cuché, o al menos en cuatricromía, concitase por sí sola el ánimo
encendido de una pluralidad quizá excesiva de jóvenes rebeldes, en su mayoría
consigo mismos, para desgrasar y poner en práctica a toro pasado lo del
imposible categórico sesentayochista, y que los iba a hacer convertirse en el
vivero de pesca del partido, a pesar, o gracias a que eran una organización
autónoma –de hecho funcionaban ya, con dirección murciana, cuando el Peté echó a andar ese año–, a la que
habían dado suelta casi por libre como una ganadería cimarrona y a su aire
hasta engordar lo suficiente, para después echarle el lazo y ponerla a servir,
al pueblo, naturalmente.
Inmediatamente después de
la formalización del partido, empezamos a colaborar con los miembros más
activos (de la Joven Guardia Roja), a alguno de los cuales, como el Beibi o Pena, ya conocía de vista cuando
apenas tenían diecisiete años.
1973. Juan Miguel, Maxi y el bloguero, antes de salir a emular al Che, pero sin salir de la provincia, entonces igual de remota. |
El caso es que estábamos
acampados al pie de los Chorros cuando se presentaron el Beibi y algún otro vestidos de montañeros con los restos de serie
de la planta de oportunidades de la Organización Juvenil, recién bajados de la
cueva que trataban de sondear.
Maxi y el Beibi habían sido condiscípulos de COU,
lo que dio pie a que los visitantes se quedasen a curiosear el espectáculo de Chacón cantando siguiriyas desencajadas,
un nuevo palo del flamenco que no llegó a cuajar, conmigo de guitarrista
farragoso.
Aquello les chocó, claro, y
a cualquiera, nos ha jodido. Pero el Beibi,
que se dio a conocer, nada más verle, como culo de mal asiento, al momento ya
le estaba picando –o sería la llamada lobezna de la luna, que tanto le iba a
chulear el hipotálamo–, y bastó que apareciera El Pena de entre lo oscuro,
reclamándolos con su eterna vocación espeleológica hacia la caverna, sin
pararse apenas a alternar, avisando así del jinete en ciernes del Pony Express
que ya era, para que salieran cortando trocha arriba hacia la boca de los
Chorros donde pensaban pernoctar, detrás de su ser hecho de prisa sin el menor
sosiego para pararse a pensar dos minutos seguidos en un mismo asunto.
Imagen muy identificativa de la época, aunque decadente, de esplendor de la transgresión, ante el Gobierno Civil y la mirada atenta y divertida de policías y autores de la performance. |
Treinta años, conversiones, reconversiones, regomeyo
y dosis inducidas de forzada y dubitativa autoestima después, la leyenda urbana
que acabó siendo le iba a absorber su propio ser infundiéndole en cambio un
personaje en el que al principio a duras penas lograba habitar, pero al que
finalmente se agarró integrándose en él, como héroe del radicalismo más
trasnochador que trasnochado, de palmadita, piropo, jaleo y sublimación
insatisfecha, que en él depositaba sus marchitos sueños, y tal vez como mito
portátil para los más inocentes, hasta el extremo de acabar creyendo en su propia
leyenda más que en sí mismo, de quien fue gradualmente desprendiéndose según la
enfermedad se le apoderaba y más tenía que demostrar, en funciones de tarde,
noche y madrugada frente a propios y hasta extraños, que él podía, primero
vencer, después soportar y a la postre afrontar su destino oprobioso con una
valentía como si nada, como un actor del método, como bien pondría de
manifiesto en la planificación de sus propias exequias, la escenificación de su
extinción, y hasta la dirección artística del montaje funerario, con la música,
los textos y el decorado deseados, incluida la compañía.
Eso se llama asumir un
personaje hasta desaparecer en él y transfigurarse –para lo cual primero hay
que convertirse en transido de uno mismo– dejando así atrás la propia vida como
la camisa una serpiente metamorfoseada –y utilizo este símil a conciencia, por
considerarlo mejor, aunque francamente menos lírico que el de la crisálida, y
contra el maniqueísmo con que nuestra tradición nos ha afligido con el mito
negativo sin causa de la sierpe–, para integrarse en ese universo maya de los
no creyentes mitad ecologistas, mitad cienciológos, budistas, naturalizantes,
transmigracionistas y yo qué sé cuantas cosas más que en la mente de un ser tan
acelerado podían darse cita.
Así es como desapareció
como persona hacia el reino de las cosas, siendo la única que yo haya conocido
que, aprovechando la muerte social que sucede y precede a la más auténtica
todavía, al enrolarse en la propia leyenda en vida generada de sí mismo como un
producto de consumo espiritual, se apuntó a la tarea, les echó tres manos, como
siempre, y se automitificó, pienso yo que sin llegar a cerrar de forma
positivista el ciclo que Kübler-Ross estableció para cualquier moribundo ya sea
del montón o con pedigrí, por el cual al final de la vida, un paso antes de
cruzar la meta, todo el mundo se reconoce como animal humano, pasa de todo y se
entrega al cosmos importándole tres cojones que después de hacerte plop el
cerebro te canten el Oh, Susana o Els Segadors.
Y si bien dicen que al
final toda tu vida te pasa por la mente, la suya llegó a representarse como una
sucesión tal de proezas para un público ávido, que sustituyó definitivamente
por una realidad que creo siempre le fue muy poco gratificante, en un
esperpento ciertamente embrujador para hacernos el obsequio de una existencia
entre la fantasía, el virtualismo y la crudeza, en que se mimetizó
desidentificándose de otras posibles lecturas tal vez más auténticas, pero no
tan plausibles, quizás su más buscado regocijo, de cuyas mejores muestras no
disfrutó por estar ya bien muerto, reencarnado ya como un paliativo social,
algo –lo de paliar– que El Pena no sé si habría aceptado, pues si hay algo
anterior a los mitos y por lo tanto permanece con nosotros tras la muerte, son
los males que aliviamos con ellos para seguir juntos. Aunque eso en realidad a
quién le importa ya, cuando muchos se dan todavía con un canto en los dientes
sólo con su recuerdo, para ellos el mejor placebo y bastante para su rememoria.
Coda bene
Como coda de esta
aproximación a aquella intrahistoria, tengo que rescatar el toque contrapuesto
al Pena, encarnado en la diatriba que un Francisco Bonal oficialmente fuera,
intransitivo, ortodoxo (y protestante a la vez) mantenía con Tomás Cuevas, otro
recién lavado y planchado –metafóricamente– ex hijo de la patria por parte de
padre, y miembro pintoresco y gran coñazo de la JGR hasta extremos
inimaginables, capaz de aburrir a un eremita al ritmo de su desmadejado dedo
índice, que le servía de batuta chaplinesca para dirigir su tartajeo argumental
dodecafónico, tan insufrible para un desquiciado Bonal, que tenía que
aguantarle la tortura-penitencia en castigo por haberlo elegido como pieza
débil del rebaño a capturar para apartarlo del partido y extraviarlo (si es que
no lo estábamos todos), en venganza por haberle llevado todos la contraria y
habernos apuntado todos (menos él). Algo que no pudo ser. Lo del reniego de
Tomás. No se puede tener todo.
Fue una pena que Bonal se excomulgara a sí
mismo de nuestra iglesia, porque eran una pareja impagable que podían haber
deparado momentos de gloria a la comedia política universal.
Cavilantes natos de temas
épicos, discutían horas y horas y todas las noches acababan por montarla en
alguna esquina equidistante de sus casas donde se despedían, casi siempre
malamente, con un Bonal excitado por la pejiguera de su insaciable compadre,
poniéndole faltas a sus planteamientos, terminando éste por irse a gritos de
“¡Maldito revisionista! ¡Anda y tira a que te reeduquen! ¡Pero qué falta de
seriedad!”, quedando el otro como un Stan desmigajado por esquinazo tan
escozoso de Oli. Pero ahí no quedaba la cosa.
Al rato de esa despedida
más propia del rosario de la aurora que del crepúsculo, y cuando Bonal estaba
cenando, o descenando, que es peor, Tomás tocaba en su portero automático y con
su estilo de mofeta indecisa empezaba: “oye…, Paco, que, hum, que…, bueno, que
si eso del, ejem, proletariado, que oye, no sé si su dictadura también, pues
eso, que tiene, hum, ya sabes, que ejercerse sobre los campesinos, y tal…”, a
lo que el otro tronaba por el telefonillo: “¡Nada, nada, dictadura, dictadura!
¡Campesinos, reeducación! ¡¡Y déjame cenar, diantres!!”. Y colgaba, con lo cual
seguro que le daba la noche al otro cansino.
Rompiendo el cascarón
Juan Castellanos, miembro manchego de Podemos. |
El año 1976 lo pasamos
entre las idas y venidas con instrucciones y material de Pumby y luego que éste
se apercibiera de que su rigidez contrastaba mucho con lo libertino de nuestro
comportamiento, no en vano la mayoría de nosotros estábamos en aquello también
para divertirnos, algo más bien proscrito por la adustez de los mediocres, como
por ejemplo de Juan Castellanos, su relevo, otro universitario pensado más acorde con nosotros, más
cordial y bastante menos irrelevante –y por ello más peligroso, al ser lo mismo
de doble y falaz e ir "con la pata echada"–, que se aficionó a
nuestra ciudad por motivos extra políticos relacionados con el pisito de
soltera de una camarada que le servía de fonda de buen abrigo en sus
multiplicadas venidas, algunas de las cuales con el efecto cómico de tener que
justificarlas convocando, precisamente en esa residencia, reuniones sin ningún
contenido, pies ni cabeza, siendo en Pena en quien desataba más demonios, y
no precisamente por su recién adquirida fiebre revolucionaria, sino
por lo mal que llevaba la cuaresma que el citado hospedaje le acarreaba.
Así, de entre las varias
polvaredas abiertas, además de la esteparia natural, íbamos levantando un
estaribel con cierta presencia social en diversos ámbitos, más aparente y
generosa en su aceptación que acorde con nuestras capacidades, tal era la
insolvencia del medio en que nos movíamos, pero que daba el pego tan bien que
hasta nuestros jefezotes de importación, tan descreídos de nuestras
posibilidades, pasaron a creer que aquel crecimiento, fuera o no burbuja, era
la mejor prueba de una implantación que con unos mimbres tan enclenques como
los que les había provisto la providencia en esta tierra, habían llegado a
conseguir.
La pupa, pues, de las contradicciones internas,
engordaba a buen ritmo, progresando tan adecuadamente que llegó el momento de
necesitar una sangría que ya estaba tardando. Se hacía preciso abandonar la
mascarada de la democracia interna, la congratulación de qué bien todo y demás
paparruchas y pamplinas, y pasar a la purga, algo que ya habían previsto a
escondidas nuestros arrieros.
La ocasión fue la terapia de grupo y el análisis
–porque hay que joderse lo mucho que se analizaba– exhaustivo de nuestra
campaña de movilización contra el referéndum de reforma política.
Frente al referéndum hubo
dos posturas en una, y una en dos, una especie de yin y yan que era como las
dos caras de la verdad, una más verdad que otra y viceversa.
Con este
trabalenguas me refiero a que los opuestos al citado referéndum lo eran o por
razones de poder, ya fuera por no querer perderlo, léase los privilegiados del
régimen, o porque lo pretendían, que era el motivo último de los dirigentes
subversivos cuando decían que había que agudizar las contradicciones del
régimen, para que cayera con todo el equipo y poder construir otra garita con
sus escombros, o por razones estrictamente ideológicas, que era lo que nos
movía honestamente a la mayoría de la gente de a pie de aquella oposición, al
considerar que el régimen debía acabarse por una ruptura que supusiera una
catarsis y un nuevo comienzo con luz y taquígrafos, como se decía, y no hacerlo
a base de componendas que curasen la herida en falso dejando una fístula que se
comiese la carne por dentro hasta generar una crisis de futuro que pusiera en
duda la validez del proceso y sobre todo la viabilidad de un buen proyecto
general, como más adelante sucedería.
Como tan seguros estábamos
de llevar razón y aun sin servir eso de nada, pues estaba claro que esa iba a
ser nuestra derrota y el punto de inflexión a partir del cual se iba a acabar
un tipo de política que nos daba alas, la motivación era muy grande por
representar la primera gran oportunidad para demostrar nuestra fuerza,
organización y la respuesta que podía suscitar.
De modo que nos pusimos a
empapelar la ciudad con ahínco de pintores de los de antes de llevarse el
gotelé, buzoneamos media ciudad e inundamos de consignas las bocacalles, con la
poli en los talones sin pasarnos una. Hasta yo me dejé llevar por el entusiasmo,
y con Maxi fabricamos un sello de goma con un panfleto en verso combativo, para
hacer octavillas a mano, mojándolo en tinta, de los que imprimimos yo no sé las
miles durante toda una tarde en La Pulgosa.
Y así, con las pilas
puestas, recias, marciales y con las neuronas al límite, tras hacer lo que
considerábamos una hombrada y demostrarnos a nosotros mismos que podíamos
seguir adelante con los faroles, nos llamaron a capítulo, que aunque creímos
era para felicitarnos, era que necesitábamos un manager, por artistas, o mejor
dos, uno por si se nos perdía el otro. Y se descolgaron por sorpresa con los psiquiatras
para poner orden en un desmierde, el nuestro.
Estaba claro, aunque en ese
momento no nos diéramos cuenta, que ellos también se habían percatado de que la
cuadra formada aquí podía pasar de mular a caballar y tener la suficiente
entidad como para aprovecharla y servirle a aquellos corregidores que estaban
colonizando para su provecho la demarcación, para subirse a cualquier carro que
surgiera. Es más, tan satisfechos estaban que hasta creyeron que podían
prescindir de algunos ejemplares, caso de no poder meternos en cintura. Detrás
de aquel querer poner en solfa a los zagaluchos lo que asomaba el hocico era la
ambición del poder. Y, como todos los que han carecido de él, empezaban a
repartírselo antes de hacerse con él.
La complicidad, reparto de
tareas y sincronización de los diferentes aspirantes a ocuparlo, apalancándose
con tanta antelación las mejores acciones de la empresa, delataba el
contubernio. Al igual que su manera de actuar con nosotros, especialmente con
algunos, ponía de manifiesto la agonía del dominio y el miedo a perderlo que
suele dar esa lucha.
La visión del cíclope
Los predadores del poder no
se temen entre sí, sino que más bien son carroñeros que se lo reparten a costa
del colectivo pastueño, aturdido siempre por el miedo. Contra quien no lo está,
y por ello es considerado peligroso, van de dos maneras: una, eliminándolo;
otra, tratando de unirlo a sus fines. Del primer grupo salen los genocidas; del
segundo los megalómanos.
Yo supe a cuál de los dos pertenecían mis primeros
jefes cuando conocí a los segundos, es decir bastante después, y pude apreciar
que la megalomanía es grave en tanto se la deje actuar, pero al menos te ríes.
En cambio con el instinto excluyente no caben bromas.
Después de conocerlos, y
casi olvidarlos, comparado con ellos Juan era, maquiavelismo de libro aparte,
una ilustrísima persona, que lo fue oficialmente. Lo cual, naturalmente, podía
llevarte a la perdición, como sucede con todas ellas. Así pues, esquivarlo en
lo posible se convirtió en mi táctica. Algo relativamente fácil después de
haber sobrevivido a los primeros.
Su mayor fallo es que
ovulaba. Constantemente. Y si te descuidabas te zampaba encima sus ideas-huevo.
Huevos fritos, pasados por agua, escalfados, revueltos –sus preferidos–, con
chorizo (cada vez más) y hasta crudos.
Prat, Valiente, Esparcia y De las Heras, respaldando al alcalde Salvador Jiménez, su intocable particular, en una alocución en la Casa del Pueblo. |
Eugenio Sánchez con uno de sus diarios de cabecera. El otro era La Verdad. |
Y para
eso estaba Eugenio Sánchez, que por su parecida situación de guardia de corps y
su plástica pachorra podía entender lo acuciante de la mía, además de
pertenecer a esos tipos dúctiles que van por la vida mostrando sus prioridades,
bien asaeteado por los descabalgados del pedestal, Paco Delgado, Andrés Picazo,
Antonio Peinado, pero que te indicaba desde el principio qué y qué no era
negociable, prescindible o invendible.
Si además digo que procedía del gremio
de la higiene –algo que demostró cum laude– y sabía perfectamente la diferencia
entre un quemado y un chuscarrado, era la pieza de la maquinaria a tocar.
Por entonces estaba instalado en los
locales que había a la espalda del Molino de La Feria, encima del taller de
ciclería de Moreno, con Mari Carmen, su mini factotum, que acabaría de facto
siendo mucho más totum suyo todavía.
Y empecé a frecuentarlo, tanto para
pedirle recetas fitosanitarias contra la molestia de los chinches, como para
que intercediera en mi cambio de guardia, iniciando así con ambos una relación
controvertida.
Que nadie se equivoque: me
trataron muy bien. A ello ayudó que todo discurriese sobre la base de la
franqueza y de poner en la mesa casi todas las cartas (todas, le hubieran
quitado morbo a la película).
Una vez dentro, las cosas no se veían
como desde la orilla izquierda, entre otras cosas porque en las entrañas de la
bestia siempre se está más calentito que al raso. Pero también porque allí
había gente que había abandonado como yo (o no) el programa máximo para
negociar con Mefisto un plato de lentejas, pero tratando a la vez de seguir
defendiéndolo para todos. Lo que se llama posibilismo, o en lenguaje desairado,
traición.
Y como Eugenio y Mari Carmen, con sus pequeños sueldos y sus
utilitarios de segunda mano eran de esos, me llevé muy bien desde el primer día
que aparecí por su portería para curiosear, chafardear, matar el ocio obligado
y recibir algunos consejos, pocos, ya que Eugenio, como todos, estaba seguro de
que yo sabía más que él cómo arreglármelas. Un error, éste de suponerme más
listo de lo que soy en realidad, que no sé si me ha dado más berrinches que
alegrías.
Imagen de una época movidita. Manifestación en uno de los barrios, por motivos vecinales. |
Al
poco tiempo de dejarme caer, una tarde, de pasada, Juan me presentó a José
Bono. Fue uno de los tres breves intercambios de palabras que tendría con él, y
he de decir que me llamó la atención aquel aire bífido suyo y su alerta
condescendiente indisimulada, chocantemente en guardia frente a un mindundi de
tan poco rango; aunque al instante pareció querer edulcorarlo con su deje de
impostación campechana, abierto y confianzudo, que tantos éxitos le iba a
reportar distendiendo a sus presas antes de ensartarlas.
Fue
un conocimiento mutuo a primera vista: ambos sabíamos reconocer a la primera en
un extraño a quien no nos conviene y punto. Nos quedamos con nuestras mutuas
coplas, él con la opinión escrita en sus ojos de “otro furtivo que viene a
cazar en mi coto”, que espero fuera contestada por la mía de “con que éste es
el monstruo de las galletas, el que se come los pájaros sin pelar”, jijí, jajá,
y a otra cosa.
Sobre este particular, y su
equiparación con Juan de Dios, mucha gente anduvo siempre equivocada, pues si
Bono era un doberman conventual con una razón instrumental de tipo jesuítico,
Juan de Dios era un bullterrier utópico (y atípico) enrazado en político escolástico
hasta lo nietzschiano, aunque, en fin, siempre ha habido gente que dado su poco
caletre no tiene que pagar mucha factura de la luz.
Sus características se iban a poner de
relevancia en sus trayectorias, aunque ‘Juande’ acabase caricaturizado como
simplemente ‘Dios’, y el otro acabase por ser tomado por el espíritu santo, en
forma o no de palomo.
El problema para su exacta percepción
era el tipo de complementariedad que los confundía de forma dilusoria en el
tándem que formaban, pues si uno era un socialdemócrata fidedigno, el otro era
básicamente un derechista nato, antropológico. Lo cual, en unos tiempos de
monserga, era harto indistinguible.
Pero había otra diferencia fundamental
entre ellos, y era que uno tenía visiones, soñaba, y el otro, que comería más
soletillas y chocolate de pequeño, no. Uno tenía las visiones y el otro
ejecutaba lo que le parecía. Visiones con un ojo solo, podríamos decir;
visiones pues, de cíclope, dejadas al cargo de un conseguidor que, en cuanto
dispuso del poder para llevarlas a puerto, las desbarató llevándolas a otro.
El
caso definitivo, y el más tópico y hasta toponímico de descarrilamiento de este
equipo de amigos rivales distanciados en el poder, fue el padecido por nuestra
ciudad, una dama en deuda con el Gran Líder Fraternal por no haberlo alzado a
diputado a Cortes en el 77. Por lo cual y le debería pleitesía de por vida, y con
la que se desquitaría miserablemente a su debido tiempo con el escamoteo del
AVE como venganza rastrera.
Juan de Dios Izquierdo, con un concejal de UCD, en 1981, en el viejo ayuntamiento. |
Un esplendor
venidero estimado a débito por haberlo acogido en su regazo. Aunque su primera
muestra de ese cariño fuese hacer lo imposible por sacarla de Murcia para
incluirla en Castilla-La Mancha, todo, para asegurarse muy egoístamente un
terreno de barbecho para sus planes como cabeza de ratón dentro del nuevo mapa
socialista.
Para
empezar a materializar su idea –pues al contrario de lo que se piensa, Juan
nunca fue un raudal de ellas, sino de una, pero exprimida hasta la saciedad, hizo aquel librito sobre la Universidad y la
Región, en el que me conté como colaborador, pues nadie en su sano juicio con
veintipocos años y en los setenta podía sustraerse al gozo, aunque fuese
mentira, de hacer algo de patria que pudiera salpicarle adecuadamente, se
basase en la economía, la política o el estraperlo, si no es lo mismo.
Empieza la vuelta del calcetín
Con este libro, la camarilla con más futuro se
decantaba, por fin, por esa cosa que se llamaría Castilla-La Mancha en lo
referente a la integración regional. Todo un sarcasmo histórico, y que también
acabaría siéndolo para Juan y otros muchos, pues al predecir, tan voluntarista
y demagógicamente que la región iba a ser el deus ex maquina de todo, jamás
pensó que a él también lo arrollaría, y mucho menos que su jifero sería aquella
cuña de su misma madera llamada compañero Pepe, al que él mismo, en su
precariedad (y el exceso de confianza típico de las sociedades en comandita),
de forma suicida había dejado la batuta, al convertirlo en sátrapa regional,
como aspirante ideal a todo y por tanto de sacrificarlo todo a eso, ideas y
amigos incluidos.
Lo cual demuestra que, a ciertas alturas, nadie se acuerda de
la idea original y menos de su autor. Así funciona la historia.
No
quiero decir con esto que mi pueblo se debiera a un sueño suyo a lo Luther
King. Pero tampoco es menos cierto que ésta era en esos años una ciudad
postrada, en el andén y sin un destino decidido, en exceso mitificada como
encrucijada pero con la perspectiva limitada, renqueante, en crisis y sin fe, y
que, como en otras épocas, estaba necesitando de referentes que, equivocados o
no, megalómanos o por interés, apuntasen en alguna dirección en la que tirar y
sacudirse la galvana.
El
gran mérito de este arreador de patos sería precisamente estar tan varado como
sus fustigados, pero con un hambre y una decisión de huir hacia adelante tan
claras, que prometía una tierra de leche y miel a los que lo acompañasen, sin
saber siquiera si habría ni agua. La inercia y la necesidad le procurarían la
tropa.
Como
es privilegio de quien no tiene donde caerse muerto no tener más remedio que
seguir de pie, Juan de Dios era la persona con menos necesidad de manuales de
autoayuda que he visto nunca.
Cuando en el horizonte destellaba la hojalata de
algún bote (vacío) de tomate, exclamaba “¿no os decía yo que esta era tierra de
diamantes”; y cuando encontraba un atajo en el camino inexplorado y elegido
casi al tuntún, sin inmutarse minimizaba despreciativo su hallazgo, como si lo
hubiese previsto, insistiendo en que la autovía de verdad hacia el futuro
estaba a la vuelta de la esquina, con una determinación de presbítero
protestante calé que asustaba al miedo.
Con
este optimismo que podríamos llamar savonaroliano pero al revés, casi
desquiciado e inmutable en su defensa unicósica, este hombre, que quizás por
aterrizar aquí con una mano detrás y otra delante, consciente de que no tenía
nada que perder salvo la hipoteca, y que nadie le iba a construir un porvenir
si no era él mismo y otros cuantos descamisados, se lanzó a una campaña
unicéjica de proselitismo quasi irracional, dando la paliza y buscando aliados
en un desierto cada vez más dispuesto a salir del erial, convirtiéndose en el
iniciador más inveterado de esa tradición socialista de triunfalismo y fe sin
límites hasta negar el abismo, que sería la tónica en ese rincón del pugilismo
político.
Estas
promesas de hartazgo y maravillosas perspectivas hasta lo aborrecible que
preveía con toda claridad e impune convicción al oscuro, gris y descreído
personal que se le unía, y que quizás sólo eran para embellecer su propio
oscuro exilio, un día, al calor de los resultados de las municipales, como sin
querer, se vieron convertidas en auténticas trompetas de Jericó y de repente
empezaron a ganar crédito y color.
Miembros del PSOE local en 1979 |
Oteada
la nueva perspectiva electoral, pasó a “tensionar” (por utilizar su
terminología) el ambiente, embaucando, embarcando, engañando, tergiversando,
chantajeando, involucrando a ciegas, implicando sin querer, vendiendo más
papeletas de las que podía respaldar, un verdadero overbooking de puestos a
repartir, pero convencido de ser más que posible, y no como redención sino como
lanzamiento al infinito. Y fue calando.
El
punto de inflexión en que los pesimistas más que escépticos, tibios o
simplemente recalcitrantes a empujar el carro se desmoronaron, fue el 23-F, que
entre otras, despejó la duda de que si había una alternativa decidida a
desatascar el atolladero reformista, esa era el PSOE, y él su interlocutor
incontestable, pues otra cosa no, pero sus varios años ya de perorata lo habían
dotado finalmente del don de la adherencia, puro velcro, primero para los más
arriesgados, después para los oportunistas.
Así, hasta volver incondicionales
incluso a los que desde dentro habían calificado la cosa de locura inabordable,
en una moción de confianza por despegarse de unos años aciagos, que lo
encumbró.
La
euforia había llegado. Daba la vara en las instituciones, viejas o nuevas;
convocaba a “tomar café” –y luego tomaba otra cosa, lo que debería de habernos
servido de aviso a más de uno– a todo el que pintaba algo, según él; se reunía
con los que luego serían los famosos agentes sociales; concitaba, metía baza y
daba la brasa con su plan revitalizador en torno a lo regional –la universidad,
el estatuto, el agua, las comunicaciones–, ofreciendo más cuanto más imposible
la meta, supliendo su falta de carisma con pesada obsesión y planteamiento
fijo, llevando a todos la buena nueva que, más que objetivo, era una frontera,
el New Deal manchego, pues para mí tengo que él estaba encandilado por ese mito
del pionerismo moderno del siglo veinte, que él resumía en una frase: ”si estás
en política, lo suyo es aspirar a Presidente del Gobierno”.
Su
movilización no fue sólo por la Universidad; también el IEA, el Ateneo, Adeca,
la Cámara, los sindicatos, las instituciones, las asociaciones de padres, los
cristianos de base (y los de la altura), los periódicos, y hasta las Cámaras
Agrarias, que ya es decir, iban a sufrir su tormento y su éxtasis.
Cualquier
fuerza que él considerase viva o revivible, y mejor si estaba desorganizada, se
convertía en lomo para su vara. Así fue cómo, fiel a su mecanicismo académico
de aplicar la teoría de los líderes de opinión, fijó una serie de objetivos
humanos con que arroparse, dando vela en el entierro del viejo mundo a los
elementos que él consideraba aprovechables para articular el nuevo.
Juan de Dios Izquierdo, J. F. Fernández y Jesús Alemán |
A
este respecto, su idea dialéctica de la sociedad era de lo más limitada y pobre
–aunque a lo mejor coincidente con la sociedad misma–, pues de una forma
sectaria y muy clasista, concebía de forma muy esquemática y con prejuicios de
pequeño burgués acomplejado, que cualquier gran renovación pasaba por el
reciclaje de parte de los estratos superiores en un nuevo orden que les
permitiera seguir arriba (y a él la posibilidad de encaramarse), mientras los
inferiores se adaptaban, aceptando el plan y arrimando el hombro como simples
ladrillos, que era el papel reservado a muchos de nosotros como mano de obra
barata del “vuelco”, como calificaba aquel reformismo nauseabundo, por otra
parte en plena línea socialdemócrata clásica del progreso social. Vomitivo,
pero era lo que había.
Por
esas fechas empezó a agenciarse lotes completos de familias, elegidas unas por
el nombre, que le sonaba; otras, por las referencias, o simplemente porque las
encontraba en el camino, haciéndoles un hueco, apuntándolas para un roto o
dejándolas en lista de espera de un descosido (como los Belmonte; los otros,
digo).
Era
su táctica de promete y vencerás, con la que se hacía con el pater (o mater)
familias, hijos, cuñados de bragueta, primos o hermanos putativos, como células
completas (y unidas), más orgánicas si cabía que las típicas de los comunistas,
para anudar la urdimbre de lo que él llamaba entonces con aquella denominación
que iba a hacer fortuna, el tejido social, y que él pensaba le había reportado
sus buenos dividendos desde lo de ADA.
ADA
(Asociación Democrática de Albacete) había sido el caballo de Troya dentro del
cual el PSP sector aherrojado, había querido hacer su entrada arropada y de
puntillas en Albacete en 1977. La causa oficial de acordarse de este lugar para
desarrollar tal ramal de metástasis es sabido que fue, además de que no habría
tajada para todos en Madrid, la relación de Raúl Morodo con esta tierra de su
extrañamiento por el régimen franquista, y, se supone, el recuerdo lejano de
Bono de algo parecido a unas raíces. Pero de hecho, ninguno de los dos paraba
por aquí.
El
factor aglutinante o tercer hombre, fue Juan de Dios, miniocupado precario como
profesor de la UNED, a cuya mujer, Concha, le salió un empleo de profesora de
francés en un instituto local, cuando, si no me equivoco, los idiomas se generalizaron
en la secundaria y hubo que echar mano de un profesorado que accedió a tal
condición, como pasara también con los de Educación Física, con cursillos,
diplomas y currículos más variados que el carromato de un quincallero, entre
otras cosas por no haber entonces dónde cursar tales estudios y obtener la
titulación.
Tierno (y tras él José Bono), en su primera visita a Albacete, con el alcalde Salvador Jiménez, y a su espalda, J. F. Fernández, presidente de la Diputación Provincial. |
El
caso es que el rebote les vino de perlas a los nómadas peseperos, que vieron
cómo uno de sus puntos se establecía en el lugar y empezaba a tomar contacto
con la pomada, o pasta dentífrica, según.
Lo
del partido de Tierno era como para salir corriendo, a tenor de lo que después
se sabría y que Juan ilustró una vez con la siguiente anécdota.
Cercana la
perspectiva de las primeras elecciones democráticas, el querido profesor
recibió un presente de la socialdemocracia alemana, que a pesar de Suresnnes,
todavía ponía huevos en las diversas cestas socialistas españolas.
La
cosa era importante, y como los alemanes son así, o eran, se formó toda una
comisión oficial para darle el tinte serio que la ocasión requería –o porque no
se fíaban–, y cuando después de los parabienes, los análisis y los buenos
deseos para Willy Brandt, el emisario depositó un maletín como expresión de
buenos deseos (socialistas, por supuesto), el profesor empezó a hacer ascos y
remilgos de ofendido por el vil metal y la bajeza de toda regalía de este
mundo, de tal manera que el mensajero por poco se echa a llorar conmovido por
la pureza de los sentimientos filantrópicos que animaban a aquel hombre y, por
supuesto, a toda su clac –y porque no les conocía al completo, aunque en la
comitiva irían casi todos–, diciendo que pasaría buena nota de su magnífica
impresión cuando se iba, momento que los presentes aprovecharon para echar un
vistazo al maletín.
Pero su gozo en un pozo, porque revolviéndose desde la
puerta, donde despedía al correo con sus mejores deseos para Willy, el querido
profesor, nada más cerrar la puerta pegó una voz: “¡Quietos!”, y se lanzó raudo
como un puma sobre el maletín, lo agarró bien con las dos manos, lo abrazó
contra su pecho y no permitió que nadie lo tocase, preguntándose más de uno si
es que habría en él otra cosa más espiritual que el dinero.
Tierno, en su primera visita a Albacete, como alcalde. |
Tras
esta lección de puro socialismo español, lo suyo era hacer las maletas en busca
de una lista en la que ir primero, y la ocasión se presentó con ADA (o el
ardor, que diría Nabokov), ardiente en ganas de escaño pueblerino desde los
aledaños del régimen en un sí es no es propio de la indefinición de la gente
recién acogida a la ley de asociaciones, que se movía en la pusilanimidad
viscosa del reformismo –a reseñar el tortillerismo político de Íñiguez, la
perfecta irrelevancia de Fernández Llamas o el todo-menos-la-escuela de Juan
Ramírez–, lo cual les parecería perfecto para insertar su moderación
consustancial que no obstante les llevaba a pensar que ellos, los oriundos,
eran la pimienta izquierdista aportada a un matrimonio con autóctonos demasiado
tibios incluso para ellos.
Y naturalmente todo se fue a la mierda, excepción
hecha de una relación que permaneció (otra familia añadida) y de la cual casi
todos se lucrarían cuando las vacas engordasen.
El
esportazo fue tal, que pasaron meses hasta volver a ver al candidato paraca, y
el mismo Juan se pasó lunas preguntándose qué habían hecho mal, cuando, si se
hubiera preguntado lo hecho bien habría dejado zanjada la cuestión en minutos.
Después
del desastre, que fue general, vino la obligada unificación y bajada de
calzones, y su suelta por la pradera para buscarse la vida entre los demás
aspirantes a socialistas de la estepa, para hacerse unos hombres, siendo ése el
momento preciso en el que Juan de Dios se convirtió en paladín, lanzarote,
utillero, militante de causas perdidas, redentor, corresponsal del más allá,
peón de brega, estratega, capitán general, ordenanza y chica para todo de la
causa, por la simple razón de que estaba más solo que la una.
No
había más remedio que dar la murga para despertar el interés. Por eso, cuando
se metió a cargo público, aun sabiendo que era un premio (¿) merecido a sus
arriscados estezones por las tapias de lo imposible, por mucho que enardeciese
su retórica subiendo los decibelios, sabíamos que eran ladridos de perro
contento: el fin de la política y el inicio del corte del cupón.
Con
todo, su etapa de parlamentario sería la más febril de un activismo bucal más
propio de un agente artístico neoyorquino o de uno de esos compradores de votos
de lobis.
Literalmente
desparramado, con una vehemencia insoportable por el poco respaldo que podía
aportar desde su partido, y por tanto, jeta hasta lo exasperante, consiguió que
todo el mundo le siguiera el rollo, no tanto por estar vigentes las
reivindicaciones y lo que su retórica subida de tono representaba ahora con el
valor añadido de su posición, sino porque todo el mundo se iba situando y
bastaban dos pases para echarlo para otro lado y que siguiera su camino, ya sin
vuelta, consistente en un itinerario predicativo sin chicha ni limoná del que
todo el mundo tomaba nota para hacer lo que le daba la gana, que solía ser lo
contrario.
Carmina Belmonte, la apuesta municipal del cíclope, (Carmina o revienta, que ahora se diría), flanqueada por José Bono y Baltasar Garzón. |
Ésta
sería la causa de que de vez en cuando se sacaba la vena dirigente y se
mostraba ejecutivo poniendo en marcha medidas en teoría encaminadas a enderezar
la trocha de errantes concitados, que iba haciendo a su bola, como fue el caso
de colocar de alcaldesa a Carmina Belmonte, pesepera de la primera época en
quien confiaba para atajar el camino y recuperar lo perdido sobre todo en el
segundo mandato de José Jerez, que, o se había desviado de la línea o no la
seguía todo lo recta que el geómetra indicaba…, para luego dejar a la candidata
más vendida que una banasta de pescadilla en una lonja, en medio de una serie
de lamentables compañeros de recorrido que definitivamente darían al traste con
la operación, mal gestionada, según él (que era el muñidor), siempre incólume
desde el acomodado y lejano refugio bruselense que se había buscado,
aparentando con ese posicionamiento seguir al tanto de todo y ojo avizor de un
proceso irrenunciable.
Aunque, a la vista estaba, lo suyo era ya pura tramoya y
zarandaja, y prueba de ello eran los muchos que ya se habían dado de baja en la
película, llevándole la corriente por el bajo coste de hacerlo.
Concentración "antipsiquiátrica", Una época, un estilo. |
Su argumento
para largarse había sido que desde el corazón de Europa, y con los mercaderes a
braga quitada, daría más brío aún a todo el programa pendiente, y que todo
podía llevarse a distancia con heraldos, adelantados y bienpagaos del mundo de
la universidad, la empresa o las instituciones, que defenderían la plaza y
movilizarían a las amplias masas al más mínimo peligro de descarrile.
Estaba
claro que había dejado de soñar despierto para empezar a dormirse en sus
laureles, pues a la primera o la segunda andanada de las fuerzas ominosas todo
se iría a los pies del caballo toledano, que no iba a tener piedad en
despacharlo para regocijo de enemigos y viejos compinches que habían postpuesto
el viejo proyecto de armar este nudo gordiano del sureste, mezcla de la Atenas
de Pericles, la Constantinopla de Saladino y el Boston de Nigroponte, y que
sólo volverían al demostrarse real la alternativa del PP, que les sirvió tanto
de liebre para su lucha fratricida como para retomar el poder socialista,
convenientemente desvirtuado y modificado para beneficio de unos pocos y a
costa de una más depurada explotación de la estulticia, la desinformación y la
manipulación más vil de la mayoría.
Su
jubilación política iba a ser la última página del sueño del librito de ruta,
cuya andadura, imprecisa, se había ido alterando sobre la marcha, según lo
sinuoso del proceso y las traiciones más propias que extrañas –tan
características de la sociedad del futuro por él preconizada–.
Manifestación tras el 23-F |
Un
cambio que, atisbado o no por el personaje, no le iba a hacer modificar un
ápice su esforzada retórica fronteriza cuya capacidad de contagio estaba bajo
mínimos hacía tiempo, pero que a él parecía darle alas todavía para seguir
clamando, tan terco y testimonial como siempre, por el paraíso perdido, como si
su periclitar definitivo no estuviese cantado.
Y
mientras la nueva dirección retomaba el proceso dando gato por liebre, y
entrada a todo lo espurio que pudiera engordar las alforjas y desnaturalizar su
esencia original, él, desde el carro mismo del poder adonde seguía subido,
arengaba asombrosamente de forma cínica, patética y hasta siniestra contra la
traición, dispuesto a que la escoba que lo barrería hacia la alcantarilla le
buscase una buena porción de acompañantes, como sucedió con la movida del AVE,
con la que los diferentes agentes sociales en liza pusieron sus nuevas cartas,
tratos, posiciones y compromisos, dando la cara de lo que ya era otra ciudad y
otro paisaje, y que iba a ser el canto del cisne del gran maquinador y de todos
aquellos que pensaron que algo así era posible. Aunque, dicho sea de paso, no
al mismo precio.
Los
noventa, la década de la impostura beatificadora, segregaban ahora la decepción
que alimentó el escopeteo sobre el pianista que durante tanto tiempo había
detentado el monopolio de la partitura política, relegándolo en la mitología
lugareña, como todo derrotado, a personaje boticario, oscuro y negativo que
desde la trastienda, y mientras se asegura el futuro sacando lo suyo –pues con
el rédito todo el mundo actúa como hacienda, sin perdón–, defrauda el de los
demás manejando unos hilos que al final sólo se traducen en entuertos y
desencuentros.
Imagen aérea del Parque Lineal, en 1981, en que la ciudad empezaba a parecerse a la actual. |
Todo
un final agrio, nada feliz y rencoroso por la frustración, para un cuento
pueblerino al fin y al cabo, pero cuestionable en la medida en que el personaje
fue el gran animador durante una década de los cenáculos del posibilismo,
cuando ya éste se había constituido en vía casi única de conseguir cosas,
incorporando su pertinaz picoteo hartizo, errático e irregular pero permanente
sobre asuntos de toda índole, generando opinión, exigiendo actitud y pidiendo
soluciones, independientemente de que unos fueran dejados pudrirse, otros mal
resueltos y otros ladeados.
En
definitiva, uno de esos personajes a la altura, comparativamente odiosa, de
otros de que hemos tenido que echar mano por aquí en otros momentos críticos de
nuestra historia para dar esos tirones, quizá irrelevantes per se pero necesarios
para ayudar a despertar de los largos sesteos, para poner sobre la mesa la
desidia de sus carencias y la necesidad de hacer algo al respecto. Aunque fuese
mal.
Los
que lo tacharon de estrambótico oportunista por haberse arrojado a la pira
levantada por el caballo ganador, como un martirio para limpiar una trayectoria
culposa, deberían reflexionar sobre el hecho de que su misma apuesta ruinosa
era indisociable de su preocupación por la ciudad que le había devuelto la
vida. Y nadie arriesga todo eso gratuitamente; quiero decir si no está seguro
de que vale la pena perderla.
El
oficinista en la sucursal
En
el diciembre de 1980 aún faltaba mucho para casi todo, cuando yo solía ir a
echar un “Fortuna” con la nada extraña pareja de porteros de la Provincial, como se denominaba a la
oficina provincial del Psoe, que a partir de establecerse en su nueva sede
sería referida simplemente como Pedro
Coca. Un paso este no solo retórico, sino que indicaría mucho de su propia
evolución política, que iba a pasar, de venir definido por la elipsis a estarlo
directamente por la metonimia.
Al pasar las navidades, próximo ya
el traslado de todo el tinglado a los nuevos locales, Eugenio era de mi opinión
de que, visto que las hostilidades se relajaban, bien podía renovarse la
secretaría local.
Y no bien instalado aún en aquel despachito que daba al patio
de luces donde Juan había domiciliado su flamante oficina de estudios
sociológicos (léase electorales), remansados los ánimos por esa tranquilidad de
tenerse todos más a mano, en plan gran familia (mal) unida en caserón, se dio
el pláceme, y con un comité de circunstancias, se puso fin al disparate de que
aquel club, no contento con admitirme como socio, me hubiera puesto además a su
cabeza, supongo que esperando que algunos aprendieran así la lección básica de
que, o hay un mínimo de entendimiento, o cualquier tercero puede ponértelo
todavía peor.
Y la prueba es que a partir de
entonces, las cosas, con sus altibajos, funcionaron mal que bien en la
agrupación, mientras yo quedaba a la sombra, no en vano es en enero cuando la
toma el perro, en mi caso en el despachito del patio de luces, como ayudante
del aprendiz de brujo (o como dije una vez, como testigo particular de Jehová)
en su nueva franquicia de la cartera de formación federal que esperaba le
sirviera de refugio, de olla a presión para sus calenturas, de botiquín para
lamerse las heridas y hasta de celda donde repensar los intríngulis de la gran
reforma humanística socialdemócrata urbi et orbi.
Yo había sido elegido no sabía si
como pasante, sumiller o pepito grillo, pero aun temiéndome que fuera como
chico para todo, no podía estar descontento.
Por hacer de muro de lamentaciones,
apoyo logístico, contrastador, archivero, investigador de segunda, confabulador
agregado y hasta crítico constructivo (que por cierto yo nunca he sabido),
además de echar una mano en el día a día de la planta noble, en arduas tareas
como tomar café, rajar, meter baza, armar ruido, opinar autorizadamente, coger
recados, zascandilear escaleras, entretener prisas y otras artes y oficios del
menudeo parasitario del funcionariado de partido, recibía un dinero para poder
sobrevivir y seguir soñando en otra vida ¿mejor?, y sobre todo a gusto con la
compañía y la diversión que representaban los vecinos y todo el rosario de
visitas (guiadas o no), personajes, personajillos y piedras de mechero que
desglosaba el día, las reuniones, novedades, acontecimientos y vicisitudes del
bullicio en que a ratos y con mucho cachondeo, incontinencia y no poca
frivolidad se despachaba el lugar en alza, y que, digámoslo ya, iba que ni
pintado con mi idiosincrasia gansa y vivalavirgen.
Pepe Bono en esa época. Con su primer pelo. |
¿Qué mejor vitamina que el ajetreo a
todas luces teatral que se montaba cuando José Bono hacía su advenimiento
semanal para pasar consultas? O sea, a recibir a individuos que buscaban un
chollete, un empleíllo o un favor, y que él, en calidad de secretario tercero
de la Mesa del Congreso, prometía satisfacer a toda costa (bueno, a toda
tampoco; sólo a cambio de vasallaje y servidumbre), que parecía aquello las
bodas de Canaan, o la mesa petitoria de Bienvenido Mr. Marshall, todo envuelto
en una confianza impostada de “Pepe” por aquí, “Pepe” por allí, y una
rimbombancia y un boato que ni que hubiera aterrizado en aeroplano el Hijo del
Hombre, como cuando éste, quiero decir su padre, murió, y, aprovechando el
Pisuerga de la parca, a su pairo se formó tal cabalgata para rendir al recién
huérfano todo tipo de homenaje y cumplimiento, que me pidieron que permaneciera
toda la tarde al mando de la nave, léase del teléfono, pues allí no quedó
nadie, pues todos los tripulantes y más de un polizón habían salido en
procesión más allá de Cortes, con lo cual me demostraban esa confianza que las
familias depositan en los primos segundos cuando los meten de guardas jurados
del negocio.
Y acepté sobrecogido de emoción, pues lo último que yo hubiera deseado
era acompañarles en el cortejo, y menos a un pueblo. O lo mismo dudaban si atentaría contra la comitiva tirando el féretro al
río. La historia siempre mantiene una sombra de duda.
En
resumidas, me lo pasaba bien, marujeaba y cotilleaba lo mío, me echaba al
bolsillo un tentempié, y como había mucha sintonía con los inquilinos de al
lado y además la cosa prometía, o eso es lo que siempre decía Juande,
inmediatamente empecé a tomarle cariño a mi situación: un día merendábamos a
cuenta de no sé qué, otro nos pasábamos con una cinta de Quintín Cabrera que le
gustaba mucho a Eugenio –“en el tiempo los apostoles, los hombres eran
barbaros, se subían a los arboles y se comían los pajaros”; o sea, igualico que
ahora–, cuando no me llevaba a mi hijo en el carrito, que era suyo, quiero
decir de Eugenio, o de sus hijas, para que viera que su legado no había sido
echado en saco roto, y si coincidía con el hijo de Juan, Maricarmen les hacía
fotos con aquella cara húmeda de madre postpuesta.
También,
si se terciaba, bajaba a la planta de UGT, que siempre le pasó como a los hijos de ahora,
que nunca acabó de independizarse, tal era su precariedad, viviendo de prestado del partido en el mismo
edificio. La
entidad de los sindicatos entonces, era tal, que, por ejemplo, se quedaron
hasta sin stand en el ferial.
Aun así ya eran vistos por
no pocos aventapajas y vendedores de peines como magníficas lanzaderas
políticas. Y eso incrementaba el ansia de tutela del partido, preocupado, yo
creía que en exceso, de que alguna “lagarta” se llevara lo que tanto había
costado criar. Y las movidas de control eran verdaderamente risodantescas.
Para
ilustrarlo diré que, una tarde que bajé a pasar el rato, alguien me cogió al
vuelo en un pasillo y me metieron de relleno en el penúltimo enjuague que
Juande, nada menos que en la nueva ejecutiva provincial que en un periquete
habían montado con José Elías a la cabeza, por ser economista, y Cabezuelo de
lo de siempre, de pez gordo del régimen, con perdón.
Poco importó que yo no fuera afiliado (“ya se
te dará el carné”, obtuve por respuesta, aunque no recuerdo que llegaran a
dármelo). Y tras el intento de primera reunión de presentación con menos de la
mitad de los componentes, sin quitarnos ni las cazadoras, casi en un pasillo,
nunca más se supo.
Deduje que Elías era mi clon
pero en lo sindical, y sólo se trataba de ocluir algún frente abierto por algún
presunto que amenazaba (también en los bajos) la línea correcta, y de acudir al
socorro del ulular de las sirenas hechas sonar tal vez por Olmos, Belda, el
inefable Ricardo “Fargandán”, alguno de los despedidos de La Voz, o cualquier
otro de los muchos que acampaban entonces como vigías de la edificación del
sindicato (que no haría falta, pues les dieron parte del patrimonio sindical),
que habrían visto algún indio desarmado en aquella corte de los milagros, en
tan inestable ebullición que no se sabía nunca si los de la despedida y cierre
serían los mismos que de la carta de ajuste.
Rafa López Cabezuelo, uno de los bonistas profesionales del partido, en plena actuación en su otra afición favorita, en este caso junto a la torera Maribel Atienzar. |
Así estaba el tajo. Y a mí,
que las cosas de comer me causan un respeto imponente, por si acaso, procuré en
adelante mantenerme lo más lejos posible, no fuera que me dieran también un
mono y me jodieran.
Y
así, entre el mamoneo típico de un familiaje de repuesto y circunstancias,
entre mandados y carantoñas, me adocené, discretamente feliz, hecho un petit
bourgois en la corte de Pablo Iglesias, en un tiempo récord de apenas un mes me
adocené, esperando que el futuro entrase sin llamar, y a la espera de que los
proyectos a medio y largo plazo, las grandes obras de envergadura aún en
esbozo, que Juande tenía que ir madurando, se pusieran en marcha, yo empecé,
casi nada más llegar, a entretener el diente con la campaña de salud de la
Diputación, fabricada por el bullebulle Marrón y el hiperactivo Chicho, y a la
que me uní con ilusión de machaca en la parte literaria.
Juan F. Fernández, años después, asentado ya como gran cacique político provincial. |
El dulce bienpasar
A
Juan, que empezaba a calarme como anarcopasota existencial, le molestaba
aquella colaboración no porque yo utilizase el despacho para trabajar, pues
poco le daba que en mi mucho tiempo libre hiciera de mi capa una campaña, y más
siendo para quien era.
O tal vez fuese por eso, ya que a dos años de haber
colocado con una muy buena y golfa jugada a Juan Francisco Fernández como
Presidente de la Dipu, tras el efímero y falsario paso como presidente por
accidente, del célebre viejo concejal
de La Recueja, metido con calzador con un ardid con el reglamento como diputado
más viejo, que luego renunciaría en favor del más joven y prometedor Juanfra, y luego de darle el dos pagándole en abalorios, quincalla y
otras indiadas que fue como compraron aquel Manhattan del Paseo de José Antonio
(luego de la Libertad), el nuevo inquilino, procedente también de las ligas
inferiores peseperas tardó lo que le llevó inspeccionar la finca para sacar los
pies del tiesto, echar mano a la faltriquera y con el trabuco naranjero a la
espalda mostrar la pluma de gallo diciendo aquí estoy yo, estos son mis poderes
y mi feudo, algo que contravenía frontalmente las gachasmigas que la banda ya
se relamía, abriendo así un tercer frente, éste más peligroso que el del sector
autóctono, aún en vías de sofoco, amenazando con ello ser un mogollón de gentes
de aluvión mucho más complicado que los asilvestrados numantinos, y que junto
con algunos elementos propios, Angel Orozco, Angel Galán, Virginio Sánchez,
Francisco Segovia, o el ubicuo y dudoso lazarillo Manolo Vergara, por citar la
parte más visible del iceberg en posición todavía de descansen, podían pegar un
susto pero que muy potente a la hora del reparto a la banda de los cuatro de
Bono, lo cual obligaría a los aspirantes a cónsules perpetuos a esmerarse en
administrar sonrisas y lágrimas a destajo, si no querían derramar sólo las
suyas.
Antonio Marrón, en 1994, un año antes de dimitir como gerente del hospital. |
Marrón
y el Chicho eran de ese ala precisamente, o socios del ala, y llegaron a
hacerse tan fuertes en el sector de la salud –no sin intentar Juan de Dios
dejarles en minoría con miles de reuniones con otros elementos–, que hasta que
el PP no llegó al poder no soltaron el timón, cosa que vendría muy bien a Bono
para tomar posteriormente todo el control desde la Junta y erradicarlos con
motivo de las transferencias.
Y ahí estaba yo, echando el hormigón de los
cimientos del búnker sanitario, en un cuarto semi oscuro bajo la atenta,
inquisitiva y desacorde mirada de quien se la estaba jugando para impedirlo.
Con dos cojones.
O sería que a Juande le gustaba verme activo.
Yo soy de esos apáticos que a base de no verle estímulo al devenir acaba por
hacer barbaridades absolutas por puro aburrimiento. Y obviamente era mejor
tenerme entretenido que pensándola. Y si estaba feliz, mejor que mejor.
Tan
sólo había que prestarle cierta atención psicológica cuando se metía en el
cubil a compartir en forma de requilorio todas las dudas que le asaltaban sobre
sus proyectos, no pequeños y grandes, sino grandes o enormes, incluso homéricos.
Y ya está. Hasta la siguiente debacle cartesiana, me dejaba ese otro tiempo
para concretar un minimalismo operativo que si no pasaría a la historia, al
menos serviría para mantenerme vivo para verla pasar.
Un gesto musulmán que
para él tal vez fuese simple embrutecimiento, por la inapetencia que procura el
simple pasar de los días afables sin un compromiso, y que por supuesto le
sacaba de quicio.
Y esto era la que había. Cociendo a fuego lento el guisado. |
Sin
embargo, él también necesitaba aquel refugio en el mundo despiadado de la
presión, pues rodeado de la bronca, el espadachineo y las bombas lapa que eran
su menú diario, yo sabía que valoraba mucho el desenfado, recochineo y
desfachatez de quien no tiene nada que perder ni a las quinielas.
La
pareja del Ford Fiesta de al lado y yo nos reímos lo nuestro de su impostada
desautorización, mamándole gallo con jocundia y tontorronería para que
desenfatizase algo su discurso, y caldearle algo la fría severidad a que se
sentía obligado formalmente. Un pequeño secreto que le guardábamos para no
desprestigiarlo como halcón.
Y en esa complacencia asquerosa en medio de la
marejadilla (pues en peores plazas habíamos toreado todos), entre cafés,
tertulia y politiqueo de rebotica propia sin demasiadas pretensiones (pues la
estancia del Psoe en la oposición iba para largo), empezamos 1981. Y todo iba
de cine. Hasta que enseguida, como suele suceder, vino alguien y lo jodió.
Sic
transit
A
mis veintiséis años, yo estaba contento con mi signo astral, mi ducados, mi
mujer, mi hijo, que empezaba a echar los dientes (como yo), mi cadena hi-fi (mi
único lujo de pobre), donde podía al fin escuchar comme il faut a Bob Dylan o a
Menese, mi tele BN de segunda mano (un atraco) y mi seiscientos de cuarta,
aunque necesitase un luchador de sumo para arrancarlo.
Todo en mí refulgía de
dicha y oropel dentro de mi jersey de cremallera comprado en las rebajas de
Saldos Arias, sin poder entender a cuantos me reprochaban cómo podía estar tan
ahíto de haber caído tan bajo. Pero lo estaba. Ea.
Entonces,
una tarde, apenas un mes de iniciado mi crucero por la dicha, en plena
julandronería mamporrera, ombliguista y mentecata, cuando estaba en medio de
aquella hemorragia de satisfacción en plena digestión del puchero, repantigado
tan a gusto en la silla de escai terminando de saborear el café del bar de
abajo, se presentó Juan, con sus malas noticias de siempre con tal de llevar
razón, pero está vez acompañado de una cara atrabiliaria que lograba mantener
encajada de milagro, y con voz que no acabó de salirle del todo redonda del
galillo y un gesto presuroso y esquivo, me soltó, así, sin más: “La Guardia
Civil ha entrado en el Congreso”. Y empezó a recoger papeles. Cuan transitorio
es todo.
Esa
tarde en que sobrevivió al doctor Tejero yo supe que su corazón no estaba tan
mal como decían, y con lo que explicaban su vida profundamente ascética,
siempre a pie y a cuerpo, todo lo más con una gabardina, o una chupa muy de
domine (que lo delataba), cuando arreciaba nuestro biruji, para vigorizarse y
protegerse el sistema coronario.
Una
vez le pregunté de coña si es que no tenía ningún abrigo o pelliza, y
naturalmente me miró irónico y algo triste y no me contestó. Concha decía que
sí, que estaba delicado, sin especificar, y quizás para engordar la leyenda, o
para que le evitáramos disgustos, añadía que al final lo tendrían que operar,
pero así, en abstracto. Pero, ¿y a quién no? Bien pensado, todos estamos en
este mundo para que nos operen.
Como se ve, hasta ahora llegan las consecuencias del golpe. |
Pero,
aparte que diéramos por lógico que no se atreviera a meterse en cirujanos, algo
no aclarado había en su exceso de profilaxis.
Muchos años después supe de
soslayo que por fin le había entregado su corazón a algún cardiólogo, y lo
habían tuneado, por lo que aún iba a cuerpo con más razón.
Pero aquel
día 23, después de verle llegar al despacho como una aparición de las parcas
con cara de cejilla y voz enjuta, anunciando aquel suceso de terrorismo verde
con la frialdad y brevedad de una sentencia, y sobrevivir a ello, yo supe que
su corazón no era el órgano llamado a ejecutarlo. Aunque no era precisamente en
eso en lo que tenía mi mente aquella tarde.
De hecho, salí de la habitación y
pude ver a los vecinos, entregados a una pesquisa telefónica bastante
infructuosa, tan encogidos por la misma emoción que me columpiaba a mí también
en el vacío más atenazante.
Las
noticias eran crecientemente inciertas, contrapuestas y tan confusas como
ensombrecedoras, siendo las caras puro mercurio especular unas de otras. Y sin
más trámite y viendo que no mejoraría, poco después de abandonar la sede mi
jefe con cuatro papeles, dado que nosotros no custodiábamos nada comprometedor,
me fui a buscar a la familia cuando la noche doblemente tempranera de febrero
se cernía.
Mi nombre es Bond, Pepe Bond |
Mi
crónica personal del 23-F es de lo más anodino, aunque a otros niveles fuese
determinante. Encontré a mi mujer y la rastra en casa, esperándome, pues no
habían querido ir a por mí, por si nos despistábamos mutuamente. En casa
guardábamos varias pilas de publicaciones peligrosas, ilegales incluso
entonces, que habíamos ido coleccionando tan romántica como perversamente.
Apartamos tontamente las de peor catadura, sin pensar ni un instante que si
aquello triunfaba no se iban a conformar con valorarme sólo por los méritos de
mi última afiliación conocida, y las bajé al coche, aparcado en la calle, como
si aquel vehículo fuera lo último que un golpista podía revisar, por ser un
seiscientos. Una de las mayores ignominias de un golpe de estado es la ratonera
mental que produce.
Hecho
esto, nos fuimos al almacén de los padres de Maxi, a distancia de una manzana,
a comentar la jugada en territorio amigo. Y visto, por la radio, gran vidente,
que aquello seguía sin dar de sí nada claro, me dirigí a casa de mis padres, no
muy lejos, con el objeto de conocer la opinión de mi hermano Juan, destinado en
el País Vasco, que precisamente en esos momentos, fiel a su estilo sobrado,
tranquilizaba a los presentes, quienes, naturalmente, por quien más estaban
preocupados era por él como inspector de policía; una tranquilización tan
intranquilizante que me disipó las ganas de volverlo a llamar, no fuera que
reincidiera en seguir dando ánimos quitando hierro a la cuestión.
Así es que,
con las mismas, volví grupas al almacén, donde ya Maxi padre estaba aparejando
la furgoneta para dar una batida por la ciudad, que fue lo que hicimos.
Es lo que había en los telediarios. Y cómo no podía ser de otro modo el golpe caló. |
La
ciudad estaba en calma, como se sabe. Nada denotaba la incidencia producida.
Era como hacer una ruta turística por un pueblo dormitorio.
Un completo chasco,
ilustrado con las consiguientes sentencias típicas maximinas (que el hijo haría
suyas con la edad) de “ná, esto ná”, así como decepcionado.
Total,
que regresamos, nos subimos a su casa, y allí, entre la charleta, la tele, la
radio y la juguesca con el niño, que con sus ocho meses estaba en todo lo suyo
para el resobeo y la zambra encima de la mesa, el rey del mambo (más que el de
la tele y la Zarzuela de aquella noche), se hizo hora de cenar y allí que nos
asilamos, tan calentitos y a gusto a ver qué pasaba, que no pasaba nada,
comentando la jugada de aquel fiasco, entreteniendo la neurona hasta que no sé
si el monarca o su majestad el sueño nos mandó a la cama sin más.
El enseñante, enseñado
Al
día siguiente todo estaba en ese mismo viejo orden con los típicos arrugones de
una mala noche, que una buena capa de maquillaje y de rutina enseguida
ayudarían a camuflar. Arranqué el coche de la escarcha y acompañé a mi padre a
la Residencia a revisarse los achaques.
Muestra de algunos de los chistes que se publicaron en la prensa a día siguiente del golpe. |
Las
consultas estaban repletas, y la gente, mucho más pendiente de sus averías que
de las del país. Se palpaba el comportamiento indiferente y resignado, la misma
tragedia cretina cotidiana que en pleno franquismo.
Por mucho que unos días
después tuviese lugar aquella manifestación con sus frases grandilocuentes, la
cabeza de Jano de las masas patrias seguía fiel a sí misma, contrita en medio
del olor a carne de cañón inapetente. De su propio olor. Y fui consciente de
que el golpe hubiera triunfado sin ninguna dificultad, respaldado por el tedio.
Y eso que los déspotas llaman pueblo, y los más listos de ellos conjunto
social.
Fue
esa mañana cuando pensé, en aquella consulta de la vieja Residencia, que por mi
parte, les podían ir dando a todos por donde amargan los pepinos. Si me quedaba
alguna capacidad de sacrificio universal, esa noche había consumido el último
gramo.
Y desde entonces pienso que todos los que lo hacen sin cobrar, es porque
o llevan liebre, principalmente de recuperar con creces lo invertido, o por
puro romanticismo, que aún es más peligroso, aunque por suerte estos son mucho
menos numerosos.
Portada del disco aparecido en 1975, cuyo título debería haber sido visto aún premonitorio cuando se reeditó en el 81. |
Otra
conclusión fue, que es muy difícil escapar al propio destino, que es el
compendio de circunstancias, modo de ser, comportamiento y fantasías que te
impiden hacer de otro que no seas tú, haciéndote ver que no hay dónde huir si
no es fuera de uno, y aun así siempre recalarás en otro tan parecido a ti y tan
dependiente de la suma de todos que es el estado, como otra parte alícuota tan
insignificante y sujeta por el engrudo que a todos nos hace únicos y víctimas
del todo, que no merece la pena sino quedarse.
Por
ejemplo, Juan y Concha, se habían instalado con los niños en casa de Maxi
junior, que aún no los tenía, y que con su bien ensayada pose de serenidad y
temple, podía levantar el ánimo a quien no lo conociera, aunque supongo que
todo se reduciría a darse compañía mutua, como todos, en noche de relámpagos.
Inciso: la verdad es que, de haber pasado algo realmente, la policía no habría
tenido que hacer grandes movidas, pues salvo algún enaltecido por la aventura,
en la locura de la huida, todos habíamos acabado más juntitos que las ladillas,
atrapados por esa suspensión de la falsa línea pasado-futuro, pues la voluntad
y capacidad de huir de situaciones límite se ve anulada por la de la búsqueda
fatalista de un entorno favorable a la mejor gestión del duelo, aceptado de
antemano, que supone en realidad la cercanía de la amenaza de la propia
integridad.
Por eso los depredadores lo tienen tan fácil, pues raramente sus
víctimas no colaboran con ellos como última posibilidad, si no de salvarse, sí
para pasar los últimos instantes con quien te procure el postrero bienestar
atávico que no sé si será libertad, de elegir perderte para siempre pero en
comunidad, junto a quienes prefieras, como último deseo satisfecho de cualquier
condenado. Y además, como era martes, sin poder embarcarse y ya casado, ¿dónde
ibas?
Dichas
todas estas sandeces, por la tarde me di un garbeo por la sede, pero sin ánimo
de estacionarme. Y al verla tan gris y fantasmal, sin ninguno de los
habituales, apenas los cuatro abuelos contritos de fascismo (aún en vigor, por
lo visto y vivido), decidí posponer mi vuelta al día siguiente jueves, que otro
que tal, pues todo había quedado suspendido, supeditado a la manifestación del
sábado, la gran demostración de masas que iba a ser el lifting que la
transición venía necesitando después de años de meros avíos, apaños y lavados
de cara para evitar, con la excusa de los ineludibles efectos traumáticos de
toda operación quirúrgica, la ruptura con el viejo régimen inconcluso
preconizada por un sector importante de la sociedad, y evitada precisamente por
los mismos que ahora invocaban la voluntad finiquitadora de las masas.
El 23-F como escena de última hora empastada
en la muy morcillera obra de la transición, iba a dar definitivamente el
espaldarazo a la democracia concertada, zanjando de una vez tanto las
aspiraciones de la reacción como de la vanguardia democrática, equiparándolas
de hecho, estigmatizadas y censuradas por igual por el diabólico efecto de la
catarsis y otras manipulaciones, sellando indefinidamente el paso de cualquier
intento de poner en marcha una democracia decente.
Estaba
claro. Aquello era el telón. Y aunque algunos ya sabíamos que la historia es un
banquete de sapos, no dejaba de ser asqueroso y encima había que estar
contentos. Pero, si tenía oportunidad, a mí no me iban a pillar, ni en la
manifestación ni en sus postrimerías.
Yo
estaba iracundo, por un lado contra mí por haberme autoengañado al elegir aquel
partido como la mejor opción para
conciliar egoísmo y cambio social, sin querer ver su incompatibilidad; y por
otro por la condena a la pena capital de un cambio real que iba a andar errante
durante años por el corredor de la muerte hasta ser ejecutada a plazos por los
gobiernos de González. Con él, la democracia, como en esos matrimonios
amañados, no perdía una hija sino que ganaba un hijo, y, de paso, un tendero
para llevarle el chiringuito.
Faltaba
pues muy poco para el despido (¿improcedente?) de los que se habían descornado
en llevarla hasta allí, darles las gracias por los servicios prestados y
dejarlos en la estacada. De modo que, ya metido en el berenjenal, y como
desandar la senda era un suicidio tonto, decidí tomar nota de aquel anuncio de
certificado de defunción y arrostrar la situación tan consecuente, cínica y
descreídamente como las musas me dieran a entender, para salir de tángana de
todo aquello a la mínima oportunidad, pues si una cosa tenía absolutamente
diáfana era que no podría soportarlo a largo plazo. Y eso, al mes de instalarme
de aparatchik y a apenas ocho de tener el carné.
Pero
si yo era consciente de estar indignado, aún ignoraba que además era estúpido,
soberbio e imprudente.
El
estirón del enano
Si yo hubiera sabido todo eso, me
hubiera evitado en lo posible lo que años después, cuando pensaba haberme
desaturdido de la manera más cívica, indolora y honesta que yo creí para todos,
de las ataduras políticas, se me vino encima como si en mi despedida a la
parisién me hubiese llevado el brazo incorrupto de Pablo Iglesias para venderlo
a un anticuario calé, en una atención a mi persona que yo siempre he visto excesiva
e ininteligible por considerarme un don nadie, sin darme cuenta de que el
sectarismo es lo que más magnifica, a través de la tiña, la fobia y la inquina
irracional, a cualquier enano que por el hecho de no estar con ellos está
contra ellos.
Y ése era yo. Un
enano crecido. O mejor dicho, que iba a ser, porque en aquel momento no era más
que un pringado dispuesto a no seguir siéndolo, ni mozo de cuerda, ni engrosar
las filas de tanto sobrado como se congregó ese sábado para pedir por fin una
democracia no en condiciones sino de cualquier manera. Que fue lo que se
consiguió, y a la que le podían dar mucho por el culo. Así es que decidí
echarle cara al asunto, ir a lo mío, y mientras, dar la razón a todo listo
viviente.
La (sospechosa) calma chicha tras la tormenta
El
23-F fue un seísmo que cambió el curso de las aguas políticas, y cuando pasó,
los socialistas no tardaron en percatarse de que el secarral que regentaban no
tardaría en convertirse en regadío. Y todos empezaron a estar en otro baile.
Como yo.
Los
tiempos que siguieron a aquella zalagarda fueron de un nervioso optimismo, un
alborozo contenido que hacía picarle a muchos la curcusilla.
Se
les veía movidos, en albur, como una cerda en amor, encapillados. Se notaba a
la legua (y en la lengua) que la mayoría de los que pintaban algo o aspiraban se
comunicaban en cascada, o en pirámide, tanto montaba, una emoción silenciosa,
mesiánica y hormigueante propia de cursillo espiritual con buenos augurios,
visible sobre todo por lo bien avenidos y la confraternización con socios,
oposición o extraparlamentarios.
Todo
marchaba al compás de Amigos para siempre, lalala lalalá, que por cierto aún no
se había escrito. Y sobre todo, lo bien que pacían juntos los verdes prados de
la esperanza, sin trifulcas, aparcando los grandes temas, las facturas
pendientes.
Les bullía el culo con tanta buena vibración que parecían eso tan
manido de una gran familia. Tenían buenas sensaciones –vaya un pijo, como que
se olían la tostada– y se mantenían en una vigilia agazapada, relamiéndose por
anticipado tragando más con los ojos que con la boca (de momento), sin dejar de
exteriorizar hacia abajo lo que sólo en ciertas esferas se iba tramitando.
Los subalternos, digamos que nos
olíamos la carnaza –como antes el incertidumbre–, pero sin acertar a ver si la
chulla que ya excitaba las glándulas a los espadas dejaría o no un buen hueso
que roer a los escuderos. Y entre que no soltaban prenda y el fluir de la vida
apachorrada, nos metimos de lleno en primavera.
Yo empecé a reinar sobre mi papel en
el sainete. En enero porque nos estábamos instalando. En febrero porque
teníamos que madurar bien el plan de trabajo. En marzo porque las cosas habían
cambiado. Y en abril porque había otras cosas, y yo andaba en mi campaña de
salud.
Aunque eso no me quitaba tiempo para
lo “otro” (en realidad nunca supe qué era, pues no pegábamos clavo), es curioso
cómo Juan me animaba a ello incluso en horas de oficina, en una especie de
reedición del licenciado Cabra holgado de verme currar, huidizo de entrar en
materia, dejando, él, el jefe, para mañana lo que se podía haber hecho
anteayer, gastando la mierda en pedos, en idas, venidas, reuniones, angustias,
cambios de opinión, silencios y cavilaciones al margen cada vez que extraía del
armario donde se había ido acumulando documentación varia, sobre todo electoral
y algún que otro archivo requisado, de asuntos desclasificados y por tanto
bastante secundarios, tal había sido la desidia del régimen anterior, que al
eternizarse, apenas si echaba la llave a asuntos merecedores de siete.
Esa
capacidad, la de perdurar del anterior régimen –si es que no andaba aún
vigente–, Juan la envidiaba de veras. Así lo declaraba con solemnidad, sin
venir a cuento, desde su mesa. A continuación, de súbito, pasaba a otra cosa. O
se iba con cualquier achaque a sabe Dios qué nadería: comprar el pan, hacer una
gestión relativa a su UNED madrileña, o a entrevistarse con cualquier
cantamañanas sobre el que el más allá le daba las mejores premoniciones.
Yo le
preguntaba si es que había sacrificado una cabra a los dioses para leer en sus
entrañas, o algo así, y se iba con una sonrisa distante por tomar a chiste lo
que lo era.
Siempre las mismas y manoseadas palabras bonitas.Pero, ¿de qué pais estábamos hablando? |
En la práctica, la oficina era una
satisfacción dada por Maravall con tal de terminar de asentar la normalización
del partido; un apéndice, un fleco de las negociaciones más que un dispositivo
práctico, justificado en la retórica de lo mucho que podía ayudar a implantar
el socialismo.
Aunque todo el mundo sabe que, una vez que un partido se sube en
la ola del voto, ni encuestas, ni investigaciones ni leches: no hay quien lo
desbanque y sobran todos los centros de investigación.
De
modo que allá por mayo, maduró en mí la idea de que aquella linterna desde la
que íbamos a iluminar la cuestión electoral provincial, o incluso regional
(aunque no se supiera cuál), como rezaba su nombre, no era más que un burladero
de capea, el agujero en el que arrumbar las dudas para arrinconarlas y donde
recobrar el resuello para afilar el diente el uno en su carrera por el poder, y
poder achantar los días tontos, el otro, el ayuda de cámara cuyo cometido era
eso: estar. Y punto.
Así
acabé de convencerme del carácter de juguete del invento, para tapar la boca
del que se iba configurando como definitivo segundo de a bordo. La piruleta que
la federal le daba para calmar posibles pataletas o ambiciones. La
infraestructura que el dinerito fresco permitía para tener apalancados a los
inquietos, que así al menos no estábamos con la competencia, y sobre todo nos
tenía recogidos, pues no olvidemos nunca su espíritu de dogo conventual y su concepción
monástica de la vida, siempre empeñado en salvar almas.
Lo
que ocurre es que a mí los almarios, como que no.
Por el cenáculo empezaba a
ir gente de muy diversa catadura. Claro, ¿qué se podía esperar si hasta yo
estaba allí?
Por ejemplo, Pepe Ramírez,
el de la perenne barba en flor que hubiera dicho Pablo Guerrero, que, avalado
por su condición de coleccionista de armas de fuego, se postulaba como brazo
armado del partido, siempre que fuera menester, claro. El caso era colaborar.
Siro Torres, de delegado provincial perpetuo de Bono. |
También los había menos
estrambóticos, que, al contrario, más que empujar, querían un cierto impulso,
aunque fuera en la Caja, como José María Alcalá, afiliado en su penúltimo (y no
sé si definitivo) año de derecho. O el otro hijo del tendero, Siro Torres, con
aquella pinta de haber sido monaguillo hasta la semana anterior, que había
colgado el babero y vendía una victoria segura en su pueblo en las próximas,
garantizada por él (más sociólogos), y a cuenta de ello iba pidiendo un crédito.
Ea.
O José Antonio Escribano, viejo
condiscípulo del magisterio, siempre tan dispuesto, positivo y funcional,
siempre tan joseantoniano, o sea pro sí mismo, con el que me topé en el bar –un
poco embarazado diría yo– el día que fue a presentar sus respetos a los
encargados de la finca en pleno cambio de moda primavera-verano.
Por no hablar de la
sempiterna y variopinta fauna del famoso tejido social, una procesionaria más
tupida que el camino de Santiago, entre creyentes y gentiles, que de continuo
nos invadía. Como Desiderio (y con éste doy fin a la exempla), un funcionario
de agricultura recién recolectado como militante, cansino, agónico, preguntón y
desconfiado a más no poder, que se pasaba las horas muertas dando la murga con
sus muchas dudas y recelos (propios de su condición campesina, aunque fuese
funcionaria) sobre cómo el partido, tal y como era gobernado, iba a poder
salvar a la estepa y a sus pecadores como él.
Era evidente que los malmetedores de otros
bandos hablaban por boca de aquel ganso al que Eugenio, en su calidad de ex
representante de champús anticaspa, no quería pararle los pies ni tan siquiera
cortarle. Pero yo no vendía ni parafarmacia, y aquel sisón cagón me rebordecía.
Así es que le dije que de ninguna forma, que él no tenía salvación ni aun
pagando doble cuota.
Al pobre le sucedió tal
confusión que creo que se le nubló la vista, porque dirigió su mirada a la
ventana más próxima y tras mirar al exterior, al ver el polen que salía de los
árboles, dijo: “Está nevando”. Lo cual confirmó que ni como funcionario de agricultura
tenía futuro. En lo que fui respaldado por la compaña, no sin acusarme
hipócritamente de una brutalidad incompasiva. Propia de campesino, también.
Buscando la gatera
Y
es que los peregrinos de la timba se las traían.
A mi visión de la política se
incorporó así esta imagen de cadena alimentaria en la que el PSOE representaba
el biotipo ideal de jungla de asfalto donde anidar cualquiera que se postulase
para comer, independientemente de si llegaban a hacerlo o a convertirse en
alimento. O que yo era muy
faltón entonces.
En el 79, la derecha había sacado a su nuevo icono ante lo que parecía iba a ser otro paseo electoral |
Y naturalmente acabó haciendo el paseíllo. Pero perdió las elecciones, y la izquierda se instaló en los municipios |
Quizá
fuese la frustración que suponía el saberme títere de los hilos que enhebran la
escasez y el miedo a ser zampado por los muchos carroñeros que se iban
congregando a saciarse con el cadáver de la aún en pañales democracia. Lo cual,
dicho por mí ya sé que suena nauseabundo, pues mi precocidad e incluso tablas,
bien podían conferirme un aura de vividor necrófago.
Pero,
para contradecir esta imagen, mi vida consistía (y seguiría, para desgracia
mía) en tocar pelo sin pasar a mayores, perdiendo (o renunciando) en el último
momento por esa falta de empuje que nos falta a los que no vemos demasiado
sentido (o salir demasiado caro) el subirnos al séptimo cielo, quedándonos más
bien en un laisser faire, laisser passer de planta baja, un poco demasiado laxo.
O, como decía Juan, diletante.
Exagerado
como peligroso por mis contrarios, yo me había hecho con una buena mala
leyenda, que no está mal. Pero también me apocaron para triunfar en más
empresas de las deseadas, pues, lejos de una ambición comme il faut, la
animadversión prejuiciosa y las dichosas liendres rebajaban mi espíritu
obstinado, contumaz y terco hasta la pasividad suicida de no querer más campos
de minas ni enemigos de los precisos.
Tarde de fútbol. Mejor sitio, quizás, al que merecía la pena ir más. Aunque, sin duda, más aburrido entonces. |
Y
en vez de encaramarme en cualquier enlucido, me echaba a un lado y rehuía el
salto por detrás a la nuca.
He de decir que por suerte para todos, porque
muchos, y yo el primero, lo habríamos sentido de verdad si me hubiera movido la
carrera política.
O en otras palabras, que si por un lado tenía claro salir de
mi atolladero de adocenamiento y alienación, no hallaba la manera, estancado en
aquel pozo de complacencia fácil. Pero una tibia tarde de finales de primavera
la diosa Fortuna echó un cable.
Yo
pastaba alegre, sereno y lánguido con mi hijo en el césped trasero del depósito
de agua de la Fiesta del Árbol, adonde solía llevarlo a dar sus primeros pasos,
cuando Maxi se presentó con aquella Ducati castañera en aquel rincón del
paraíso, tan mío por diversos motivos, y soltó lo último que yo quería oír,
engalgado como estaba en mis diversas servidumbres: que los munícipes habían
dado rienda suelta y el parabién al viejo proyecto de crear un ente de prensa,
y en breve se iba a dilucidar cómo ponerlo en marcha.
Maxi
parecía más empeñado que yo en aquel embolado. Pero tenía su lógica. Siendo un
pescador nato de cualquier planta de oportunidades, la transición era para él como
hacerlo en una piscifactoría.
Y como no se podía comer la nueva tajada por
tener ya otra en la boca, y odiando por su formación del espíritu comercial,
que cualquier captura cayera en otras redes, yo era el socio ideal para avanzar
posiciones, apalancar territorio y tomarse merecido desquite de aquella falsa
aristocracia desdeñosa socialistilla, que las piaba escandalizada cada vez que
alguien quería tocar en su templete, que ni que se lo hubieran echado de reyes.
Era su modo personal de demostrar a los cuatro vientos que les daba sopas con
onda.
La cosa fue más o menos
así
Hacía tiempo que el
consistorio le daba vueltas a lo de contratar alguien que les llevase las
relaciones con la prensa, y limar así sus asperezas con unos medios cuyas
líneas editoriales con el ayuntamiento iban desde lo crítico a tirar
directamente a degüello.
Una situación indeseable a la que no acababan de hacer
frente por no haber un consenso en el “who”, o quinto toro en este caso (nunca
malo, dicen) de la información, dado que los comunistas, que con cinco
concejales se habían apropiado de la bodega, la sentina y hasta el puente de
mando cuando les dejaban (que eran muchas veces), tenían su propio apadrinado,
uno de los pocos apoyos relativos en los medios, el cual, pese a sus poses
denostadoras o sobradas como encargado de los primeros y precarios informativos
de la SER, sintonizaba suficientemente con todos y era lo bastante servicial
como para aspirar a premio.
Pero algunos socialistas no se decidían, sobre todo
de cara a su galería y por aquello de no dar siempre la imagen de decir sí,
padre, a sus socios; aunque en el fondo estuvieran igual de acuerdo con la
propuesta. Y un día, de improviso, hubo fumata blanca.
Jesús Alemán, entonces pieza fundamental de loscomunistas en el Ayuntamiento, años después, instalado ya como renacido bastión neosocialista. |
Era lo que Maxi me había
venido a decir, tomándose la molestia de buscarme en el quinto pino para
comerme el coco, como siempre.
Yo estaba dispuesto a
tomármelo de la manera menos cruda posible, y me puse a mi estilo, refractario,
escéptico y lamentón, un “milpegas”, sentido o forzado, dando la guerra por
perdida de antemano, y por ver qué decía, también, visto lo poliédrico de sus
miras: “¿Y qué pasa con Juan?¿No voy a quedar como un ablandabrevas? ¿Y voy a
hacer yo de pinche sparring para que el paripé tenga una jeta democrática, y
luego aire y a pringar?”.
Todo, para que entendiera que ésa también podía ser
mi gran oportunidad de acabar hecho picadillo, y él, de rositas y tan bien o
mejor que antes.
Él sabía todo aquello y
más. No en vano llevaba años como fichaje fulgurante en las cocinas, desde
donde había cogido vuelos hasta egrupirse en los saraos, mojes y movidas del
nuevo circo. Y también recibía lo suyo por ello. Nada es gratis para los
procedentes de las ligas inferiores.
Y allí estaba, dispuesto a dar otra vuelta
de tuerca desde su promontorio, listo para el dos por uno: ayudar y marcarse
otra muesca en el currículo, servirse un buen plato de ego, frío o como fuera,
aumentar el acumulado, y dar en los morros a más de uno demostrando por enésima
vez su hábil espadachineo.
Por eso me espoleaba. Y porque sabía que yo estaba
hasta el duodeno del potreo y de perder el tiempo, que era de agradecer. Pero
también que yo no iba a tragar a la primera, porque yo estaba escaldado y no
sabía ya dónde poner el huevo, yendo de la sartén al fuego. Por eso se ofreció
a involucrarse apostando en una carrera que si no podía correr solo, podía
ganar acompañado.
Y a partir de ahí me fue
descartando dudas, dando mis argumentos por improcedentes, a su estilo
empoderado con sus “ya se verá”, “bah, cagaleos”, y tal, que era su pose
preferida cuando no tenía salida o no quería derrotarse dando su cerebelo a
torcer, especialmente si era yo el contendiente.
Yo le dejé explayarse, que
me dorase la píldora, que me hiciera el artículo de que no iría de burro para
leones y todo eso. Necesitaba ánimos, ver luz. Era nuestro modo de entendernos:
el negativo y el positivo, el yin y el yan, el blanco y el negro.
Así, hasta
llegar a un acuerdo en el que yo aceptaba de mala gana, algo que ya sabía que
ocurriría inexorablemente, y más si, como era evidente, él seguía teniendo
razón en que lo último era enterrarme como servilleta del partido y no probar
fortuna en otros viveros. Que eso era para perdedores. Que no había más
cojones. Yo, otra cosa no tendré, pero cuando me dicen lo que hay, sé
reconocerlo. Y lo agradecía.
Aun así, me quedaba, como
de costumbre ya, ese poso de levedad de no saber si el nuevo envite se
resolvería en el terreno de la inercia amistosa o del interés compuesto cada
vez más evidente en él, intuyendo que negocios y amistad, agua y aceite, y que
lo mercantil, más que un nexo podía acabar siendo un arrecife.
Y así quedó la cosa. Sin
esperanza y sin pena, morituri perdido. Pero entonces, un milagro vino en mi
auxilio, demostrando ser cierto eso que decía Marx de que la casualidad era tan
importante como la causalidad.
Eduardo Cantos, cuando entonces (a la derecha, claro). |
Eduardo Cantos, a la sazón
presidente (quasi vitalicio) de la Asociación de la Prensa, y a cuyas órdenes
yo había trabajado durante el verano del 76 en la delegación de Pueblo,
periódico del cual el susodicho era subdirector (el director era León Cuenca),
queriendo acaso (no se me ocurre otra cosa) recuperar algo del prestigio, o
mejor, para evitar desprestigiarse todavía más, y una vez que se le había
pasado el susto del cambio político y el riesgo de perder las tres o cuatro
sinecuras que había conseguido apercollar, creyendo poder reverdecer laureles,
en un ataque de dignidad ignota y para demostrar que él podía ser más demócrata
que ellos –cosa entonces chocante, pero tan factible luego–, introdujo una
cuestión de orden institucional y dijo que la Asociación –o sea, él, que si mal
no recuerdo me había retenido el carné procedente de Madrid, entregándomelo
como si de una gracia suya se tratase– de ninguna manera iba a permitir que
aquello se hiciese a dedo, proponiendo que se abriera un concurso en
condiciones para que todo el mundo tuviera una oportunidad. Increíble, pero
cierto. O lo mismo es que pensaba que el previsto era yo.
Al enterarme de este
arranque de Romance de valentía a lo Piquer a mí me dio la risa. Y más de un concejal tuvo
que ir al Avión, que era la segunda sede municipal, a tomarse algo.
Allí estaba, todo un ex
comisario de prensa de los sindicatos franquistas y otras hierbas, dando
lecciones de pluralismo. Con un par. Y los de UCD, viendo en este asunto tan
simbólico como táctico la ocasión perfecta para no ser pasados por la piedra, y
la oportunidad de lucirse adoptando una posición liberal, lo apoyaron, no teniendo
el resto más remedio que promover un concursillo, eso sí, muy plegado, aunque
ya no tan descaradamente, a las prerrogativas de la primera idea.
Nosotros, entonces, nos
hicimos el longuis. Para mí nada difícil, considerando que me encontraba inmovilizado
y fuera de juego. Sin embargo acordamos algo mucho más importante: a Juan, ni
media. Por dos motivos: uno, podría intervenir en contra, por no convenirle mi
marcha, lo cual les vendría de guachileré a los munícipes deseosos de segar la
incursión; dos, podía intervenir a favor, y eso era todavía peor. Y como en
caso de fracaso, la cosa se me iba a afear, ¿a qué pedir un trailer del castigo
final?
Así es que dejamos caer la arena silenciosa en el reloj y nos preparamos
para una guerrilla de corta duración, pero de lo más interesante porque iba a
ser mi oportunidad de empezar a conocer la urdimbre de esas miserias humanas
que los expertos denominan entresijos de palacio.
Que Maxi anduviera pasado
de sí mismo y sobrado para dar y vender, una pose muy suya y no muy
reprochable, como vulgaridad predecible en cualquiera que arrastra sus rémoras
desde la calle hacia el principal, no quiere decir que no estuviera en forma y
fuera muy capaz de hacer pasar por artesanía una macana de segunda, y venderla
como peine de coral. Más bien era su especialidad.
Antonio Ballesteros, en 2010, promocionando, como siempre, a Miguel Hernández. |
Preparamos así un
proyectito muy bien maqueado, con su logotipo de empresa y todo (ECO, Equipo de
Comunicación), en el que exponíamos las maravillas que estábamos dispuestos a
proporcionar al municipio (que era lo que nos quedaba, ya que con la familia y
el sindicato ya lo habíamos hecho hasta aburrir); todo, seriamente pensado,
racionalizado y presupuestado, que pareciera que nos lo habíamos currado.
Una
propuesta que nadie en su insano juicio podía rechazar, y que contaba, además,
con colaboradores estables (y esto no lo hicimos para engordar el chisme, sino
que iba de veras), como JAD el Temible, o sea José Antonio Domingo, un
incondicional mío entonces y redactor en La Voz; Ricardo Avendaño al diseño,
éste con reparos, pues su lealtad y gratitud tenía que repartirlas a partes
iguales con Maxi pero también con José María López Ariza, concejal y diputado
supremo de Cultura y amiguete suyo, y siempre ha habido clases; por lo que
tocábamos madera; y Antonio Ballesteros, otro “pecero” a las órdenes en
Publicidad Cóndor de un padre político peladillero por un puñado de rublos, y
que vio en el proyecto magra suficiente para sacar si no parné, si algo de pecho.
El cuarto elemento estaba en Almansa, y
era Juan Luis Hernández Piqueras,
que esperaba su oportunidad en una emisora asociada a Radio Nacional o algo
así, e iba de figurante como nuestro hombre en las ondas –y nos prestaría un
único pero muy buen servicio, como veremos–.
Así pues éramos un holding
mediático y teníamos de todo. Y al poner el punto y final me empecé a
preocupar. El reparto era tan bueno que podíamos perder perfectamente.
Presentamos la papela y
esperamos, sin dejarme ver yo, por si les daba alguna ventolera. Y no íbamos
descaminados. Aunque había concejales que nos eran equidistantes y hasta casi
neutrales, como Gil Calero, Vergara o Gómez Tomás, la mayoría se alineaba en el
sector pro competencia, mientras los puntales que podían partir el bacalao
(Salvador Jiménez y su lugarteniente Florián Godes) se mantenían en el
funambulismo diplomático de a ver qué pasa para apoyar al ganador.
Y cuando vieron nuestra
documentación, que para resumir diremos que estaba confeccionada en una máquina
eléctrica, mientras la de los otros era un verdadero muñón a boli y de
cualquier manera (tal era la confianza en su propia inminencia), hubo quien se
enrocó, con algún sonrojo, y no pudieron otorgar el encargo en primera vista.
Así que, para darnos a todos otra oportunidad, porque la cosa no estaba clara
(por lo amanuense o la caligrafía, sería), sin ningún empacho los munícipes lo
dejaron sobre la mesa y se sacaron de la manga una prueba suplementaria y
definitiva, consistente en hacer una maqueta de un programa de radio tipo, y
para ayer, como quien dice.
Para entender la vesania de
la requisitoria, decir solo que la mayoría del otro equipo trabajaba en la
radio. Pero la ignorancia es un grado, casi más que la experiencia, y como ya
nos esperábamos una gran jugarreta, viendo que era la última, pues con algo así
esperaban dejarnos en el sitio, con las mismas, nos fuimos a Almansa.
La dichosa y servidor, fecha más o menos. |
Yo había estado una sola
vez allí. Cinco años antes, cuando andábamos relacionándonos para ponernos en
marcha políticamente, y nos informaron de un grupo que se reunía en un local
anexo a una iglesia, y que estaban como nosotros, saliendo del cascarón.
Cristianos de base o algo así. Quedamos con ellos y fuimos a verlos un sábado a
la tarde no recuerdo quiénes, salvo a Chacón, que iba conmigo de paquete en la
dichosa Peugeot.
Era mediado marzo, y el
viaje se nos dio tan liviano y cordial como cabía esperar. No sacamos nada en
claro, nos pasamos panfletos, alguna información, los arengamos y ni siquiera
ligamos (que siempre era un objetivo en cualquier negociación, y no el último),
echamos la tarde y partimos de vuelta.
Pero la noche había caído ya y las
condiciones objetivas habían cambiado de cojones. Y las subjetivas ni te
cuento, pues nuestro atalaje dejaba mucho que desear para enfrentarnos a la
situación.
Ni mi jersey, mi anorac
zurcido, mis guantes elementales de lana, mis botas de serraje con grasa de
caballo por mi parte; ni el abrigo ni la barba de Chacón, podían nada frente al
frío de cristal marceño de la tierra. Y por poco pelechamos.
Yo, bragado en mil
batallas como repartidor de leche por las calles en el hielo y la nieve, en
bici, moto y hasta carro de caballerías, jamás pasé tanto frío como aquella
noche.
Baste decir que hubimos de parar varias veces a recuperar el resuello y
que en una ocasión la tiritera o el agarrotamiento, no sé, me hicieron perder
el control de la moto y nos fuimos a un bancal. Menos mal que entonces las
carreteras estaban al nivel del terreno y, ligero, torcí el manillar y nos
metimos otra vez en la ruta. Pero fue espantoso.
Llegué a la huerta donde
vivíamos arrecido, con signos de hipotermia, sin notar bien algunas partes de
mi cuerpo, envarado y medio tieso, hasta el punto de que me metí bajo la enorme
mesa camilla, la misma donde mi madre destetaba los pollos prematuros de
temporada, y tapado con las sayas me encorvé sobre la estufa de butano que
dentro de ella funcionaba a tope, y así estuve hasta que el cuerpo empezó a
espabilar, con mi madre subiendo de vez en cuando el telón para ver si me había
dado un telele o si salía ardiendo.
Juan Luis Hernández, periodista de Radio Nacional, muchos años después |
Pues con esos recuerdos volvía
yo esa tarde a Almansa, con un guión de urgencias y sin saber por dónde iba a
salir el sol, a pegar el sablazo a un desconocido más subempleado que yo, cuya
buena predisposición para causas como la nuestra (y suya por un día) a hacernos
de técnico, locutor y director, aún no he agradecido por no haberlo vuelto a
ver, de tan deprisa y corriendo que fue todo, porque, entregado el dichoso
casete, que dudo alguien del tribunal escuchara, a los pocos días se nos
notificó que habíamos ganado –miento, fue oral, y a Maxi, que no era el titular
del proyecto, pues conmigo no querían cuentas–.
Yo le mostré mi sorpresa.
Pero aún me sorprendió más su lapidaria explicación: ”Como que ellos no han
presentado nada”.
Claro. Si no, de qué. Lo
cual dejaba tan en evidencia al rival que ya nunca jamás me sería perdonado
aquel tour de force, con cargo al cual iba a pagar muchas más facturas de las
que me correspondían.
Pero mi mayor preocupación no era esa,
sino cómo decirle a Juan que me largaba, porque, y esa era otra, los munícipes,
que para eso eran políticos, no contentos con haber perdido un tiempo precioso,
querían que me incorporase a la voz de ya, según me mandaron recado por mi
vicario (cosa que no presagiaba nada bueno), porque si antes no me querían de
ninguna manera, ahora mucho más hervían de ansiedad por tenerme a su merced.
Con las mismas, les mandé decir –a la
recíproca– que eso sería en cuanto quedasen zanjados asuntillos de trámite
pendientes. Pero era para ganar tiempo. Y a eso de ultimísimos de junio, en
medio del calor infernal de la sobremesa, empecé a ir a la vieja casa
consistorial a tomar el pulso al embolado y auscultar lo que se me venía
encima. Pero antes, me despedí de Juan.
Él ya lo sabía. Lo único que deseaba
era verme hacerlo, para lo cual me tenía preparados una cara a cincel, un gesto
adusto y la palabra seca, y con cuatro frases me pasaporteó, naturalmente
dentro de su talante comedido, prometedor y cordial. Y lo mismo Eugenio y Mari
Carmen, que con cierta ironía me desearon que no me pasase nada.
Hasta ahí, normal. Nadie acepta de
buena gana ver al pichón dejar el palomar. Volar sería también su sueño,
supongo. Y todos me echaron esa penúltima mirada propia de “una mata que no ha
echado”, y a otra cosa.
Pero el verdadero epitafio lo custodiaba Concha, la ex
camarada valedora comprensiva que, enfamiliada con muchos de nosotros, nos
alentaba a descerrajar argollas, con su predilección sentimental, tan harta de tanta postura
aguada y pusilánime como debía de conocer de primera mano, aunque siempre esa
justificación para su buen socialdemócrata marido, por al menos haberlo sido
desde siempre. En fin, lo típico de dormir en el mismo colchón.
Pero un día, de
paso por su casa, y aprovechando que Juan no estaba, se me reveló diáfana,
dándome de improviso tal bronca, tratándome de desagradecido, echándome en cara
mi deserción y cómo dejaba de tirado a su pobre marido, que me dieron ganas de
preguntarle si es que en francés no existía la palabra coherencia.
Me parecía increíble oír aquello de una
mujer de raciocinio peculiar pero cualitativamente cálida y comprensiva, al
menos con otros. Pero lo oí.
Y me quedé pínfano, bloqueado como cuando alguien
te suelta una bofetada sin más trámite, que también me ha pasado. Pero esta vez
confundía la velocidad con el tocino. Y no volví a pisar aquella casa. Yo soy
así, sólo discuto las cuestiones secundarias; las esenciales las hago y punto.
Aun así, la entendía. A su través se
expresaban las frustradas expectativas puestas en mí por el caballero sin
corcel en su nada gratificante segundía, siempre al rebufo del mayorazgo del
señorito al que todo le cuesta la mitad (léase Pepe Bono). O sería simple
despecho por no poder sacar derecho de mí como precoz y eterna promesa que
trataba de pulir para echarle una mano en agenciarse su buena propia hidalguía
situación. Y mira por dónde, cuando más cerca veía su tan esperada conjunción
astral, iba yo y me declaraba en fuga por los imponderables del mercado.
De una tacada pues, había conseguido
figurar en el debe de más libros de cuentas de los apetecidos. Y aunque pronto
se le pasaría la rabieta, y metería a otro en mi lugar declarándome
prescindible, debía estar atento, pues, como buen depredador, nunca abría el
cepo del todo, y lo mismo que antes había tratado de desviarme de mis anhelos
profesionales, sabiendo que en mi incursión en territorio comanche podía perder
la caballera, y luego a mendigar, él estaría aguardando en plan buitre. Así que
tenía que ponerme las pilas porque volver era lo último.
Con el rabo entre las piernas
Dicen que cuando uno se va de una
familia lo mejor es no regresar nunca. Y algo así me barruntaba yo, siendo por
ello mi entrada en el Ayuntamiento más bien triste y pesimista, por saber –es
de las pocas cosas que aprendí de la dialéctica– que una vez que se toma una
bifurcación nada será ya como antes.
Yo llevaba ya tiempo
tratando de ajustarme las tuercas mentales. De reciclarme en una especie de
autoterapia psicosocial, a sabiendas de que los años pasados habían causado en
mí cierto desequilibrio. Y por ejemplo, había vuelto a Clint Eastwood tras
cinco años de abandono. Tenía que recuperar el tiempo perdido en loqueras,
buscar enemigos, cazar fantasmas, etc y ponerme en solfa. Por pura ecología de
la razón instrumental, prácticamente repudiada por mí al cumplir los veinte con
aquel ejercicio de espiritismo cultural estéril con el que muchos de mi
generación nos autolimitamos y automutilamos, apartando de nosotros todo
aquello que no reuniera los requisitos prescritos por nuestra propia
ofuscación.
A veces pienso que las grandes
empresas mundiales de electrodomésticos de línea blanca nos tomaron de ejemplo
para perfeccionar sus lavadoras, fijándose en la manera en que nos
autoprogramamos, nos prelavamos, en seco, en caliente, en frío, logrando un
secado y centrifugado de lo más apañaditos, que hasta parecíamos hechos así de
natural. Y he de decir que a mí me dio fuerte, quizá porque yo era, desde mi
más tierna infancia, todo un avanzado en los productos de eso que Gramsci llamó
hegemonía cultural del capitalismo. Lo que se dice un verdadero alienado.
Con seis o siete años, yo ya tenía las orejas
pegadas a Ama Rosa, Matilde, Perico y
Periquín, las dedicatorias y hasta el “parte”, quizá por el silencio
reverencial con que mi padre demandaba escucharlo con reclinatorio, sin dejar
de lado las seis o siete películas semanales, cromos, coleccionismo vario de
iconografía imperialista, por no hablar de tebeos, y la prensa, azul, rosa,
roja, lila, beis, marrón y todo el arco del triunfo.
Un sometimiento que al
llegar la tele se exacerbó hasta límites insospechados, y porque sólo había una
cadena, que si no…, con la guinda añadida de todo tipo de novelística y
lecturas espurias de tercera, en cuanto vi que aquello de leer se me daba. Un
buen comienzo para lo que ya despuntaba como prototipo consumista pulp. Un pozo de detritus, vamos.
Yo me apercibí enseguida de
mi enfangamiento cuando a los dieciocho empecé a frecuentar desde mi Escuela
Normal a los chicos de COU, mucho más adecuado que el PREU para la rebelión en
marcha. Yo les decía: qué le voy a hacer, si soy un tipo de barrio (ellos me
decían fiestarbolero, que era un epíteto sinónimo de arrabalerismo cultural). O
quizá fuese un problema de autoestima.
Pero por aquello de la
promiscuidad social de esa edad en la que o haces lo que te haga sentirte
integrado con tus iguales o te vas directo al arroyo de la soledad, que en la
pre juventud no deja de ser enfermedad grave, me dejé exorcizar por la
superioridad de lo novedoso, renuncié al satanás de la subcultura que me tenía
aherrojado en la felicidad, y empecé a trasegar de la inmunda tinaja de mis
saberes, para volverla a rellenar con el nuevo maná de lo más in, chic,
underground, etc, que era lo que nos iba a salvar del peor vacío, el de quien
se cree repleto.
Y como los conversos somos
más exagerados que una madre, y dado que mis dotes daban para pasarme tres
pueblos, en un ajuste de cuentas con el pasado y ayudado por una capacidad de
autocrítica sólo comparable a la imbecilidad de pensarme retrasado respecto a
otros, eché por el camino del esnobismo radical, que tantos disgustos me
depararía.
Para ilustrar el cerrilismo
ilustrado de esa época de ceguera por efecto de una luz deslumbrante, diré que
rechacé ir a ver (para qué, si estaba ciego), cuando la estrenaron, Tiburón, como un acto de protesta. Pero
eso, siendo mucho, no era nada.
La estulticia no tiene límites, y lo que jamás
pensé que hiciera, hasta ahí fue dónde llegué: durante una larga temporada dejé
de ir a ver las películas de Clint Eastwood, el Jesucristo irrenunciable de mi
religión fraguada en horas, días, meses, años de esperar cumplir dieciséis,
para ver aquel mito prohibido de la infancia de La muerte tenía un precio, una tarde de verano infernal, en un cine
Carretas de pasillos atestados de sudor y testosterona, y a los catorce, porque
ya aparentaba más, y yo, tan orgulloso.
Yo, en las tertulias y
cafés, me fajaba bastante bien con todos los detractores modernotes del icono,
que hasta anteayer mismo fueron legión, porque entre otras cosas hablaban de
boquilla, y yo, que había visto miles de películas podía rebatir a aquellos
pobres analfabetos cinematográficos que apenas si podían mencionar en su haber To be or not to be o El acorazado Potemkin. Pero la
propaganda siempre cala, y al final me cansé y me uní al coro de piantes, y
empecé a negar al Maestro como un vulgar san Pedro.
Ha sido de las peores cosas
que he hecho en mi vida, aunque he de decir que sólo fue en los estrenos, pues
a hurtadillas, en pases televisivos o sesiones dobles, seguí cultivando ésta y
otras facetas tan clandestinamente como degradantes. Y es que yo fui muy
gilipollas mientras creí. Que no se puede intelectualizar tanto nada. Así que,
gracias al cielo que aquello duró lo que duró, y en pocos años, volvió a
instalarse en mí el descreimiento como formulario personal de andar por casa
marca de la ídem.
Algunos decían que la culpa
la tenía el PSOE, otros el haberme casado, y otros que en realidad yo nunca había
creído de veras, y que mi aventura juvenil había cristalizado en aquella
trayectoria, la más a mano, y ya está. Y tal vez fuera cierto.
Pero he de decir que sí
creí. Con esas crisis de fe renovable que tenía Teresa de Calcuta (lo cual no
implica que desee la beatificación), pero fe al fin y al cabo. Y cuando dejaron
de darse las condiciones para su renovación, y con cierta melancolía por su
pérdida, creí poder volver a lo bueno de mí, por ese camino imposible, ingrato
en tantas cosas y cicuta obligada de los pasos perdidos, que aun así probé a
intentar reverdecer, pensando reversible lo desaparecido.
Así es como hice mi propia
parodia desde el apartheid moral a
que me había llevado el relativismo fácil a que me había afiliado. Y en
homenaje a mí mismo, descollando sobre la impostura, fiel a mis carencias,
bataneado y limado de (algunas) soberbias impurezas, desde esas fechas en que
también empezó a no gustarme la tele en ByN de segunda mano que, como un
sacrilegio, me había atrevido a adquirir un año antes, cuando la falta de
liquidez y la crianza follonera me obligaban a estar en casa hasta la hora 25,
desde entonces y a modo de venganza a lo Joe Kid y para reciclar mi
reconfortante corte de mangas a todos los que un día u otro quisieron afearme
ser como era, he visto tantas veces como he podido todas las películas de Clint
(y Tiburón).
Todas, menos esa que
permanece secuestrada al público por él mismo, por supuesta falta de calidad, y
que aún hoy es imposible ver, aunque esperemos que con los años, el Maestro
cobre toda su lucidez y en un acto de generosidad nos lo permita. No importa
que sea la peor película de la historia (que lo será), pero eso hará que al
fin, todos estemos en nuestro sitio.
La venta de Mal Abrigo
En el verano de 1981,
cuando me puse los manguitos, el periodismo era de otra galaxia. –Siempre lo es
en realidad–. Las instituciones iban por detrás de la agenda informativa y no
la creaban y gobernaban: la sufrían.
Era tal la intemperie mediática de
ayuntamientos, diputaciones (incluso la Junta viviría de prestado y hasta
itinerante), que me las veía y deseaba para colocar en los periódicos o
emisoras locales (¿alguien piensa que si hubiera sido fácil, me habrían
contratado?) algo del Ayuntamiento que no fueran las comidillas resabidas, o
peor, algo que los concejales no hubieran colocado ya por su cuenta. Lo cual,
por increíble que parezca ahora, tenía su explicación, siempre trufada de
elementos profesionales, políticos y personales.
Primero, por el ambiente
periodístico, pues, al estar saliendo (o no) de un régimen de información y
propaganda domesticados, que pese a las reformas, las conversiones, las
novedades y los cambios sinceros, seguía tan viciado y podrido –vamos, que
seguía–, que hacía impracticable una normalización informativa en condiciones.
Que tampoco iba a ser para tanto, visto lo visto después, pues salvo extraños
episodios de acomodamiento de las piezas del puzle, siempre ha sido así, y
nuestra provincia (o capital, porque el periodismo es un fenómeno urbano)
tampoco diferiría de las demás, aunque sí con unas peculiaridades que me
gustaría destacar.
En esos momentos ningún
medio estaba por la labor de apostar por las instituciones en que no gobernaba
UCD. Radio Juventud, emisora del Movimiento apenas reciclada en todos los
planos, con Mujeriego a los micros, y Radio Popular, con sus obispos, ya se
sabe; o La Voz, el periódico local, que ya hacía aguas y cuya única línea
editorial perceptible consistía en buscar un asidero (de billetes) en el
oleaje, sin desdeñar ninguno, pero arrimándose a quien entonces asaba las
sardinas.
Si la SER, que pasaba por
cadena liberal (los Garrigues y todo ese rollo) logró parecer más proclive que
tibia a lo nuevo, fue por su marketing en ese sentido, y porque eran los únicos
que tenían informativos propiamente dichos, que acabaron siendo el último
refugio de la divulgación política, y por tanto su negocio.
Ramón Ferrando en el Pregón de Feria del 97 |
Y La Verdad, que acababa de
perder a su director y hacedor, Ferrando, impulsor y amigo personal de muchos
de los nuevos inquilinos del poder local, sucedido por Sánchez de la Rosa, muy
ligado al régimen anterior, con cargos (como concejal, no sé por qué tercio, y
con mesa reservada durante años después en la Caseta de los Jardinillos),
mantenía ese tono hasta cierto punto plural dentro de un orden (eclesial), pero
equívoco y taimado, sin acabar de decantarse, escudado en una objetividad
profesional muy discutible.
En definitiva, la actitud
mantenida en general por sus responsables era borrosa, de manta a la cabeza y
madriguera, so pretexto del agobio de las presiones propias de la mucha
responsabilidad de la etapa que transitaban, manejándose en una farragosa y
unánime equidistancia a lo Bertrand du Guesclin, debido a que sus reflejos
condicionados, bien amaestrados para servir a los regímenes fuertes, no
acababan de hallarse cómodos en medio de la mudanza, esmerándose en un juego de
confusión con el que se hacían valer hasta ver despejadas sus incertidumbres.
Las habichuelas, con sangre entran
Mientras eso
llegaba y para cubrir su expediente, se sacaban la espina castigando de vez en
cuando, para lo cual solían elegir para machacar (criticar, se dice en eufemismo)
a los mensajeros, esto es, a los machacas que íbamos emergiendo en las
instituciones para batirnos el cobre con los chicos de la prensa, practicantes
expertos de ese doble juego tan característico de enseñarle los dientes al
mandado (y eso que se decía que perro no come perro), para llegar con ellos
intactos a los postres que los nuevos amos les echaban, tan complacientes
ellos, desquitándose de la mala sangre que criaban al tener que soportar la
mano en su lomo de sus nuevos señores, con mordiscos a la yugular del personal
de servicio.
Esa fue la
tónica general entre los que movían los hilos, y (algo) menos de su soldadesca.
Hasta que vieron que sus temores a no ser invitados a los toros eran infundados
(ése ha sido uno de los miedos atávicos recurrentes de la profesión, y no sólo
metafóricamente). Entonces pasaron a alternar sabiamente dentelladas y
lengüetazos para, con ese juego preliminar erótico alimentario, conseguir por
un precio módico los laureles para las lentejas que suelen acompañar a quien permanece
puenteando cacicatos y satrapías.
Y con aquel su gran olfato adquirido y bien engrasado
para detectar regímenes fuertes y duraderos, en cuanto se olieron que éste
podía durar tanto como el anterior, no dudaron en apuntarse mayormente como sus
nuevos mentores avant la léttre. Y
viendo que podían meter mojada impunemente, se empezaron a abrir de
capote.
Núcleo socialista de la 1ª Corporación Democrática, en su presentación electoral: Ma. Ángeles López Fuster, Carlos Sempere, J.Luis Gil, Manuel Vergara, Salvador Jiménez, Juan Gómez y Florián Godes. |
Cuando yo llegué al negociado, la
situación descrita pasaba el ecuador y ya se vencía del lado del relevo de
amos. Y mi percepción personal era que un desastre así, en vez de enderezarlo,
lo que iba a hacer era masacrarme.
Pero erraba en todo.
Ni era tal
desastre, ni aquel era un trabajo hercúleo, ni mucho menos un matadero, ni a
mis jefes los trataban tan mal.
Otra cosa es que se creyeran los reyes del
mambo. Es más, pienso que sin mí les habría ido igual que les fue, si no mejor.
Y si dieron el paso de mi contratación fue por estar iniciado el proceso desde
principio de año y era mucho peor anular algo en lo que habían estado
reticentes, que seguir con los faroles.
Aún así, los munícipes nos
estaban esperando como agua de julio (después de haber estado mareando la
perdiz durante meses, que ya les valía) para ver de sacar algún producto de su
inversión, porque había una serie de cosas a las que, sencillamente, no
llegaban.
Por ejemplo, tenían encima
los Festivales y la Feria. Y ahína si nos vimos para salir de aquel atolladero,
poniéndose de manifiesto que cualquier cosa servía para avivar la suspicacia,
el ya te lo decía yo o la actitud refractaria pura y simple, por parte de
ellos, como si hubiéramos llegado tarde aposta. (Y todo, en medio de la citada
doblez mediática de dar cera al príncipe y leña al heraldo).
El caso de los Festivales es
que fue casi cómico, pues hubo periodistas de pro, con asiento gratis, sin
redaños para cuestionar el programa –Pawlosky y Dagoll Dagom, entre otros, tan
rompedores de lo que se estilaba en el Parque de los Mártires, que aún se
llamaba–, se pusieron a criticar el cartel. Y al enterarse de que era de
Turégano, les faltó tiempo para ensalzarlo. Pero con el programa de Feria fue
aún peor.
Perro come perro, y lo que sea
Queriendo introducir ciertas
innovaciones (que años después serían pan del día), aceptadas solo a última
hora, el alcalde, un político que con un poker en la mano jamás se hubiera jugado
ni una caja de Ducados (¿o era Rex lo que fumaba?), al fijarse en los costes le
pegó tales recortes que más que en la estacada lo dejó en matascagadas,
evidenciando el cutrerío del querer y no poder, y una modestia que aspiraba a
ser franciscana y era más propia del tendero de Dickens. Y hubo un conato de
escandalera, con puyas contra el papel, indigno del evento, una cosa tan
emblemática y cosas así.
Pero la injerencia que más
me chocó fue la de Sánchez de la Rosa, que sin presagiarlo beligerante, se alzó
en lápices asaeteándonos con algún churlitazo de tinta sin demasiado
fundamento. Porque tocaba. O para ganarse, a su estilo habitual, una nominación
como “crítico” muy especial. Cuando con haberle dicho que, de todos los
conversos, él era el mejor y el más auténtico, se hubiera derretido de gusto.
Como hizo después Juanfra (Fernández),
que le dijo ven y lo dejó todo.
Sánchez, tomando (buena) nota, ante J. F. Fernández |
Pobre e inconsciente de mí,
párvulo aún en tramas, no podía comprender esa fustigación, aparte del
antedicho jueguecito plumilla del navajeo/connivencia, como no fuera que entre
tribus, lobis y francotiradores le habíamos quitado de la boca y casi sin
querer (¿cómo nos atrevíamos?) el caramelo a su apadrinado pupilo preferido.
Algo que si le honraba, luego, cuando le conocí mejor y casi alcanzo ese mismo
grado en su catálogo, lo llegué a dudar muy mucho, pues en cuestión ya no de
amistad, o lealtad, que sería demasiado pedir a un periodista, dejémoslo pues
en simple afinidad, no llegaría nunca a destacar ni mucho menos.
Así que nos bautizamos con
aguas más que residuales y una marea de morros levantiscos y mucha mohína
alrededor.
No pintaba bien. Pero ya se
sabía: de no ser eso, hubiera sido otra cosa. Había demasiadas baterías instaladas
para que no dieran en la diana al descargar. Y es que nadie, de fuera ni de
dentro, esperaba que aquello fuese a durar. Y los medios, los primeros. De modo
que su indiferencia y luz de gas eran totales. O mejor dicho, su mezcla de
siega de hierba bajo nuestros pies y política de tierra quemada para que no me
comiera una rosca y dejarnos, sobre todo a mí, a la altura del betún. E iban
por buen camino.
Los periódicos pasaban de mí como de la
mierda. Te podías llevar bien con Ángel (Cuevas), Rosa (Villada) o Cándido
(Dacosta). Pero al final el mando correspondiente te la piafaba. Y pizcaspajas
las radios, pese a haber ideado un proyecto de comunicación basado en hacer publicidad
en las mismas. Podías plantearte toda la indulgencia plenaria que quisieras. A
la menor flaqueza, hueco en la loriga que veían, estocada al hígado sin
compasión que te lanzaban. Pero lo peores eran los de casa, los del “propio
bando”.
Desde el primer momento,
los ediles, con el alcalde a la cabeza, no lo tuvieron claro. De acuerdo, era
el primer gabinete de comunicación de la historia de Albacete. Pero estaba el
miedo a lo desconocido, había nacido de penalti, de padres mal avenidos en una
familia desestructurada. Y parido a hostias, ahora se lo tenían que comer con
patatas. Y conmigo al frente, que según ellos era una especie de caballo de
Troya introducido por ni se sabe (los comunistas señalaban al PSOE; los
socialistas a una especie de contubernio socialdemócrata-extraparlamentarios; y
los de UCD a la conspiración judeo masónica), constituía un plato indigesto que
necesitaba de una urgente prueba de ADN para ingerirlo sin el antídoto a mano.
Por si al engendro le
faltaba algo, la fórmula de relación contractual era la de ‘contrato de
servicios’, o sea la contratación de una empresa privada (yo) para dar el
servicio durante un año. Algo que, buscando la asepsia y no mancharse
demasiado, les suponía más impedimento aún, pringándoles más al no depender yo orgánicamente
de la corporación.
Gracias al cielo, la vida fuera de la política seguía. Así en lo taurino. En la imagen dos toreros que no acabaron de cuajar (¿como todo?): J.L. Rodríguez y Poveda. |
Todo, pues, ayudaba a los
munícipes a desmarcarse del hijo ilegítimo con la postura del padre ausente,
viéndose todos como padres putativos y a mí no me mires, en medio de un mar de
dudas y críticas soterradas que sólo podían empeorar el funcionamiento de algo
que debía basarse obligatoriamente en la comunicación. Un disparate.
Lo que se
dice un buen ambiente. Y la actitud con que afrontaron el hecho de haberles
salido rana, fue la de que un año pasa pronto, una mata que no ha echado, qué
le vamos a hacer, ya se irá, y así.
Así pues, si de entrada
había ya cierta aprensión, lo siguiente fue el rechazo estentóreo del juguete,
poco o nada satisfechos de sus prestaciones. Lo cual era letal para el único
objeto de mi contrato: tratar de poner al cabo de la calle al Ayuntamiento,
hasta entonces parapetado a la defensiva como una plaza fuerte mal tomada; dar
balumbo a lo suyo con anuncios, boletines, programas de radio, notas de prensa,
y colocarles a ellos en el centro, no de la política, que ya lo eran, muchas
veces para su desgracia, sino de la actualidad que debía pasar por la Casa
Consistorial como enclave natural de una sociedad que se pretendía nueva.
No es que se negasen. Pero
lo ponían todo en práctica para que no ocurriese, por estar todos convencidos
que ya lo hacían de sobra ellos solos, cada uno por su lado. Y por supuesto
mucho mejor que conmigo. Así, confiando más en las relaciones personales que
cada uno había podido fraguar con los profesionales –a mí aún no me tenían por
tal–, se las iban arreglando para ir a su bola, al pairo, cuando no a la
deriva, mendigando migajas de unos y otros, que luego se cucaban con los
compañeros, como si aquello fuera una competición infantil de cada uno con su
pellica, de a ver quién salía más en la foto, ante la sonrisa perpleja tanto de
la oposición (que hacía lo mismo) como de los medios.
Visto en perspectiva, la
cosa puede explicarse por el maremagnum conceptual transitivo y contra natura,
a medio camino entre el corporativismo fascista y la ficción democrática,
propio de los recién estrenados políticos, que veían en el cuarto poder el ojo
temible del gran vigía aún enfurecido, al que conferían esas cualidades míticas
democráticas que negaban con su ductilidad a las instituciones que ellos mismos
representaban.
Procesión de llevada de la Virgen a la Feria. Algo entonces no era muy del gusto de la izquierda... |
Sus perfiles, filosofía de
la vida y actuación partiendo del pasado, sin mucho convencimiento de que el
cambio no fuera pasajero (en esto coincidían con los medios), se veían a sí
mismos como los que tenían que estar a su servicio y no al revés, que era lo
propio del anterior o posterior régimen. Una actitud humillada y sodomita
asentada en el falso presupuesto pseudo democrático de aceptación como
demócrata de quien no lo es, que encubría una mentalidad estrecha y muy poco
plural.
Y así les iba. Siempre a
los pies de los caballos. Aunque, claro está, en privado echasen pestes de la
situación tildando aquel status quo como inaceptable. Como mucha otra gente,
hacían la transición, que era una larga marcha de un rebaño de acémilas perdido
y aturdido, que una vez que se acaba la linde, sigue, sigue y sigue… siempre al
son del cencerro lejano de los medios, que se descojonaban viéndolos a su
merced, aunque también sobrecogidos por el miedo a no tenerlas todas consigo
que da no fiarse de en lo que pueda acabar una situación nueva dada.
...Aunque acabasen cargando con la cruz. Todo por el socialismo. |
Un bonito panorama del
cual, un mejor aventurero que yo podría haber sacado beneficio. Pero no era ese
mi destino. Por el contrario, esas actitudes (y mi credulidad relativa en el
nuevo mundo mejor) eran las que me hacía andar como puta por rastrojo en busca
de información que transmitir (¡) a los medios sobre las cosas relevantes del
Ayuntamiento, enterándome por algún colega de que el concejal fulano o zutano
ya se había dejado caer con el tema, pero que no lo iban a publicar, porque no
tocaba.
O simplemente, y ante una información importante, se habían puesto de
acuerdo para tapármela antes de dar ellos la exclusiva a cambio de un cuarto de
página de publicidad que a ellos les parecía digno de saltárseles las lágrimas
y de agradecimiento infinito, persistiendo en aquella red de favores y mercedes
que mantenían con mentalidad vernácula. Eso, los socialistas.
Los comunistas, que la
tenían, la información, y hasta más importante, no se sentían obligados conmigo
en absoluto, y cuando se la pedía, a los típicos regates sociatas añadían la
espalda o la callada por respuesta, con zancadilla marca de la casa incluida.
Un clima perfecto para la
insidia, que no tardó en cristalizar en frases y consejos varios de Florián
Godes y algún otro, que, queriendo hacer de mí un periodista de Pulitzer, me
alentaban a que fuera yo el que, como un reportero de la calle, buscase,
indagase, inquiriese, y en definitiva jugase a aquel escondite subnormal, para
ver dónde se encontraba esa información que tanto deseaba como premio. Y que
eso era lo que haría cualquier buen periodista. Como si yo hubiera ido allí de
invitado a algún concurso, un reality o algo, y tenía que ganarme la nominación
o algo así.
Y lo peor es que, como yo tenía asumida desde hacía tiempo esa
demencia, y ninguneado como estaba, entraba al trapo y buscaba entre los
funcionarios, los periodistas de los medios y otras fuentes, los materiales
negados por quien suponía debía dármelos, ya que yo estaba empeñado en dar la
talla y que no se dijera. Y en esas, nos adentramos en temporada baja.
Camarero en temporada baja
Pasados ya los eventos de
más curro del verano, enseguida se vio que si no podía llevar adelante mi compromiso
de editar un boletín escrito mensual, hacer un noticiario de diez minutos
matinal con información municipal y otro de media hora a la manera de magazine,
para desarrollar unas necesidades de imagen y comunicación más allá del trabajo
publicitario ordinario y de artes gráficas, perdería la partida y mi presencia
se volvería intolerable.
Mi misma provisionalidad me
hizo de aliado, y al no disponer de un espacio propio, Ángel Alfaro, secretario
del alcalde (y que iba a ser el último sacado de entre los funcionarios de carrera), me había cedido una habitación de retirar que tenía adjunta, o sea
una azotea de auténtico privilegio pues, como suele ser habitual en las
instituciones en reforma, aquello era el reino de la improvisación y todo
pasaba por allí.
El alcalde, siempre quebradizo,
desesperado hasta dar ganas de limosnearlo, y por tanto tendente a endilgarle cualquier
muerto a alguien, asomaba compungido por allí a darle las quejas de, un
suponer, que eran las once y aún no había asomado el ingeniero Bono –primo del
ínclito y heredero del paraíso local de Pikolín (por no hablar del que haría
por su cuenta), y quizá por eso tan retrechero a la hora del abandono matinal
del colchón–, y que tenían una reunión con asuntos vitales y mire usted.
Y ya tenías al otro
buscando con dedicación maternal al técnico, haciéndole de teléfono despertador
hasta lograr que se levantase y acudiera a la media hora a aquel despacho,
medio antesala, medio pasillo, insultantemente indiferente y despierto,
dispuesto a oír con una relajación cortés lo que no llegaban a reproches de
pobre que el pobre alcalde tenía que hacerle obligado por el cargo, pero ya sin
la voz alterada, casi excusándose, como una rogativa con la mirada desviada de
la más altanera y risueña en su madrugón del otro. Lo que había que ver.
O las diatribas contra otro
tocahuevos descomunal, Ginés Ortuño (nunca presente en tales ocasiones),
encargado de festejos (un clásico de la Feria), experto driblador, una especie
de trilero de postín, doctorado en la inmensa escuela de subastas y gitaneo sin
fin del ferial, que daba largas, cortas y medias verónicas, sin saber nunca los
políticos por dónde iba la hebra, salvo él, y a cuya ilusión respondía con su
pose de ‘el que quiera saber, mentiras en él’, con que sacaba de quicio a quien
no se plegase a su hoja de ruta, haciendo despotricar al alcalde con plañidos
como: “¡este tío, que gana más que un capitán general!” (entonces los alcaldes
eran pobres todavía), picado de ver cómo los funcionarios avispados jugaban a
las bandas que les daba la gana (como en su caso con el grupo comunista, que
era el fiel de la balanza) para proteger su pequeño o gran poder, generando así
las típicas contradicciones desequilibradoras, de las que beneficiarse.
[La
misma baza que yo, viendo el percal, también traté de jugar, todo sea dicho.
Solo que me dieron con la puerta en las narices, por sentir mi presencia como
impuesta.]
De los tres hombres fijos
que el PCE tenía en el Ayuntamiento (Collado y Mata, entonces en pleno
sindicalismo heroico, sólo aportaban por allí to serve and protect, como reza el lema policial gringo,
especialmente Mata, concejal de Policía, hay que joderse), el que más
alegremente pasaba de mi era Jesús Alemán.
Conducta muy propia de su blandura
sinuosa (provenía de Bandera Blanca, una tendencia de aquellas del
eurocomunismo que daría lugar a Nueva Izquierda, un semillero de acólitos del
PSOE), negándome el pan y la sal con un trato cordial y mucho Chester, sin
soltar prenda de nada de lo que llevaba entre manos, y mucho menos del PGOU, entonces
en preparación, y del que sin embargo Juan de Dios sí sabría incluso más de la
cuenta, no en vano Yébenes era entonces el alfil colocado por él en la checa
urbanística del ex agente de seguros “pecero”. Pero a mí, que era un peón de
pronóstico reservado, ni los epígrafes.
Jesús Alemán, impartiendo lección al alcalde y a otros interesados en su magisterio. |
Alemán, como buen
clasemedista provinciano con ínfulas de universitario frustrado, era de esos
que siempre sabe más que el titulado, pero que luego, en su camino a ser
alguien, sabiendo sus carencias, se pliega ante quien puede suplirlas para
desquitarse de esa humillación despreciando olímpicamente a otros. Y yo se la
sudaba, entre otras cosas por haberme conocido, de soslayo, en su casa, como
maestrillo cuando, con su mujer, Pilar, que también trabajaba en la escuela
privada, andábamos de reivindicaciones laborales.
Recuerdo la suficiencia con
la que opinaba y nos aconsejaba, dejando entrever ya al experto que iba a ser,
no sólo en educación, sino en economía, urbanismo, el fisco, la gestión, y lo
que hiciera falta, sobre todo cuando se pasó al socialismo, que era el campo
ideal para los versátiles. Y la atención de pobre joven con que yo le escuché,
fiel al encargo de mi partido de explorar las posibilidades de un sindicato de
enseñantes (entonces nos decantábamos por el SITRE, una cosa de aquellas de
entonces) que añadir a aquella lamentable, artificiosa y atrevida escisión de
CC.OO que era la CSUT, el engendro construido (a medio) a partir de los
jornaleros del campo y otros colectivos de lo más irredento e irredimible.
Inciso
de un trastorno bipolar
Tengo que decir que yo ya
tenía cierta experiencia como mandadero de cafiolos, desde mi integración en el
PTE y desde que el año anterior, coincidiendo con mis prácticas en Pueblo, los personajes aquellos que
venían de comisarios, al no saber ni papa de lo que aquí se cocía, nos soltaban
la patata y decían, por ejemplo, que había que formar la Platajunta, ¡ele! (con
dos cojones), la cual, dicho sea para interesados, era una versión colegiada de
la unificación de las fuerzas reformistas en la que nuestra presencia
rupturista iba a servir de revulsivo dinamizador para una salida progresista a
aquel atascadero postmortem del régimen, según los analistas del partido, o
Pekín, o Dios sepa.
¿Y qué zascandil había
moviéndose por ahí en menesteres correveidiles semi cualificados? Pues
Antoñito, que para eso estaba todo el día viendo gente para sus reportajes y
entrevistas. Y aprovechando que iba a ver a Joaquín Íñiguez para alguna
chorrada del momento, me mandaban tantearlo de cara a ir con nosotros en el
hipotético ente; o como conocía a Fulgencio Lozano (Ful, le decían, y con razón)de algún artículo sobre el
gasto social en recetas (malgasto, según otros, algún juez incluido), quién
mejor que yo para ir a una reunión de rebotica con él y un tal Francisco
Delgado, paisano recién llegado del Mediterráneo, en cuya solana había
descubierto el socialismo (que rima con espejismo). O bien a contactar con
García Salve, aprovechando su charla en el Seminario, que debía cubrir para el
periódico, para ver si podíamos dar el sorpasso al PCE en la presentación de
Comisiones en la provincia. Y cosas así.
De hecho, lo de La Marmota
fue el primer bocata histórico (de mortadela, eso sí) que nos comimos.
Aprovechando que Comisiones
iba a presentarse oficialmente en un acto ilegal y ¿clandestino?, pero lo
suficientemente de masas como para dar el cante, el partido se quiso tirar el
moco apoyando el acto a muerte porque había conseguido colocar de telonera de
García Salve y otro abuelete histórico venerable, a una tal Blanca Manglano,
“represaliada de la Standard”, tal era el nombre artístico de esta luchadora
(casi de catch, a juzgar por cómo se la presentó) cuyo principal aval
publicitario era haber sido despedida de esa empresa.
Desde entonces era una
profesional de la agitación, acabando como supuesta líder del sindicato
paralelo que nuestras lumbreras tenían en mente (y al final se presentaría como
parlamentaria por León). Y durante semanas alimentaron la incertidumbre de si
al final actuaría, como si fuera Madonna, por temor a las represalias o a
romper el programa. Todo muy propio de aquel peliculeo basado en manías
persecutorias fundadas o no. Total, que me mandaron filtrarlo a la prensa,
empezando por la mía, que naturalmente no hicieron ni caso, pues me tenían más
fichado que al Lute. Tan sólo llegó a salir alguna reseña, creo que posterior
al acto, en La Verdad, hecha por Ángel Cuevas, quizá porque también estaba en
prácticas; y que era más cercano a los organizadores.
El acto pasaría a los
anales locales por simbólico y testimonial, y nuestros dirigentes, con su
sentido de la oportunidad teatral, lo vendieron (sobre todo a nosotros mismos)
como el nuestro fundacional, tal que si hubiera sido la llegada del tren de
Lenin a la estación; cuando no fue sino una demostración más de las aún
enclenques fuerzas rupturistas, con algunos de sus miembros más recurrentes y
abatanados de la margen izquierda del Júcar, que hicieron lo mismo que si
fueran a comerse unas chuletas o a coger piñas tiernas, con espectáculo
mitinero incluido, aunque muy emocionante entonces, todo hay que decirlo, sobre
todo para nosotros, la chiquillería que hizo todo el trabajo de grouppies,
voceo y trote, para dar color al cotarro y provocar las guacheras de los viejos
que, entre lágrima y sorbitón, confirmaban que había futuro, desatando con ello
el orgullo de nuestros jefes, alguno de los cuales nos acompañó en el picnic,
después del cual no hacían más que decirnos aquello tan paternal de:”Veis como
vosotros también podéis hacerlo”, como si acabáramos de aprender a montar en
bicicleta. Era tan tierno.
Imagen referente al grupo de católicos inquietos que en los setenta trataban de influir en el cambio político local. |
Pero mi elección como
mandadero no respondía a otra razón que la de no quedar otra, y además de
improcedente, era del todo inoperante y contraproducente, pues no creo que mi
imagen de entonces, con mis camisas de tergal sudadas de andar de un lado para
otro haciendo el tribulete como un pedigüeño zarrapastroso, por otra parte tan
normal (en especial en el periodismo), diera los frutos apetecidos, sino más
bien los contrarios. Prueba de ello es que en todos aquellos envites se perdió,
por mucho que las bazas fueran presentadas con los afeites propios del
triunfalismo congénito de los mini partidos.
Aunque también debieron
tener algo que ver en ello nuestros mandarras, los que me enviaban a hacer el
cabrón de lo lindo a los mentideros, para después transmitir a la central la
información de que aquí por fin se había conectado con las fuerzas de progreso
a las que íbamos a prestar nuestra levadura (y otros hongos), para abrir un
frente común de pronta materialización en una mesa que representaría a la
Platajunta, con el apoyo explícito de una parte importante del sindicato CC.OO,
que se estaba pasando en masa al recién creado Csut. Todo ello liderado por el
glorioso partido como depositario auténtico de la verdad y el espíritu
revolucionarios.
Almuerzos, café y batallitas
Aparte de eso, el verano
del 76 lo recuerdo como pleno y hermoso.
Se celebraban las Olimpiadas. Era el 76. Y si allá corrían... |
Y allí hacíamos las reuniones disfrutando,
todo hay que decirlo, entre plan y plan, de la manera más escéptica y criticona
en cafés interminables donde comentábamos el Cambio 16, el Triunfo
(menos) y la Revolución de los Claveles, que iba como mierda cuesta abajo; o
las últimas y descerebradas tácticas y operaciones de nuestros manchegos
guardias de la revolución.
Por entonces, teníamos
haciendo la instrucción al Pena y al Beibi, a los que, para homologarse y
redimirse, los pusimos a colocar a diestro y siniestro bonos de Comisiones. Y
eso, tan sólo meses antes de renegar todos de ellas para formar el verdadero
sindicato, al que tampoco llegaría yo a pertenecer.
No sé de cierto cómo el par
de dos accedió al tinglado a través nuestro, y no como los demás de su
generación, por la vía de la Joven Guardia Roja. Condiscípulos de instituto de
Maxi, enseguida nos cogieron apego.
El Pena, siempre en busca de familiaridad,
pronto empezó incluso a frecuentar el almacén de Maxi senior, donde teníamos
nuestro particular taller de (de)formación, o sea la tertulia de mesa
camilla-taller, y la otra, la de ping pong de Pepe, el hijo menor, que, tan
pronto se dedicó al vicio congénito de sacarle los cuartos a los indígenas con
la bisutería, fue bautizado por Pena como Pepe Plusvalía.
...acá también. |
Lo cual,
unido a lo emotivo, sería enseguida utilizado por nuestros comisarios como arma
arrojadiza (que iba a ser uno de sus sinos) contra los malos revolucionarios,
nómina en la que pronto fui incluido, para no desmerecer aquellas otras de mal
hijo, mal hermano, mal español, mal amigo y otras malvasías que la vida te va
endilgando. Ea.
Siempre he pensado que el
par de dos buscaban lo mismo que habían perdido: una fratria, pero algo más
lucida que la recién dejada (pues eran espabilados e intuían que aquélla estaba
acabada), un espejo donde mirarse… aunque fuera para afeitarse.
Y allí
estábamos nosotros. Y viniendo como venían de los complejos de aquellas clases
pequeño burguesas del franquismo más torticero, espero fuese para ellos el
refugio más acogedor donde reposar su parón biológico o punto y seguido, antes
de dar el salto definitivo a la juventud que les esperaba y nosotros ya
habíamos comenzado a pisar, señalándoles la trocha.
Portada característica de aquel verano de una emblemática revista satírica. |
Años después, cuando me
juntaba algunas mañanas durante mi estancia en
el Ayuntamiento, con el Beibi, Vicentico Tébar o Juanito Valverde, a
tomar café en el Mercantil, mientras ellos desayunaban su bocata (yo siempre he
salido almorzado de casa, lo cual en algo habrá incidido en pillarme a
contrapié con tanta gente), coincidíamos en comentar que menos mal que todo
aquello se había ido a hacer leches.
“¿Tú te imaginas al
Castellanos o al otro mandando?”, me decía. Y eso que aún no sabía lo peor: que
todos lo íbamos a ver a él a los mandos (aunque camuflado). Así es el futuro:
inmundo. O sea, en el mundo. Como el famoso pasodoble. Pero ocupémonos aquí
sólo de la mierda del pasado.
El Beibi, caminando siempre
con zancos dentro de su estrategia supervivencialista, y su táctica de la
desconfianza de antena, su camino llevaba. Por esos días, no había delegados
sindicales, pero por cortesía municipal de la casa fucsia, los patronos
permitían, y necesitaban, unos representantes para negociar, y allí estaba ya
él (y Galo, y Ginés, para compensar), tratando de dejar de madrugar para
atender el registro de carcasa de madera del registro. Un imposible biológico
éste, que pude comprobar el día que fui a buscarlo y la madre me usó de
despertador, al ángelus ya, en aquella habitación para felinos que hasta a mí
me daba vergüenza.
El concejal de personal era
Florián, al que yo había conocido cuando fui a verle en plan reclamante a la
academia aquella de “permanencias” que tenía montada con varios profesores para
sacarse un dinero extra con los mismos alumnos a los que suspendían en el
instituto, con uno bastante crónico, hay que decirlo, y amiguete, Bernabé
Briones para más señas, cuyo magín, bastante considerable, no había sido
elegido por el camino del estudio. Pero jodiéndole ya aquel sacacuartos sin
garantías ni de recuperar ni de aprobar, un día me llevó consigo como maestro
que yo era, ya ves tú, para abogar por él ante aquel impostor impenitente. Y
yo, pues le zampé el rollo tal cual, como me vino, teniendo así nuestro primer
rifirrafe, en el que me dejó claro para los restos lo triquiñuelero y farfullas
que podía llegar a ser.
Florián Godes, concejal de personal del ayuntamiento 1979-1983. |
Pues en el Ayuntamiento,
años después, daba largas y lecciones de ética a diestro y siniestro, según
cayera, conjugando el verbo decir con Diego y algún que otro sustantivo, para
echar flores o endiñar marrones, yendo de bienhechor moral mientras llevaba en
la cartera una apuesta hípica múltiple con varios caballos ganadores, cosa por
la que más de uno lo tenía calado ya en su propio grupeto, además de por los
celos típicos que provocaba su lugartenientía del jefe de filas, bajo cuyo
paraguas de secano se amiesaban todos, operando bajo esa supuesta tutela de
garantía socialista de bien. En resumen, que meaba agua bendita, sin saber muy
bien lo que se pescaba, lo cual podía ser hasta benéfico.
Yo nunca supe, ni quise
saber, of course, bajo qué figura
administrativa me había hecho el contrato, pues por críptica o insana que
fuera, merecía toda mi gratitud, pues, de necesitado, había pasado del paro con
una ayuda complementaria de trece mil pesetas a hacer la declaración de la
renta, y pagar. Pero el Beibi decía que no tenía ni puta idea y que, por muy
cuentaguijas que fuera, ellos se le colaban en el área (o sea en las arcas) que
daba gusto.
Aunque el Beibi también era
un bravatero. Y yo un ignorante. Cinco lustros después supe que lo mío había
sido bajo la fórmula de contrato administrativo. O sea, reservándose la muy
borde prerrogativa de poder romper a la mínima una relación que pendía de un
hilo sujeto más a los vaivenes de la neurona sociata que a los caprichos del
destino. Esos eran mis interlocutores de
relaciones laborales. Y aún estábamos en las preliminares.
La agudización de las contradicciones o la mata que no echó
Desde el principio se vio que aquello no iba a funcionar
como gabinete de prensa, con tanto concejal como había dispuesto a quitarme el
puesto, y con todos los reporteros de la pluma metidos a corresponsales fijos
en el recinto. Yo era como el marido de la información municipal: el último en
saberla. Y hasta de lo que llevaba entre manos Juan de la Encarnación, que tenía una concejalía muy a pie de
calle, me tenía que enterar oyendo Vivir en Albacete, un programa de
radio de la Cope, hecho por Paco
Aguilar y Faustino López,
en el que se solía fiscalizar a políticos y otras hierbas del municipio.
Así
que hube de ponerme las pilas en otros apartados de mi contrata, como la
publicidad y la divulgación, por cierto más gratificantes, aunque más
laboriosos. Y me centré en los programas de radio y en el periódico mensual Altozano.
Portada de Altozano, el único (hasta hoy) periódico editado por el municipio, que salió mensual en Albacete entre el 81 y el 82. |
Meses de andadura después llegaría a la conclusión de que
si aquellas vías habían sido posibles y lo que me dio finalmente cuartelillo
para aguantar como gato panza arriba el acoso y derribo de todo el plantel, fue
sencillamente porque desde el principio nadie se esperaba que aquello diera de
sí lo que dio ni que yo fuera capaz de desarrollarlo. El factor sorpresa.
La impresión circulante y de lo cual todos andaban
convencidos, era de que me regalaban (en la mentalidad subdesarrollada, la
comunicación era una especie de bufonada graciosa) un año para rascarme los
huevos, mandar alguna cuña a la radio y asesorarles en alguna campañita de
buenas intenciones.
Ninguno pensaba que yo fuera allí a trabajar. Y antes de
que se dieran cuenta, llevaba varios meses editando el boletín, con información
municipal de interés, que elaboraba con todas las sobras que la prensa “normal”
dejaba fuera, que era (como ha sido siempre) mucho. Con todo lo cual hacía un
traje a la medida de lo más aparente, y viva la inmodestia.
Y lo mismo pasó con el programa de radio Radiociudad,
un noticiario de diez minutos grabado con Antonio Ballesteros en Publicidad Cóndor, la empresa donde su
suegro lo tenía arrecogido, y que se emitía a continuación por las tres emisoras,
Radio Popular, Radio Juventud y Radio Albacete, siempre sobre asuntos
municipales, que, dicho sea de paso, era casi imposible de llenar a diario, y
esto hay que aclararlo.
La actividad municipal entonces no era para la galería,
como ahora, sino de puertas adentro, concentrada, casi enclaustrada en busca de
la eficacia, solo entreabierta y más bien silenciosa. Predominaba aún pues el
estilo de trabajo “cuanto menos se sepa, mejor”, propio de donde veníamos, y
que sería el imperante en los primeros años de la transición.
Adelanto de un fiasco
Incluso Florián
Godes, que era, si no el más rompedor de esos moldes primitivos sí
bastante iconoclasta, verbalizaba mucho a favor de las aperturas, pero luego
sucumbía a esa dinámica asumida como un collarín. Y todos trabajaban mucho sin
apenas trascendencia.
Los comunistas, como siempre, a lo suyo: filtrar, en plan
topo, meterlas de sobaquillo, por las gateras del entramado, utilizando sus
contactos, en fin, la típica y tópica permeabilidad tenebrosa de la tela de
araña. Y los de UCD, en fin, se paseaban como en casa por los medios. Pero cada
vez pintaban menos y estaban más reñidos entre ellos. Lo que les anulaba su
acción.
De modo que no era sólo el abuso de un oscurantismo
sectario para conmigo, ya que cuando querían sí que buscaban al pregonero para
explayarse. También había mucho celo en que lo poco que saliera de fábrica
tuviera la mejor aceptación (cosa que evidentemente yo no garantizaba).
Pero si
los medios lo aceptaban gustosos (al fin y al cabo tenían más carnaza que
nunca), yo no podía por menos que disentir abiertamente con el método, y
practicar otro, que no tenía más remedio que ser mío particular y en
confrontación con el establecido. Lo cual, como es de suponer, no ayudaba a
limar asperezas.
Así pues, para complementar el noticiario, idee un
suplemento de media hora de tertulias, entrevistas, reportajes, tipo magacín,
que funcionó mucho mejor y que se emitía los viernes por la tarde.
Naturalmente, los munícipes hacían como que no oían los programas ni veían el
periódico, pero lo que rajaban entrelíneas de la semana los desmentía a mi
favor.
El otro caballo de batalla en que me apoyé fue la
publicidad, la imagen, la cartelería, la octavilla, el díptico y el programa,
la propaganda en suma, que los confundió por los dividendos, que, sin ser
muchos, ya iba dando, como se dice, para pipas, caramelos y bolicas; y como
nunca antes los habían tenido, pues muy bien.
Ariza, en su época de director de escena. |
Quienes primero se dieron cuenta de que el negocio no era
tan malo, fueron, como siempre, los comunistas, que quisieron exprimirme la
pringue. Y ahí vino la primera crisis, cuando José María López Ariza empezó a encargar casi un
trabajo de diseño a la semana, algunos personalmente al diseñador, sin yo
saberlo. Luego, éste venía y me pasaba la minuta. Y la tuvimos.
La amistad no deja de ser, para mí, lo más grande que el
hombre puede construir por sí mismo en esta tierra, aunque a veces se caiga en
el amiguismo que es algo así como una prostitución de la cosa. Y yo me alegraba
de que se llevasen tan bien. Pero cuando te tocan la moral, por decirlo así, se
rompe la guitarra.
El problema de tales encargos, además de vestirme de
torero cornudo, era también alimenticio para mí, y más aún que para el
diseñador, que disponía de un sueldo fijo como funcionario, y a base de encargos
exprés podía acumular en un mes un sobresueldo triple del estimado, que, oh,
casualidad, salía del mío, debido al presupuesto único e inamovible y
personalizado en mí, del que salían todas las retribuciones. Lo cual, en otras
palabras, suponía, sin yo saberlo, que, de seguir con los trabajos
imprevistos y extras, yo me quedaba sin cobrar. Y viva el comunismo.
Y como el
artista argüía precisamente esa condición para justificar sus estipendios
extraordinarios, declaré por real decreto el grado de artista para todo el
equipo, y a cobrar por tarifa de dedicación, como manda el socialismo utópico,
comunicando a Ariza y al
diseñador la nueva igualdad del café para todos, para que lo tuvieran en cuenta
a la hora de definir sus necesidades, y tan amigos.
Pero yo sabía que aquello no era sino un simple torpedo
en una línea de flotación que hacía aguas permanentemente. Jugarretas
retorcidas del más vil corte estalinista, para joder la marrana, oprobiar,
presionar, someter y controlar. De modo que, aprovechando una de las muchas
ausencias del artista, Maxi y yo mismo optamos por hacer los diseños, con
fotomontajes, letraset, tramas o lo que fuera (estamos en el 82), para frenar
el naufragio y no tener que salir a pedir a la puerta del ayuntamiento. Así es
que dos salidas tenían: o lentejas, o lentejas.
Catálogo de promoción turística de Albacete. El primero de este tipo hecho por el Ayuntamiento. La concejal y principal promotora era la ucedista Concha Barceló. |
Los protectores del arte estajanovista intentaron sacar
alguna tajada de mi culo llevándoles las quejas a los socialistas, que en
público consideraban los míos, aunque supieran de sobra que más bien eran
contrarios, que mire usted el feo que nos ha hecho y tal y tal, para que
me castigasen. Y la cosa seguía encabronándose.
El juego era ya, el del hijoputa, y
entretenido, además. Solo que los sociatas, viendo la jugada, y hartos de tanto
tejemaneje totalizante (pues serían socialistas, y algunos hasta
anticomunistas, pero no tontos), se escandalizaron en falso con mucha
solidaridad con el concejal de cultura, y le dieron la razón. Pero con eso se
quedó.
Curiosamente, el resultado fue que el uno suavizó su
demanda y los otros la incrementaron, lo cual parecía casi un atisbo de cambio
de actitud positivo. Mera ilusión, porque mis vigilantes de la condicional
seguían descolocados dejándome con mis boletines y mi parafernalia hasta ver
dónde podía llegar, o ellos pillarme, no teniendo más remedio (el roce hace el
cariño) que entrar al trapo, sobre todo cuando los concejales de UCD se fueron
apuntando al espacio que muy democráticamente yo les abría, más que nada en la
radio.
Concha
Barceló, Tomás Mancebo y Jaime
Almazán, bienintencionados metidos a políticos incautos en un
tiempo de cepo y presa, podían explayarse a voluntad con sus turismos, tráficos
y deportes; e igual la concejala de cementerios, cartera que le venía, dado su
aspecto y maneras etéreas, casi evanescentes, que ni que se la hubiera hecho un
modisto.
Y, así, picándoles el billete para que vieran que no había trampa ni
cartón, casi explicándoles el truco como a los chiquillos, o a primitivos
desconfiados de un vehículo a motor, empezaron a tomar confianza y a animarse.
Lógicamente, los que más tenían que decir se empezaron a
prodigar, y hasta el alcalde participó en aquellos programas, ¡en dos
ocasiones! Y pasada la mitad de la travesía la cosa pareció normalizarse.
No es que desaparecieran las putadas. Tú quedabas para
entrevistar a Carlos Sempere
–uno de los grandes clásicos socialistas– y no acudía. O lo típico, cuando no
estabas, entonces eras imprescindible, con un Florián diciéndote que ellos lo que necesitaban era gente “full
time”, como si les faltasen cocineros o amas de llaves. Cuando no tirando
chinitas sobre mi doble función allí, de periodista espía del otro lado del
telón de acero socialista, tan dividido, pendientes como estaban de su
asechanza acuartelados en su garita del lado bueno, se comprende, aislados de
todos los malos (menos de uno; adivinen).
Cuando salían por esos palos se les veía el plumón. Pero
yo, a oír llover, bobamente empeñado en hacerles ver que lo que a mí me
interesaba era currármelo, dicho en castizo. Así, hasta la crisis de verdad.
Tierno saludando a Florián Godes. A su derecha, Carlos Sempere, concejal de Festejos (a su lado, semioculta, Ma. López Fuster) |
El periódico, a pesar de sus modestos mil ejemplares de
difusión, no por ser medio underground, lo cual era lógico por ser el
órgano oficial municipal, ofrecía la oportunidad no obstante de sacar a relucir
personas y cosas que pugnaban por emerger y la sociedad oficial por tapar.
Siendo así que, ante la necesidad planteada por el alcalde de plantar cara al
proyecto demagógico y subdesarrollista, indigno para la ciudad, de las
Seiscientas Viviendas perpetrado por el MOPU –no olvidemos que él mismo procedía
de la asesoría jurídica de esa delegación, habiendo tenido algo que ver en el
proyecto; además de que un ingeniero compañero suyo era el delegado;
vamos, que había ropa tendida–, le propuse hacer un número en profundidad con
el asunto, cosa que le plujo, alentándome a ello, pero pidiéndome cuidado.
Y así se hizo, sin cargar demasiado las tintas,
tildándolo más de uno de flojo y lubricante. Y en eso estaba yo cuando salió la
papel a, calibrando si se me había ablandado la mano, y me había vendido al fin
al pesebrismo más barato, cuando con un atrevimiento que por su rareza daba ya
mal fario, entró el alcalde, y bien encabronado me echó tal chorreo a costa del
periódico, que no lo secuestraba de los puntos de distribución porque ya estaba
la cosa hecha y tal y tal, y que aquello era una provocación, un atentado a los
compromisos y la buena armonía reinante con el grupo de UCD y que ahora qué
hacía él, que si iban a denunciarles, y por ese camino lo mejor era rescindir
mi contrato y bla, bla, bla.
Así se las gastaba el amigo. Siempre entre el arre
y el so, el chocolate y la tajada, el vámonos y para, el atrevimiento y el
susto. Y ahí estaba yo para pagarlo.
Todos, uno tras otro me empezaron a
mirar, aún más quiero decir, como a un condenado al que quedan dos pitillos,
con una cara además de condena, “si es que hay que joderse, hay que ver cómo
eres…”, dándome por imposible de convencer de lo que era evidente para todos,
excepto para mí, que no quería ver... que lo mejor era el puro mamones, claro.
Y yo, empeñado.
A todo esto, los de UCD, los agraviados (que un año
después se irían casi todos al PSOE y el resto al PP), apenas si me saludaban,
dejaron de atenderme. Y los comunistas, tan contentos, claro. Me tenían
donde querían, y además podían tratarme de revisionista, por no haber dado más
caña. Total, ya que te (ex)ponías, venían a decir. Hasta que, a los pocos días,
ya me hinché. Y vino a pagarlo precisamente quizá el menos indicado, por
bocazas.
Bajando la escalinata esa que ahora enseñorea el museo
municipal, me encontré que subía, a Mancebo,
portavoz centrista que andaba ya a pescozones con su propia formación, entonces
comenzando a descomponerse, y al hacerme un comentario sobre el asunto, le
propongo hablarlo, a lo que me sale muy airado, iracundo y un tanto animalote,
con palabras tajantes, incluso ofensivas, pasando de mí descortés,
aldeanamente, diciendo hosco que él no tenía nada que hablar conmigo y además
que para qué, si dentro de poco ya no iba a estar allí. A lo cual no me cupo
otra cosa que contestarle que a lo mejor el que no estaba allí al mes siguiente
era él. Y salió tirando, igual o más de ofuscado. Y en efecto, un mes después
de aquel encuentro, él había dimitido y yo, aunque tuviera ganas de hacerlo,
seguía donde mismo, con la cabeza más caliente y los pies más fríos.
Para poca salud…
Tomás Mancebo, en sus tiempos de Portavoz Municipal de UCD |
Y
ello, en plena crisis y ebullición social, con parados por doquier (aquella
Asamblea de Parados encerrados en la catedral, liderados por un Pena encaramado a las grúas),
necesidad, carencias, subdesarrollo y miseria, que sólo el consenso propiciado
por el trípode político suavizaba.
Así, los Pactos de la Moncloa, que procuraron un New
Deal a la española, insuflando por ejemplo a los ayuntamientos la vida que
hasta ahí les había faltado, abriendo la espita del crédito, una teta que iba a
definir lo local a partir de entonces, y transformando lo que hasta entonces
habían sido municipios decimonónicos de las cuatro perras, en los postmodernos
de la deuda inagotable, que facilitó el trasvase de energías a las ciudades,
erigiéndose, antes de construirse las autonomías, en el motor de desarrollo
complejo, asumiendo competencias, funciones y capacidades siempre al alza.
Gracias a la ubre y pajera abierta del endeudamiento
infinito, se empezaron a hacer cosas antes impensables, bien que por necesidad
más que por virtud, como las aceras de la ciudad, una operación en la que
estuvieron contratados más de doscientos currelas, muchos de ellos sin nada que
ver antes con la construcción (ni con otras cosas). Y ahí siguen desde entonces
(las aceras), para que, cuando llueve, la gente pueda lavarse los pies con los
surtidores que los terrazos tienen debajo. Pero eso es lo que había como
alternativa al desportillado general cuando no al mísero polvo.
O las nuevas líneas de autobús que desde el Piojo
Verde no conocían renovación, y cuya señalización un Juan de la Encarnación un tanto
confianzudo acabó encargándonos un diseño que duraría veinte años; o la segunda
histórica dotación de aguas desde la traída de los Ojos de San Jorge, de las
nuevas del Hondo de la Morena y los Llanos (ahí, Calderón, el concejal comunista de Aguas y comandante del ejército
republicano que había sido, siempre tuvo buenas palabras para su predecesor, el
franquista Antolín Tendero; un
detalle); o el primer catálogo de turismo, la primera piedra municipal de esa
actividad como tal, que la ucedista doña Concha Barceló se empeñó en hacer más allá se supone de los
relejes cotidianos que como señas de identidad todavía prodigaba la ciudad, y
que imprimió la imprenta Cervantes, de Villarrobledo, notoria por ser la de
confianza de AP, cuyos impresos hacía casi en exclusiva por ser su dueño
amigo personal de don Manuel Fraga;
y así.
Era lo que daba la vaca ordeñada por manos ahorrativas
(aún no había llegado la amnesia de los cien años de honradez), en una gestión
si bien de cortas miras, cinturón de castidad y miedo de gato escaldado,
carburante en lo esencial como para hacer renacer en sus autores el orgullo que
su presteza merecía. Aunque al precio del tarquín de una prepotencia naciente
que para mí era amargura al ver que, pese a lo que hiciera para colaborar en
los trabajos y los días, para ellos seguía estando de más.
Fraga, en una de sus venidas (electorales) a Albacete, rodeado por alguno de sus fieles de entonces (como el ex Presidente de la Diputación Provincial Gómez Picazo) |
La prueba era el interés que de vez en cuando
manifestaban que lo que de verdad necesitaban era que la Diputación se hiciera
cargo, por la cara, de todo aquello en lo que se habían embarcado conmigo, sin
que ello supusiera, naturalmente, ja, ja, prescindir de mis servicios.
Un acto
que, más allá del desideratum, o ganica, no era sino la expresión de una
concepción delirante por infantil y de libro (socialistilla) de las
instituciones, intercambiables y permeables, como si no fueran ámbitos de poder
estancos y en liza; cuando no envidia clara del centralismo democrático de los
comunistas (tal era la zozobra mental e ideológica), convencidos absolutamente
como estaban de que éstos ya disfrutaban por debajo cuerda de tales favores,
desde que Ariza, diputado de cultura,
reorganizase (con Maxi) la
Imprenta Provincial –donde trabajaba nuestro diseñador– de la que, según
ellos, se lograban por la patilla, según ellos.
Ya Vergara,
concejal y diputado de Hacienda, que les había salido algo rana, como ex
barberillo que pisa al fin moqueta, les daba largas sin parar como
intermediario conseguidor de estos caramelicos del deseo. Pero las relaciones a
nivel de cabezas de serie (con un Juan
Francisco, que bastante tenía con defenderse de todos, incluida la misma
banda de municipales) no eran como para pedir peras al olmo.
De ahí que tirasen
sin cesar las cangrejeras a Maxi
para que por su cuenta les suministrase el maná, aunque fuese de forma
clandestina, y segregándose de mi sociedad si hacía falta. A lo que él
contestaba con largas cambiadas, vaya usted a saber por qué, aunque supongo que
porque en pago sólo prometían el eterno cielo socialista, me temo que sin
walkirias, ni hurís siquiera (y además ab aeternam).
En definitiva, mi incompatibilidad con aquel gremio era
mental, ideológica, laboral y hasta horaria. Yo empezaba a las ocho y hacía
jornada partida, y también querían que permaneciera after hours, ya lo
he dicho (por otra parte lo esperable de un periodista militante y
comprometido), al pie del cañón hasta casi entrada la madrugada, que era cuando
al parecer se inspiraban en largas charlas en la sala de reuniones, o en El
Avión. Con el vértigo que yo tengo.
Lo que a mí me quedaba, pues, era el juego de patada a
seguir, y así hasta que decidí inclinarme por lo último que yo quería, y echar
toda la carne a la parrilla, en la llamada oposición de técnico de
publicaciones provincial, en un acto de obligación pura y dura, a sabiendas, o
más bien intuyendo, sus posibles consecuencias, de poder ser un fiasco y peor
aún: de por vida. Como así sería.
Y es que mi actitud por el envite era más que escéptica
desde que Maxi iniciase los
preparativos para salir de la provisionalidad.
Yo lo consideraba una apuesta suya y nada más, estimando
mi papel en la función como de reparto (aunque acabase con el Oscar al mejor
actor secundario). Y cuando me martilleaba con el asunto como plato exquisito
en el que meter el pico, yo ponía cara de empachado; y a cada virguería
planteada, que fueran dos plazas de técnicos superiores, que el temario fuera
en serio o el rechazo de la interinidad previa, yo veía siempre el lado
negativo, como es mi sana costumbre, aduciendo que era un traje de sastre para
él en el que a lo mejor yo no cabía.
Virginio Sánchez, alcalde de Almansa, uno de los escasos socialistas que defendería el NO a la Otan acabando enfrentado (y en el Grupo Mixto) con la dirección socialista. |
Bien es verdad que éramos colegas y el hoy por ti mañana
por mí se mantenía en vigor, y yo tenía asumido que unas veces se pierde y
otras se gana; que le había costado Dios y ayuda convencer a tirios y troyanos
de su necesidad: sobre todo a Virginio
Sánchez, diputado de Personal y nada crédulo en lo neutro del asunto, que
había dado luz verde contra la opinión de funcionarios que debían tramitar la
cosa y pondrían más de un palo a la rueda; y cómo no, al mismo Presidente, que
(como Juan en mi caso) no veía
clara su salida por la banda, además de dudar (con muy buen olfato) de la
efectividad de la jugada; y por supuesto de otros implicados, a los que
cualquier cosa con aspecto de zapador no controlado por ellos les daba yuyu.
Todo eso, según él, estaba superado, y no solo eso: estábamos ya en ese punto
en que le tocaba apencar era a mi menda.
Haciendo las maletas
Aun sin conocer de la misa la media, yo no me fiaba del
paraíso que me aguardaba. Mis pudores, falsos o no, se basaban en las trampas y
emboscadas que surgían por doquier, y eso que aún no me había echado todavía
p’alante. Y andaba retrechero, sin ganas.
Ariza, al que, como socio con voto y veto en la
Diputación, le dejaban hacer y hacía, ya lo creo, tenía ya su propia opción, su
tapado: otro ilustre local que andaba hacía tiempo de meritorio literario a la
caza y captura de un puesto a su nivel, y que al final conseguiría en el
Cultural Albacete. Yo lo supe cuando él mismo se destapó solito ante mí (y se
resfrió), abriendo esa boca que tantas pulmonías le iba a causar, hablándome, a
lo mejor para amedrentarme y disuadirme, de “su oposición”, como si fuera a
notarías y la tuviera apalabrada y embanastada. Y un buen día la mitad del
temario dejó de ser de artes gráficas para pasar a ser de literatura. El punto
fuerte que se le presuponía –hasta hoy– al postulante.
El pegador de carteles de Albacete que muchos de aquellos años recordarán. Todo un clásico anónimo, imprescindible en aquella época gráfica. |
Fue entonces que me sacudió la incertidumbre de que,
entre las posibilidades de la parte contratante de la primera parte y las del
de la segunda parte, yo iba a hacer un pan como unas hostias. Y claro, no tenía
maldita la gana de embarcarme en un crucero para que me vistieran de luces de
prestado y en plan guarro.
Para agravarlo, mi socio seguía con su tabarra
aturdidora, como si me hubiera sacado ya el pasaje y no pudiera dejarlo solo en
tierra. Cada día con más premura de penitente.
Yo, no es que quisiera hacerme de rogar. Ya había tenido
bastante con lo del Ayuntamiento. Simplemente era que quería quedarme en él.
Como suena. Ya se sabe, palos a gusto no duelen. O que me iba la marcha, aunque
he de decir que, exceptuando a los políticos (que ya es exceptuar), estaba en
mi salsa, humana y profesional, habiendo conseguido integrarme en una
maquinaria que, desde ordenanzas como Cazaña,
Osorio, Celio o Candel,
hasta el interventor, el conocido cariñosamente como Huevos de Oro, pasando por (no ‘de’) los amigos que allí
tenía, me había ayudado a salir ileso de aquella ratonera.
En definitiva, había logrado urdir tamaña lista de gentes
de lo que podría llamar entorno de apoyo, entonces más legal y decente (o será
la percepción falsa de los años), con el consistorio como su corazón, que lo
último que se me ocurría era salir de aquella pequeña manzana, quizá podrida
pero con gusanos de confianza. Masoquista que es uno.
Pero la virulenta realidad me hacía bajar los humos,
chocando frontalmente con mis deseos. Y andaba medio bloqueado, desilusionado a
diario de mi pretensión y sin llegar a ilusionarme por tan bien pintado plan
alternativo. La puta vida se repetía ofreciéndome en bandeja de plata el sapo a
tragar esta vez, hacer otro papelón y embregarme en otra historia quizá ajena que
hacer mía (¿y la mía de verdad, dónde quedaba?).
Así es como lo veía, a saber si fielmente, a razón de
cómo sucedió todo, y así es cómo me metí de nuevo a ciegas en el siguiente
toro, el de la Diputación, sin haber salido siquiera del de la Casa
Consistorial. Un puro desatino.
Además de todo esto, algunas tardes tenía que atender
obligación y devoción a la vez, con mi hijo para arriba y abajo en el carro
(hasta que se fugaba de él), hecho una madre, que decía Pena, pingueando, haciendo gestiones, a los actos culturales, las
diversas movidas políticas, reuniones, concentraciones, “manis”, tomando cafés
o incluso labores de oficina, elaborar los noticiarios, recoger información, y
preparar los temas de la oposición, encargo que me había tocado a mí, mientras Maxi preparaba un proyecto que pudiera
servirnos a los dos, aunque menos a mí, por camuflarlo a la baja para no dar
mucho el cante.
De manera que estaba más liado que un
zompo y no me extrañaba que Florián
me espolease por mi falta de dedicación, aunque estaba la cosa como para
contarle lo de la conciliación de familia y trabajo.
Despedida y cierre
Pero estábamos con lo de mi
condena previa a la expulsión por paria, a manos del edilismo sociata, y aun
así mantenía la esperanza, desesperada, ilusa y traspellada de que me
renovarían, cosa que, aun sabiendo la estacacina a recibir en el lomo, lo
prefería a irme de secundario a la casa grande, que era lo último, el postrero
confín de la estulticia: trabajar con un amigo. Cuarenta veces no. Pero todo
iba ya muy rodado, y la promesa de que me fuera por mi pie les liberaba del feo
de no prorrogarme, y tal vez esa promesa de mi salida les desencrespaba,
haciéndoles más soportable mi presencia.
A ratos, hasta se les veía
relajados, colaborando en buen plan con el amigo que se va (o enemigo que huye,
puente de plata), algo se muere en el alma, tralalalaralalá, y alguno que otro
de los menos contaminados por aquella náusea prefabricada, o que menos
prejuicio tenían por mis suplidos, incluso alguno de lo que yo llamaba Banda de los Cuatro, el meollo del Gran Hermano, como Sempere, cuyo desprecio cordial y
a primera vista, que diría Billy Wilder, y su eterna deflagración sardónica o
simplemente vejatoria contra mí, siempre fueron correspondidos, se apeó del
engatillamiento para iniciar una colaboración más distendida, animándose a
tratarme aunque no fuera más que para rentabilizar su inversión (el partido
siempre fue de madres de la patria muy posesivas), muy de agradecer y que
algunos días me hacía aparecer casi normal en el espejo.
Y asimismo Meneses, que
desde el camión de la cocacola controlaba, en una gestión exprés inaudita, el
basureado de los céspedes y la reposición de las flores en las zonas verdes; o
Calderón; o Pepi Alfaro, la indese3ada recién llegada esposa de Francisco Delgado Segundo,
puesto que había un Primero, el camionero y primerizo militante, padre del
Tercero, Paquito Delgado, que por cierto acabaría sabiendo mucho también de
aguas de todo tipo.
La famosa trinidad de Pacos Delgados, el padre, el hijo y
aquél, el espíritu santo, y esto no va con segundas; pues esa que sería su
primera mujer había entrado de segundas nupcias, como quien dice, sustituyendo
a alguien de la lista, y dado que el matrimonio, políticamente, claro, mantenía
una equidistancia de enfrentamiento soterrado o a tumba y cielo abiertos con
los diversos frentes populares y algo menos, que se disputaban el poder
socialista, pues como que no había sido muy bien recibida, y tampoco podía
prescindir mucho de mí, bien que con cierta prevención por su parte; o Juan de
la Encarnación, el concejal peón, que tal vez mortificado y alacraneado en
exceso por la floritura, tontería y doblez de quienes en sus propias filas no
acababan de considerarlo digno de sentarse a la mesa del padre donde gozaban de
silla mullidita, y por lo mucho que necesitaba de managers, me tomó finalmente
esa mezcla de aprecio y detestación con que más de uno ha respondido a mi buena
inclinación a la tratabilidad que sin dar mi brazo a torcer y siguiendo siendo
yo, he solido ofrecer.
Lo que quiero decir con
este requilorio enumerando una nómina, es que sólo los que iban para perdedores
acabaron admitiéndome sin alborozo pero sin demasiados tiquismiquis.
Y uno por uno se diluirían
más pronto que tarde en la batidora política.
Juan de la Encarnación,
desclasado por obrero, o al menos fabril, volvió a su taller de carpintería funcionarial
y fue ninguneado hasta la extenuación por los “compañeros”.
Concha Barceló, madame sin
complejos del centrismo, tan ufana y motivada como oficiaba de primera dama del
ayuntamiento –sin rivales–, que le hizo tilín a Tierno cuando nos visitó y ella
iba de ama anfitriona levantando sonrisas irónicas, daría carpetazo a sus
opciones, con el cuatrienio.
Jaime Almazán cometería el
error bisoño de apegarse a los socialistas, para no comerse ni una rosca,
engrosando un vilipendio que también, como todo, ya valía.
En cuanto a Calderón, el
“pecero”, se disolvería definitivamente al grito de la edad deslomojubilado por
sus ochenta tacos. La peripecia del resto de sus camaradas es bien conocida.
José Luis Gil Ccalero, un cruce entre Banesto y la iglesia, era el gris y eficaz encargado de las finanzas tanto del Ayuntamiento como del Partido. |
Meneses, que creo no era ni
del PSOE (aunque lo fuera más que otros), seguiría ampliando el mito de la chispa
de la vida.
José Luis Gil volvería a su
militancia gris pero productiva, de esas que siempre dejan algo de herencia –y
herederos, ya saben (su hijo Alejandro haría, y aún sigue, haciendo carrera
como político o alto cargo exprés en lo regional–.
De las Heras, éter
político, desapareció en el éter físico.
José Gómez Tomás se murió
al poco de terminar aquella función de vuelta a la escena, aunque espero que no
fuera por eso.
Y Vergara, empezó una
subida al Olimpo financiero local que terminó igual de fulminante como un Via
Crucis vulgar de puesto en puesto de favor, y gracias.
Y del resto de UCD nunca
más se supo.
Y poco más. Bueno, y yo,
que acabaría de funcionario, aunque no quisiera pero lo estuviera deseando por
los motivos expuestos. Uno tiene al fin como castigo lo que ansía: en mi caso
la estabilidad en el empleo de la manzana de al lado. Una manzana con bicho.
También.
Ayer al montón
Juventud con canas (y calvas)
Visto en perspectiva, en una
cosa estábamos de acuerdo mis vituperarios y yo: en vez de cobrar yo debía
haber pagado por mi año consistorial.
Desde sus puntos de vista de
maneken pis de agua bendita, era un pecado de lesa patria que cualquiera no
quisiera aportar a la causa de un modo absolutamente altruista. Como ellos
mismos hacían, no te jode.
Pero sí, fue como hacer un
master profesional, un módulo efepero sobre la jungla humana y un curso
acelerado de ars vivendi descarnado, enrevesado y demiúrgico, como buen
forúnculo de lo que se estaba cociendo bajo la piel de los días, que, para mi
enojo, les iban a dar la razón.
Cuando la ola de la historia
dice allá va, el inútil más grande que esté durmiendo en ese momento panza arriba
sobre ella, es transportado a su dulce playa con palmeras y cocoteros para ser
despertado por el arrullo de los pájaros y beber su dulce néctar.
Y como para
colmo no lo habían hecho mal, habiendo transmitido esa fiabilidad que da el
aficionado menesteroso y pasablemente honesto, por más que te deje rebabas para
aburrir, pues se acabó el análisis. Así es que, tres cojones necesitaban de mi
aportación para revalidarse. Ni de ningún otro comunista, o ex, como éramos ya
casi todos.
Los de título, o sea los del
PCE, que lo habían hecho para nota, no se comieron una rosca, se hundieron y se
fueron a hacer leches. La historia, esa puta olvidadiza, había elegido como sus
nuevos chulos a los socialistas, y no había tu tía.
Y para ella quedó el enigma
de saber qué hubieran obtenido de presentarse Salvador Jiménez, cuando sin
presentarlo sacaron lo que sacaron.
Así surgió ese mito de la democracia
restaurada, gracias a la simple y llana (y plausible) decisión de salir por
piernas al grito de “una y na más, Santo Tomás”, aduciendo motivos personales y
de salud (creíbles por mi parte, tras haberlo visto in situ), logrando con esa
retirada a tiempo la gran victoria de su vida, mientras más de un testigo
esbozaba una sonrisa lacónica sobre los premios y castigos del destino.
En adelante, en la debacle
final en sustitución de la lucha, lo que se impondría sería eso: las tertulias
pringosas de sonrisas irónicas. Los tertulianos iban (íbamos) a ser los
rezagados o los inconformistas, o los insatisfechos, pero también los
oportunistas, los colgados, los perdidos, los lebreles, los
quítate-tú-para-ponerme–yo, los aventureros de doble filo, los callejeros.
Una
fauna con la que, gracias al año sabático del socialismo conseguido con mi
empleo, me volvía a sentir tan embriagado que en cuanto cogí un poco de vidilla
volví a las andadas (la cabra tira al monte) y casi se me olvida que seguía
estando a sueldo del nuevo servicio de orden de la historia, dando así pie a
más suspicacias. Y a más complicaciones.
Un pasado inconexo
La compañía recobrada de
los viejos colegas (y sus nuevas rastras) me había devuelto a la diletancia
farsante y contemplativa y a tomarme la vida como un reportaje de hechos,
oscilando en su diapasón del dilema entre mirar por mí u olvidarme de mí mismo,
saliéndome la praxis intermedia no muy consistente pero sí resultona entre el
puñado de neófitos que estaba saliendo del huevo, que, muy comprensivos, me
respetaban infantilmente por haber conseguido colocar a buen precio al enemigo
una mercancía tocada: yo mismo. Y eso era todo un valor en una peña todavía
tarada por la sociología juvenil de pares, y en mantillas pese a la paternidad
de algunos, y por tanto necesitada de
sazón.
Sin demasiada claridad por
mi parte para resolver esta situación gelatinosa, creí regresar dos años al
futuro cuando nuestro centro, de reunión y de otras cosas era el hogar del
Beibi, que iba por delante, tan sorpassista él, aunque de los ojos de su
compañera se pudiera deducir un sentimiento de estar quizá “demasiado lejos del
hogar y demasiado cerca de los amigos” (y más aún del vecino), probando como
estaba en sacar algo en claro del desbarajuste, trasiego, y revoltaza
inherentes al compañero, y de su indispensable colla, tan tanáticos para la
intimidad.
Cualidad, o vicio, éste, que hacía del lugar la sede ideal de
concentración de toda la pléyade de dislocados, desperdigada por la buscavida,
la mili y la puta reforma, y ahora reencontrados en sus sobremesas de café o de
té, meriendas y remeriendas, mezclando estimulantes con relajantes, risas y
política, y el culo con las témporas, aun sabiendo que según para qué cosas yo
ya no servía.
Lo había comprobado en la
mili, donde teníamos un quinto del Puerto de la Cruz de origen marroquí, el
buen Muhatar, que en cuanto llegó a la compañía se incorporó de ayudante del
capo jefe, el sargento mayor, un chulo de mierda encargado de los negocios
sucios tanto de la compañía como del cuartel, entre otros enviar muy
sospechosamente de vacaciones cada dos por tres a nuestro Muhatar a su pueblo
para que les trajera el costo, el whisky y otros coloniales que mantenían
cebada a oficiales y jefes la vena del gusto cogido a las sustancias en el
Sahara, de donde procedía la mayoría de la oficialidad de aquel putiferio.
Confiado en su papel,
nuestro morito no se andaba con demasiados tapujos a la hora de consumir las
muestras, y un día nos reunió a los más allegados bajo una litera y nos dio a
probar las tortitas frescas de cáñamo que en su cultura era como compartir la
butifarra, las estepeñas o el gofio.
El manjar no me llamó
demasiado la atención pareciéndome insustancial. Bastante más que los
mantecados o las de Astorga, donde estaba encerrado el amigo Pena, hecho polvo,
pues se había tomado en serio (no sabía tomarse nada a broma) lo de la
democratización de la mili, con plantes, mítines e incitaciones a la rebelión,
y lo habían enchironado, primero en el calabozo, desde el que me mandaba sus
cartas negras, tachadas por la censura, en las que me arengaba y me advertía,
siempre tan paternal, de que tuviera cuidado –¡yo; no él!–.
Después lo llevaron a un
castillo (las cárceles militares) seis o siete meses antes de juzgarlo, para abrir
boca (que si era para eso no lo necesitaba), y ahí le perdí la pista hasta
mucho después de volver yo de mis propios baños de Argel.
Concha, que era la enlace
de las gestiones que por vía sociomarital se hacían para convencer –terrible
misión– a los militares de que a pesar de todo no era peligroso (que los
peligrosos eran ellos, aunque eso no se les decía), nos mantenía al tanto de su
peripecia resumida siempre con aquel resobado “esta semana sale”.
Y fue una
gran alegría la semana que regresó dando besos a diestra y siniestra (sobre
todo a ésta), aparentando que no había pasado nada. Y se había mamado cuarto y
mitad de mili más que yo y encastillado, el colega.
Pero mire si había pasado.
Podíamos notarlo en nuestras puestas en escena en la leonera de Beibi/Inma S.A,
o Inmabeibi, que tanto montaría, supongo. Los plazos del tiempo empezaban a
vencer, haciéndonos llegar tarde, ya digo, a ciertas cosas. A la victoria, por
ejemplo. O al amor libre, yo (en todo caso libra, que es lo mío, que viene
después del virgo), un buen paliativo no obstante de la penuria sociopolítica
para jóvenes recién emancipados.
Se mascaba ya la necesidad
de pasar página, por mucho que la maltrecha, depauperada y extrauterina célula
que cabía por supuesto en un coche celular, pareciera en expansión en su nuevo
avatar ligado al Movimiento Comunista, cáliz del que yo había pasado, pues la
mili y sus secuelas no me habían roto el espinazo de mi juventud para volver
donde solía.
Eso lo tenía claro: volver nunca. Aunque mi mono de roce humano
era rehén de aquellos con los que todavía tenía muchos más lazos familiares
(deshilachados los propios) que con la secta venal de afiliación.
Y allí permanecía,
alimentando de gorra las emociones, tirando de parodia histórica y estirando la
goma de una sociedad de iguales en derribo, antes de demarrar con mi penúltimo
desclasamiento para incorporarme a mi unidad de destino (¿en lo universal?) de
la nueva casta dominante, entre charla, risas, humo, jerséis de cremallera y lo
que quedaba de un rock and roll para el cual me había descubierto, repito,
demasiado viejo.
Aunque también demasiado joven para morir a manos de la
socialdemocracia. Lo cual hacía de aquéllas sobremesas las últimas cenas que yo
deseaba no acabasen nunca, alargándolas hasta la melancolía cuando la pareja
anfitriona se trasladó adonde acabaría sus días el autor de los del varón, que
no cabeza de familia, el verdadero Navarrusco, como preludio de un desenlace
que iba a precipitarse por problemas de geometría: triangulares, cuadrangulares
y otros paralelepípedos, y en lo que no vamos a entrar por ser el que suscribe,
más bien de letras.
Un inciso ecológico
Al principio del invierno anterior, cuando nos curábamos las penas en té con miel y otros cáusticos, el primero que disfrutase tras su periplo carcelario, me llevé al Pena al huerto, de mataero. ¿No quería acción? Pues la iba
a tener.
Se lo tenía merecido por
haber abrazado ya la causa ecologista y tener que parecer no hacerle ascos a
nada. Pero fue tan traumatizante para él, y desconcertante para mí, que jamás
volvimos sobre el asunto. Y conste que lo traigo, obviando esta vez a propósito
lo más personal, por lo que de aclaratorio, aunque crudo, puede ser para lo que
me lleva.
Escuetamente. Como
cualquiera perteneciente a las clases medias bajas estrictamente urbanas, de
casa barata y coliflor, él tenía mitificada hasta el surrealismo la cosa
campesina, estando tan confundido por lo que trascendía de esa realidad, que,
como cualquier hijo del alquitrán, jamás llegaría a comprender los entresijos
telúricos de las relaciones sociales del agro, su mentalidad deforme y la
ideología sincrética y absolutamente inaprehensible para casi nadie no
procedente del medio.
El Pena, por los suelos, como líder de la Asamblea de Parados, causa que, nada más llegar los 80', le iba a servir |
Ecología y tradición, qué difícil fusión
No era mi casa paterna
sitio de muchos convidados a mataeros,
a pesar de esa fuerte tradición solsticial de ofrendar los frutos de la tierra
(y de las gorrineras), quizá por ser ya muchos de familia, que a pesar de no
estar completa, entre unos y otros, como dice la jotilla, iba un carro lleno.
Algunos ya habían oído
hablar de mi acompañante, y no bien, y a la recíproca. Pero el estar en el País
Vasco la otra parte potencial de la posible controversia, y al ir allí a ayudar
y meternos en el tajo sin más preámbulos, no era cosa de parar en mientes, y
según llegamos echamos mano al primer cerdo, o mejor dicho el gancho a la
quijada para arrastrarlo fuera de la pocilga, entre el tremendo gruñicio
rabioso y espumarrajeante, agarrándolo por donde se podía para subirlo a la
mesa, donde una vez afianzado en firme y amarrada la pata trasera a la de la
mesa, le dimos el paseo; vamos, que empezó a barbotar sangre al lebrillo.
El Pena, que aún no se
había estrenado, tanto porque en ésas, las muchas manos son muy asorratantes y
despistadoras, como por permanecer inmóvil y absorto ante la brutal novedad,
perdido en un translation, que podía
pasar desapercibida para el resto, pero no para mí, que lo observaba de rabillo
según caía la sangre al cuenco y alguien le daba vueltas remangada, para que no
hiciera madeja, aunque el desmadejamiento parecía hacer más efecto en él que en
el humeante líquido, en una rotación que ya aguardaba la sangre del siguiente
ejemplar, lo que se dice sacarlo y ponerlo en la picota entre una lucha
denodada por ambas partes por la supervivencia, y poco más. Y ahí se rajó.
Víctimas de uno de los últimos mataeros de mi casa paterna. |
Dos asesinatos seguidos era
lo máximo que podía soportar, y pasado el chamuscado con gasolina y el raspado
de la tástana de piel del primer bicho, y mientras ya sacábamos al tercero –la
mitad posiblemente de los que ese día iban a morir sin saludar–, le noté
desencajado, con un nudo más abajo del garganchón. Y empezó a hacer mutis por
el foro, notándolo angustiado mientras salía afuera. Y lo dejé en paz. Me dio
no sé qué.
Al rato, cuando reapareció
convulso y con la expresión desdibujada de un boquerón, declarando que había
estado vomitando, terminé de conocerle, pues si hasta ahí ya sabía que iba de
duro sin serlo, comprendí que lo suyo era un puro voluntarismo verbalizante a
partir del cual trataba de superar lo incomprensible o difícilmente abordable.
La tendencia política de
recrío a la que se había adherido era una de esas pruebas con obstáculos. Él
las saltaba hablando, o actuando frenéticamente, o ambas cosas. Las palabras
para él eran una simple apoyatura, un discurso con el que asfaltar un discurrir
pedregoso, al que muchos dejaron de prestar atención, por lo caliente,
arrollador, excesivo o incoherente, todo eso fundido en él inseparablemente,
sin comprender que su hablar no era expresión sino una voluntad maltrecha, y
cuando se te dirigía exultante, te estaba haciendo partícipe de sus deseos más
que de sus pensamientos.
Pancarta en la sacristía de la catedral, refugio de una movida de la Asamblea de Parados, a la que sirvió de asilo unos días. |
Él fue la única persona que
he conocido que se atuviera al arquetipo, no del fanático, sino de aquel que,
puesta su fe en cuarentena por la iconoclaxia, el rosigamiento de sus frágiles
cimientos y la desmoralización comecocos de gente como yo, que nos ganábamos a
pulso, no sólo cierta devoción narcótica por nuestro (poco) conocimiento, sino
también el odio por descabalgar a cualquiera de la burra, se agarra a la acción
como elixir que vuelva inmarcesible su buen paso de recluta por esta vida,
arramblando lo que se oponga a su huida hacia adelante, con tal de no volver adonde
no quedan sino los pecios de las naves quemadas nada más llegar a esta puta
vida.
Fue a partir de descubrir
esa inseguridad vital que yo creo que le acompañaría de por vida, como es
lógico pensar de cualquiera que salga de la sima de la juventud en su incesante
avance hacia la muerte, que me empezó a guardar el bulto, creo que por temer
que aquella eclosión de lo que él consideraba terribles déficits le reportase
de mi naturaleza burlona y un tanto cruel una temible vicisitud de cara a su
imagen ya en boga de gran futurible. Otra de sus muchas equivocaciones, pues
nada de esto ha salido de mí hasta aquí. Pero las amenazas pueden a veces más
sobre los comportamientos que los mismos hechos, y supongo que eso fue el
elemento decisivo que distorsionaría las hasta entonces volátiles relaciones
entre nosotros, que en lo sucesivo, y con los diversos desencuentros políticos
(según él) o vitales, según todos los indicios, se aguadianarían
definitivamente.
Quien pierde, gana
Y el caso es que ya
habíamos pasado antes por eso, cuando los pistoleros psiquiatras del PTE se
lanzaron sobre nuestra carne joven tomándola por carroña, y enseguida iniciaron
su desarticulación aislando al elemento conflictivo y para ellos más dudoso
(yo), y reconduciendo al más activo y ejemplar (El Pena) sacándolo de la
trinchera-chistera para utilizarlo como
bomba fragmentaria y ejemplarizante contra la troupe.
Una imagen, hacía poco desaparecida (la de los tratantes de ganado de La Cuerda). Que por algunos avatares parecía seguir presente. |
Y mientras duró la jugada,
desde el periodo preelectoral del 77 al final de año, cuando desaparecimos
tragados por la mili y otras miasmas, la cizaña sembrada hizo sus efectos en
forma de su alerta contra mí que nunca lograría sortear. Y eso pese a que la
realidad misma sería la encargada de demostrar que si tal cosa podía estar
justificada, la manipulación de nuestras relaciones por la parejita de marras era
de juzgado de guardia y querella.
En poco tiempo, y sirviéndose
de los más dúctiles, nos habían dividido y logrado subírsenos a coscoletas,
imponer sus criterios, sus métodos y hasta su propia parroquia de acólitos, los
alfonsitos, curras o qijanos, o gente de la farfolla profesional que, como
ellos mismos, no acababan de obtener sitio de butaca en la izquierda de oro y,
no conformes con ser cola de león optaban al título de cabeza de ratón, y
mediante el óbolo de su aportación monetaria o en especie, podían asistir así,
en vivo y en directo, por un cómodo precio, como invitados particulares VIP, al
divertidísimo show loco de la insurgencia juvenil.
En base a ese programa de
querencias y malqueridos se montó una hidra que al modelo “pecero” incorporaba el
añadido del recebo: los estudiantes, las mujeres, los marginados, o los
autónomos, sobre la base de una irreductible alianza obrera y campesina, muy en
el tono de un maoísmo mecanicista a la española verdaderamente de psiquiatra.
Imagen del 77, tan simbólica como parece: los famosos percheros de navajas de la estación de Albacete. Venía mucho bacalao que cortar. |
Por eso ellos estaban al
frente, y si no llegamos a pegarnos el gran hostión, nos hubiera costado prematuramente
la juventud y la amistad, tal era la insidia, los tejemanejes, la inquina
rezumante, el hincapié y la doble baraja, la extorsión de las voluntades en
formación muchas de ellas.
Todo, amortiguado por una actividad
febril e inmeditada por llegar a una industria política (la revolucionaria) en
pleno desmantelamiento, o, en su defecto, a un campo totalmente simbólico y
verdaderamente incógnito para todos (del que lo más aproximado era yo), a
través de una juventud desmanotada, y unos viejos combatientes que con su
prestigio se suponía iban a arrastrar a los rezagados (y no a la tumba, que era
lo normal), cuando no a las obreras del textil, por ejemplo, de las que tanto
se hablaba, aunque nunca conocí a ninguno que se echase a una costurera de
novia.
Una descarga continua de adrenalina sobre cerebros de plastilina que
a los que tratábamos de reposar el juego y repensar lo que estábamos haciendo,
nos colocaba en el alero como tara de la gran marcha y cabeza de turco de las
iras de los que lo estaban dando todo metidos de lleno en el partido, como se
decía entonces y que ahora, no sé si gracias al cielo, es sólo terminología
futbolística.
Basten esos aperos para
imaginar lo incordial y neurótica de la situación anímica en que estábamos
enfangados. Para más INRI, yo era secretario de finanzas, o sea el encargado de
recortar, economizar, cobrar cuotas, perseguir morosos, llorar como un avaro,
exprimir sangrías, forzar derramas, declararme pobre de solemnidad, insolvente
total: el sacristán, o diácono de economías, un oficio en el que me había
revelado implacable desde nuestros principios por libre, en lo de mantener una
liquidez de calcetín difícil de explicar, que debió ser lo que los invasores
consideraron para mantenerme en el puesto (totalmente odioso), pero con la
precaución de colocarme a rueda, de comisaria, a la tirana consorte.
Con lo
cual se aseguraban el funcionamiento sin la pejiguera de tener que currárselo. Y
todo en ese plan. Aunque lo de los cuartos era lo que iba a poner a prueba mi
idiocia en una de esas lecciones que sólo la tontuna de la juventud es capaz de
dar, por supuesto pagando.
Como cabía esperar en una
organización en la estacada tras un fracaso electoral que no fue ni sonado, y
que habían dejado a nuestro erario lo que se dice frito, entre otras inventivas
recurrimos a la originalidad de vender lotería, pero ligada a un número. Y
vendimos para aburrir. Bueno, vendieron, porque a mí, que siempre me ha dado
repelús comprarla (mi repulsión por el azar es paralela a mi adicción por el
vértigo), venderla es que me sublevaba, y la poca que conseguí colocar me la
sacaron prácticamente de los bolsillos.
De modo que, como nadie me
controlaba las ventas, sino yo a los demás, guardé celosamente más de 750
papeletas que no vendía ni a la de tres, con la esperanza de que, al irme a la
mili el día de reyes, que me echaran un galgo y me denunciaran por
irresponsabilidad política al coronel del CIR. Y con las mías, el doble o más
del resto de malos vendedores, juntando en total miles de papeletas, más de
cien mil pesetas del año 77 en lotería, que sólo controlaba yo. Y tocó. 12
pelas por peseta. Encontrándome en las manos un kilo y cuarto potencial de
romeros de torres.
Para martirio de
tentaciones –o por lo menos ensoñaciones del fumador de celtas cortos–, yo
llevaba las cuentas tan al dedillo que, entre meterme en una adulteración (que,
bien mirado, no hubiera sido tan difícil); lo azaroso; los efectos secundarios
de una operación así, estando de por medio todo mi clan; y que no se podía
cobrar la morterada antes de incorporarme a filas (cárcel que no dejaba de ser
una liberación), y sobre todo que era gilipollas, apenas si me lo planteé como
una fantasía improbable, el sueño woodyalleniano de un pobre, y no tuve más
remedio que dejárselo a la comisaria jefe (lo cual fue como apartar de mí un
cáliz demasiado intragable), y que conmigo tenía firma reconocida en la cuenta
bancaria, y que sería, según dijeron (¿), la que cobraría aquel retaleo que
jamás nadie fiscalizó, cuya versión más caritativa es la de que fue a parar a
las muchas deudas que se arrastraban antes de meter la excavadora en el
proyecto aquel de revolución.
Y, visto lo visto con estos
ojicos de ahora que se ha de comer el fuego eterno de la incineradora, y
comprobado el género humano por diez mil millonésima vez, y teniendo en cuenta
lo descalabrado y caliente de la desbandada (y la ignorancia interna sobre
nuestros propios asuntos cuyo conocimiento para todos excepto para la cúspide
era estanco, aunque no fumasen), me permito esa sombra de una duda que todavía
hoy mantengo al respecto, aunque ninguna sobre mi propia estupidez, que,
revelada como algo tan consustancial a mi persona, me persuadió de que en lo sucesivo,
o tenía buen cuidado con ella o sucumbiría sin remedio a su desolación.
Por desgracia, cuando pensé
en ello, mientras leía en alguna de las cartas que me llegaban sobre lo
contento que estaba todo el mundo con cobrar unas miles de pesetas, yo estaba
ya enchiquerado haciendo la instrucción entre un aroma de eucalipto y asco.
Solo que antes de llegar a esa conclusión ya había cometido el último error que
cambiaría más de un año de mi vida, que si entonces pensé que para mal, al
final cambié de parecer, porque como en tantas cosas en esta vida lo malo se
convierte en bueno y el que pierde, gana.
Runrún se fue pal norte. Canción
He de aclarar que la mayoría
de mis llamémosles deslices desde que tuve que tomar decisiones, no se deben
propiamente ni a la ignorancia propia ni al engaño de los demás. Ni siquiera al
autoengaño, esa mecánica por la que las personas consumimos la ilusión en
cómodos plazos. No. Ya he dicho que tiendo al riesgo y al vértigo y, para mí,
lo cómodo no es sinónimo de enriquecimiento existencial, y ante una situación
de disyuntiva, sobre todo si es problemática, y no digamos si implica algún
peligro, no puedo aguantarme la curiosidad de saber lo que me perdería si no
eligiera la alternativa más imprudente, inclinándome, salvo excepciones, por lo
peliagudo, aun temiendo de antemano lo que va a pasar. De modo que soy hombre
avisado pero también necio, terco, cerrado y convicto de eso que dicen la
llamada del abismo.
No pude pues, echarle la
culpa a nadie de que, en el primer mes de campamento, en un control rutinario,
como quien no quiere la cosa, en un cuestionario en el que preguntaban si
pertenecías a algún partido, yo pusiera que al PTE.
Sin pretender entrar en
batallitas propias del periodo militar, diré que lo que se preveía un
interludio de mis actividades, acabaría moldeándome, espetándome como una
sardina con su alienación y capilarizando en mí los elementos que me faltaban
para distinguir con claridad la teoría de la práctica, los pájaros de la
realidad, sus conexiones y la capacidad de obrar medianamente sin renunciar a
nada ni tirar la vida a la basura. Eso que se decía hacerte un hombre. Pues
eso.
Se lo habían montado bien
para que picásemos. Tú llegabas a aquel empinado paraíso de eucaliptos plagado
de rezagados que habíamos renunciado a creer que la mili desaparecería, y veías
circular libros y periódicos tabú, y tertulias, y reuniones, y enseguida te
planteabas si la democracia no estaría llegando al ejército. Y encima te lo
decían, para convencernos, y a ellos mismos.
Ése debería haber sido el
primer síntoma en que fijarme, como prototípico de las falsas conversiones. La
mosca del cebo. La intoxicación para ser más pasto todavía de un poder
incansable en formular tipos de dominio, y que utilizaba incluso a los mandos,
que adoptaban una pose indiferente, “apolítica”. Y como de todos modos, el SIM
(Servicio de Información Militar) dispondría al dedillo de todo mi historial, y
una vez encerrado…, y como aún no conocía el viejo aserto incontestable de “el
que dice la verdad se queda sin ella”, pues piqué. Aunque no pasó nada… de
momento.
Seleccionado para hacer los
cursos de cabo, no por estar en cuarto de periodismo, que era más bien para
degradarme, aunque más era difícil, sino por ser yo maestro, lo que entonces
comportaba automáticamente esa graduación, los meses pasaron sin más dilación
que la dilación misma de dilatarse en algo que no servía para nada.
Un día, el capitán, un
murciano militar vocacional hecho para la acción más que para aquella
soldadesca inapetente, evitando paternalismos innecesarios ni otros daños
colaterales de la cadena de mando, aparentando pasar casualmente por mi lado,
con gesto estoico, me dijo con burocráticas palabras: ”Belmonte, ha causado
usted baja en el curso de cabo”. Estaba más claro que el caldo del asilo: mis
botas de Segarra empezaban a oler a caca de perro.
Así llegamos a la jura de
bandera y todos andábamos en ascuas sobre los cuarteles de destino, o de su
ratificación, en mi caso, uno de infantería en Orense. Y salió la lista oficial.
Y lo que me barruntaba desde que declarase mi filiación política (cosa que para
entonces ya dudaba yo mismo) se produjo, y en efecto, el Regimiento Mérida 44
de El Ferrol, el temible, había sustituido por arte de magia a lo previsto.
Pensé en una equivocación,
como cuando diagnostican cáncer. Pero yo sabía que no. El único error había
sido el mío. Y los errores no prescriben. Y no pregunté. No hay cosa más bonita
que saber sin preguntar. Y que no había forma de escaparse de la respuesta.
El reducto ferrolano
resudaba un tufillo penitenciario, no tanto por dar cabida a una mixtura de lo
mejorcico de la milicia que no habíamos sido precisamente agraciados con
aquella cita en las letrinas de la gloriosa infantería, sino por su calidad de
ex batallón disciplinario, y ser en sí mismo una fosa séptica para esconder lo
más pútrido, inadaptado e irrecuperable de la oficialidad patibularia, o en el
mejor de los casos un purgatorio para que los que aún tenían esperanzas lejanas
de salvación hicieran méritos para el ascenso.
En consecuencia, y como
enseguida las cartas saltaban a la mesa y el trato era abiertamente de
“nosotros sabemos quiénes sois vosotros y viceversa, así que vamos a llevarnos
bien”, la atmósfera era la típica de dónde hay confianza da asco, odiosa de
casi cordial y transversal, entre unos vigilantes sin afán correccional y unos
sujetos a buen recaudo sin ganas de reforma, en un acuerdo tácito de convivir
una temporada sin sacar demasiado los pies del tiesto, dentro de una mezcla de
prevención, respeto y curiosidad mutuas que cada banda practicaba en razón de
creer estar ante un colectivo peculiar por lo especial de sus componentes,
entre cuyos ambos lados podían contarse todas las categorías previstas por los
códigos civil y penal, desde ladrones, drogadictos, borrachos, pendencieros,
sirleros, maoístas, camellos, chorizos, psicópatas, renegados, patriotas,
masocas, proxenetas…, a nacionalistas vulgares, sodomitas, terroristas,
desertores, inocentes en espera de juicio, maricones, pistoleros, militantes de
izquierda, delatores, confidentes profesionales, lameculos para parar un tren,
farsantes políticos, impotentes sociales y mozos de cuerda floja que entre una
golfería general, macarronería y cierta insolencia reinante rayana en lo
chulesco, te acababan relajando sin llegar a desprevenirte, por ser muy difícil
caer más bajo en el catálogo social, con la comodidad de que nadie tenía que
recurrir a esa impostura de aparentar con rigideces y sobrado ademán el estar
en un sitio de falso postín, donde la marcialidad, sin estar evacuada,
dormitaba su vigilia con súbitos pero muy pasajeros estertores como
recordatorios, pues lo castrense, aunque era la excusa para tenernos allí, se
notaba que no era la razón principal, si es que la razón es adjunta de la
sinrazón.
El dichoso cuartel Mérida no sé cuántos... |
De manera que, aunque la
disciplina no era laxa, sí se practicaba constantemente un escapismo por las
muchas válvulas y costurones con que la corrosión de lo estrictamente militar
había aligerado la presión que los ingredientes del puchero daban a la olla, y,
fuera por la transmisión de las formas imperantes en la Legión o en los
Regulares, importadas por la oficialidad, que comportaban cierta permisividad
en el desahogo e irreverencia formal (por ejemplo, dejaban llevar barba,
despechugarse, la estética hosca del regular, etc), siempre en orden cerrado,
eso sí, a cambio de un cumplimiento del deber y un valor que se nos suponía más
todavía que al resto de la soldadesca por el mero hecho de estar a las órdenes
de esa élite beligerante; o ya fuese por la idiosincrasia punitivo-genética del
lugar venido a menos y muy aguado (con sus ramalazos súbitos de castigo sin
venir a cuento del carcelerismo irredento); o porque no sabían qué hacer
exactamente con la variopinta patata heterodoxa tan de su época en un sitio tan
fuera de ella, la verdad es que sorprendía el grado de desfachatez reinante,
acostumbrados tal vez todos a la idea de “si ya me han metido aquí, ¿qué más
pueden hacerme?”.
Aunque podían. Pero tampoco
estaban por la labor, precisamente porque esa obscenidad mugrosa en las
relaciones, que indicaba un conocimiento curricular personalizado y morboso
propio de panóptico, sosegaba y daba la franqueza que confería cierta libertad
penitenciaria a ambas partes, liberadas del engolamiento y la cortesía
fraudulenta, que, al no existir, erradicaban así cualquier supuesta
honorabilidad en las relaciones, que discurrían por planos y reglas de juego
semi abiertas y consensuadas, lo cual evitaba el tener que infringirlas y
consecuentemente, el posible rebrote de más inclemencias o castigos, siendo el
cinismo el orín en el que todo el mundo acababa moviéndose de forma natural,
excepto precisamente las manzanas menos tocadas por la norma de la casa para
proveerse de frikis, que estaban allí simplemente para cubrir el cupo y dotar
al edificio de un aspecto limpio de sospecha, y que, metidos en el percal,
terminaban también por malearse aceptando el pozo de mierda como suyo.
Aunque costaba. Yo, hasta
que no empecé a salir de aquel oprobio y a cotejarlo con el resto de la vida
cuartelaria, no me di cuenta, cuando era palpable que lo nuestro no era normal.
Y lo peor: creaba adicción. Sería el género carcelario, que engolfaba. O lo
malo conocido. Lo familiar. No sabía. Hasta que a través de un madrileño
compungido, delicado y poseso se me hizo inteligible.
El colega andaba siempre
confundido y a punto de vomitar, asqueado por aquel cúmulo de basura que no
acertaba a descifrar, limitándose a sufrir como una madre la incomprensión de
su pasión a lo Jeanne d’Arc, bloqueado quizás por la impronta de su mismo
apellido, España, que le impedía precisamente ver que aquello era eso, España,
y no él.
Aquel grupo humano era la
fabulación en germanía de la realidad del país. Pero además era la expresión
más fidedigna de su juventud. Y de ambas cosas me di cuenta que no tenía ni
puta idea, enfrascado como había estado con el reflejo especular de mi pequeño
mundo, y ante su descubrimiento no servían un pimiento ni mis ideas, ni mi
preparación, ni mi actitud, ni mi psicología, ni mis modales.
Y tengo que decir que fue
difícil meterme en el ajo para absorber sus esencias y reinsertarme en un mundo
que, siendo el mío, evidentemente no era el que yo creía. De ahí lo de acudir
al tópico de la mili como encrucijada, de fábrica de lucidez capaz de hacer
presentir otra vida a la que reconducir la mía.
Así, lo que al llegar creí
punto y seguido, se convirtió en un punto y aparte e incluso en otro libro. Por
eso el citarla en esta reseña política: por revelarme esa otra patria,
relativa, dudosa, vana, hipotecada, ilusa, prostituida que, si no merecía el
escarnio o la desatención, tampoco merecía el sacrificio de Isaac.
Y durante un año, toda mi
actividad política se redujo a contemplar el descarnado espectáculo de los
muros de esa patria mía construidos con aquellos jóvenes adobes que entre
ateridos y descreídos aguardaban la oportunidad de pegarle una buena dentellada
a la vida y nada más. Y al cabo, como todo se pega y como Ortega ya había dicho
que los jóvenes, más que a los padres, se parecen a su época, yo pensaba lo
mismo que ellos, pues si una de las grandes virtudes, lecciones o mandatos
militares consistía en mimetizarse con el paisaje, entonces, ¿porqué no hacerlo
también con su paisanaje?
Nota: Los videos que acompañan el relato, ilustran aquello que me perdí (o no) durante el año 1978 (no así los de la tele, que casi era obligatoria ya en los cuarteles). El de la Pantoja pertenece a su actuación en un capítulo del gran éxito esa temporada, Curro Jiménez, mucho tiempo antes de ir a parar a la cárcel, por asociación con bandoleros, esta vez sí, en la vida real.
Mis sucesos de Yeste
La primera vez que volví
del norte apenas me detuve en barajar las cartas marcadas de mi puta suerte. Y
me supo raro.
Pasado ese síndrome cuyo mono es la vida misma, el viajar de pasado en pasado, no acababa de tomarle el pulso (tal vez no querido) a la situación.
Y la situación era que, tras las elecciones, la organización había recibido adhesiones y apoyos que sobre el papel la presentaban como una fuerza en alza a tener en cuenta. Dos de nuestros dirigentes habían logrado incluso montárselo en las Cortes. Y mucho que me alegraba. Sólo que la realidad era muy otra (como la mía): de parón, tras la movida electoral.
Y lejos de ir todo sobre ruedas, se parecía más a eso que en la bolsa llaman rebote del gato muerto, esos últimos coletazos de todo animal moribundo que parece ir a ponerse de pie antes de pegar el crujido.
Mi capacidad de percepción
era imprecisa. Yo creía regresar desde el pasado hacia el futuro, sin darme
cuenta de que lo que anhelaba revivir era un 77 que había dejado de existir por
mucho que añorase su frenética campaña, surrealista hasta lo sublime de
enterarte, por ejemplo, de que te habían metido de suplente como candidato,
creo que al Senado, por Ciudad Real; o malograrte como mitinero para toda la
vida, descubriéndote a ti mismo como, ya lo he dicho, una víctima crónica del
vértigo.
La cosa fue que, viendo la
afluencia y el interés que suscitaba el partido, se planteó, cómo no, uno de
esos rituales que tanto excitaban en la izquierda, y arquitrabe tanto de su
cohesión interna como de enganchar con el exterior, cual era el de tener
mitineros. Un partido rojo sin mitineros propios, de la cantera, era como una
comunión sin chocolate de las de antes, salvadas sean las distancias (menos de
las que se piensan).
Ulpiano, a la derecha, en 2006, en un acto de homenaje al Instituto Bachiller Sabuco, del que entonces era director. |
Los jefes sacaban la
cuestión sin parar, exhortando, jaleando a lanzarse todos al ruedo, para ver de
qué maletilla se podía hacer carrera como orador o al menos de telonero. Y qué
mejor capea o tentadero del habla que una campaña electoral.
Casi ninguno de nosotros,
ni por edad ni por ambiente ni por educación, estaba preparado. Nos venía
grande.
Se ha estudiado muy poco
este asunto de la penuria oratoria de la primera transición, y cómo nos pilló a
todos a por uvas (y aún iría la cosa a menos a partir de ahí), cuando, sin
embargo, mucha gente, desconocida para la política, iba a las reuniones, de
masas o no, precisamente a oír hablar.
Y haciendo de la necesidad virtud, los
más lanzados, desinhibidos o francamente desbocados, se arrojaban a probar fortuna,
viéndose entonces, y oyéndose, las mayores bazofias salidas de boca de humano,
auténticas ejecuciones públicas del arte de Cicerón, que aún nos echaron más
para atrás a los que abrigábamos serias dudas sobre nuestra capacidad, no ya
declamatoria sino meramente oral. Aunque, conforme entrábamos en calor, alguno
sí se destapó, y con un poco más de cuartelillo, hasta habría escalado
posiciones.
Era el caso de Ulpiano
Sevilla, que se reveló más ducho en esa liza que la mayoría, quizá practicada
en los tiempos en que con sigilo enseñaba por entre el sobaquillo el pico de un
impreso y preguntaba misterioso “¿quieres un M.O.R? (Mundo Obrero Rojo)”. Y
como descollante, se le citaba en las faenas más primorosas, una de las cuales
se habían reservado para sí nuestra parejita de mayorales, nada más hacer la
programación de campaña, a pesar de que las dotes demosténicas les eran más
furtivas que a un cazador de junio.
Yeste, precioso lugar, cuyos sucesos en los años 30 hizo célebres Goytisolo en la transición. |
La cita era en Yeste, lugar
mítico por excelencia donde el partido tenía una ocasión improrrogable para
mojar ante sus muchos jornaleros del monte y del olivo, sus parados, su atraso,
su memorial de agravios y sucesos y toda la retahíla enardeciente. Si el
maoísmo no triunfaba allí no sé dónde iba a triunfar.
Y quiso el infortunio que
yo, que ya me había escabullido en varias ocasiones de las listas de soflamas o
me había caído de ellas por otras circunstancias, fui apuntado en ésta sin
poder decir “me paece”, por aquello (y esto es lo más grave) de que yo era de
familia del campo.
Era pues, un viaje estelar.
Un bolo de altura al que, para completar el cartel de gente de pueblo, supongo
yo, metieron en el ajo, una vez vistas sus probabilidades, a Ulpi (que aunque
señorito, también era de pueblo). Lo cual, a decir verdad, me tranquilizó una
barbaridad, no en vano yo había hecho un pinito como ayudante suyo en algún
bolo rural cuando el sindicato de maestros, y me daba buenas sensaciones. Y
allá que salimos con el Renault 12 ranchera el mariachi completo a por ellos.
Pero conforme me iba
mentalizando para la ocasión, al entrar en las primeras curvas, el cuerpo
digirió tan mal lo que le venía, que se puso a arrojarse fuera de sí como un
surtidor, en medio de las angustias de la muerte, se podría pensar que a causa
quizá de la compaña, pero no, pues hasta en moto había llegado a marearme en
esa ruta.
Típico paisaje de la ruta elegida. |
Total, que cuando ya no
había nada más que devolverle a la naturaleza, me echaron en la trasera sobre
una cama de carteles, pegatinas, periódicos y demás género negro sobre el que
me rulaba de acá para allá en cada una de las incontables curvas, atendiendo
con lastimeros maullidos a las atenciones de interés que se me prodigaban, y
para cuando llegamos cercanos al anochecer, yo estaba para que me echasen las
mulillas. De modo que me apartaron de entre los otros despojos para coger
algunos de ellos para el acto, y allí me quedé adormilado, aprovechando que
parecía que habíamos tocado tierra firme y el mundo al fin se había parado.
En mi siguiente visita
durante el verano de hierro manchego, nuestro papel de aceleradores de la
transición se había diluido, y ya imperaban el desperdigamiento y la
inactividad. Y en navidades, el partido, prácticamente ya no existía y hasta
nuestro matrimonio tan lacaniano y bienhechor había volado, o estaba a medio
largarse a poner el huevo en otro bancal, en medio de la más estricta apatía
del desconcierto general.
Así, difuminado en la
distancia, fue como aquel sueño de juventud emprendido con la enfermedad del
dictador daba mismamente sus boqueadas lejos de mí, en una agonía vivida de
forma epistolar en la que todas las cartas daban el pescado tan por vendido que
no se hablaba ni de la raspa, dando lugar a un final gris, a un crepúsculo sin
pena ni gloria en su tránsito al otro mundo de una forma sutil. Un fundido en
negro, pero negro sin el más mínimo ritual; una muerte sin entierro nada
traumática del primer amor en la nada extendida que para mí era aquella tumba
de quince meses en el limbo, en espera de un tren. El que fuese.
Ante
la duda…
Dos años y pico después de
dar de mano en aquel paseo por el caqui y la lluvia, que me esperaba a la vuelta del otoño, y vuelto a la celeste cuna
de la amistad ensanchada a carcajadas, pasada ya la enfermedad infantil de la
revolución pendiente, y maduradas las distintas voces agrestes de cada
instrumento en su materia, veía otra vez posible la orquesta en plan sinfónico.
El prototipo de esta
alegría del timbre reencontrado era El Pena, que siempre lo estuvo deseando,
con su especial madera añadida de mártir. Y de padre.
Ahora ya no paseaba a
hombros aquel hijo adoptivo que fuera Sergio Bleda. Más bien parecía habernos
adoptado a todos. Como Angelina Jolie, pero con barba. Haciendo comidas y
dándote la barrila si no te las comías, ofreciéndose con verdadera fe salvífica
monjil a todas las causas igual que otros se dan a todos los demonios (si no es
lo mismo).
Eran los preliminares de su
larga campaña de sentar muchos pobres a una mesa, que sería la Asamblea de
parados, aquel proyecto de remedo de la última cena (quizás) pero a lo bestia
(y finalmente a costa del erario público), que en aquel invierno de los tiempos
de obligada convergencia tenía en jaque al ayuntamiento, que por cierto era el
que menos culpa tenía, pero como trofeo o muñeco al que tirar no tenía precio,
y a mí me daba un cuartelillo para lo mío (a cambio de mi trato de favor, como
estaba mandado), para hacer de abogado del diablo delante de la displicente y
edílica mirada de los munícipes barandas, que capeaban la movida más mosqueados
que una mona.
No recuerdo bien si cuando
aquella especie de pronunciamiento de pobres, iba o venía de su contrato como
ejecutor de pollos (peor hubiera sido sexador) en una empresa quasi familiar,
que a mí, cuando me lo dijeron, me llenó de estupor pensando en lo del mataero.
El ser humano es así: nada. Debió de ser su peor bajada a los infiernos desde
el día en que se fumó un cigarro.
Tiempo después, en una
ocasión que lo encontré accesible le pregunté sobre la corta experiencia y no
fue capaz de decir nada coherente, limitándose a poner una cara tal de desolación
y asco, trazas de ansiedad infinita en una mirada suplicante por apartar de sí
aquella imagen, que no quise insistir.
Aunque cierto jugo, al menos oral, sí
que sacó de ésa y otras experiencias laborales hacedoras de superioridad, como
la construcción y otros gremios penosos, valga la redundancia, que le
permitieron el lujo de decirle a su principal allegado aquella frase que
quedaría grabada en letras de bronce, de “vas a entregar los huesos intactos a
Dios”, que hasta ahora se ha cumplido como una profecía nostradamusiana.
A la Asamblea de Parados
había podido acceder gentil y legítimamente por su quinta y no de matute, como
era costumbre en los desclasados, gracias al paro en premio a su abandono del
oficio de verdugo avícola. Y comparado con esto, era todo un solaz, pasándoselo
en grande con aquel circo en el que hacía de maestro de ceremonias,
funambulista en la cuerda floja, que era lo suyo, titiritero y trapecista en
las alturas de las grúas, payaso con o sin saxo, domador de fascistas famélicos,
malabarista de pelotas y contorsionista inflexible, que con el tiempo, sin duda
le serviría para entrar como bombero del sistema, en el doble sentido (otros
entran de sargentos con mucho menos), hay quien dice como premio, y algún
malaje integral que como adelanto de derechos de compra, aunque en realidad fue
una conquista arrebatada a pulso a los que habían tomado el relevo en la
redistribución de la riqueza, en esta ocasión dudosa por tratarse de trabajo, y
parecía como si tuviera que agradecerlo tanto a éstos como a los propios
componentes de aquella asamblea en la que poco menos que le acusaron de
apoyarse para encaramarse, cuando no era sino el aglutinante que removía a la
prensa de sus poltronas para que dieran aire a aquella parada de los monstruos por
derecho.
Mientras quien más quien
menos de los que componían aquel compost social de baja estofa obtenía algo en
la pedrea de la lotería de la queja y el follón, a él se le cuestionaba y
escamoteaba. Era la historia de nuestra vida: la discriminación a causa del
borrón que representábamos para una democracia que había que hacer presentable:
o eterno arrepentimiento o desaparición.
Lo único que los vividores
metidos a bienhechores con dinero público que sobrenadaban en aquella movida de
chichinabo parecían ofrecer a los ilusos apartaos
toritos nevaos (que lo mismo daban coces que tiraban bocaos), restos del
izquierdismo extinto como él, era el desbroce de minas por delante, para que
ellos pudieran pasar ya sin peligro con su séquito en coche oficial. Eran así
de espléndidos. Y mis primos, dudosos entre pillarles el pan debajo, y
felizmente atrapados en la reflotación de un renovado compromiso social en el
que se creían imprescindibles, emprendieron ahí el gran debate que sólo una
década después les llevaría al consenso. Es decir, a unos a la tumba y a otros
al cementerio.
Desde el principio y durante
bastante tiempo, yo asistiría a eso como invitado de piedra, testigo mudo,
espectador o en calidad de simple corresponsal amigo; todo lo más manijero de
ocasión. Y ellos, tan dichosos de tenerme si no dentro, cerca, como si nada
hubiera pasado, como si los dos años de PSOE hubieran sido un purgatorio, ‘¡pobrecico!’
(cuando nada más lejos), sin arregostarse todavía de mis largas cambiadas.
No escarmentaban, pese a
haberles dado nones dos años antes en la merendola de hermandad y enganche
organizada en el río, sin dejarme bautizar por inmersión y dejándoles bastante
claro que los viejos tiempos se habían esfumado y el contrato social yo lo veía
de otro tipo, y que no estaba en mis planes hacer un bis, un paripé, una
versión de mí mismo, o una segunda parte, que, según Marx, Hegel y el dicho
popular, no eran buenas (excepto El Padrino II), sacándolos de su error con un
par de argumentos de trapisonda.
Después de lo del río, que
ya he dicho no recogería mi sangre, mi postura sería la de andar por el filo,
entre dos aguas, o por la linde, tratando de no hacer sufrir para que la llama,
la auténtica, la de la ligazón en la afinidad, no se extinguiese, y de mantener
la afinidad con la peña, dando una de cal y otra de arena.
Aunque lo peor es
que ellos creían todavía que yo era un buen elemento. Y esa confianza en mí,
basada en una equivocación que ha sido muy común, a mí me avergonzaba,
incitándome, creo, a dar algo a cambio. Y me pasé diez años dando
explicaciones.
Entonces todo había que
explicarlo. Dado que no podíamos cambiar el mundo, lo explicábamos… mientras
cambiábamos nosotros mismos.
La dialéctica de los hechos
se solía confundir con la verborrea de la sinhueso. Y uno, que siempre ha sido
lo más opuesto a un periodista de hechos, tratando de argumentar lo más
exhaustivamente posible sobre lo que no tiene ni puta idea, lo único que podía
hacer era cuestionar (disentir, siempre) la teoría sobre la que se asentaba
aquel reagrupamiento bajo el paraguas calado del nuevo partido de unas fuerzas
demasiado jóvenes para abandonar, y que consistía, dicho sea con pijoterismo,
en la verificación y galvanización del nuevo elemento subjetivo de la
revolución formado por los nuevos parias del postcapitalismo: jóvenes, mujeres,
marginados y lumpen (los inmigrantes aún no habían llegado).
Aquello era demasiado para
mí, y conforme iba tomando forma la idea, les decía algo así como que si es que
aspiraban a ser otros Luis Bonaparte (el inventor del quintacolumnismo, no el
de la prensa, sino el otro) a la española.
Ellos se reían. Pero no les
sentaba bien. Quizá porque cada vez estaba más a la vista. Y también por eso
dejé de restregárselo tanto.
Una cosa era disentir y otra dejar de dar apoyo desde los medios disponibles a los 'nuestros', aunque ya se empezase a no distinguir quiénes eran. |
Con este panorama desde el
puente la otra opción a elegir estaba más que cantada. Y hete aquí que, dos
años después, en un nuevo giro de tuerca, me veía promocionando (potenciar, se
empezaba a decir en un lenguaje contaminado por la ficción épico-democrática)
en mi labor propagandística municipal, a un colectivo de la más rancia, amorfa
y mosqueante estirpe cual era la Asamblea de Parados, a cuyo batiburrillo se
sumaban en ocasiones señaladas (para ir a Simago a comprar sin pagar, por
ejemplo) algunas de sus mujeres, niños y otros agregados más o menos espurios
entre los que cabía contar artistas, chuloputas (o putas sin chulo),
minusválidos y otros santiamenes, siendo una pena que no hubiera habido
entonces algún negro para poner la guinda a aquel pastelazo.
La cosa era que yo veía
perfectamente compatible con mi cometido en el consistorio apoyar aquel
petardeo y sacarlo en los papeles y en las ondas. Toda una incongruencia que,
con el tiempo, el irónico acontecer iba a tornasolar de coherencia paladina. Y
descacharrante, pues aquello precisamente que un día yo llegué a ver como gran
castaña de progresismo delirante, resulta que con el cambio de siglo, el
post-postsocialismo lo iba a adoptar veinticinco años después como discurso
electoralista y hasta ideológico, y de cara a la galería se iba a erigir en
paladín de esas minorías, incluso las más marginales; y a la recíproca, los
patentadores del invento, los antaño ultra beligerantes de esa socialdemocracia
de calidoscopio la aceptarían como madrina de su botadura para chapotear en el
sinuoso piélago de la demagogia y compraventa políticas de la postdemocracia.
El azar es un mago que produce sus propias carcajadas.
Por otra parte, y dado que
mis insufribles y renegones patronos me habían desahuciado de antemano,
aquellos últimos meses de ayuntamiento no quedaba más remedio que pasarlo bien.
De modo que me relajé y eché a soltar los perros del cinismo cautelar,
convirtiendo mi labor en una rutina a la que ya tenía tomada la medida, y a lo
que sin duda colaboraba la inhibición, algunas semanas casi absoluta, de los
políticos, ante mi trabajo, pues habíamos llegado a ese pacto samugo de entente
cordiale (pero poco), mientras no les tocase mucho los cojones ni ellos
insistieran en darme disciplina inglesa sin yo pedirlo, volviendo así a lo que
era el verdadero espíritu de mi contrato, el de un autónomo que trabaja, a la
americana, “para” el consistorio, y punto.
Y es que ya no había ganas
ni de discutir, visto lo que dábamos de sí. Sólo arrancar cada cual sus hojas
del calendario y a otra cosa. Que esa era otra; el tiempo empezaba a escasear,
y con la primavera encima y el marrón de las oposiciones, no daba la teta para
más. Y eso que pintaba bien (el evangelio según San Maxi). Algo de lo que
recelar más que de un cielo azul eléctrico, pues ¿por qué la mesnada de la Dipu
iba a ser tan distinta de su vecina de al lado?
Max: enfoques y desenfoques
Si Maxi,
con su hoja de servicios, no las tenía todas consigo de que no le guindaran el
bocata de la Dipu, qué decir de mí. Y su táctica para que no me viniera abajo
en una de mis rumias malagüeristas ciclotímicas era meterme caña. Con lo que
conseguía todo menos alentarme.
Porque si con eso le daba el pego a tantos, a
mí me ponía todavía más a cavilar. Eran muchos años de gimnasia juntos. Lo cual
no significa que lo conociera del todo (¿quién puede?). Ya lo había dejado
claro con su adelantamiento por la derecha a toda la basca de la noche a la
mañana.
Desde entonces yo tenía activada una luz de precaución
constante (y cierta admiración, a qué engañarnos) ante su recién descorchado
sorpassismo vital. Y él, para desmontar cavilaciones, solía dibujarme con sus
bien afilados pinceles el cuadro de ventajas, el horizonte de plácida y verde
campiña que se abría con aquellos nuevos capos enrachados en gastar en fichajes.
Solo que por esas fechas a mí aún me iba más el bodegón.
Y ya digo que su apertura en plan Capablanca
me había puesto en guardia. Pero, conociendo mis muchas flaquezas, en un año me
tenía a su merced y renovado mi contrito social como su compañero de viaje,
esta vez con él a los mandos. Y no es queja. Yo siempre he sabido reconocer a
quien va por delante.
Maxi emergiendo de las sombras. |
En efecto. Mientras los demás mirábamos un reciclaje de
trapillo que ponernos para ir hibernando en el nuevo clima, él había tocado
pelo y mudado ya al prêt a porter, demostrando ser el más largo de la
cuadrilla.
Y sabiéndolo, estaba dispuesto a surfear en la ola como señuelo para
el ex grupo de iguales que, con lo depredatorio como religión inconfesable, en
el fondo, no nos engañemos, veían su salida por la banda toda una proeza, un
trofeo de caza mayor. Un buen comienzo y no un vergonzoso final.
Por supuesto, para
curarse en salud, le dijeron de todo. La típica mezcla de rabia y envidia por
haberse anticipado. Pero en cuanto pudieron aducir en su favor una mínima buena
disposición y ganas de ayudar (si adoptada o sincera, si estudiada o
espontánea, allá cada cual), enseguida obtuvo el place
por tender puentes (como buen pontonero) entre los nuevos ungidos y los
airados olvidados, y la consideración de eslabón perdido entre
pródigos y bienhablados, como fontanero postmoderno de palacio del
rebautizado Paseo de la Libertad.
Rotos y descosidos, lubricación de cadenas de transmisión
entre facciones, beligerantes o no, limado de asperezas con opositores, esgrima
con funcionarios o periodistas y enjuagues diversos para los que se requería
ubicuidad y destreza, todo ese apretado programa que suponía entonces ser
secretario particular de la toma de un palacio de invierno de provincias (para
vencer) eran facetas de su oficio, recién inaugurado de la
democracia, y, si no indemne, iba sobreviviendo, que era mucho. Y se
crecía.
La colgada peña despeñada (y despenada) estaba
estupefacta y deslumbrada. Y él, como buen concesionario del poder, aunque
fuese de alquiler, se venía arriba y jugaba para ver hasta dónde llegaba con él
y su saber como esencia inherente del mismo, alzándose en lo que canta un
gallo como el pivot que el parvulario necesitaba de referente en su
deriva. Y mientras él corría por la calle principal, echaba liebres de
prueba en otras para experimentar. Por ejemplo, la célebre
cooperativa de artes gráficas.
Huyendo de la quema
Era nuestro sueño chico, un viejo proyecto engordado para
su puesta en marcha con parte de la peña para llegar a siete, el número
cabalístico exigido por la ley, y que nos iba a proporcionar las ayudas y
apoyos necesarios para comenzar una aventura laboral como base de la
periodística, que era el sueño grande.
Estando a la faena, algo no casó y, una vez en
Chinchilla para firmar ante notario la constitución de la empresa, resultó que
no había ni el menor asomo de apoyos, ayudas ni compromisos oficiales que él,
en plan aquí estoy yo, poco menos que había apalabrado. Y empezó a olerme
a cuerno quemado. Al repasar la repalandoria del sumario, mis dudas crecieron
hasta casi convencerme de que aquello era otro hueso, un entremés más lanzado
para entretenimiento de la quijada tiesa. El típico ejercicio de estilo de
quien hace prácticas de pirotecnia política.
Pero la inversión emocional era ya tan grande que,
convencido de ser (yo) un revientaverbenas, me costaba creer que todo aquello
fuera el embarque de Capitán Araña que parecía. Aunque lo era. Todo un
castillo de naipes cuyo derrumbe él mismo no había sabido parar antes de
producir una merdé del calibre de la montada: darnos cuerda hasta meter el
cuezo y llevarnos directos como cretinos hacia la estacada más ridícula, quise
entender que bloqueado por no poder responder a las expectativas generadas
desde su suficiencia vital (entonces muy subida de tono), dejando rodar la
ful llevado por su natural huida de todo lo que fuese contrario al
estupendismo cultivado como táctica, su aversión al riesgo y su necesidad
de garantías y ventajas de éxito antes de apuntarse a algo, y aparecer
solo cuando tenía algún triunfo para mostrar. Un buen sistema, pero que aún no
tenía depurado. Así es que, menos mal que no pasamos al notario. Aunque más
tonto fui yo, pues encima, me mosqueé.
Claro, éramos colegas, y días después fui a su casa y le
dije algo así como que aquella era la típica situación que me daba ganas de
liarme a hostias. Él calló, esquivó el enfrentamiento, quitó hierro al asunto
y, pegando un carpetazo despectivo, me salió por peteneras de amigo cómplice
privilegiado, que era su táctica de reserva para camelarme, con el conque de
que aquella mierda de cooperativa acariciada desde antes de la jodida
democracia, era un agua pasada que no movía molinos nuevos. Y me dribló.
Y lo peor era que el muy jodido seguía
llevando razón. (Aunque su comportamiento debería haberme alertado de que los
tiempos, los de fuera y los nuestros, estaban cambiando, y me hubiera ahorrado
más de un disgusto). Y refunfuñando, por toda reacción me quedé esperando su
siguiente regate de trilero, que no se hizo esperar. Tenía la iniciativa, y yo,
por mucho que no la viera clara, no tenía otra mejor. Y además, el nuevo envite
era todavía más de relumbrón. Y sabía que era algo que yo no podía rechazar.
Albacete, siete días, una
noche
Esta vez la liebre era de
más calado: una revista nueva que ya se estaba fraguando y que se llamaría Albacete 7 días, hecha que ni pintada
para nosotros, en especial para mí. Un proyecto independiente que, generosa y
desinteresadamente, iba a tener, esta vez sí, todo el apoyo nada político sino
institucional –a partir de la Dipu, y ya veríamos si también del Ayun (qué risa
me da recordarlo)–, en la cual era un pecado no colaborar.¿Cómo? Siendo yo
mismo uno de sus artífices (¡). Y, de nuevo, piqué.
De haberme conocido Antonio
Vega, yo estaría ahora cobrando derechos por Me dejaba llevar, por aquella mi puñetera inclinación, esa que
promueve la gran estafa de la camaradería. Aunque la verdad es que no tenía
mucho que hacer, y, como buena gallinácea, tenía mucha inmundicia donde
picotear.
Y me lié la manta a la cabeza para lo que sería mi especial puente
aéreo entre mi despegue como radical libre y mi aterrizaje en el socialismo.
Bien es verdad que algo más avisado por los escaldes, y buscando desde el
primer momento el gato que de seguro había encerrado. Y no tardaría en estar al
cabo de la calle.
La cosa no era la pintada,
por supuesto, sino una apuesta personalísima de tres elementos rebotados de La
Voz de Albacete: Sebastián Moreno, vedette del periodismo de la vieja escuela
de barra, acera y taxi, Jesús Moreno, el fotógrafo del diario, el máximo
exponente en cierto sentido del periodismo gráfico local de entonces y yo diría
que del siglo, y a los que todo el mundo creía hermanos o primos al menos, y
cuya única similitud, como explicaba graciosamente Jesús, con su claro aje
andaluz, era que “ézte eh de Fére y yo de Heré”; y el tercero y no en
discordia, José Antonio Domingo, que ya estaba tardando en aparecer, como todo
lo bueno, que a pesar de su capacidad y talentos varios tantas veces contrastados
posteriormente, había estado limpiando los mocos al periódico como corrector y
otras faenas de sentina, desde que se volviera del foro dejándose varias
asignaturas de la carrera colgadas, harto del fiasco madrileño y los desayunos
aguados de la residencia de la Benemérita, colocándose de chico para todo hasta
empezar con el más audaz reporterismo combinado. Esa era lo troika a la
aventura de nuevas hambres.
A cambio de servir de
plataforma para forzar un cambio de status quo en la balanza mediática y
movilizar sinergias a favor de los socialistas, habían negociado (es un decir)
con los nuevos interlocutores válidos, o validos, como Maxi –Juan Francisco aún
no era ni el asomo de la tormenta absolutista que devendría, aunque ya
rentabilizaba los truenos– unos apoyos logísticos (la luz verde) que nunca
llegarían.
Don Ginés Picazo Carboneras. |
En contrapartida, los muy generosos
les habían impuesto como director una de aquellas momias (sólo en lo físico)
que el PSOE se apresuró a desvendar, no sé si añadiendo con ello más prestigio
del que les quitarían. Se llamaba Ginés Picazo y era un viejo periodista
represaliado del franquismo, que había vuelto a pasar sus últimos días entre
las honras que pudiera procurarse previas a las fúnebres.
Estaba hecho polvo, llevaba
sin ejercer desde siempre y estaba claro que iba de prestado, sin meter mojada
más allá de lo justo, muy en su sitio, que era la figuración retórica y digna y
comedida, eso sí, sin contraprestación líquida que supiéramos.
Nunca un partido
ha pagado tan poco a todos los que vinieron a abonar con sus huesos de última
hora un terreno que luego sería tan productivo para otros. Aunque, todo sea
dicho, los que estaban al pie del cañón (a los que no tardé en unir mi propia
calamidad) tampoco veían gran cosa de color. Yo mismo, en los dos meses que
probé suerte en el intento, no vi ni un duro.
Pero no sería el poco color
del presente sino el del futuro lo que me haría presentar mi renuncia, por
decirlo así, ya que aquello era el chocho de la Bernarda.
Sin dirección, o peor, encubierta en la figura
dominante pero equívoca de un Sebastián distante y desdeñoso, indiferente o
esquivo con los considerados ayudantes; un JAD (así empezó a firmar) de natural
samugo, taciturno y proclive por demás a lo tácito y el otorgamiento
sobreentendido; y un Jesús hecho a tomar la vida no al día, sino al segundo,
sin plantearse nada y de un coleguismo a prueba de bombas tan encomiable como improductivo,
a los siete u ocho números desaparecí de la pista, viendo que allí no me haría
sitio ni en años. Y además trasnochando.
Sebastián Moreno, primero por la izquierda, entre periodistas y colaboradores de prensa de la época. |
El dichoso Jarukelski, capo del tardo comunismo polaco. |
Al parecer, había tenido
que intervenir como homo calitas en un sórdido incidente en el que uno de los
expedicionarios, el artista Quijano (hoy desvirgado de la -u), había resultado
detenido y avergajado por las entonces nada contemplativas fuerzas de seguridad
del general Jaruzelski, al parecer por una gamberrada. Y otra que se apuntaba
el Gran Líder. Nada. Una pequeña hazaña para tirarse el verso moviendo algunos
hilos y sacar del calabozo al artista, quedando como un héroe.
La pregunta subsiguiente
era –y fue–: ¿por qué un avezado lanzaliebres como Juan de Dios, les tiraba a
los sabuesos aquella carnaza como si fuera una peladilla en vez de silenciarla?
El increíble Bono, primero a la izquierda (?), como oficial, claro, unos años antes. |
Naturalmente, después de
apalancarse el mayor de los silencios, solucionado el incidente de forma rauda
por canales insondables, aforados o clasificados de los de hoy por ti mañana
por mí, tales como el consulado, el mismo Congreso y alguna otra oficina
gubernamental, tan recalcitrantes todas al descorche informativo relativo a uno
de la curia. Una única versión, la del nuevo quijote sacando a su sancho de las
mazmorras polacas, que por supuesto, contó con la más absoluta omertá de las
posibles bocazas que formaron la cohorte del viaje, cuya estanqueidad todavía
permanece virgen.
Pero si no hubo nada
reseñable en aquel desliz con vodka de patata de por medio, sí quedó para la
historia, por mor de las medias verdades, el “bulo” verosímil engordado por el
morbo de que el mismísimo Gran Líder Fraternal fuera de alguna manera parte
interesada personal del incidente.
Y apenas un año después, debajo de Tejero. |
Pero nadie cantó, oye. Y la
hipótesis no pudo contrastarse. Es algo que aún me impresiona. Había quien esperaba que su novia
de guardia entonces, Milagros Morales, una historia mantenida al nivel
de un glamuroso si es no es inefable e inédito, acabase
cantando descargándose de algo, en un rapto de despecho tras su rosario de la
aurora allá en la lejana loma de la Universidad Menéndez Pelayo donde el
futurible, en un adelanto del morro que ya prometía, se le había cambiado de
caballo a media carrera, acabando la pareja en triángulo con el añadido de su
futura esposa.
Pero ni media
–y no quiero pensar que algo tuvieran
que ver con ello, además de la lealtad, claro, ciertos privilegios (si pueden
ser llamados así los carguicos públicos) con los que tanto ella como su hermano
fueron obsequiados por el partido)–. Y otro tanto pasó con las gargantas de los demás, algunas muy
amigas entonces pero que se revelaron para mi sorpresa ingenua de entonces más
amigas y leales al nuevo prócer, y que resultaron ser tan profundas como para
no salir palabra sobre el asunto, ni indicios.
Sebastián Moreno, al fondo a la izquierda, en una imposición de medallas del Pte. de la Diputación, Gómez Picazo. |
Sonaba tan poco el río que
daba en reinar a más de un corazón chismoso que algo había, devanándonos la
sesera por añadir algo de amarillismo al ya de por sí papel hueso de nuestras
cuitas. Aunque eso sí, una cosa quedaba clara para los restos: el estilo de
Juan de Dios para las filtraciones, que iba a ser leyenda urbana.
Y otra cosa. Que como
aquello del A-7días no iba ni para
adelante ni para atrás, de ninguna de las maneras, porque los supuestos
padrinos, mucha boquilla, pero ni para pipas, cuando a los dos meses no había
visto ni una peseta ni un rayito de luz en el nebuloso horizonte, tomando
prestada, por razones familiares, la seguidilla “tú preñada y yo en la
cárcel…”, de papel, se entiende, y teniendo a la vista cuatro meses (aquellos
que Juande quería que me enclaustrara, el muy cachondo) para terminar unos
estudios no por menos denostados ya listos para el descabello, pensé lo que
pensé y con gran dolor los dejé a solas con la revista, cuya singladura sería
grosero por mi parte relatar, más allá de este a modo de introito, estando por
ahí como están (excepto Jesús Moreno) sus protagonistas verdaderos, cuyo
recuerdo sabrán emborronar mejor que yo.
El
biplaza
Durante el año y medio que siguió, y
sobre todo tras mi (esperada) decepción de mi paso por el Ayuntamiento, me
ratifiqué en lo que ya había aprendido en la mili y no quería admitir: aquí no
vale ser más listo, o habilidoso o tener más estudios o más huevos que los
demás. El rasero declara a todos escoria, y una vez te dejan con las vergüenzas
al aire, lo que funciona es la oferta y la demanda. Y hay que adaptarse o
morir. Si piden un cornudo, tú, con un par de astas que ni un ciervo; y si un
lindo don diego, ahí estás, emperifollado como para una boda, aunque asustes al
diablo de feo y contrahecho; y si reclaman eruditos, entonces, aunque fueres
analfabeto, te presentas como el Espasa, el monosabio compendio de los siete de
Roma. El caso es cumplir el requisito y nunca postularse antes de saber qué es
lo que cojones buscan esos cabrones.
Contrariamente a los inquilinos de la
Casa Consistorial, allá en la Dipu parecían estar en mejor disposición para con
los aspirantes a colaborar (aunque fuese por un módico precio) en lo que iba a
ser el nuevo régimen y pronto acabaría siendo matadero de sueños, ideales y
demás. Y quizá por tratarse de una institución más distinguida e indirecta,
enseguida habían adoptado ese estilo propio del guante blanco de no pegar la
puñalada los políticos directamente, de forma que necesitaban esbirros,
soldados, sargentos y oficiales como mano de obra de la demolición del espíritu
del cambio. Y técnicos para crear la nueva ilusión. Muchos técnicos.
Grueso socialista de la 1ª corporación municipal democrática. |
Es un signo inevitable, lo técnicos: en
cuanto entran por la puerta, la esperanza
del cambio (para bien) sale por la ventana. Y allí estaba yo, otro más,
para defenestrar lo que hiciera falta, empezando por mí mismo.
No pretendo decir que lo llevase en
cartera. Ni siquiera en esbozo.
Yo no estaba a disgusto con mi papel en el Ayuntamiento,
me llevaba bien con muchos y me sentía agradecido y con ganas de agradar y
apencar. Pero bien soliviantado por el desaire inmutable de mis “compañeros” munícipes,
la convocatoria de aquellas plazas de Técnico de Publicaciones justo al lado,
acabó produciendo en mí la penúltima y más perversa (e irrisoria) conjunción de
sentimientos encontrados, mezcla de aborrecimiento y alegría, y en ellos el de
ese extraño resentimiento tan cercano a la rabia de verse ‘culpables’ de que,
en su obsesión por deshacerse de mí, yo pudiese lograr como desenlace otro
puesto, según ellos, mejor. Y alguno estaba que se tiraba de los pelos. Y eso
que aún no habían sido ni las oposiciones. Pero suele pasar. Y de remiso,
incluso retrechero con el caldo, acabé presentándome voluntario, tan contento,
a por las tazas que hicieran falta. Se llama necesidad.
Juego para dos, y el perro
A
los munícipes, y otros, que se la cogían con papel de fumar les hubiera
mitigado mucho su pesar el saber que el puesto tenía más novios, que aún no le
habían puesto nombre ni mucho menos, y que además, yo me presentaba bastante
acuciado, y ya se sabe lo que se dice, jugador por necesidad, perdedor por
obligación.
Así es que, si me marchaba era, primero lleno de incertidumbre, y con
tanta pesadumbre como mucho descanso, consciente de ir derecho a un segundo
plato, con ese sentimiento entreguista del casorio por interés con un amor de
circunstancias, y sospechando que lo elegido te dará todo tipo de
insatisfacciones para siempre, algo que en el fondo nunca (te) perdonas, por obligado,
por mucho que todos piensen que has de agradecerlo de por vida (y otros que
hiciste la jugada de tu ídem).
Un enrevesamiento, como se ve, digno de
reseña especial, que iba a alimentar un desaliento donde lo personal, lo
laboral y lo social se entremezclaban sin salida, y que maduraría en el
desencuentro definitivo primero con los socialistas, y al final de aquellos
difíciles años señalados vividos en clave de facilidad, con los restos de mi
quinta, agotado ya en mí todo deseo de actividad política, sustituido por la
pirólisis del hastío permanente.
El procedimiento técnico, por así
decir, de llegar a consumar aquel torticero golpe de mano de busca de la
vida/ruina para siempre partió de su protagonista principal, Maxi, que ya había vendido allí donde y a
quienes debía que él era su hombre. Pero como los conocía y no les fiaba ni los
palominos, les colocó un dos por uno, o sea dos tazas, un dos plazas, para
asegurarse una, presentándoles la otra como una copia de seguridad, y a mí como
la mía de verdad. Lo que se llama una buena jugada, pero sobre el papel.
Siempre hay un tren que tomar
Eso, a políticos y fauna adjunta los
puso en el disparadero, listos para abrir la caja de Pandora, el maniobrismo de
puñalada trapera y el chalaneo más artero que pueden suponerse en una carrera
de quítate tú para ponerme yo.
Estación anterior a la actual de Albacete. |
Luego, había esos otros aspirantes nada
despreciables a los que el poder había dado esperanzas y carrete, como el
protegido de marras del diputado comunista instructor de metidas de todo tipo,
que para mayor comodidad de su apadrinado pegó el cambiazo a última hora del
temario de artes gráficas por otro de literatura más apropiado, y que luego, cuando
no se presentó siquiera, las malas lenguas dijeron que sus donosas
posibilidades se habían acabado antes incluso de la convocatoria, disque por no
tener en realidad el título universitario requerido. Para habernos matao.
Y ahí
acabó su futura carrera funcionarial, si bien luego la emprendiese como laboral
sin necesidad de prueba alguna, en el Cultural Albacete. Maldita meritocracia,
con sus fiascos, que tanto dais que hacer a las musas con tales farsas mundanas.
Otro novio de la cosa (éste titulado)
era Nicasio Sanchís, de nuestra propia escuela de
Cambio-de-marcha-aprovechando-el-cambio, cuyas esperanzas de esponsorio y
jamancia de las perdices de palacio le venían de la inclinación que, a su modo
personal de hueseador hartizo falsamente incauto, parecía suscitar entre los
cortejados, que le correspondían con un lógico buen trato como periodista de
Radio Juventud.
Y dado que los pescozones mediáticos eran entonces pan del día,
los patrones se dejaron poner velas confirmándolo como otro desamparado con
derechos, otro de aquellos hijastros especiales con
dientes que el socialismo empezaba a recoger de la calle con la displicencia a
cargo de la cual exigirían luego tanta pleitesía.
Poemario de Nicasio Sanchís, editado muchos años después... por la Diputación Provincial. |
De mi experiencia con la bestia (y de
ahí una de mis ventajas), yo sabía que hay que huir de este tipo de
acaramelados del poder como el gato del agua fría, por devenir fatales para el
programa, pues suelen llevar al desavisado, a causa de su pura necesidad, a una
impepinable pérdida de pie de la realidad.
Un año atrás habíamos estado juntos en
aquel otro “proyecto cangrejera” o de futuro, o por si acaso, de la agencia de
noticias Castilla-Mancha Press, que quedó en nada y que yo había dado de alta
como propietario en la oficina de patentes, con él como director figurante.
Quiero decir que había unos ciertos lazos. Y que te descabalguen los amiguetes,
duele. De donde su rebote a toro pasado, y su amarga (y humana) queja de un
trato de favor (cierto, pues se nos acabó franqueando el paso) que él quería
para sí, y la pérdida de una piel del oso que aún no era suya.
Yo, en cambio, sabía que las hostias
las tenía adjudicadas desde mi mero aspirantazgo, como supuesto coautor de
aquel plato de nouvelle cousine, guisado en realidad por el amigo Juan Palomo
como final de travesía hacia la solvencia. Y lo tenía asumido.
Sabía que iba de
porra en el tinglado. Y si salía, bien. Y si no, pues buen viaje. Y de rejoneo,
el justo. Aunque, dicho esto, nada era descartable, salvo una cosa: cualquiera
que meta en un saco a unos cuantos gatos pescateros (para divertimento del
dueño, como era el caso), éstos podrán hacerse pedazos pero jamás morderán la
mano que los menea.
Recepción de invitados del Cultural de Albacete, en la Diputación. |
El chef, comprendiendo mi poco
entusiasmo por la movida, ponía especial énfasis en presentarla como conjunta
(aunque quien de verdad se la jugaba era él).
Y, para la historia, quedaría
como copiloto. No importa que fuera sin mandos, o fuera un socio a veces
consultivo, otras artístico, o un ayuda de cámara especial. Y como mi
gratificación por capear aquella res (pública) tocada en suerte, seguro que me
compensaba, y mucho, por hacerme cargo de las muchas guijas que no le cabían al
chef en su propio gorro, perdoné el beso por el coscorrón, aceptando
fehacientemente mi papel en el menú, por la cuenta que me traía.
El biscúter apañado
Aunque nuestra interdependencia estaba
clara, yo, dada mi situación trémula y entredicha, era el que delegaba. Lo
cual, en la recta final, se reveló abstruso e incierto, consistiendo el trato
de favor de los políticos en dejar a los aspirantes disputarnos a cara de perro
aquel puesto secundario, también para ellos, con la típica suficiencia y la
indulgencia ante las putaditas que en tales casos se suceden, de “tranquilo, no
te preocupes”, esa excusatio non petita, acusatio manifiesta que tanto huele
siempre a sudario de buenas intenciones y emplasto para moribundos, y que
reavivaba más mis oscuros designios de relegación perpetua y mis deseos de que
no me quisieran tanto.
Así, hasta la tercera y última prueba, en
que, a la vista de cómo me había currado la segunda plaza, o vete tú a saber, el
Presidente (que ya apuntaba maneras de lo que iba a dar de sí en el
empoderamiento) tomó en persona las riendas del tribunal, lo que indicaba que
lo tenía claro, daba por buena la clasificación, y demostrando que no quería
sorpresas ni virajes enojosos de última hora, debió darla prácticamente por
definitiva, a la vista de lo que fue la prueba restante bajo su autoridad, que
la ejercía: un mero trámite y una auténtica mamonada sin paliativos.
Y así fui refrendado como compañero de
viaje. Así que nunca supe si podía haberme tirado el mejor folio de mi vida, para
el que me había preparado, viendo el percal, y demostrar así mi competencia
–cosas de ilusos– o, por el contrario, si aún con eso, ni la Macarena me habría
librado de cualquier barrabasada propia de estas lides.
Lo que sí quedó nítido fue que, cuando
se trata del poder, y cuando ya te crees que vas a tocar pelo por ti mismo,
éste te siega la hierba y te dice: “No eres tú el que entras, sino yo el que te
deja pasar”. Y ya estás otra vez entrampado. Porque la vida tiene un precio.
Aunque yo no sabía que la cosa, de pago aplazado, sólo en intereses, me iba a
salir por un pico (pero sin pala, menos mal).
La oficina siniestra
El trienio rosa o cómo pasar de titular
al banquillo en tres lecciones
Lección
primera: como sacar los pies del tiesto
La nueva situación tenía su
aje, pero también su intríngulis.
Decir que el primer trienio en la nueva
casa fue la hostia sería injusto para un itinerario en el que me dediqué a ir de
órdago en órdago, de flor en flor y de truño en truño. Alternando, que se dice.
Me lo podía permitir. Hacer trampas y, encima, quedar bien. Aunque mucho más
fácil era poder quedar mal con todos. Pero me la refanfinflaba.
Yo me había subido al carro
(menos teta de monja de lo supuesto) de motu propio pero al volapié. Y
conociendo a mi socio como si lo hubiera parido (todos los amigos son una
parida de uno), ya sabía que prosperidad y problemas tienen el mismo prefijo.
El primero en darme en el asa y advertírmelo
había sido Juan de la Encarnación, estando yo recogiendo los bártulos para
largarme al nuevo puesto que tenía allí. Al enterarse del resultado de la
oposición, con la mejor intención del consejo amargo
de la experiencia, me soltó entre enojadp y aliviado por lo mío, la lapidaria
pero lúcida frase de que se alegraba pero: “Aquéllo no es para ti”.
Cómo lo sabía. Pero, ¿y qué lo era?
¿Acaso el nido purulento sofocante que
dejaba atrás? Y con un tal vez descreído, me fui. Bueno, lo que tarda en pasar
un mes de trámite lleno de indiferencia y adiós muy buenas, mitad y mitad por
ambas partes. A la francesa, para no verles sus últimas caras desanchadas. A
veces se necesita un final generoso para consigo mismo.
Dos años separaban la época de la buscavidas y las tentativas de mi nueva y privilegiada situación. (En la imagen, con Uriel y su hijo Guillermo, en la vieja fundición de Marset.) |
De momento, el episodio de
luz de gas y vigilancia cautelar llegaba a su fin. La liberación había llegado.
Y yo no distinguía si mis libertadores eran políticos o colegas. To er mundo era güeno. Yo era el ingrato
que nunca existió. Y mentira lo de que enseguida se me olvidó la tabla echada
al náufrago.
El balance hasta ahí
consistía en unos años pródigos. Tanto, que mi comportamiento, un tanto
alucinado por el deslumbrón de la libertad, ja, ja, tesoro de dioses y no apta
para criados, y el descaro del desenjaule y mi propia desfachatez, empezaba a rayar
en corte de mangas pasado de
rosca.
En la nueva coyuntura de amplias
alianzas, compañeros de viaje, izquierda común y revoltaza imperante desde el
23-F, con el miedo atizando la necesidad de pegar los culos, y ser poca toda
ayuda, mis nuevos padres padrone eran de lo más comprensivo con nuestras
salidas de tono y veleidades radicales propias de los nuevos enfants terribles que éramos,
oficialmente casi; atribuyéndolas, siempre que fuera posible, más a una
enfermedad infantil propia de niñatos porculeros envalentonados con la mejora.
Recuperado para la izquierda de la
cantera, por así decir, verde, guerrillera, apiolada y a dos velas, empecé a
despuntar en el seno de aquella otra de acogida, herrumbrosa, casi prostática,
aprovechando su anuencia para con mi carácter transgresor, encandilado al mejor
estilo de hermandad siniestra.
Y aunque desde otra perspectiva, y hasta con
otras ropas y suficiencia, con la explosiva insatisfacción esteticista que daba
el haber metido la cabeza, me puse a recuperar el sentido perdido de una
política hecha ahora con otros mimbres, no en vano habían llegado los ochenta y
con ellos la cultur(et)a, y yo tenía por ahí asignaturas pendientes que
(a)probar. La diletancia, heredera de la militancia.
Los patronos facilitaban las cosas
haciéndonos un feo tras otro, y collejón tras collejón, y eso allanaba el
camino para echarse al monte, resabiarse y triscar en cualquier pasto. A
cimarronear. Y nada más incorporarnos a las filas administrativas, y cobrar
(yo) el primer mes completo, el de septiembre, ya teníamos puesto el primer
contencioso a la casa. No hay como empezar bien. Por discriminación, agravio
comparativo, incumplimiento de bases y su puta madre. Que los poníamos guapos,
vaya. Y primer mosqueo, claro.
A mí en especial el empleo fijo parecía
quitarme años de encima, para volver a la agonía abierta de la primera
juventud, a mis particulares locos años veinte que fueron los setenta. Y a
mezclar, tras la prudencia de la precaria incertidumbre, vitalidad y política,
performance y subversión. ¡Qué demonios. Podía permitírmelo! Como fichaje a
prueba de un equipo puntero aspirante a todo y joven promesa, bien podía.
El estar en todo lo mío en aquel enorme
séptimo cielo, sin que de él me pudieran sacar más que a palos, me ocultaba el
hecho de que la social-policía empezase a pensar que quizá me estuviera pasando
tres aldeas al evaluar erróneamente que los laureles de atrezo conquistados en
mi nuevo lugar al sol me iban a dar de sí tanto para vacilar como para las
lentejas.
Socialistas albacetenses de la primera hora. en el centro, palabra en boca, Manuel Vergara. |
¿Cómo renunciar a aquel
panal recién pensaba que conquistado con mis propias manos? ¿Cómo cortar el
sedal precisamente cuando acabábamos de hacernos propietarios en comandita de
un cuarto escalera del firmamento laboral, por mucho que estuviera condenado al
pro indiviso y pese a no querer reconocerlo; cuando empezábamos por fin a
saborear el alegre néctar de los sueños en plena juventud?
Veintisiete años y
una plaza de técnico superior del staff (así figuraba en aquella mierdecilla de
reforma administrativa aviada por un Vergara obnubilado por trasladar a la
administración cierto espíritu de empresa, esa inútil, arrogante e ilusa que en
los socialistas duró lo que empezaron a usar la Visa Oro ). Y con la que caía
fuera. Ahí es nada. A ver quién no pica.
La alegría es una trampa mortal para
los pobres. Una droga que te enerva con tal mezcla de vértigo y sopor, y te
deja inerme ante el gran depredador, la vida. Y yo me la tomé en serio, la
alegría. Al fin y al cabo, era la primera vez que podía permitírmela, a lo
grande, sin trabas, sin culpa. Es lo que tiene no estar acostumbrado. Que te
emborrachas, te llenas de balón, y lo que era un penalti infalible se va a
tomar por culo. El retratito de un porvenir que era incapaz de ver.
El último cuplé
Una de aquellas tardes de andorreo me dejé caer por la sede socialista a saludar, pues lejos del
tópico amasado después, la relación de Pedro Coca con el Ayun era
principalmente a través de algún munícipe amigo, rayando en divorcio con
alejamiento la real con los núcleos duros de esas instituciones.
En mi caso, tras haberme
alfileteado, sin acritud pero sin embozo, como un desertor comprensible, y
aparte de los jijijajás y la baba caída de la cuota femenina del
establecimiento con cualquier cosa en Jané (en el que yo llevaba a mi hijo de
paseo), noté que un estúpido velo se había corrido entre quienes andábamos
optando por distintos caminos difícilmente enlazables más adelante.
Imagen de la sede socialista anterior a la actual. |
Sería mi
penúltima visita, hasta meses después, cuando, a petición del mismo Eugenio,
que me llamó de buena mañana recién ingresado yo en la Diputación para que les
echara una mano en las fotografías de los candidatos de las elecciones
generales.
Las fotos eran para la
cartelería electoral y yo pensé que mi labor era de asesoramiento. Pero lo que
pasaba era que Eugenio, entre el marasmo desorganizativo, el cutrerío, la falta
de seriedad general, las prisas de la central en tener los negativos y toda la
pesca, no acababa de encontrar la forma ni el momento de terminar con aquel
incordio. Y sobre todo, según descubrí in situ por su bailoteo característico y
las vueltecicas que le daba al bigote cuando te metía un pufo, que no tenía
fotógrafo, el muy mamón, y había dispuesto, menos mal, una cámara réflex con
varios carretes a elegir, y un lienzo blanco en una pared, para, en cuanto
fuéramos cayendo en la trampa tanto candidatos como artista, ponernos frente a
frente en el improvisado fotomatón (de aquí te pillo y aquí te fotomato), y
hala, a poner caras y a disparar.
Fue un pitorreo, la verdad.
Con decir que yo era el experto, baste y sobre. Él hacía de publicista
conocedor, Mari Carmen asesoraba en detalles y estilo (el resto de la cla
entraba, se descojonaba y se iba sin aplaudir), y los aspirantes a posar que
pudimos enganchar ese día, al ver la enorme seriedad con que compensábamos nuestros
magros conocimientos de imagen, increíblemente nos hacían caso y se prestaron a
la perfección a la juguesca, mientras Eugenio nos tranquilizaba a todos
diciendo que era sólo una prueba, para que se fueran rodando y que luego,
cuando viniera el fotógrafo profesional, estuvieran ya más fogueados que una
modelo. Pero, y una leche.
Virginio S. Barberán, en esa época. |
Yo salí de allí en cuanto
pude. Sin esperarme, por si se les ocurría pagarme, jajá. Y, ya digo, no he
vuelto. Pero a los quince días, cuando vi por la calle los carteles de los tres
candidatos fotografiados por mí (de los que solo recuerdo a Virginio S.
Barberán), por poco me da algo, de acordarme de las promesas de Eugenio
diciéndoles que no se preocuparan, que iban a quedar bien. Y no quedaron mal,
tampoco.
Esa fue mi aportación
electoral al cambio del 82, y la última al PSOE, quedándome sin saber quién
había sido el fotógrafo del resto de los candidatos que se veían colgados
(aunque tal vez los colgados debiéramos de haber sido otros). Que sería el
fotógrafo de repuesto, supongo. Y lo mismo le pagaron y todo.
El
culture club, el vehículo polivalente que pinchó
Desde principios de los ochenta todo
pasaba por la pose cultural. Era como el médium de integración de los mundos,
del más allá y el más acá. Tú podías ser todo lo izquierdista que quisieras,
pero si no estabas al loro, te devaluabas al instante. Y si no estabas ligado a
una revista, a un grupo de vanguardia, si no copeabas, frecuentabas los
ambientes neo y ponías buen careto a las imbecilidades con que siempre los
listos han conquistado el corazón (y otros miembros del montón) de la juventud;
si no adoptabas un estilo apto para integrarte en la renovada sociedad de
ideología magacín, no quedaba claro que eras un neorrevolucionario reciclado de
pro.
Procesión de la época ante el Gobierno Militar. Desfila La Dolorosa |
Había que montar revistas rompedoras,
emisoras de radio, grupos de nueva ola, hacer manifiestos, movidas,
performances, ponerse al día en los ropajes de transmisión de la novedad, no
aburrir, y adaptarse, si querías seguir en la brecha de salvar el mundo. Era la
puta cultura. Y si Lenin levanta la cabeza nos fusila a todos.
No importaba que sesenta años antes se
hubiera comprobado ya que cultura no hay más que una, y la proletaria la
encontré en la calle. La clase obrera, y no digamos las masas, por no hablar
del batiburrillo progre, que era lo que empezaba a mandar, eran incapaces de
generar otra cultura que no fuera la burguesa, o sus residuos por delegación,
lo underground, la basura directamente, y así.
Eso había quedado claro en la vieja
trifulca entre trostkistas y los anteriores nuevaoleros (bastante más honestos
que nosotros) que creyeron poder operar la verdadera transformación desde el
recién alcanzado nuevo sistema social, a través del futurismo, vanguardismo a
ultranza, mecanicismo y otros ismos, produciendo entre otros cadáveres los
suyos propios.
Porque si eres absolutamente consecuente con la ideología, lo
mejor que puedes hacer contra la cultura predominante es pegarle fuego,
simplemente. Aculturizarte. Lo que hicieron los jemeres rojos en Cambodia, que
al no tener gaseosa a mano, experimentaron directamente con la gente.
Otra cosa
es la aculturización propia de occidente, donde se recrea la cultura a base de
subcultura que retroalimenta otros nuevos detritus de los cuales surge otra
reciclada, y así hasta el infinito, el feedback entre lo sublime y la mierda, y
venga girar degradándose como un sol sin fecha de caducidad.
Ismael Belmonte, quizá el poeta popular más representativo de la época, o al menos uno de los que le ponía las pilas (vendía las Tximist) a la cultura oficial de entonces. |
Y eso era la nuestro, la rueda de mala
fortuna de siempre a la que, a falta de otro entuerto mejor que desfacer, nos
apuntamos para volver a dar la nota, reactivarnos como vanguardia, aperrear a
las masas y entresacar la banderita de la subversión, oral, anal, lo que
hiciera falta, ya que, al parecer, teníamos un público para aclamarnos
excitado.
Y algunos, por el hecho de estar mejor colocados en la parrilla de
salida y con mejor infraestructura, éramos vistos como hermanos mayores, si no
como unos putos padres nuevos ricos de la peña. Y si además teníamos todavía
las criadillas prietas, ¿cómo dejarlas de exprimir?
Todo concordaba, pues, para participar
en aquella penúltima vuelta de tuerca: sólo faltaba el local. Y eso fue lo que,
de inmediato, íbamos a aportar al desarrapado núcleo activo reconstruido de los
setenta, convirtiendo nuestro chiringuito de la Dipu en la sede refugio y
casinillo, casa de citas y sobre todo casa de ejercicios del resucitado
engendro políticonoplástico segunda época: la lúdica. Para habernos
matado.
Lenocinio en el Patio de Monipodio
Cuando digo que nos adjudicaron algo
así como unas oficinas, miento. Lo único que había previsto para nuestro
cometido palaciego era la partida salarial, que no es poco. En lo demás nos
tuvimos que buscar la vida en plan pirata. Lo nuestro, afortunadamente.
Y
caímos sobre lo que pudimos como Drake y Barbarroja, asaltando por el método de
patada a la puerta el desván que el interventor tenía para retirar trastos y
papelorios (que antes de percatarse su dueño ya se había llevado un trapero),
con dos habitaciones adjuntas con más mierda que cera bendita, frías,
desconchadas. Una cuadra que rellenamos con mobiliario de distinta estofa del
que estaban retirando del Hospital de San Julián, en derribo, que les sacamos a
las monjitas un día en que desembarcamos por allí con una furgoneta tomada de
extranjis en los talleres. Y punto.
Todo, ante la mirada estupefacta pero
ya prevenida de las autoridades ante nuestro estilo a matacaballo, levantador
de no poca admiración en el reducto lumpen que aún residía (y seguiría
residiendo) de los tegumentos cerebrales de más de un capo de capi. Y que si llegamos a esperar a que se nos tratara como
a probos funcionarios, aún estaríamos aguardando la fase de “puesta en
funcionamiento”. No en vano la opinión al respecto del mandamás y aún más de
otros sobrados, era “vosotros lo habéis querido, que nosotros no os llamamos;
ahora apañaros”.
Y eso hacíamos. La típica prueba de fuego, el rito de
iniciación para entrar en la tribu. Los políticos tienen esas cosas. Y los
socialistas, más. Pero si había alumnos aventajados, capaces de hacer lo uno y
su contrario, esos éramos nosotros. Así es que, ya podían irse preparando.
Viejo hospital de San Julián, en imagen de sus inicios. |
Una vez instalados en el cuchitril y
montado el tenderete, pronto empezaron a llegar las embajadas de la calle, a
rendir algo de honores por el palo dado y a pillar algo del botín, como
alboroque, cuando no a cuenta de la declaración de su fervor. Así. De la manera
más natural.
Y como vieran que, pese a todo, no se
nos había subido aún a la cabeza nada salvo cierta miseria ambiental, se les
quitó la miaja susto que podía recrecerles el prejuicio, y se fueron asentando,
donde podían, porque apenas si había donde, yendo y viniendo y tomando
posiciones en el fortín.
Si su apego de sagato por nosotros por
separado ya era notable, como tándem éramos vistos como la gran esperanza
marrón (y no glacé precisamente) de un mundillo disperso; de una diáspora de
pincho de tortilla y botellín; el catalizador que buscaban para relanzar el
nuevo modelo que venía de la mano de los tiempos, por los vericuetos sinuosos
del espléndido abigarramiento confuso típico de la democracia, que desembocaría
en el aluvión social (marginados, lumpen, feminismo, minorías, etc, en una
palabra: quintacolumnismo), pero que necesitaba del empujoncito de los
mecanismos de la cultura de masas, y una mínima epistemología para que diera el
pego. Y eso, evidentemente nos venía que ni al pelo.
Y al mismo vernos como quien dice,
ladera arriba, nos adjudicaron el papel estimulante de nuevos príncipitos
exuperyzantes de la roña, lo cual aceptamos encantados, empezando a jugar, en
plan burgués, a las dos bandas de la socialdemocracia: la oficialista o rica,
de oficina de ocho a tres, la señora, por un lado; y la segregada, querindonga
o a dos velas, a ratos perdidos, por otro. Nos íbamos organizando.
Lejos del amo y del mulo nos sentíamos
al fin seguros en el bohío. Estábamos, sobre todo yo, como suele decirse, como
los pájaros de la vega. Y los que arribaban a resguardarse al cobertizo, ni te
cuento. Así que enseguida se reveló como chambao para albergue de sintechos y
demás. El cante, pues, era mayúsculo.
No se piense que sólo acudían los
primos de la peña. No. Allí se aliviaban los mal vistos, los asediados o
simplemente esquivos con el oropel, como la Fefa aquella, la asistente social
que se largó a Nicaragua a hacer la revolución como voluntaria, con un par; o
puros fuguistas, como Pura, la sucesora de Maxi en la secretaría particular en
la Presidencia, que de vez en cuando se bajaba al llano a chafardear y airearse
del embotado ambiente de las alturas con el de las cochiqueras. Por citar algún
caso ilustrativo, pues aquello se empezaba a llenar
de raros, empezando por nosotros.
Cándido da Costa, recientemente |
Y es que los colegas solían
pasarse entonces por la leonera: un día venía Dacosta, o Avendaño, o Manuel
Cerdán, condiscípulo nuestro también en la facultad, que llevaba no sé qué
títere de investigación por aquí para Diario 16 (entonces aún no se habían
escindido en El Mundo), y recaló por allí ni se sabe cómo; y Nicasio a menudo;
o don José Carpio, profesor de
geografía de medio pelo al que habíamos conocido en unas jornadas madrileñas
sobre el videotexto de Telefónica, que Vergara nos encargó para ver si la Dipu
le podía sacar algo el jugo a la cosa, quedándonosla como experiencia piloto.
Tratantes de La Cuerda, cien años atrás. |
Este pavo, que hacía carantoñas a Juan
de Dios y su círculo (en el que evidentemente nos cuadraba), necesitando apoyos
en el Palacio para el cargo que perseguía –presidente de la Caja, nada menos–,
cuando venía a Albacete se apoyancaba en nuestro aliviadero, supongo que
recetado por sus mentores, y allí largaba, hurgaba, guiscaba, esperaba y
entretenía el colmillo (puesto que alguna vez hasta lo invitamos a desayunar),
sirviéndose de aquella magnífica cabullera excavada en pleno corazón de la
city, como de un portaviones para desembarcar, merodear, otear y cubrirse a
continuación.
Hasta que a Juan Francisco se le hincharon los huevos (ya los
tenía soliviantados con Vergara, cuanto ni más con un avalado suyo). Y un día nos
llamó.
Nosotros subimos tan contentos, qué
alegría cuando me dijeron vamos a la casa del señor. Y allí, sin más preámbulo,
nos recitó lo que él entendía que se llevaba a efecto allá abajo (de lo más
concordante con la realidad, la verdad), para, a continuación y con estas
palabras, advertirnos, tronando, en un gesto que ya le era muy propio: “¡Y como
me entere yo que volvéis a meter a ese cabrón en vuestro despacho (yo no sabía
que teníamos un despacho), bajo y os echo a la calle de una patada en los
cojones!”. Así mismo.
Hay que decir que el pájaro volvió.
Aunque se ve que se olió la chamusquina y lo hizo con más comedimiento, hasta
desaparecer, por encontrar, al fin, un refugio mejor que el nuestro, que era lo
que iba buscando y que al final encontró, su Cajita. Y oye, mano de santo, pues
desde entonces, a mí al menos ni me conocía ni me saludaba. Y eso que me ahorré
en desayunos.
Así es que, en la distancia, he de alabarle el gusto a mi
aspirante a pateador y, aunque no cumpliera su amenaza, decir que hubiera sido
justa. Lo que pasa es que cada uno arrima el ascua a su sardina, y así como
renegaba lo suyo de ciertas visitas, otras las alentaba.
Era el caso de Chicho Bleda o Marrón,
dos de sus socios más valiosos en la denodada pugna establecida durante el
segundo y definitorio mandato socialista (conmigo fuera ya, aunque tratado de
involucrar por unos y otros). Chicho Bleda, por afinidad, compadreo, coleguismo
y por obtener en las cabañas cierto apoyo logístico para su asalto al palacio.
Y Marrón, por pura y muy digna manía conspiratoria, por exceso de tiempo libre,
y por malmeter con quien se dejase, antes de irse, también, como director
general de algo en el primer gobierno del PSOE.
Lección
segunda: La mezcla implosiva
Podría pensarse que la madriguera era
un apeadero, el cuarto trastero (como había sido, literalmente, de toda la
basura del Interventor), la trasera donde todo el mundo se sentía más libre
para gorrinear; esa caballeriza donde hozar con algarabía que se visita antes
de salir a lomos de un destino más áureo.
Sin embargo, en realidad era un puro escondite para la vena fugitiva
de un variopinto zoo sin más ambición que un poco de escaqueo solariego, o,
mejor aún, a la sombra, a juzgar más por los ordenanzas porreros, oficinistas
marujas aburridas, archiveras con afán documental, lechuguinos con rescoldín en
las meninges, chupatintas morbosos, técnicos de cultura apurados, solteronas
salidas, auxiliares siquiátricos sin pe y tocados, gestores acosados,
burócratas inocuos, tontos tormentosos, agropecuarios sin tormenta o sin
cosecha, todos emocionados de estar, no como ante un escaparate sino dentro
mismo de él, observando lo que para ellos era toda una sensación, pues para eso
éramos la pareja de moda.
La nuestra era la capillita nada
eclesial sino más bien irreverente y de muy mala nota, a la que iban a
deslumbrarse para liberarse de su peso, como a una casa de putas de confianza,
con dos maestros de ceremonias. Un oficio, milagrero, de germanía y picaresca,
que por ejercerlo de tiempo atrás, hacíamos natural, y fácil de llevar para los
que les resultaba novedoso y peculiar en la administración. Aunque en realidad
estaba a medio camino entre un elefante en una cacharrería y una parida en toda
regla, como se iba a demostrar.
Bartolomé Beltrán, entrevistado (supongo) por Cándido Da Costa. |
Nuestra parafernalia, truculenta y
antes nunca vista, realmente llegaba a despertar el hormigueo en los bajos de
la muy vetusta res pública.
Juro que había gente de la casa que, no creyéndolo,
iban solamente a comprobar que lo contado era verdad, bajando alucinados a la
barraca a ver a los monstruitos o sus visitas, excitados ante el espectáculo
desenfadado, cáustico, naif, obligatoriamente underground y a veces lumpen
fuera de madre que se cocía entre aparatos raros, equipos de diseño, sonido,
fotografía, videos, música a toda hostia, videotexto novedosísimo, la IBM de
bola, el invento anterior al McWrite, carteles impúdicos e imágenes ofensivas
por las paredes –aún recuerdo a Bartolomé Beltrán, viejo franquista encargado
de la oficina de Patrimonio, amenazarme con sacar la pistola como viera otra
vez aquella foto vejatoria de la Cruz de los Caídos, que la vería–.
Y todo ello
en los bajos de la vieja casa de servicio provincial. Lo que se dice un
auténtico efecto llamada para cotillas. Y entiendo que en aquel contexto
bienpensante que aún era (y aún lo sería más) la casa, y con el garito lleno
siempre de curiosos, frikis y buscones, se nos tratase también como otra
atracción cualquiera.
Prudencio López, hace unos años. |
Una jornada cualquiera podías abrir
boca con un Pepe Ramírez (Jefe de los Bomberos) contándote pletórico cómo esa
noche había estado haciendo guardia con un Henry de cazar búfalos montado para
disparar a unos sospechosos de piromanía que le traían frito en algún monte
perdido de la sierra, y a continuación, tener que tragarte toda una película en
tono mayor de Prudencio López Fuster (el encargado de lo agronómico) sobre los
enjuagues y jugadas de Dios y el César (o sea Juan de Dios y Pepe Bono) que él,
de ninguna manera, estaba dispuesto a pasarles, y los iba a poner a parir en el
Comité Federal, condición de privilegio que disfrutó muchos años y de la que se
sirvió a placer.
Aurelio Petrel, un clásico del Instituto de Estudios Albacetenses, a la derecha de J.A. Escribano, diputado de Cultura. |
A renglón seguido llegaba algún sabio
del IEA para ponerse a criticar cómo dejaban meterse a tanto facha en su
santuario, o cómo los minusvaloraban o relegaban a labores de ayudantía
cultural, “y no es envidia, eh”, mientras tomaban buena nota de nuestras
novedades, que miraban por encima del hombro y no sé si del hombre.
Y a la hora
del desayuno concentrarnos donde los abuelos (los jubilados de la Caja, nuestro
particular club social de Cheyenne) con gente de la gresca y la gentualla, para
darle vueltas a la próxima movida antimilitarista, o antisistema a la que
estábamos siempre apuntados como guest stars, y en correspondencia veníamos
obligados a colaborar dando alguna pincelada entre risas, para enterarnos, al
volver, de que nos había estado buscando Juande para que fuéramos a verlo en su
pisito franco (que en nuestro despacho no quería comprometernos, pues sabía
cómo estaba la cosa) donde tenía amagado a Antonio Yébenes entre proyectos
hasta que saltase la liebre del Cultural.
Nota: Aparte
de verlo desde tiempo inmemorial jugar al baloncesto en la cancha frente a
Escolapios y luego entrenar a equipos de chicas, cuando íbamos a verlas desde
la Escuela Normal (en algunos tiempos muertos nos dedicábamos a eso, sin
desdeñar a las voleibolistas de la Enseñanza), creo que hablé con Antonio
Yébenes por primera vez un día en el vestíbulo del viejo ayuntamiento, cuando
me contó la historia de sus experiencias educativas recién llegado de Navarra,
habiéndole echado el ojo, para hacer algo similar a lo que vendía –esa
impresión repetida me dio–, a Salesianos, luego rebautizado Giner de los Ríos,
santón de la mitología progresista, pero tan desconocido en esos años, o en
estos otros, que nuestra auxiliar administrativa, tan condorosa, en los
anuncios para periódicos que hacíamos para publicitar la reconversión misma de
la cosa, ponía “Ginés de los Ríos”. Pues bajo tal advocación la Diputación
quiso restablecer en tono de parodia la Institución Libre de Enseñanza,
librando a aquel colegio de la misma, con Residencia de Estudiantes
(infantiles) y todo, y que acabaría siendo todo un fiasco, una cagada
fenomenal. Y no sé el papel concreto que jugó Antonio en tal reconversión.
Antonio Yébenes, a la izquierda, en una foto del clan de Carmina Belmonte e hijas. |
En cualquier caso eso fue
antes de que le saliera al paso lo del Cultural Albacete. Si bien, y para abrir
boca, y con la excusa de su buena relación con Jesús Alemán, otro de su quinta,
en varios sentidos, Juan de Dios se lo había encasquetado a éste, a cargo del
presupuesto municipal, durante su primer mandato como concejal de urbanismo de
la democracia, para que le llevara los papeles del Plan de Urbanismo (y
compartir así la información privilegiada de que disponía el PCE), favor al que
el grupo socialista no pudo negar a Juan de Dios por las buenas composturas con
la renombrada familia política del incorporado, clan que a su vez y desde la
entrada del extremeño en Albacete, la aventura de ADA (o el ardor) y otras
vainas, había sido uno de sus puntales y con el cual la deuda parecía
inacabable, pues una vez terminado ese Plan, pasó a aquella oficina un tanto
siniestra a que hago referencia más arriba, como todas las que montaba Juan, en
un piso un tanto franco, con perdón, de otro conocido socialista, en la parte
sur de Villacerrada, donde se fraguaba no sólo el futuro sino, y según las
malas lenguas, también cierto presente más perentorio, nocturno y leonino.
Pues allí era donde nos
llevó aquel día con sigilo Juande para allegarnos sus flamantes NGPA (nuevos
grandes proyectos albaceteños), en los que mi tocayo ya había tomado
posiciones, todos los cuales quedaron arrumbados en el momento en que uno de
ellos cuajó, el Cultural Albacete, y todos pasaron (pasamos) a otra página de
la historia, para vernos de diferente modo y más bien de soslayo en otras
posteriores en las que Yébenes siempre se comportaría de manera educada y
bastante más dilecta que la mayoría del elenco, prueba de que algo se le había
pegado de la mezcla de encaje de bolillos, coordinación mercadotécnica y
diplomacia provinciana característicos de su clan de acogida, sin cuyo ejercicio
a pulso (y una buena salmodia repetitiva de divulgación en el entorno) no
pueden amarrarse reputaciones ni mantenerse los reclinatorios acólitos de la
buena fama.
Y Juan nos contaba que ahora sí, que
ahora tenía lo definitivo para catapultar Albacete hacia la almena más alta del
futuro, que contaba con nosotros (por supuesto), que Pepe ya estaba al tanto
(mire que sí) y que era cosa hecha.
Y nosotros que cojonudo, otra finta y a
tomar por culo, de vuelta al garito, para encontrarnos con El Pena y su lastimera
diatriba universal, que no sabía si irse con la novia, pero renegando de que no
iba a tener hijos, él no, impartiendo alguna amarga lección magistral y
gratuita sobre temas familiares o sexuales, o culturales a nuestra auxiliar,
que por supuesto le entraba por una oreja y le salía por el sobaco, empentando
entonces con nosotros con los puntos oscuros de la dedicación a la revolución
pendiente de los intelectuales (léase escupiendo con desdén), tocando todos los
palos divinos y humanos de que se acordaba desde la semana anterior, haciendo
un alto para que atendiéramos de estraperlo a algún diputado despistado que por
equivocación venía a llevarse algo para su pueblo (o para él); cuando no alguno
contrario a la cuerda del Presidente que iba a llorar directamente su rechazo y
desamor, despotricando sobre las nefastas alianzas que nos iban a traer la
ruina a todos y mostrarnos así su solidaridad y ayuda (¿) para capear la
ventisca que a nosotros, a buen seguro, nos estaría causando un sufrimiento
infinito.
El Pena, en una movida ante el Gobierno Civil ya avanzados los 80', antes de meterse a bombero municipal. |
Y al ver de reojo al Pena, su cara de
asombro mal disimulado, el descojone era sólo parejo a oírle su último
comentario, más frito que una torrija, antes de irse de golpe, a las dos horas
de su entrada, pero con unas prisas tremendas de repente, tantas como las
nuestras ya por comer, pues era de los que daban hambre, después de librarnos,
a última hora, del desorientado artista o similar de turno, que no había podido
ir antes, por causa del horario (del nuestro, supongo), con sus últimas
propuestas, buscando un visto bueno, en vez del cual solía obtener algún
calentamiento de cabeza.
Y así todos los días. La gente pasaba a
que metiéramos mojada en su tema, cosa que a no pocos les gustaba, que les
guiscaran, por el simple deporte de descubrir nuevos brujos que les calentaran
el hato. La gente es así. Y claro, eran unas mañanitas descomunales. Y parecido
por las tardes, en las que, no más libres pero sí algo más relajado, si era
posible, se seguía perfilando aquel nunca acabar del ramoneo social, en otros
escenarios evasivos y no menos importantes del cachondeo, que era lo
importante; poco, pero que durase: piscinas, bares (estábamos en plena década),
la puta calle, que yo no sé cómo pude criar dos hijos, si es que lo hice.
El
ab in testato se va aclarando
Es verdad que aquello que yo había
pensado poder hacer, de ejercer en plan mariconada diletante, sin demasiada
convicción ni compromiso, en un plano estrictamente profesional, aunque fuera
descafeinado y con reparos, iba a ser que no. Pero la causa había que buscarla
en la confusión, ambigüedad e inconcreción del papel adjudicado, que no me iba
pero nada. Y la raíz, en la amalgama laboral, política, personal y hasta lúdica
que me rodeaba como el ámbar al mosquito, y que iba a ser la espoleta de una
reacción callada y sorda pero en cadena.
El episodio detonante, que quizá habría
que guardar bajo siete llaves por ser de lo más tópico y cutre, es de lo más
obligatorio de contar, por ser lo más obsceno, pero también lo más elocuente.
Podría estar aquí narrando
tontunas psicológicas, de traumas, autoestima, frustraciones y otras
zarandajas, y los porqués íntimos o viscerales de las propensiones de cada uno
a hacer lo que hace, o le dejan, y explicar de dónde vienen, o van, si de la
herencia familiar o por adquisición, o la hostia en verso, y tratar de
deslindar y contrapesar lo bueno que lleva hacia lo malo y viceversa, y tratar
de deshacer ese nudo gordiano de las cosas, y siempre sería, incluso en el
mejor de los casos, una inútil elucubración difamatoria de la realidad. Cuando
la explicación puede complicarse, lo mejor es una buena viñeta. Y punto. Y a
eso vamos.
Expansión Norte (Parque Lineal), a principios de los 80'. |
Nada más acomodarnos (es un
decir) en nuestros puestos, enseguida se vio, como era de esperar, que, por
mucho que todo se camuflase bajo una actuación conjunta de lo más guay, lo
hablado era una cosa y otra lo que Maxi y yo teníamos en mente respecto al
chiringuito. O mejor dicho, su plan, porque yo no tenía ninguno claro.
Y claro, si bien empezamos
a tantear y a tocar muchos palillos, al aire de la música de arriba, desde el
principio él lo encarriló por lo que él mejor conocía, el trabajo pre imprenta,
un campo entonces auxiliar pero que con el tiempo se iba a constituir en las
artes gráficas mismas. Eso se llama visión. Y aprovechando su experiencia, su conocimiento
de la casa y otras ventajas no menos oportunas, como mi propia indefinición,
lanzó el chiringuito por esa vía. Y yo, a por uvas.
Pasado un tiempo prudencial,
encarrilado el asunto, con la excusa de andar puteados en el sueldo, propuso
echar mano del plus que allí estaba, pudriéndose, de la jefatura del
departamento, aún sin adjudicar. Y repartírnoslo. Otro abordaje cuyo único
requisito era quedarnos uno de los dos con el puesto; nada, un simple trámite,
una cosa simbólica y tal y tal. Y yo dije: ya está. Bumm. Aquí está el tinto
que venden a la vuelta. El pan como hermanos pero la carrera como gitanos. El
pago debido al hoy por ti del ayer, convertible en el mañana (presente) por mí,
a satisfacer a la primogenitura. Lo de siempre.
El principio del fin del paraíso pro indiviso
No digo que no fuera ni esperado ni
chocante. Pero la prueba de que yo entonces estaba bastante suspendido en el
guindo es que lo entendía: la antigüedad del postulante, su protagonismo en la
producción de la película, y todo eso de los derechos (por cierto lo mejor para
andar torcido sin notarse).
Esa es la explicación moral, podíamos decir. La
educativa, las lacras de haberme criado en un ambiente patriarcal. Las
psicológicas probables serían otra puta mierda, casi seguro. Y la de la calle
bien pudiera haber sido pura y simplemente que yo era gilipollas.
El caso es que, ya fuese por su
ascendencia sobre mí, mi autoestima baja, complejo de pobre, que quien cobra
descansa y el que paga, más (aunque no se sepa bien lo que se debe), y como a
mí esas guerras me superaban, viendo que aquello se podía convertir en el gran
coñazo, y queriendo despachar cuanto antes el marrón (agridulce entonces), lo
pensé, pero poco, y trasegué.
Para hacerse una idea de mi desahogo
hay que decir que el trámite era realmente denigrante. El aliento en la nuca de
tragar con tomar por saco de forma voluntaria.
En aquel entonces no había concursos
administrativos; estábamos en el interregno entre la vieja legislación
franquista y la nueva, y a los políticos ni se les ocurría tomar una medida así
unilateralmente. Para colmo, el funcionario que debía proponerlo, era interino
y poco o nada vinculante.
La única vía era pues, que uno de los dos pidiera el
nombramiento del otro, o sea renunciara en favor de otro a sus posibles
derechos. Y, para decirlo rapidito, al decidir dejar alegremente el timón del
catamarán a quien yo consideraba mi acreedor, hice algo que yo no me podía
permitir, aunque aún no lo supiera. No por mi carrera, mi dignidad o cualquier
otra tontuna por el estilo, sino porque eso es algo que yo en el fondo no
admito, lo llevo en los genes, y luego, a la que me reboto, entonces es peor.
El Gabinete de Publicaciones, al completo, mediados los 80'. |
Pero ya digo: las cartas venían así dadas,
y si el colega quería jugar con la pelota puesta a su nombre y en su campo,
pues muy bien.
La palabra oposición era para mí desconocida en aquel momento de
coleguismo patológico cuesta abajo y sin frenos. Y él lo sabía.
El dinero (del que no andábamos tan
necesitados) no era sino el telón, o mejor dicho, el decorado tras el cual, de
manera gradual e imperceptible pero implacable, unas veces en bambalinas y
otras con mi anuencia, a partir de mi talante confiado y vivalapepa, se iban
asentando las premisas para reformular tanto la obra como mi papel, unas veces
siguiendo la adaptación impuesta por los políticos, y otras de forma tácita,
incluso con mi consentimiento, aunque nunca a las claras ni por derecho. Hasta
que la escena se convirtió en otra muy distinta en la que yo pintaba muy poco.
Y él mucho.
Pero lo emocional todavía pesaba más, y
antes ya de despuntar el 84 ya digo que yo estaba en plena mala racha personal,
que reforzó mi inhibición de ese y otros asuntos. Además de que, con los
desengaños yo me empupo y me aíslo, agravándolos.
Y si añado que aún estaba
(contradictoriamente) en pleno shock del ganador de la lotería (que lo era),
como un pobre con una gorra nueva, y que mi principal prioridad era huir de las
miserias y recuperar la juventud, el tiempo, los colegas y el espíritu
perdidos, ¿qué me costaba tragar con ello, si a cambio podía estar a mi títere
y pasármelo bien haciendo el cabrón en comandita?
Al contrario: salía ganando.
O así me mentía yo, en clave económica, y aquellas cuatro perras que
repartíamos del plus por el cargo pillado a lo robagallinas, serían un vínculo
más entre nosotros, esta vez ganancial. Cuando en realidad, las pérdidas ya
habían empezado.
Mucho tiempo después, y a la vista de
las enojosas consecuencias de mi decisión, pensé que había sido una de las más
tontas de mi vida, ya que al menos podía haberla tomado desde un planteamiento
más sincero y hablado del asunto, tanto por su parte (dado lo legítimo de sus
aspiraciones), como por la mía, tampoco tan descabellada. En vez de andar con
medias tintas.
Sin embargo, ahora creo que fue de las
mejores cosas que jamás haya hecho. Ya digo, no hay como pagar lo que pueda
deberse, y dejar propina.
Y aunque mis posibilidades profesionales pasaran a
ser nimias, fue un peaje asequible, a cambio de quedar cada uno en su lugar y las
cosas más claras. Y de hecho,
parafraseando (patéticamente, por supuesto) a Casablanca, fue el principio de
una bonita amistad, segunda parte, esta vez no tan buena, como suelen serlo,
pero sí más madura, o sea desilusionada y vigilante.
Lo que pasa es que la cosa
aún se iba a liar más, con aquella nuestra propia acostumbrada
promiscuidad, nada decreciente en medio de un entorno cada vez más voraz y
fagocitador.
Lección tercera:
Pastelero a tus pasteles
Mi desligamiento acelerado del campo
socialista por esos años sólo era la parte visible del iceberg de todo un proceso
mucho más general de desmelene por el que yo transitaba a caballo de mis
propias vorágines.
Como reportero oficial, alguna que otra movida rural me tocaba atestiguar. En la foto, fuerzas vivas de Yeste, durante una visita del presidente de la Diputación a ese municipio. |
Al año de estar en el garito, cuando la
nueva corporación, la del 83, aterrizó, la ruta, y yo diría que el destino,
estaban ya trazados. Las vacas gordas aún durarían, pero, como todo lo bueno,
iban a pasar en un suspiro. Y antes de que pudiera metamorfosearme de cigarra
en hormiga, el famoso cambio de la propaganda me pilló cagando.
Y para cuando
me quise apercibir, mi pleno ejercicio dentro de la casa iba ya para historia,
mediatizado por el nuevo marco de relaciones, que se dice, tanto con la
corporación, como en mi unidad de destino en lo particular. Un marco que
rebasaría la obra misma.
Carcoma
en los palos del sombrajo
El tiro por la culata del chiringuito,
logístico y de nueva planta, convertido en rebotica anarcofantasmoide de tres
al cuarto, despendolada y porculera, había puesto ya a cavilar a los nuevos
mayorales, necesitados de presas que colgarse al morral de su mérito. Y no
había pasado un año cuando empezaron a apretar las clavijas. Íbamos mejorando.
Algo parecía no chutar por su sitio. A
juzgar por lo que se divulgaba en el ambiente, no sabíamos si en aquel barco
íbamos de paquetes, de grumetes para mandar a por tabaco, o como simples
polizones. Cuando no monigotes de feria. Y todo lo que quisiéramos tendríamos
que currárnoslo. O sea, lo normal, pero yo ni me coscaba.
El trato, distinto al distinguido a
otros funcionarios del mismo jaez, o perfil, que se empezaba a decir, o ralea,
si queremos, era de una suficiencia de limosna deferente que tiraba para atrás.
Y lo peor: esa mentalidad recluta de “os queda mucho, nenes”, cuando lo que era
la mili, ya la habíamos hecho. Y no como otros.
La cosa me sacaba de quicio. No comprendía que fuera yo particularmente, como
socio minoritario, quien empezase a pagar, nada más llegar ya, como quien dice,
la mitad de la quintada impuesta al mayoritario en forma de todo tipo de
putadas, por los enemigos, políticos o funcionarios, que subrepticiamente o no,
se había hecho en sus tres años de ascenso a lo Arturo VI, según Brecht, y que ahora tenían
su oportunidad de desquitarse en agravios, reales o fingidos, sin temor ya a
las represalias de la cúpula política por meterse con “uno de los nuestros”.
Un
vapuleo de patio de recreo que, por otra parte, era la típica rabotada
vengativa palaciega con quien logra algo más que la media. Y yo era el pagano
consorte.
Pero el estar apoquinando parte del
pato que dejara a deber mi guía en su anterior raid por las altas esferas, no
era óbice sino más bien un acicate para hacer aún más colla. Hay que ver lo que
hace el furor de la batalla. Si no, la sintonía con los bwanas se hubiera
resentido antes. Y no tal.
Todo aquel barullo empezaba a ser ya
todo un lío de marionetas y de cuerdas, mucho huésped para tan pocos dedos. Y,
para evitarse más quebraderos de cabeza, los mister empezaron a tensar la
cuerda. Que se rompiera iba a ser solo cosa de tiempo.
A pesar de la esperable disparidad entre su
desmedido vampirismo, y la gana de cuerda larga del que suscribe, se iban
llevando adelante asuntos suficientes (que dejaremos en el tintero por
cansinos, fútiles y fáciles de imaginar en un periodista institucional,
sinónimo de mamporrero intelectual) como para hablar de buenas vibraciones, que
solo empezarían a chirriar cuando la nueva tanda de aventureros del cargo
llevaba ya medio mandato.
La presidencia, cada vez más
apilastrada, era el hilo conductor de todo aquel conreo todavía no fastidioso,
llevado por mí más bien que mal, mitad entregado por la buena voluntad, mitad
sublevado por cierta relegación.
Y yo creo que ver nuestra cuerda cada vez más
floja en su mano (escribo en plural pues entonces todavía éramos un binomio)
fue lo que dio lugar a su tirón para sujetar un poco más la burra a la traba,
pulsión esta muy consustancial al ejercicio del poder.
Como cumplíamos nuestro papel de
servidores responsables, dando abasto a las volubles apetencias del poder (entre otras cosas, elaboraba un resumen
semanal de prensa con análisis de contenido y pautas), y le habíamos cogido el
gusto a lo de ser cabeza de ratón, no obstante (al menos yo) pensaba que el
gato rosa no cazaba ratones, y empecé a dedicarme más decididamente a desbarrar
y pasearme a cuerpo por el filo de la navaja, sacando un poco más los pies del
tiesto, para desquicie de los que ya habían empezado un marcaje más al hombre.
Ángel Galán (2º dcha.) en la toma de posesión de J.A. Escribano, como delegado de Cultura, sería. |
Pero la cosa todavía no tenía
consecuencias en el organigrama, por estar clasificado todavía como
“descarriado recuperable”, y a los desplantes ellos respondían con una condescendencia
patriarcal, que si tenía algo de ejercicio de paciencia zen, a mí aún me daba
más vuelos.
Como cuando, en el inicio de mi
desafección, entre el despecho laboral, digámoslo, y el rechazo del omnímodo
poder socialista naciente, por boca de J.A. Escribano, se me ofrecieron con “lo
que haga falta”, en mi bache personal durante el 84. Tan de agradecer.
Pero las
trayectorias ya eran divergentes, y el giro de los acontecimientos había
torcido ya la mía hacia una andadura más errática (a lo que claramente siempre
he tendido). Y no había señal de tráfico que pudiera desviarla.
Para resumir. Con cierta dispersión
manejando mi brújula, equivocado cada vez más en los terrenos a pisar, y con
una situación un tanto embrollada en lo personal, a los dos años de mi ingreso
en el jodido paraíso empecé a hallarme en una situación inmejorable para el
desastre, una planta precoz donde las haya, y acabar
tomando varios berrinches en uno, tanto por arriba como en mi entorno. Pero yo, como era de esperar, no veía venir
tormenta alguna. Y mira que tronaba.
Al contrario, la luna de
miel parecía seguir interminable. Y cuanto más agujeros negros iban
apareciendo, más los tapaba yo con falsas ilusiones y hacía la vista gorda a
partir de actitudes o emociones (como la amistad, por ejemplo) mal gestionadas.
Todo, para que me ensombrecieran mi película, empeñado en que lo que tocaba era
vivir de auto homenaje en auto homenaje. Todo eso que ahora llaman un matrix.
Pero que yo aún no conocía.
La rompiente de aquel polo de subdesarrollo
fue un acto que para mi fue refundacional de mí mismo en una nueva época allá
por el 85, el día que le devolví a mi ya definitivamente asumido jefe (como
otros devuelven las cartas o el rosario de su madre) la libre disposición del
dinero de su plus de jefatura, que hasta ahí nos repartíamos como un billete
dividido por la mitad a modo de pacto de ladrones, que yo propuse romper al
darme cuenta de que aquello, más que nudo gordiano de amistad era hernia
estrangulante.
El último panfleto: El Gabardina
Para mí la denuncia del convenio de la
propina mensual en pago a la connivencia fue como una manumisión. El numerito
de las perras no dejaba de ser una farsa encubridora de otros déficits. Una
teatralización superactuada a lo Nicholson, replicada convenientemente con una
perplejidad inexpresiva a lo Mitchum. Y además, que eran suyas. Y a mí no me
gusta que me paguen con las sobras completas.
Una vez comprobado que hacía tiempo que
nuestro trato se había esfumado, aquella putas perras enturbiaban la visión, y,
más que un cordón umbilical, eran la excusa ya tonta para permanecer atados a
tantas cosas, impidiéndome viajar solo hacia ninguna parte, que, de momento,
era donde iba. Y, con mucho dolor de corazón, denuncié el convenio que nos
había llevado juntos hasta allí, y que nunca él debió haberme ofrecido ni yo
aceptado.
Era el fin de otra etapa. Como lo había
sido la de Juan de Dios en mi personal apreciación del poder a través de sus
metáforas personales. Y como él, y para mí, Maxi había dejado de llevar razón.
Y no era cosa de seguir con el paripé.
Como esperaba, a ambos nos sentó como
un tiro. Renunciar a los treinta óbolos como símbolo de rechazo de una
situación desigual para mí era toda una acusación. Y esa no es la mejor forma
de hacer amigos. Ni de mantenerlos.
Por el contrario, al romper el círculo
de fuego (bastante viciado, por cierto), y dar por zanjada, no solo mi
compraventa, sino todo un ayer gárrulo, crédulo y pródigo (todo tan esdrújulo) centrado
en lo emocional como eje de desarrollo personal. De paso que iniciaba el resto
de una flor de la vida a partir del desengaño, los refritos de fracaso,
decepción y escepticismo, como anticuerpos de otra idiosincrasia más propias de
mí y las pocas convicciones que me quedaban. Una fiebre de autenticidad quizá
snob, pero inaplazable. Él había querido preeminencia. Yo, aire. No había pues
más huevos.
Todo lo demás era secundario. Las cosas
habían tomado ese giro. Y punto. Gajes del oficio. Y desde luego no era una
sorpresa. Nadie estaba allí para mantener ningún codo con codo con mi puta bola
desatada. Como tampoco creo que la intención de nadie fuera colocarme en el
disparadero que se me avecinaba.
Amistad S.L., segunda época.
Así que yo no culpé a nadie. Me reanudé
en una nueva peripecia que después calificaría de nihilista con sueldo,
sublimante y con reparos. Y a otra cosa. Eran los ochenta, nos creíamos los
reyes del mambo, la aventura continuaba, la ilusión de lo nuevo persistía, y
habíamos cumplido el mandato de Tierno: “El que no esté colocado, que se
coloque”.
Y bajo el agujereado paraguas de la falsa libertad de aquel remedo de
68 redivivo hecho como a nuestra medida, so pena de ser una parodia, por
repetido, no dejaba de suponer, además de una prevaricación con la historia,
toda una ilusión de vida en pleno vigor.
Pero quemar todas las naves era de
locos. Y más, viendo lo escuerza que se volvía la relación con los capos. Y a
la vez que respondía a la tierra quemada con otra calcinada, para demostrar
infantilmente que no me la daban, pasándome por el arco la posibilidad de
redimirme y haciéndome el loco, continué toreando de estraperlo, y, para no
contravenir mi irredento espíritu contradictorio, hice un cambio de agujas
desde un coleguismo a lo chavo y pandillero, a aquella otra nueva ejecutoria
presidida por el amiguismo más matizado, mitigado, guadianesco, llevadero y
pelín marchito que da la emancipación a tiempo parcial (dado lo imposible que
era la total), en ámbito de tanto roce, que si no hace el cariño, por lo menos
sí el amorodio, que es más.
Y haciendo de tripas corazón, y por la
compatibilidad entre el programa de crecimiento personal, hacerse un book y
alimentar el ego, que en semejantes coyunturas crece como una próstata,
inauguré lo que yo llamo una segunda juventud fundada en lo general de una
convergencia divergente y el desencuentro como punto de encuentro, mientras en
lo particular, hasta ahí tan determinante para todo, pasaba a imperar, por mor
de no haber otra, un ambiente de miasma, o bomba fragmentaria recurrente, de
familia rota e interés, irresoluto, tóxico, purulento, con puntas de calor y
médanos de frío, y tan detestable como adictivo, que con el tiempo y las
modulaciones pertinentes devendrían en una tibieza controlada cercana a la paz.
Ya lo dijo Erasmo: La verdadera amistad llega cuando
el silencio entre dos transcurre amenamente.
El Gabardina
Uno de los primeros números de la revista. |
Desde nuestros tiempos adolescentes,
previos a nuestro debut como insurgentes-polimorfos-con-inquietudes-artísticas,
Maxi y yo habíamos desarrollado una especie de show caníbal para descolocar,
destripar, inocular la duda cual veneno, bajar de la burra, mamar gallo a dúo y
comerle la moral a cualquiera que se nos acercase con algún títere, hasta
hacerle replantearse su idea, e incluso hacerle renunciar a lo bueno en favor
de lo peor con nuestro pimpón desde la farsa al puro cachondeo, hasta que nos
mandaban al cuerno.
Esa gimnasia mental que se requería
para tal liturgia, más parecida a esos juegos naturales de melgos que a un dúo
de cabaret, siempre había suscitado el interés de la peña, dejándonos hacer por
irles la marcha o por aburrimiento. Pero daba resultado.
Éramos la enésima versión de
Jano, las dos caras del mundo, el poli bueno y el malo, el payaso tonto y loco
y el bueno y sobrio, don Quijote y Polichinela –no dije que fuera un dúo
perfecto–, eso que es el equívoco inaprehensible, el original y el duplicado
dudoso, el bivalente espíritu humano, que si ya resulta difícil de explicar,
cuando se da en la realidad te sobrepasa por inabarcable y, o pasas de él como
de la mierda, o te enajena si entras en su círculo.
Y como nos salía sola y aun con
desavenencias y puñalaítas, seguíamos siendo el mejor tandem con la complicidad
y la capacidad demoledora de dos saurios, que hacía exclamar a los adversarios:
Uno a uno, aún, pero juntos, es imposible; desisto. Yo hacía de malo y alocado
y él de bueno y sobrio, siendo capaces de enajenar a cualquiera. A pesar de
todo eran grandes tiempos.
Y como seguía siendo de lo
más divertido meter en esa telaraña a todo aquel que nos mosconeaba, como un
peaje a pagar por el fisgoneo, siendo los más colgados o necesitados de nuestra
colaboración un tanto insufrible los que más picaban, la seguíamos haciendo sin
pensar, pese a la hidra que crecía imparable entre nosotros, pues lo cachondo
no quita lo valiente. Pero como eso no trascendía, mi frialdad en lo del Gabardina, no se acababa de entender.
El invento coincidió con los tiempos en que mi
travesía iba ya escorada y a la deriva, nuestra relación dual ya había modulado
a Payasete y Fu-chinín, y su inventor empezaba a ejercer de solista sin
determinar aún si quería subirse solo o acompañado al capitel.
Y entre que a
nadie le gusta ver volar por libre al compañero de fatigas antes que uno, y yo
no era una excepción, y que ya no estaba más dispuesto a chupar rueda, de
molino o de bici para no sabía bien qué, preferí no involucrarme demasiado en
una revista concebida como plural y asamblearia, pero de la que él había hecho
un reto personal para rubricarse.
Así que, me hice de rogar para entrar en el
toro, esas pequeñas gratificaciones de las que mi orgullo herido tenía entonces
una buena demanda. Lo cual ayudaba a dar carrete y mantener la intriga.
Aun así, goloso de la mierda
como buena mosca cojonera, aún metía más mojada de lo querido, como pasante
privilegiado, siempre en medio cual jueves en la misma cocina donde se cocía.
Y
así, sin querer y sin un papel claro, rabisalseaba el plato como cocinero de
ocasión, fijo (discontinuo) más que habitual, aunque por primera vez sin
coprotagonizar el menú, y sin acabar de integrarme plenamente, quizá por el
carácter de repesca o de segundo plato que como me veía, por razones de
prurito, cierta aprensión a los tríos y esa mezcla de respeto y odio bien
entendido de los artistas para con los quince minutos de gloria del resto de
los aspirantes.
Una gloria que sería difamatoria decir estaba
sólo cimentada en la propaganda, la imagen y el autobombo, bien estirado
durante años entre la peña, pero también, pues ningún río suena sin llevar
también agua, en el buen hacer, ciertas virtudes cartesianas y una indeclinable
capacidad para asumir cualquier iniciativa ventajosa. Y eso es mucho. Y no iba
a ser yo, un individualista recalcitrante, quien jodiera el lucimiento del
nuevo Áyax ante su público, asumiendo que unos momentos son para sonarse los
mocos y otros para sorberlos, y si, como dijo Calderón, afortunado es el hombre que tiene tiempo para esperar, también dijo
Víctor Hugo que si algo
hay más poderoso que todos los ejércitos del mundo es una idea cuyo momento ha
llegado. Y era evidente que la hora del Gabardina
y sus sastres había llegado. Sólo quedaba achantarse y aplaudir.
Aparte de mi aportación
como cocinicas de ocasión –otro más de los muchos que pusieron su miaja de sí
en uno de los últimos alardes en dar el golpe a toda costa–, mis entregas
mientras chutó la cosa fueron lo suficientemente escasas como para confirmar mi
carrera ya iniciada de defraudador profesional.
Es más. Si aquello llegó a
funcionar fue por mi ausencia, o inasiduidad, como se quiera, demostrada
positiva, contra la opinión errónea casi general de pensar en mí como su
cofactotum, que fue una de las excusas para su cierre, la de mi falta de empeño
en la empresa, lo cual no era cierto, aunque resultase adulatorio de mi
capacidad para escribir en cualquier sitio sin cobrar y mi idiotez
archidemostrada de rebozarme hasta las cejas en los proyectos más farragosos.
Si no es que no era directamente mentira.
El Gabardina, aparte de ocasión para que aquella nueva vieja guardia
(prejubilada) echase la penúltima antes de pasar definitivamente por la vicaría
de la integración o el vertedero, ante todo era un ejercicio de estilo
(desplegado, aspiraba, olía a cartel o a mantel) muy entroncado con la movida y
alguna de sus covachas de moda.
Miguel Barnés, el otro gran creador material de la revista. O al menos visual, que es de lo que a fin de cuentas se trataba. |
Concebido para el
lucimiento personal y presentación de credenciales de sus progenitores, no
dejaba de ser también un buen broche del pasado, dado su soporte de regusto
camp y concepción retro.
Y al no durar más que su novedad y faltarle esa
condición o voluntad más bien de perdurabilidad, se agotó pronto en sí mismo y
en su propia estética pura y dura de espíritu de la reclamación que tenía.
Y
cuando todos acabamos de colgar cual Luteros en sus portadas (todo él lo era)
nuestras tesis de protesta, y quienes tiraban del carro no tuvieron nada más
que demostrar, se fue decolorando y se acabó.
Sin embargo, su fugacidad
tuvo la virtud de iluminar por un momento con la intensidad propia de lo hecho
con pródiga honestidad, las sombras en las que todavía nos movíamos, para
vernos nuestras caras reales (y algún culo) y los posibles derroteros a tomar
que asomaban más allá del claro de luna a que por un instante dio lugar su
vista y no vista diafanidad.
Yo diría incluso, que
algunos vieron hasta más de la cuenta, más deslumbrados por su propio
resplandor (y alguna dosis extra) que por otra cosa. Aunque, por lo común, se
admitiera que algo pues seguía siendo posible, no sabíamos qué, tras el
comienzo previsible de la socialdemocracia, y había que seguir intentándolo por
las vías que los tiempos dejaban entrever.
Y de esa necesidad todavía
no ahíta, iba a surgir, como una continuación, esta vez en las ondas, la virtud
de Radio Karakol, último gran avatar quasi épico de la última gran tribu
animadora del cotarro social y político de la ciudad.
Conclusión: No cagues donde comas
He de confesar que toda esta vidriosa
situación en parte inducida por mí, que tanta farragosidad movediza me generaría,
no me venía del todo mal en forma de una autonomía, que buscaba, para ir
haciéndome cargo de mí mismo, aún por concretar. Y que digamos era el queso de
mi propia trampa.
Yo atravesaba por esa medrosa etapa
divagante que me mantenía disperso y más fuera que dentro del partido (del otro
ya me había largado), hasta no saber si el huevo de mi desvío era antes que la
gallina del cambio de orientación del picadero, o al revés.
Y me pasaba aquello
que decía Séneca, que a los que corren en un laberinto, su misma velocidad los
confunde. Y no me decidía, con un pie arriba, y otro abajo y la mente en
ningún sitio, tratando de mantener una equidistancia abstrusa para evitar
salpicaduras, dilatando el tiempo en mariconadas
imposibles, que ni los barandas, ni mi jefe ahora (que pasaba ampliamente del
enfoque), ni yo mismo a veces, desganado y nada seducido por aquella ful, nos
acomodábamos a semejante fiasco.
Básicamente, yo quería que me quisieran
y a la vez que me dejasen tranquilo para hacer de las mías. Sin caer en que me
las veía con políticos. Y claro, lo tenía crudo.
Los políticos suelen
confundir en sus colaboradores la lealtad con la servidumbre, cuando no con la
fidelidad perruna. Y una cosa era aceptar el precio de la manumisión, una hipoteca
que a veces sobrevive al amo, y otra muy distinta la imposibilidad de su
alzamiento, que a veces, así, sin más escapatoria, por mis cojones, quiere
imponerse de por vida. Y por ahí sí que no pasaba, pues eso era precisamente lo
que me había rebelado siempre, y por lo que había llegado hasta allí. Y no
había quemado bastantes naves ya y rosigado suficientes dogales para caer en
manos de otros amos.
Andrés, tal vez hacia el 1980, con José S. Serna, "Sernón", mentor de las letras locales, del que heredaría la revista Feria. |
Como suele suceder, y como uno es su
propia droga, el ansia de autorrealización narcisista fue a más.
Entonces, los
patronos, ignorantes o indiferentes al mar de fondo, y aspirando a obtener una
renta de un servicio tan novedoso como incierto pero del que ya habían dado
bastantes adelantos, empezaron a exigir su legítima en forma de rentas, y a
cambiar la manga ancha y cuerda larga que yo tironeaba desafiante, un tanto
temerario, por el ramal endurecido para traer al deslindado que aún creían suyo
al redil, y reclamaron, por ejemplo, que cubriéramos, como nos saliera pero ya,
sus necesidades al alza en prensa y comunicación.
Como esas funciones ya he dicho era yo
quien las llevaba aleatoria cuando no chapuceramente, el órdago me puso en la
encrucijada de plegar velas para volver con las orejas gachas a las andadas
como pringado, a comer de la mano de los nuevos señoritos a calzón bajado. Una
dependencia más que laboral que no quería ni aunque me lo mandase un doctor. Lo
cual significaba renunciar a otros horizontes que yo me había figurado mejores
para mí.
Y si no tragaba, quedaba abandonado a
mi suerte de ir definitivamente a remolque de mi ya
compañero y sin embargo amigo, por un derrotero redefinido cada vez más
a su imagen y semejanza. O sea, o morir o perder la vida. O mierda o bicicleta.
Aunque todavía me quedaba otra: quedarme en vía muerta. Que fue lo que hice. Entre
unas cosas y otras, unidas como las olas del mar, que dice la copla, sin
rubricar el nuevo régimen ni tragar con sus nuevos parámetros, ni caer de nuevo
bajo la férula señorial (lo que en realidad daba igual, pues eran dos caras de
lo mismo), como es lógico opté por la peor para mí: mandar a hacer leches a los
arreadores, fueran amigos, peces gordos o mediopensionistas, y quedarme a la
deriva.
Y bajarse de la burra quería decir
quedar de a pie, desubicado y en el banquillo, en capilla, en la reserva. De
antílope para cocodrilos o de pellejo empleable como punching para
entrenamiento de políticos mindundis. Que fue lo que pasó.
A cada cual su Némesis
Cuando el mariachi
mediático local emergente, el formado por Andrés Gómez Flores (y familia), Juan
Ángel Fernández y acólitos como Begoña Vidal et alter, logró su emisora de
Anteña 3 en la capital, yo fui uno de los que más se alegraron. Lo juro. No hay
como la abundancia de carroña para pasar inadvertido en la pradera. La
canallesca con hambre es de lo más omnívoro. Y mis carnes morenas eran más
apetitosas de lo que yo me creía. Sus mordiscos, precisamente, en el pasado me
había servido de comprobación.
Juan Francisco era ya el pastel más revoloteado
de dípteros de la nueva repostería política, por presupuesto, ansia de
mecenazgo y clientelismo hasta la megalomanía en forma de coleccionismo de
nuevos y bien mandados ejemplares para sus caballerizas. Y todo aspirante a
saborear la tarta debía de libarle los fluidos de sus ósculos si quería obtener
los de su erario.
Pero los cumplidos con que
sería obsequiado en la ocasión no acabarían ahí, pues entre lo que yo creí mamoneo
típico por estos y otros menesterosos del agasajo podía ya entreverse la
debilidad del presidente por este tipo de culto a la personalidad ya desde su
reelección (y de la que un servidor no era muy practicante).
De haberlo entrefilado no
me habría sorprendido nada que el famoso locutor, casi homónimo suyo, pocos
meses después, antes de acabar de empezar yo a ejercer, mal que bien, a trancas
y barrancas y de modo muy poco entusiasta, hay que decir, como encargado
mediático de la casa provincial, fuese contratado para hacerse cargo definitivamente
del asunto, más alguna otra encomienda mía, por no mentar la cámara de fotos
que sin ningún reparo pidió prestada al departamento hasta tener presupuesto
propio, y que jamás devolvió.
Claro, yo debía de haber
tenido en cuenta –además del hambre de la época, la filosofía empezada a ser
triunfal de aquí vale todo, quítate tú para ponerme yo y el buitreo como
ideología– que Martín Ferrand, patrono de la cadena, mandase a la calle a todo
el mariachi de la noche a la mañana y sin ninguna contemplación, por un asunto
oscuro nunca aclarado que daría lugar a todo tipo de rumores (pufos incluidos),
aunque todo apuntase finalmente y en general a la incompetencia administrativa
de la que fueron responsabilizados en comandita, tal y como habían llegado. Que
es como se fueron, también. Solo que al salir volando, aquel pájaro me cayó
encima.
Aquello era un punto y
aparte, y me dejó aún más descolocado en el partido. Prácticamente fuera. Tanto y sin vuelta de hoja que el jefe del área de
producción, un ingeniero despistado que decía haber ejercido en Alemania, y que
perdió su oposición por incluir en las pruebas, él, un examen de idiomas, a
elegir entre el inglés, el alemán o el ruso, y no saber ninguno de los tres,
creía que yo era el auxiliar del departamento.
Sin ahondar en el carácter
de la intromisión o como se quiera llamar, por
haberlo propiciado con mi indolencia de pensar (como aún lo pienso) que
en ningún sitio se debe reservar el derecho de admisión, sí he de manifestar
que, por decirlo con una frase muy del terruño, aquello era lo que iba delante
del nublo, a juzgar por cómo éste se iba a echar encima después.
Pero ya he dicho que
durante esa época yo estaba en otras cosas, y entre pitos y flautas, mis
perspectivas no pasaban por tal puerta. Aún no me daba cuenta de que Hipócrates
llevaba razón, y que la vida, sí, es breve, y la ocasión fugaz, pero también
que el arte es largo, vacilante la experiencia y el juicio difícil.
Antes de percatarme de mi situación
real, como era que la sombra de mis propias dudas me deslumbraba enfocándome a
la vez directamente como un asunto (y menor, lo cual era una decepción para mi
ego) a resolver, porque nadie estaba allí para perder el tiempo conmigo,
excepto yo al parecer.
Y así es como quedé definitivamente
relegado a residuo laboral, al ostracismo fruto de aquel desencuentro de trinchera
que me suscitaba la falsa superioridad moral atesorada contra aquellos hermanos
mayores que habían vendido su primogenitura por un plato de lentejas, sin darme
cuenta de que los que las repartían eran ellos. Una mala percepción la tiene
cualquiera.
Y aunque me iba a pesar,
porque uno también tiene su corazoncito, me ciscaba en ello con muy buen
criterio, pues para poca salud, una buena tuberculosis. Así que, definitivamente
apartado por mi cuenta en un tercer y saludable plano –y porque no había más– seguí
al pie de la letra el viejo apotegma de que, al que se margina lo marginan, y
al que lo excluyen, más.
Una situación que, por turbia e infecta
que fuera, seguía evolucionando, vertiginosa, para dejarme enfangado en una
dinámica bloqueante, sin poder seguir renegociando mi deuda o el perdón de mis
pecados, ambas cosas pagaderas a prontopago, tocateja y con intereses de usura,
pillado en el medio, sin alternativas y con perspectivas decrecientes, en la
que podía plantarme en la jubilación hecho un perrete de aguas. (Y tenía
treinta tacos).
La mata que no echó: Deudas y reproches
Mi entrada (y corta
carrera) en el Psoe había sido tan previsible que ni siquiera fue noticia entre
mis allegados; todo lo más, un chisme. Simplemente estaba macoco y no hubo
campanada sino todo un proceso de destilación. Un acto irremediable. Tan
comprensible como una puta mierda.
Y esa precisamente fue la imagen que mi
mudanza transmitió, y tan unánime el consenso de que se trataba de una mera
supervivencia, que creo que fue lo que me situó desde el principio en la parte
contratante como un activo dudoso en permanente cuarentena, haciendo presagiar
el mal final de lo que había sido entrada con mal pie, y que nada más empezar
ya estaba casi deseando. Lo que no me esperaba era que, tras el bienio
experimental, se hablase de traición.
Podría ponerme digno y
empinado y decir que yo no, que
más
bien soy alguien que echó toda la carne en el asador y al quemarse buscó el
ungüento sosegante y encontró que éste estaba lleno de contraindicaciones
escozosas y punzantes. O que fueron los profesionales del poder los que,
discurso en mano, me asesinaron el candor, y una vez hastiado, se apartó del
camino en vez de renovar su compromiso con las nuevas víctimas de los hijos de
puta, que son reflorescentes y conspicuos.
Años después, en la Diputación, conmigo ya en ella, otros socialistas (Hernández Moltó, en primera fila) en una toma de posesión presidencial. |
Pero el hecho es que, descolocado en
todo el proceso, que curiosamente era de colocación, pasé a una colateralidad
desde la cual empecé a poner zancadillas a lo Charlot, bastante neurótico
quizás por derivarse del malestar conmigo mismo por ver adónde había llegado, y
naturalmente que desde una posición bastante más cómoda que la del inicio que,
para mayor cabreo, mis cabreadores me habían proporcionado y sobre los cuales,
algo desquiciado, me revolvía con la excusa (cierta, eso es verdad) de haberse
convertido en el nuevo enemigo a batir. De modo que, lejos de derribar a esos
hijos de Belcebú, eso los exacerbó contra mí, y ahora con la saña del poderoso.
Se podría decir que era como si buscase
el castigo por una culpa mal digerida. También que fue la desazón o mi
vehemencia despotricante e irreverente frente al nuevo oprobio lo que generó
esa penosa percepción mía de desertor blasfemo. Algo que pintase un cuadro más
propio o complaciente de mí que el de traidor.
También podría estar aquí
justificándome en una larga sentada hasta sangrar mi culo por las llagas.
Pero
solo diré que es muy fácil hablar de traición pero dificilísimo llevarla a cabo
de verdad. Lo primero lo hacen con gusto los idiotas. Para lo segundo tienen
que darse unas precisas circunstancias y ser un fuera de serie. Alguien
especial. Casi un genio. Y yo no lo era. ¡Un traidor de provincias! Hay que
joderse. Debería venir en el Larousse, entonces. Así es que dejémoslo en un
proyecto de defraudador. Un desairado inconformista poco ambicioso. Un algo de
insurrecto si queréis, que concitó la insidia. Un catalizador de precarias
inquinas pueblerinas. Una mierdecica atrayente para moscas del vinagre. Lo que
queráis. Pero por favor, nada de acusaciones serias, eh.
Lo más delirante es que,
los que más énfasis pusieron en la guinda de ser yo un advenedizo,
popularizando la especie de mi poca fe y mi mucha necesidad, algo obvio que
nunca desmentí, eran los más sañudos en decir luego: “¿veis como llevábamos
razón?”.
Era la neurosis a la carta, pues si desde el principio fue vox populi
mi motivación interesada (¿cuál no lo es? Y además, no iba a ser ideológica, no
te jode), ¿no era lo más coherente el enfriamiento tras conseguir meterla en
caliente? Y que, de ser así, en todo caso la traición era contra mi grupo de
procedencia y no contra mi tribu adoptiva. Sarcasmos de la vida.
Manifestación vecinal durante la crisis de principios de los 80'. La vieja crisis de siempre, la que nunca se fue. |
Empeñados así en tomar como desfalco lo que en realidad era un trueque (no me puedo creer que anduviesen
desilusionados por no haber acabado de cuajar en la secta), fui publicado
llamando a la desconfianza y el cierre de puertas, algo que sin duda llegó a
funcionar como castigo cuando convirtieron la finca en un régimen. Pero había
más.
Esperaban que mi propio entorno de
procedencia se uniera en las represalias, que es el último y veraz objetivo
donde lo punitivo se certifica y alcanza la dimensión exterminante del grupo
sobre el individuo disonante. Y en esto, sinceramente pienso que fracasaron.
No entendieron algo
fundamental, y es que en tales grupos, la carencia de expectativas convierten
un paso hacia fuera en un alejamiento pero también en un salto adelante,
incluso en un ascenso (merecido si el interfecto se lo ha currado), no siendo
muy penalizable.
Si además el grupo de destino demuestra cierto rechazo, eso es
tomado como la prueba de hostilidad contra todo lo que el sujeto desgajado
representa, lo cual puede reforzar de hecho los lazos de apoyo contra quienes
presentan así sus credenciales de enemigos, haciendo muy difícil un total
desclasamiento, manteniendo por otra parte viva una posible futura reinserción.
Y a pesar de parecer depender el choque de las distintas perspectivas, lo
cierto es que de quien más dependía era de mí.
El Gulag, a la vista
Bien es verdad que en el
brete, podía haber perdido por partida doble. Pero contaba con la ayuda
inestimable de los acusadores, de su boca y sus obras.
No veían que mientras los
currelas de la transición seguíamos más vendidos que un caquirucho de pipas,
los sempiternos recién llegados a mesa puesta ya estaban rechazando los
altramuces por humildes, subiéndose al carro y diciendo que la burra era un
caballo y que en adelante la tartana era un club selecto porque tenía toldo.
Se habían instalado bajo
baldaquino y muchos ya iban de new stablishment político con numerus clausus,
no admitiendo ni un advenedizo más de los que cabían para retozar en sus verdes
praderas.
Y nada más empezar a rodar esta nueva gente maravillosa, ello
excitaba el ardor guerrero de las divisiones inferiores, que acababan
aplaudiendo a cualquier fichado en ellas para jugar en primera, aunque tuviera
que chuparse un banquillo de tres pares de cojones.
Era ley de vida, y a ellos
parecía habérseles olvidado, nada más ascender a nuevos mandamases, que la
ambición y obligación de cualquier aspirante es expropiar del título al
campeón. Y más si éste es un exponente de lo que en tiempos se decía la
burguesía (que en este caso no llegaba ni a pequeña).
La vieja cárcel. En ruinas, entonces. Aunque ya se levantaban otras por doquier. De todo tipo. Y pronto estarían llenas. |
Hablar de traición, pues,
era gilipollesco. Aunque casi me venía bien. Y más, cuando los que podrían
haberlo hecho con más razón no se quejaban. Pero
con aquella gentecilla había que tener cuidado. Ya no estábamos frente a
fachetas vulgares, con los que casi todo estaba más claro. No.
Como iban de
santones reconocidos por la historia y la opinión general (y no como los
anteriores), no podías dejar que te pusieran el sambenito definitivo y te
crucificasen para los restos. Había que plantarles doble cara. O triple. Y eso
implicaba irse derecho al GULAG. Una guerra que requería una buena reserva de
pan para hacer menos las penas venideras.
El
motivo definitivo para infligírmelas ya se lo había dado, imperdonablemente por
mi pare y con toda mi desfachatez: lograr el soñado lugar en el sol. Esa era precisamente la moto que había conseguido
vender, la de un hombre, un sueldo. Algo siempre realmente cáustico y
dificultoso. Y ellos comprar, que es lo que más les jodía ahora.
Y ya metido en
mi papel de malo singular que deja el aire de una duda sobre su bondad, había
que aprovecharlo hasta el final, abusando un poco de las contradicciones
internas de los adversarios, la falta de fluidez informativa entre ellos y la
separación de las posiciones, que implicaban que lo que para unos era un
desecho abominable, para otros podía ser de lo más jugoso. En definitiva,
terminar el show con una buena traca. Que era en lo que estaba, en medio de no poca ingenuidad, pero con toda determinación.
A lo kamikaze.
Cogiendo la onda
Si el Gabardina había sido el vehículo de un grupo más o menos amplio y
transversal en varios sentidos, el monte de espumas, en palabras de Martí, o la
espuma final de un largo vaso vital que tras su apuración resultó apenas nada, Radio Karakol, que iba a ser algo así
como la alianza caótica de las diferentes tribus indias contra el Custer del
morcillismo democrático, iba a constituir para mí la última batalla en que me
(pre)despedí del mundillo contestatario rojo.
Anarcos, trostkos, peceros
rebeldes, maoístas, radicales libres, follapavas, burguesetes, inconformistas
esotéricos, rockeros, badanas, artistas, jipis, popis, sacabarrigas, putas,
jazzies y piratas berberiscos. Todos esos salvajes de boquilla o no y alguno
más, en desorganizada grey, se pusieron más o menos de acuerdo contra el
fascismo renovado inherente al poder, para joder la bienpensancia, torear al gobernador,
aburrir a la policía y marear con su programación al resto de la oficialidad y
a sus mismos oyentes, que no la encontraban en el dial.
La última vez en que
los restos del naufragio local de un mundo ya extinto dieran testimonio de la
vieja utopía antes de expirar y diluirse en la miasma postcapitalista, algo
cuya dimensión sólo puede reconocerse si se estuvo allí de alguna forma.
Reunión de la Junta Democrática, la famosa plataforma para el cambio de la transición. Qué lejos quedaba ya. |
Desde hacía dos años el nuevo poder,
cada vez más omnímodo, era el socialista, en razón de haberse quedado sin oposición
de la derecha, limitada ésta a colocar para el cobreteo a algunos panbenditos
mientras cruzaban el desierto dándose de navajazos, lo cual había dejado a los
nuevos trepas en situación de monopolio de todo el espacio, para egrupirse a
horcajadas de manera abusiva sobre la burra, haciendo a pajera abierta todo
aquello que ni en sueños se hubieran atrevido antes, practicando su deporte
preferido de confundir en uno estado, partido y sociedad.
Favoreció que la derecha,
desde siempre, llevaba un atraso escandaloso en su actualización, siendo la
mayor parte de la de entonces, incluidos los viejos, un montón de niñatos
malcriados que se enteraron de lo que era eso de la política el día que murió
su papá; mientras hasta los más jóvenes de la izquierda llevábamos ya casi diez
años tratando de cargarnos al padre, aunque fuera a disgustos.
Esa particular Iliada le cubría al Psoe
el flanco derecho, y, almohadillados por el beneplácito de las masas, el
izquierdo era su única fuente de flaquezas, dado que toda la harina juvenil de
ese costal estaba aún en vigor, aunque ciertamente en vorágine desparramada y
enjuguescada en algo tan depravado como la movida.
Pero el agua pasada, aunque vieja aún
movía molinos, y como el cambio en seguida dejó en la estacada a los más feos,
estos, reagrupados a caballo de las nuevas vías políticas del sindicalismo, el
feminismo, el marginalismo, el antimilitarismo o el movimiento vecinal, se constituyeron en la única, vulnerable y
disgregada pero real oposición, dispuestos a infiltrarse por los huecos de la
muralla que el régimen naciente iba levantando.
Ellos iban en serio
Bono, ya mutado en Presidente, en una visita a Fuentealbilla. |
La política por fin se había dejado de
traqueteo y abigarramiento, el totum revolutum, para venir a parar, tras el
periodo de convulsión, al nuevo eterno status quo: una política oficial, por
consenso o por cojones, apoyada ya por toda la canalla, los medios y la mayoría
de la opinión pública; y la otra, la de siempre, la de la (puta) calle, mal
vista otra vez, por mucho que se la ensalzase, y que aún estaba en disposición
de cambiar algo antes de que tanto maquillaje nos cambiase definitivamente a
todos.
La actividad política, no obstante, y a
pesar de estar hecha con casi los mismos mimbres y gente, ya no pasaba por las
células, la clandestinidad, la conspiración, los cuadros y la discreción
absoluta. Todo lo contrario. Era, como más ‘casual’, frente a lo fashion en que la apalancada se iba
convirtiendo. Osease, adaptada a los tiempos.
Las formas imponían ahora el concepto,
los encuentros en bares primaban sobre las reuniones, lo espontáneo sobre el
orden del día, la expresión artística sobre la disciplina, la improvisación
sobre la organización, la horizontalidad sobre la verticalidad, la risa sobre
la adustez, la salida de tono sobre la tonalidad, lo abierto sobre lo cerrado, lo
suelto (o en calderilla) sobre lo estreñido, la concentración (antepasado del
botellón) sobre el mitin, la mirada sobre el duelo verbal, lo privado
atravesaba lo público y viceversa, abiertamente; la tangencialidad y lo
colateral se confundían en el análisis concreto de la situación concreta e
impregnaban tesis, antítesis y síntesis de una manera heteróclita, sin mucho
discernimiento dentro de una plástica de movimiento porque sí, en una mezcla de
política y renacimiento pop (el polpopmodernismo; Cambodia tenía a su Pol Pot y
nosotros nuestro Pol-Pop), alimentado por la sinergia disponible y el detonador
de lo que te tocaba la moral, que cuando funcionaba causando alguna explosión
unos la veían peligrosa y otros un fuego de artificio. Pero eso es lo que había.
Resabios de los 70', pero ya en plenos 80. Una manifestación vecinal, con sus antidisturbios correspondientes. |
Durante los primeros tiempos
socialistas, que hasta ellos creyeron ser de libertad, dichas detonaciones, ya
he dicho que eran vistas displicentemente –¡Estos jóvenes…!– como un
divertimento en plan traca de colores del Sargento Peeppers.
Pero cuando asumieron el papel de
herederos de una estructura político administrativa fascista caciquil (que no
había porqué tirar a la basura y que ampliaron con su propia aportación de
añadidos sectarios, entre los cuales creían incluirme) y empezaron a disfrutar
de lo lindo de los privilegios de la obediencia debida y a cortar el cupón del
erario en su poder, hasta Hilario Camacho les parecía estridente. Cuanto ni más
que algunos petardos se armasen debajo mismo de su arco de triunfo, en terreno
sagrado institucional, aunque fueran las sotaneras.
Si además eso era llevado a cabo por
sus propios patrocinados, era ya inadmisible, indecente. Aunque en esto también
había clases de apadrinados. Y yo, por muy cuadro intermedio que hubiera sido,
con aquellos pelos, o sea, y con mi pasotismo anarco, tenía mal el visado para
una radicalización consentida.
Y eso que mi clasificación política ya
no era de primer orden, sino más bien de fortuito y discontinuo fluctuante
entre sectores, que iba más con los tiempos, aún no totalmente concretados ni
unos ni otros, con un toque de asesor-rumiador-bocazas en plan hombre de
gabinete (como mi capitán sentenció, profético, en la mili, supongo que al ver
el informe del SIM) para los que estaban en posesión del título, y que iba más
con mi reluctancia sarcástica; o como una especie de colaborador literario para
los aspirantes, que siempre era agradecido. O así lo empezaban a entender, al
menos los avisados, como siempre. O lúcidamente despistados, aunque no
desorientados.
El Servicio de Prevención y Extinción de incendios, el invento de Amando, que aún funciona. |
Uno de ellos era Amando,
que se había presentado para primer alcalde democrático ganapán de Molinicos
con el solo aval como estudiante en la Universidad Libre de Berlín, llegando a
ser uno de los primeros consejeros de Bono (y también el primero en tarifar con
él, decían que por buscarle la ruina con los murcianos cerrando por su cuenta
las compuertas del Trasvase), y al que había conocido en los locales que
alquilaron él y su ayudante Pepe Jerez en Automecánica.
Era un buscavidas calibre
45 de los de contar y no acabar secretos y mentiras (eso ya lo hacía su colega
Pepe Ramírez), y que un día, cuando nos habíamos perdido la pista entre los
recovecos de la existencia, se presentó buscando socios, de aquí, de confianza,
del terreno, del mismo Corleone, para un plan perfecto y por supuesto suicida,
para triunfar inundando USA de vino.
Al negarse Maxi, uno de sus
descubridores (y conocedores) se volvió a mí y soltó: “mejor; entonces tú, que
sabes inglés”, porque necesitaba un hombre en el Medio Oeste, pero ya. Una pena
que yo sólo dominara el inglés del Oeste Medio, porque lo tenía todo previsto.
Así era. O será, porque no tengo noticias de su desaparición definitiva.
En ciertos círculos
socialistas se le apodaba “El bulldozer”, a lo cual había hecho honor como
factotum del SEPEI y otras empresas, siendo uno de aquellos tipos tremendos a
lo Orson Welles de los que se quedaban, de una pasada, con la copla y con la
gente, pudiendo esperar cualquier cosa de él, y no sé qué opinión se habría
formado de mí en nuestros esporádicos y superficiales encuentros. ¿Y cómo
seguir siquiera la corriente a alguien que, sin conocerme, se fiaba de mí? Y
así fue como yo mismo frustré mi aventura americana. Y como no lo volví a ver,
no sé si llevó a cabo su proyecto. Aunque llevaría a cabo cualquier otro.
Recepción oficial de Solana, ministro de cultura, por toda la nomenclatura en pleno poderío socialista. |
La estrategia del Karakol
Cuento esto para ilustrar
que en el 86 todo iba a peor. O a mejor, según se mire. Y yo, en liquidación
por traspaso del negocio. Y por no querer seguir la línea aquella más
complaciente de cuando no tenía nada, antes de darme cuenta ya amenazaba con
ser uno de esos muertos laborales vivientes del que, o me hacía cargo, o me
disculpaba, no sabía de qué, y empinaba el trasero y me ponía a cuatro patas
bajo cualquier bota para pedir la readmisión.
Entre esa espada y la
pared, y como ya no podía echarle la culpa a nadie, porque a la segunda estafa,
la culpa no es de quien engaña sino de quien se engaña, lo que hice fue pegar
la patada de Charlot, rebotarme de unas cosas y plegarme hacia dentro en otras,
en una introspección deconstructiva (lo que después se llevaría mucho en la
cocina de diseño). Y buscando alguna salida a mi túnel empecé a sondear la
oscuridad con los primeros escritos.
Uno de esos primeros
intentos de reconducir el extravío a partir de un pasado próximo fue el
opúsculo La estaca de Bares, un
relato surrealista con vocación underground, cruce de todos los géneros
bastardos, mitad guión de cómic y libelo corto satírico, de intriga y fantasía,
que sería mi primer intento de sublimar, en clave nostálgico-culturalista, los
fantasmas, políticos y otros, tan reacios a disiparse, que se me habían ido
acumulando.
Tano Mora, el único que sacó un oficio de aquella movida de Radio Caracol, oficiando en CMMedia. |
Mientras profundizaba hacia
mis centros, que diría un gitano, fuera, en lo que se supone que era mi esfera
vital, tan descuidada, el remolino febril de una juventud recrudecida con el último
reemplazo de los hermanos pequeños incorporados (Sebas, Tano, Pecholobo, José
Tendero, por citar alguno), era ya el vórtice del remolino de la nueva ola
rupturista que con la Movida como reanudación patética, aportaría los resortes
del día para revolcar la vida pública, siendo sus nuevos zapadores con más
hambre los que, todavía apoyados en lo ya recorrido, escogían el nuevo estilo
de socavar los viejos cimientos donde buscarse la vida.
Si una cosa he tenido es saber cuándo la
función ha terminado. Y por mucho que los que viniéramos de atrás fuéramos los
fedatarios de los nuevos rascaleches, estaba claro que a la entrega del testigo
nos convertíamos también en sus tributarios. Era lo que había. Es lo que hay.
Eso, que se había visto
venir durante el periodo Gabardina,
ahora estaba totalmente diáfano. Y casi estoy por jurar que fue por eso, por
ser otros los que ahora ponían la cara para que se la partieran, y con los que
yo no me hallaba en competencia, por lo que me uní como gregario gustoso y
voluntario en esa última etapa que me serviría para no desentroncarme más con
una época, una gente y una forma de vida que siquiera desde sus aledaños me
permitió seguir incorporado, con mis disfunciones, mis broncas, pero sin muchos
cortes, a ese hilo más o menos gastado que lleva (o si no, malo)
irremediablemente hasta la madurez, que, desgraciada y paradójicamente se
caracteriza, como dijera Stefan Zweig, por la solidificación de las ideas
sociales y políticas.
Fue así cómo, aclaradas las
opciones, y aprovechando su exagerada buena predisposición hacia mí y sus
deseos de incorporarme de lleno en el tajo, cosa a la que yo llevaba meses
dando largas putifinas, a la vuelta de un solitario viaje a una Itaca norteña,
con la excusa del inglés para tomar distancia de todo, les propuse hacer una
novela radiofónica por entregas, teatralizando La estaca…, cosa que por supuesto yo tenía ya preparada desde hacía
meses, con el guión completo, efectos, música, etc, para su realización. Y les
encantó.
Lo hicimos en directo entre
abril y mayo, sin preparar nada, a matacaballo, bajo mi dirección y con gente
que jamás había trabajado en la radio o llevaba dos días en plan piraña. Y
aparte la excitación lógica de estar más perdidos que un bebé en el tren de la
bruja, fue una cagada, como tantas cosas hechas en esa emisora. Pero eso era lo
de menos.
Karl Radek, uno de los portas, debidamente pantomimizado, de la versión radiofónica de La Estaca de Bares. |
Hay dos o tres personas por
ahí, aparte los participantes, que aún lo recuerdan. Y éste que suscribe, que
nunca tuvo demasiado autoaprecio, y entonces lo tenía bajo mínimos, reencontró
en su aceptación en los corrales a los que había sido devuelto, la confianza
para poder ligar juego más allá de las cartas marcadas de la satrapía, teniendo
además la virtud de balizar el camino que poco a poco empezaría a recorrer,
despejándome con aquel respaldo entonces desinteresado por mucho que me
necesitaran, la duda de si volcarme o no en recuperar las innecesarias cotas
perdidas y batirme el cobre con quien fuera.
La decisión final que exprimí de la
experiencia fue que jamás volvería a inclinarme ante ningún pendejo como su
jalador de marrones. Y si alguna vez se daba el caso de colaborar con alguno de
ellos, como inevitablemente pasaría, que fuera negociado; o quid pro quo o a
tomar por culo. Caña al mono.
Así fue como,
definitivamente refrendado como atravesao,
y bien puesto de dopaminas de falsa seguridad, para que no decayera, me animé a
reforzar mi posición como sindicalista en ciernes de la Dipu, que llevaba
escarceando desde el 85 con los ínclitos de CC.OO, otros que tal.
Al funcionario y al ladrón,
perdigón
Hay que aclarar que todo el
barullo formado en el primer y segundo mandatos socialistas, que tanto nos
distorsionaron a tantos, apartándonos incluso de alguna carrera menestral, no
era nada baladí, ni por empreñar.
Como saben los estudiosos,
había motivo. Y el argumento perfecto, y fundado, para que los revoltosos
siguiéramos en las barricadas era la OTAN, por no decir la NATO. Si bien lo de
las barricadas en mi caso suena excesivo, pues yo seguía siendo ante todo un
hombre de gabinete. Lo cual, a la vista de mi éxito en el de Publicaciones de
la Dipu, no dejaba de ser irónico.
La última batalla (y penúltima derrota)
De entrada era que no... |
Y fue que no –Chicho Bleda
si se arrepintió y con constricción volvió al redil, desdiciéndose de lo
firmado– Y así me fue, aún más a la
intemperie. Porque el asunto supondría el corte definitivo, la falla de mi
particular modo ideológico práctico de vivir.
El antimilitarismo, a falta
de buen pan político, se hizo buena torta con la que contender con las nuevas
formas de opre/represión que venían, con la ventaja de que ése sí era un
banderín de enganche “desideologizado” al que todos se apuntaban. Un chollo
político que el PSOE reeditaría contra el PP quince años después con la Guerra
de Irak.
...pero acabó siendo que sí. |
Por eso nos esforzábamos
por creer (aunque viéramos que no) que el ambiente bullía otra vez, que seguía,
sin querer ver que, o eran rescoldos o podía ser la quemazón definitiva por el
fuego enemigo, ahora amigo.
Manifestación antimilitarista de la época |
Y así fue que, decaído el
frente principal, y reculadas las líneas hasta la misma zanja de la fosa común,
la pelea sindical me pareció una buena forma de seguir en la guerra, ahora
fría, que iba más con mi natural de petit comité, de salón, café y oficina, más
de coco, casino y convento, y mucho más acorde con mi estilo independiente
creativo-recreativo de francotirador fijo discontinuo.
Y sobre todo menos
jornalera, tajera y arrastrojada, que quedaba para los de adelante, los
solteros, los encadenados, los movilizados permanentes, los pichabravas no
arrecogíos todavía, y que a mí me daba fatiga sólo de pensarlo. Y no lo pensé,
porque, además, ya estaba dentro del cotarro sindical de la Diputación. Error
que sería el último grande en cometer.
El sindical era el otro
gran frente de repliegue de la izquierda cuando se perdió la reforma. A su
amparo, o al de sus aledaños (pacifismo, feminismo, emigrantes, etc), irían a
parar a oleadas todos lo que no encontraban un modelo de organización propio,
mucha de la fruta golpeada, dañada, fea y sin salida de la transición. Y la
Administración era un foco, una mina sin explotar en esa guerra. Y una mina cada
vez con más posibilidades. Y con más explosivos dentro.
Cuando ahora se acusa a los
sindicatos de necrosis, entreguismo y corrupción como efecto de haberse
centrado en parasitar la Administración (y el presupuesto), suele olvidarse (y
esto no es ningún capote al asunto, pues considero que esa acusación se queda
corta) que el primer paso hacia ese solapado pesebrista con el peor poder se da
cuando la crisis de los setenta y la posterior reestructuración industrial,
terminaron de dejar en la calle a la mitad del personal y al incipiente
sindicalismo con una casa apenas en sus cimientos, y una estructura híbrida
digámosle socialfranquista.
Y dado que el edificio
laboral empezó a reconstruirse desde lo público (y con la gente, los billetes),
el asalto sindical de lo público estaba cantado. Lo único, que de esa
construcción sindical en la Administración, no estaban ni los planos.
Los nuevos empleados
públicos entraban a oleadas, y por mucho clientelismo que hubiera en el acceso,
acabarían necesitando convenios y mejoras. Era un campo virgen para pioneros. Y
quien diera primero daría dos veces.
El que se esperase a que hubiera una
normativa iba listo. Así que saqué mi currículo como vendedor de bonos de CC.OO
y de alumno presencial en los hitos de su larga gestación y alumbramiento, lo
desempolvé y me uní al núcleo que llevaba indeciso un tiempo tratando de poner
en marcha unas relaciones entre el personal del lupanar y sus mandamases, los
políticos.
Naturalmente, los inefables
peceros ya habían sacado asiento en el sarao, en la persona de algún trabajador
psiquiátrico que, tras la exploración reivindicativa del resquicio de la
antipsiquiatría (la metalocura), andaba en vía muerta esperando luz verde para
enganchar el carril de lo netamente laboral, reforzado por el personal para la
causa que la presencia de su diputado factotum muy antes aludido, había
facilitado también en ese ámbito.
Y así fue cómo me puse a
navegar al pairo con Paco Hernández, entonces una especie de
consultor-negociador oficioso de la problemática, por la accesibilidad de su
carácter prudentísimo y por ser el más a mano dentro mismo del corazón de la
bestia, virtudes igual de apreciadas por los diosecillos de la planta noble.
Nicasio, en una performance de San Isidro en 2013, para rememorar el movimiento de artistas por la libertad de principios de los 70. |
Desde el principio se dio
entre nosotros esa cordialidad que surge del interés que despiertan los
antípodas, y enseguida empezamos a funcionar como la extraña pareja de un par
de fuerzas que movía el carro tirando cada uno en un sentido de la misma
dirección, y cuando yo apretaba, él aflojaba; cuando yo corría, el aminoraba; si
yo exigía, él casi imploraba; y si se me iba la lengua, él pedía excusas.
Complementos perfectos en
la aptitud, nos dividíamos la faena, siendo yo el acicatador azuzante y él el
cauteloso ponderador palafrenero.
Gracias a eso, y a que
ninguno teníamos hipotecas apreciables con nuestras respectivas fidelidades,
pudimos colaborar a que, antes de ponerse en marcha todo el ordenancismo que
haría de la Administración la cueva de Aladino de los sindicatos, se
legitimasen de facto basada con la negociación continua de acuerdos con los
políticos de turno, quienes aun haciéndolo con el paternalismo de quien concede
y da permiso para jugar al sindicalismo abierto, sabiéndose en posesión de los
resortes para rescindir ese modelo de contrato social en un momento dado, la
verdad es que cuando llegaron las primeras elecciones sindicales, el proceso de
normalización de las relaciones laborales en la Diputación estaba consolidado,
y los compromisos eran asumidos por ambas partes sin mucha digresión.
Pero ya he dicho que era un
modelo consentido, que junto al sectarismo propio de los socialistas y el
absolutismo de los resultados electorales, crearía el vicio del veto, la
censura, la parcialidad, la exclusión y otras taras que en este campo en
particular iban a ser definitivamente relevantes y onerosas para mí.
El Juanfranquismo
Si en la relación entre dos
partes una acepta y consiente la visión por parte de la otra de esa relación
como tutela, también será inevitablemente incapaz de atreverse a disgustarla,
acabando así por hacer de motu propio lo necesario para mantener esa situación
vista como trato de favor.
Tal modus operandi
pergeñado como vía para llegar a establecer un cierto tipo de democratización
sindical en la Diputación, iba a ser precisamente el coste a pagar, al dar por
buena esa relación de fuerzas negativa.
Toma bakassitos (los nuevos caciques de provincias)
Al ser próximo, aunque por libre, al sector radical que iba tomando cartas en el asunto sindical, especialmente de la gente del Ayuntamiento, más adelantada en la faena, yo entendía y dadas por hechas dos oposiciones: la de mis propios compañeros y la de los políticos.
Las razones al final se fundían en una: la apuesta de los
primeros por una actitud lo bastante conciliadora y dúctil, por así decirlo,
que no despertase el enojo ni exacerbase el régimen broncíneo de ordeno y mando
establecido en la casa con el afianzamiento de Juan Francisco Fernández (al que
en petit comité llamábamos Bokassa) en el virreinato provincial, y a cuyo
periodo denominaremos en adelante Juanfranquismo, por los tintes despóticos,
paternalistas, dictatoriales y otros rasgos tangenciales susceptibles de
dicterio. Y de los positivos, que los tendría, que se encarguen otros.
Esto quedó grabado en no
pocas memorias de la transición “democrática”, que en realidad fue el paso de
una tiranía a otra, y que en lo respective a un servidor y después de mi tocata
y fuga tras el breve periodo de carantoñas al caballito nuevo de la cuadra,
sería de hartazgo hasta los mismísimos de que tratasen de ponerme mirando para
Cuenca, como se materializaría en la ulterior y definitiva fase en forma de
repudio, al descubrírseme cocero (o que da coces), entre la típica persecución
por la secta del que la deja a cojón pelado, y mi pregón en la fila sindical de
acogida como ejemplar disidente caro de acoger. Y pronto se demostró que no
necesitaban muchas amenazas.
El sindicalismo patatero
Al no poder prohibirme sin
más, pues no era una película X o similar, en cuanto vieron, en las primeras
refriegas, que mi opción de pasar página de anteriores romances iba en serio,
directamente incitaron mi exclusión (no era yo el único malencarado, pero sin
duda sí sería el más guapo), desacreditándome como alguien no de fiar, por ser
técnico superior y por tanto un desclasado nada afín al bajo rango de la
familia sindical, sobreentendiéndose mi carácter manipulador (y antes trepa,
claro), además de aspirante a traidor, como había demostrado con ellos, y un
insulto para toda la estirpe proletaria desde Saint-Just a Besteiro. En fin, lo
típico de quien tiene que vender bicicletas a precio de motos.
Silvio Arnedo, a la derecha, entregando placas de jubilación. |
Pero yo tenía el tiempo
hallado en mi apartheid, un desahogo ocupacional obligatorio aunque más bien
dinamizador, dicho sea con pudor, lo cual me enervaba como miembro activo, y
que no dudaron en aprovechar como arma arrojadiza para avergonzarme (harto
difícil, pues es sabido que todo que el que tiene vergüenza, ni come ni
almuerza) ante mis compañeros, con la enorme sutileza sectaria de acusarme de
lo que ellos mismos querían causarme: la desidia, la ociosidad y la inhibición.
¡En una administración socialista!, ahí es nada. Para llorar de risa. Y encima
era incierto.
La nueva patronal o más madera para viejas cuñas
Pero como quien más quien
menos ya había hecho la mili con ellos, la reacción a la insidia fue la
pragmática no sanción. Corría el año 1986. Y apenas si habíamos podido
apuntalar cuatro avances provisionales. Y nadie sobraba. Pero tampoco era
cuestión de encabronar a la fiera.
Y así, sin despreciar mi buena
disponibilidad (aunque fuese desde una postura crítica) acordamos tácitamente
que, por el bien de la humanidad, y sin defecto de seguir usando mi actitud
coñaza y terca de ladilla para encangrenar, era mejor, de momento, quitarme del
escaparate y ceder la negociación a caras mejor vistas, ya que la mía, o mis
risas, o mis gestos, amenazaban con ocasionarle un rictus al diputado de personal,
un elemento reconcomido por peores tiempos, cuyo discurso obrerista histórico
trasnochado y demagógico hacía aguas entre un sueldo y privilegios jamás
soñados, que mantendría hasta su jubilación. Digamos pues que su política de
personal, al menos en propia carne, fue un éxito.
Se trataba del almanseño
Silvio Arnedo, excarpintero con el que mantendría una relación (pues habría tiempo) variable,
tormentosa y ambivalente, pues en su repelús obrerista por cualquier cosa
(protestona) con estudios y sin mono de trabajo, había también un componente de
curiosidad, que trasladaba a nuestras taimadas peleas entre el abuelo
despechado y aquel joven espécimen prófugo al que trataba de meter en vereda (en
lo que a mí ya no me metía nadie), como así me tenía fichado desde el día en
que, a la semana de tomar él posesión, me pilló en el infecto habitáculo
calentándome los pies por el sencillo procedimiento de ponerlos encima del
radiador portátil, hay que decir que bien enfundados en unas botas de serraje
embadurnadas de grasa de caballo.
Quien tiene vergüenza, ni come ni almuerza
Este pequeño viejo
inquisidor aún tendría tiempo suficiente para hacer célebres varias cosas,
entre otras, dos frases, una de ellas fundamental como referente en cualquier
negociación, la de que “las patatas le cuestan igual a los técnicos que a los
operarios”, advertencia leguminosa con la que pretendía aclarar toda la
epistemología sindical y social desde el socialismo utópico para acá, para que
nadie se pasase ni un pelo a la hora de reivindicar.
Y la segunda, la que
acrisoló el año en que se embaldosaron los ejidos del Ferial y largaron a los
Invasores a la recta final del Parque Lineal, que ni que lo hubieran hecho
aposta para poder figurar en el libro de anécdotas ramplonas de la casa.
Andábamos en plena
negociación del Acuerdo Marco, atascados en el ínterin de uno de esos puntos
tan inanes como correosos, llenos de insalvables discutiñas, sin llegar al
germen del asunto, que al final quedaba claro que era el de la honrilla de cada
uno, y por lo tanto sin ninguna esperanza de encontrar ni concesiones ni
retroceso en las posiciones del contrario. Concretamente era el recreo
funcionarial, entonces de veinte minutos que pedíamos ampliar a treinta.
A pillarlos dormidos
El ambiente era plomizo y
atascado (o sería la calefacción). Por la parte diputada, Vicente López estaba
más a por uvas que de suyo, J.A. Escribano parecía tener escrita en la cara
“¿qué chorra pinto yo aquí?”, y Camilo Maranchón, el máximo sostén en aquellas
vicisitudes del diputado de personal, se había dormido. Directamente.
En vista de ello, tanto
Paco Hernández como yo empezamos a apretar el acelerador, a hincarnos, para ver
por dónde salía nuestro Silvio.
Mercadillo de Los Invasores, así llamado por empezar cuando ponían aquella serie del mismo título, en su ubicación original. |
Silvio llevaba días
echándonos a la cara el sermón de la montaña de que media Diputación
aprovechase los martes para estirar el tiempo del bocata de tal modo que la
casa se quedaba sin gente durante media mañana (qué más quisieran ahora),
siendo un espectáculo ver venir luego al personal, todo cargado de bolsas, de
Los Invasores, causa de que él mismo llegase a establecer un sistema de
vigilancia –clandestino y por supuesto ilegal– para fichar a los más
irreductibles asiduos y asiduas a los Invas,
una conducta que por impropia de un diputado (de la de los funcionarios ni
hablemos) le habíamos afeado, por su falta de clase y grosería.
Ubicación del mercadillo de marras cuando la anécdota (de donde termina la zona verde central hacia abajo, fuera de imagen) |
Nuestro principal argumento
era que el personal ya apenas si tomaba bocadillos, queriendo su tiempo de
recreo simplemente para tomar café, o desnatados, o incluso sólo pasear por la
calle, y en general para seguir sin hacer nada pero fuera de allí. Nada malo,
pues.
Con éstas y otras chanzas,
surrealismos y ridículos y técnicas de emplume, cada uno lo que se le ocurría,
le dábamos la tabarra de no tener ya mucho sentido ni ese marcaje ni seguir
dejando para otro día la ampliación del recreo, que seguro redundaría en un
mejor conocimiento de lo mucho y bueno que los socialistas estaban haciendo por
la ciudad. O a lo mejor es que también nos queríamos ir a los Invasores.
El entonces alcalde, José Jerez, por cuya culpa –la reforma del solado de los ejidos del recinto ferial– discutíamos sobre el absentismo laboral (bueno, funcionarial) al mercadillo. |
Los diputados, como es lógico, pusieron mala
cara, desentonados y mosqueados por el cachondeo fuera de lo común, y viendo
algo raro en la cuestión. Y Silvio, cabeceando aburrido, al fin se percató de
la siesta del fauno, y entonces, algo colorado, serio, casi tétrico por la
sorpresa, disimuladamente, empezó a hablar en tono algo más alto, por ver si
despertaba, haciendo tiempo mientras, con circunloquios, para poder unirlo al
pelotón sin sobresaltos, pues un mal despertar en ciertas condiciones puede ser
traumático.
Aun así, y como no podía
ser menos, el regreso al mundo, por la lógica confusión del venir en sí del
sesteante, fue tan brusca, “¿Qué, qué?” –y no sería de ver frente a él a dos
rojos venidos muy a menos–, que el propio Silvio, desarbolado y algo violento
por tan embarazosa situación, para zanjarla y apuntarse algún tanto, aunque
fuera una derrota, mirando a uno y a otros, dijo firme y con tono irremediable:
“De acuerdo. Que se amplíe a media hora el tiempo del descanso del desayuno.
¡Pero que sea media hora!”.
Y pasamos a otro punto. Que
ya era hora. Lo mismo era martes. Y así fue cómo se consiguió la media hora de
descanso matinal en la Diputación.
Las batallitas del 'vuelco de la Administración'
Pero habíamos quedado en
que, para evitar algunos malos rollos, siempre que podían me sacaban del primer
plano, quedándome así para las labores de artesa, o para la ensancha, que se
llama en panadería, o de rebotica en otros gremios, pero con una discreción que
me sería imposible, al hacerme cargo de la elaboración de una propuesta de
catálogo de puestos de trabajo, es decir, la reorganización y puesta al día
administrativa y económica de la plantilla de la casa, ahí es nada, madre de
todas las propuestas y gran asignatura pendiente de todos los políticos,
especialmente los socialistas, tan atrasados ellos en la aplicación de sus
propias leyes.
Oficialmente, dicha
propuesta era la de la parte sindical. En la práctica, todos sabíamos que iba a
ser la única. ¿Y cómo es que se me dejaba a mí precisamente ese mochuelo?
Fácil: yo era el único de ambos bandos que se había papeado el BOE y la normativa
vigente sobre el asunto; que se había documentado al respecto y había seguido
su aplicación en otras Administraciones.
Y porque la táctica de la empresa,
siempre a contrapié, era la de dilatar dando tiempo al tiempo (ese arma
disolvente y macerante), y que alguien les fuera trillando la parva hasta
madurar alguna otra opción canallesca que les permitiera adquirir una posición
aún más preponderante para hacer lo que se les pusiera por la polla. Y
mientras, si les caía algo, y gratis, pues mejor. Lo malo es que mis colegas
pensaban igual.
En una semana, yo tuve un
borrador completo (en realidad, lo tenía de antes), documentado y contrastado,
bien personalmente con los grupos o departamentos interesados, o con sus
representantes.
Como interlocutor válido de
la otra parte y para hacer boca, se me asignó al entonces jefe de personal, un
tal Covisa, madrileño ocupado en abandonar la interinidad a cualquier precio y
que, en el completo marasmo en que se movía y conocedor sólo superficial del
asunto, y atosigado por mi presión sin sosiego, mezcla de aparente competencia,
irreductible maniobrismo, acoso guerrillero y una confianza sañuda propia de un
cabestro en lo que llevaba entre manos, empezó a tragarse todo lo que le echaba
encima, hasta que, sobrepasado, dejó de dar pie con bola, y cuando la pelota
iba a rebotar dejando al aire toda la tostada sin hacer, le salió otro trabajo
y se largó dejando un tiempo precioso tras de sí y a mí, intranquilo y más
exaltado por el quite por madrileñas que me hacía y el marrón que allí dejaba,
y que la empresa, no queriendo coger todavía en esas condiciones tal toro por
los cuernos, tuvo a bien asignarme, como sustituto para este tipo de fechorías,
a otro contrincante, un técnico ayudante suyo, interino, bien mandado y muy
poco bragado (aunque bragazas), que se hizo cargo del mochuelo dejado en la
huida.
Era mi sino: bregar con
meritorios. Y en cuanto el casi recién salido de la universidad vio el mamotreto,
se quedó descuadernado, con cara de pensar qué hace un chico como yo en un
retrete como éste, hecho un ablandabrevas, al que no nombraré por no deshonrar
más estas páginas con su servilismo canino y oral rayano en el pajillerismo
Y así, con mucha prevención y mucha cautela
contra mí, en cuestión de dos meses habíamos consensuado a partir de mi tocho
(quiero decir mi propuesta) todo un documento de lo más creíble, con su place y
limpiado por él mismo de toda sospecha hasta donde sabía. Lo que se dice un
catálogo objetivo y según las directrices de la norma, dejando al margen los
factores internos de la casa y los intríngulis personales de cada empleado, ya
que, el funcionario en cuestión, por neófito, no conocía en absoluto, haciendo
así de perfecta manita inocente para sacar adelante mi propósito.
El alcalde José Jerez, Tierno y "Juanfran". El socialismo light, glamuroso y de paseíllo había llegado. Y nosotros, sin saberlo y de reivindicaciones. Hay que joderse. |
El embolado estaba listo
para ser visto por la definitiva comisión negociadora.
Pero el presidente de la
misma, el susodicho carpintero, al intuir, por zorro viejo, el desaguisado,
dado que lo bien o medianamente hecho era lo último que él quería, lo puso en
cuarentena, dejando así al funcionario a la altura del betún (en realidad nunca
superaría ese nivel), que la pagó conmigo como un niño engañado al que quitan
el pirulí, jurando que conmigo una y na más.
Todo esto, tan divertido y
halagador, personalmente me fue desastroso, pues, aunque finalmente ése sería
básicamente el documento que acabaría imponiéndose como de partida, ya que la
empresa era incapaz de elaborar otro, pues habían apartado de esos temas
incluso al secretario general, lo primero y conditio sine qua non para
proseguir fue empezar de nuevo e invalidar de un tajo, unos cuantos apartados
nada del gusto de la empresa, que suponían grandes trabas para sus buenos fines
alevosos, parciales y sectarios, y que, mira por donde, acabarían afectando a
los elementos menos complacientes, entre otros, adivinen, qué casualidad, el
autor mismo del trabajillo.
A pesar de estar todo tan
claro, iba a tardar casi doce largos meses en darme cuenta de que aquel tipo de
pelea era muy distinto al practicado cuando aún era un militante en la
clandestinidad izquierdista o en el despacho socialista. Tanto en la célula
como en la camarilla, el ámbito era restringido, acotado, las relaciones cortas
y la actuación contundente.
En ambos universos las
ideas, la gente, los pasos y el contrincante eran nítidos. Ahora reinaba la
ambigüedad, el amplio espectro, los plazos, la guerra de desgaste, ríos que se
daban la vuelta en reuniones interminables, discusiones homéricas, pasillos,
dagas palaciegas, intereses cruzados, jijijajás a lágrima viva combinados con
alcohol, ternura y odio rabioso encubierto.
Una melé de nunca acabar en la que
se desconocía dónde acababa lo auténtico y empezaba lo representativo, que para
colmo era utilizado para generar otro campo positivo de poder junto al
político, que con el tiempo iba a ser el ocupado en paralelo al espacio
propiamente de los partidos, cuando estos dejaran de ser organizaciones de
masas para convertirse en modelos de representación mediática.
Pues toda esa morralla era
la que ya había empezado a egrupirse como fundamental, y allí estábamos, en
todo su cigoto, como la guinda decorativa, pero fuera de la trinchera y a tiro
de los nuevos señoritos a los que, por Dios, no se les podía ni insinuar el más
mínimo desacuerdo, sopena de pecado de blasfemia, con tanto mito de salvadores
como habían adquirido.
La posología que decantaba
la melé, era de aplicación tópica para (o contra) personas concretas y para
nadie. Y nos pasábamos el tiempo citados por lo políticamente correcto al
tercio de banderillas para sufrir una tras otra las tandas de hiriente
negociación, en cada una de las cuales se erosionaba un poco la posición
inicial, teniendo que retroceder para recuperarse, y otra vez a volver con
nuevos y disminuidos bríos, hasta que cedían en algo y resulta que era a cambio
siempre de algún contrachantaje, aceptado al fin por nuestra parte.
Invariablemente, a cada
vuelta que le dábamos a la dichosa propuesta de clasificación de los puestos de
trabajo (y podía írsenos un mes), el precio a pagar por llegar a un preacuerdo
salvamuebles para nosotros era el de dejar en la estacada, al margen, o para
después, una serie de casos (adivinen, adivinen) de la manera más ignominiosa.
Y comoquiera que la inquina destilada tenía una graduación que ni los más
espongiarios podían tragar, por fuerza los acuerdos renqueaban, cojos del apoyo
que incluso la parte más permeable al poder era remisa a conferirles.
Yo entre otros, me ocupaba
de mantener candente la espera, malmetiendo en reuniones y asambleas,
aprovechando mi mucho tiempo libre para menear el cotarro. Pero, con el pasar
de los meses y entre la excitación y el descontrol que la incertidumbre
suscitaba, y los parones, los desencuentros, y más vuelta a empezar, y más mala
leche, alejaron del horizonte un acuerdo, con una indiferencia y hasta mala fe
de los socialistas por el proyecto que no indicaban sino la arrogancia y
prepotencia que les iba a caracterizar en adelante. O, dicho de otro modo, que
la famosa racionalización y profesionalización de la administración iba a
quedar en el nepotismo, cuñadismo y clientelismo de siempre. Y se nos hizo el
87.
El minirégimen asoma la
cabeza…
Para terminar de machacarme
y explotar mi papel de malo en la película, al cual me había aficionado, todo
sea dicho, idearon la artimaña de utilizarme de rehén en un potencial acuerdo.
Ya que había sido artífice de aquel bochinche
y algunos otros gatuperios con que me barajaba, se me reclamó para
desarrollarlo. Hasta ahí, bien.
Pero a razón de que nos metíamos en harina y
surgían los despropósitos típicos en una negociación tan farragosa, podía verse
que lo único que querían eran las claves para darle la vuelta a la tortilla,
como pronto se vio en mi propio caso, colocándome entonces en el atolladero de,
si colaboraba, me iba metiendo yo mismo en el cepo, y si no, me quedaba fuera,
dando la razón a unos y a otros.
Reunión, con El carpintero al frente, de (casi los mismos) sindicalistas de este relato, pocos años después. |
La técnica para
conseguirlo, después de mucho tiempo de presenciar mis regates y maniobras para
no caer de la sartén al fuego, fue la de la constante humillación, la insidia
velada o explícita, y el ninguneo. Eso, en las reuniones distendidas.
Yo respondía con lo más a
mano: el sarcasmo, lo cual aún caldeaba más los ánimos. Los compañeros limaban
asperezas y me defendían de cara a la galería, tratando de dar una imagen
monolítica como garantía para sacar algo en claro. Pero todo se demostró
estéril al flaquear viendo que un acuerdo parcial era posible, aunque fuera
deshilachado y con flecos.
Se sucedían las propuestas
y contrapropuestas, el chalaneo y el tostoneo gratuito. Para probar los límites
y minarnos la moral, al igual que en el pasado, echaron mano del extinto
secretario general para que se sacara de la manga una propuesta disuasoria a la
baja para que no nos subiéramos a la parra, y lanzaron su primer borrador, con
sus números, en el que una serie de puestos (sí, sí, aciertan), según la novedosa
operación de trilerismo e ingeniería contable, habíamos estado cobrando de más
desde el principio de los tiempos, y pasábamos ¡a deberle dinero a la casa! Al
fin el casino daba su cara real.
El follón empezó de nuevo, las
reuniones, la bulla, el mal rollo. Solo que aquel documento, que era de sondeo,
ya había calado en suficiente gente como para ser tenido en cuenta por el
comité –por no decir de CC.OO que era mayoría, conmigo como
independiente–. Y la correlación de
fuerzas, que se llamaba en el viejo lenguaje, cambió.
El diputado de personal lanzó su órdago
definitivo y lapidario: las negociaciones podían proseguir pero era mucho mejor
para todos que yo no asomara por ellas. Más claro, el caldo del asilo. Y así me
fue comunicado, aunque por supuesto yo seguiría estando en ese y otros asuntos,
aunque en outside, con todos diciéndome que mi opinión era esencial y que nada
sin mi consentimiento. Y así, hasta trece (meneámela a ver si me crece).
En El Padrino hay una escena donde el
Don le advierte a su hijo que aquel que se meta a enlace del enemigo, ese es el
traidor. Y como era descarado que en este caso no había nada personal, sino
que, ya lo creo, todo eran negocios, unos y otros
habían hallado al fin ese punto de encuentro en el que podían seguir adelante
sin percherones sino al contrario: sentados sobre las cabezas de los
condenados.
Asilados del S. Vicente de Paúl en los 80'. Una imagen que por esas fechas que no me era tan extraña, valga la fantasía. |
Durante mucho tiempo mi tarea
había sido jacobinear, hacer de montañita. Era algo necesario y para ello
contaba con el apoyo general, pero sólo hasta cierto punto, precisamente aquel
en que me desmandase infectando los humores.
Y ahora, ya no podían seguir en la
encrucijada permanente de sostener mi posición inmutable, compleja y
difícilmente comprensible a no ser que se conociera la intrahistoria, de por sí
bastante peregrina. Y el duelo a cara de perro con la parte contratante era muy
difícil de justificar.
Y aunque había dado sus buenos réditos, ahora se
necesitaban trotones que llevaran el carro más suave, para no dar al traste con
el amanecer tan deseado, por trasnochado que fuera. En otras palabras: me dejaban más tirado que
una pava de faria.
Solo quedaba decir que lo
sentían mucho y jurarme que mi sangre no sería en vano, y que defenderían mi
posición como si fuera suya… antes de pedirme que por favor no diera ningún
portazo al salir, y que me mantuviera acuartelado en mi reserva donde también
sería muy válido y tal, cosa que yo nunca he sabido ser porque no valgo, y
porque, o de caballería o nada.
Y despotricador pero disciplinado como soy,
ante tanto petardeo y caldo gordo en el que solo se me aceptaba como mondongo,
comprendí que me había quemado. Me disgusté, me cagué en todo lo nacido, y
retorné al estado de pupa, cosa que siempre se me ha dado bien, hasta ver si me
salía algo, aunque fuera mariposeando.
Para entonces ya llevaba
meses expatriado en Tetuán, que era como los exilados llamábamos a los
habitáculos habilitados en las naves y locales grimosos adquiridos por los
nuevos a los viejos caciques en el Paseo de la Cuba, para acantonar allí a
parte de la morralla prescindible o arrumbable de la Dipu, mientras se
construía el nuevo edificio.
Un ambiente que, dicho sea de paso, era el ideal,
como el de todos los extrañamientos, pues del amo y del mulo…, para rajar,
intrigar, confabularse, chafardear, conspirar y en suma liberarse de hecho de
ciertos yugos de palacio, a los que muchos volverían una vez alzada la pequeña
pirámide con que cada sátrapa de esta tierra aspira a perpetuarse como faraón.
Imprenta Provincial en Salesianos, antes de su reubicación. |
Por supuesto, no había
ninguna intención de regresarnos cuando nos trasladaron a la antigua y primera
sede de la Universidad Popular, a la espalda (o más bien culo) de la flamante
ruina adquirida a Lodares, un lugar con recalos, cucarachas (y alguna rata),
arquetas enterradas y camufladas, bajantes podridas, destilados nauseabundos,
olor a letrinas de un alcantarillado ínfimo, falta de luz, absolutamente
inconfortable e inseguro. Amenaza que sería palmaria pocos años después al
hundirse todo un muro que clausuró durante años buena parte de la actividad. En
definitiva, el paraíso soñado por cualquier perseguido.
La excusa del apartamiento
era ponernos juntos bajo un mismo techo con la Imprenta Provincial, para
optimizar mejor los recursos.
Esas palabras se usaban
entonces cuando aún resonaban los ecos de aquel fiasco con ínfulas de la
Reforma Administrativa de Manolo Vergara, disque para darle un aire empresarial
a la casa, aunque el aire se lo dieron a él, por llenar la casa de genios
ejecutivos contratados para aquella revolución fría o de entremés, uno de los
cuales gestionó la compra de aquella ruina, y otro no menos lumbreras hizo las
reformas pertinentes, cual el suelo de linóleo, para que no se vieran las
manchas de los desagües demasiado someros y pestilentes; o impertinentes, como
las ventanas de vidrios blindados en vez de rejas. Y antes de terminar las
reformas y demostrar su aptitud para las letrinas, ya estaba castigado (el
ingeniero), destituido y haciendo proyectos de alcantarillado para los pueblos.
La Dipu, que es así.
Blindados en la jaula de
cristal, cuando nos estábamos mudando del cuchitril provisional del Paseo de la
Cuba donde permanecimos agazapados hasta bajar al bodoque remozado, vino Miguel
Barnés, y al decirle lo del blindaje, no se lo creyó.
Entonces, sin más, agarré
un portacintas de aquellos plomados de más de un kilo de peso, y sin avisar lo
lancé con todas mis fuerzas hacía las paredes cristalinas de mi nueva cárcel,
haciéndose fosfatina. Miguel se quedó blanco y sin palabra, por mí, por la
acción y por su resultado, todo tan inesperado. Sería una de las performances
más impactantes a las que asistiría jamás, incluidas las suyas.
…y me sacude en toda la
cresta
Con las mismas prisas que
nos habían pasaporteado a pasar un frío del demonio en pleno febrero a los
nichos de arriba de la antigua Automecánica, nos desaparecieron a la auxiliar
que durante aquellos años había hecho el trecho con nosotros (y ella tan
contenta, pues regresaba a Presidencia), ya que no acababa de asimilar ni la
evolución del negociado ni la nuestra.
Juan Ángel, a su aire, y sin gafas oscuras. |
En su lugar nos zamparon,
no sé si con la anuencia del jefe o no, poco importa, a una vieja (es un decir)
conocida auxiliar psiquiátrico (¿terapia de choque?) de muy mal asiento, cuya
presencia resultaría infausta con el tiempo, a causa de que andaba a dos velas
hambreando cerca de sus amiguetes políticos implorando el reingreso a algún
puesto que no fuera limpiar culos de loco, tras haber fracasado en el legítimo
mundo de las public relations en los mass media, como agente de publicidad (era
lo suyo: ser agente, doble y hasta triple, de publicidad y de lo que fuera) en
el proyecto luego integrado en la SER de Antena 3 Radio, que una tribu local de
tribuletes con ínfulas de lobby le
había vendido año y medio antes a Martín Ferrand para Albacete, hasta que saltó
por los aires a causa de un pufo de unos cientos de miles de pesetas, según
quedó la cosa extraoficialmente, aunque nunca más se supo, yéndose todos a la
puta calle. Las consecuencias, como ya he contado, serían funestas para mí, y
no porque desapareciera del dial mi programación favorita.
Lo que sí me pilló de
sorpresa y me afectó en la medida en que fue la puntilla temporal de mi futuro
laboral, fue que, en pleno bajón sindicalista, recién deportado como digo, a
Tetuán, acuciado por todas mis asechanzas, me diese de sopetón con que, no sólo
éramos trasladados a extramuros, nos quitaban el personal de confianza y nos
metían dentro una secuaz de la banda que más ganas me tenía desde que les
quitase en el 81 el chupete azucarado del chiringuito del Ayuntamiento del
mismísimo morro.
Todo eso era pecata minuta
comparado con lo que venía detrás de la mensajera, prueba irrefutable de que
nunca hay que temer a los primeros males, que suelen ser los mejores. Y no
acabados de instalarnos en el nicho provisional, recién celebradas las opróbicas
Municipales 87, mi de alguna manera sustituto venal se fue, pero no tuve tiempo
ni de enterarme para darme una alegría, porque, antes de que lo hiciera, ya
había entrado en su puesto otro para acabar de borrar cualquier esperanza de
rebrote de algo que no fuese la animosidad que el saliente había mantenido
contra mí durante toda su estancia en la casa, por otra parte tan típicamente propia
suele resultar en el okupa respecto del inquilino titular.
La respuesta que había
estado buscando al cuestionario existencial y obtuso de mi problemática, como
esas víctimas incrédulas que en vez de protegerse claman al cielo sobre el por
qué les caen las bombas, al fin estaba allí. Y aunque tarde, lo vi claro.
Mientras yo reñía a cara de perro por negociar algo más de dignidad para mi
empleo, éste ya había sido dado por follado.
Hasta ahí me había
consolado con el mal de muchos de que todo se encaminaba a meternos a todos en
vereda y en el mismo costal, lo cual me concedía la posibilidad de una renovada
alianza en el departamento, más fuerza y, lo más importante, una segunda
oportunidad.
Nuevo error de apreciación
y nueva vana ilusión. Mi ex socio, tan incapaz de enemistarse con un agresor,
como capaz de andar por el hilo de una araña sin caerse y unirse a los que no
podía vencer, puso a prueba sus tragaderas con aquella píldora de caballo, y la
tragó con lágrimas que, de no conocerlo, cualquiera hubiera dicho de alegría,
demostrando tenerlas como las de San Jorge, que todo le coge, dicho sea en
paleto; y ni se inmutó.
No solo había conseguido su
gran aspiración del buey de lamerse bien, cuanto más lejos del amo (del mulo,
aunque cerca, estaba bastante seguro por estar bien sujeto). Y allá,
extramuros, a tenderete puesto entre pobres, aún era más amo. Por mucho que le
jodiera el caciquismo barato de que él también era objeto. Pero si lo
achuchabas, ponía cara de póker y te salía con su sofismática del “no pasa
nada” y de que los cambios siempre son para mejor.
Ese cinismo huidizo de
taparse la cabeza con las manos para que no te vean, y una negación de la
realidad que se venía encima en forma de profilaxis quirúrgica del relativo
fiasco que habíamos resultado ser, para
dejarnos como taller cutre de urgencias, apósitos y cambios de aceite. Un
apéndice del ahora concebido a lo grande campo operativo de la imagen, el
oropel y la peana, para los que ya no faltarían montones de dinero ni
juramentos de fidelidad de quien se pusiera a su frente.
El ínclito, cuando entonces |
En esta nueva versión del
poder advenedizo que relega a los hijos díscolos para adoptar como propios a
los de las segundas nupcias, versión patética de un Zeus más lampado que
devorador, tuvo un papel fundamental Jesús Alemán, el buen tránsfuga, que en
gloria, que una vez que se encimó sobre los muchos socialistas de la cola y se apalancó
en los mandos, amparado en su leyenda urbana de buen gestor (como la del clima
risueño de París, todavía indemostrada), y casi mejor pastor, se había echado a
su augusto lomo la tarea de colocar generosamente a toda la parroquia de
vividores y aspirantes a prebenda, regalía y sinecura, para ensanchar así bajo
su cielo protector de sacristán pródigo el contubernio propio de tiempos tan
ubérrimos como libres de fiscalización.
Blanco, apacible, lampiño y
platereño, adelantaba el perfil prototípico del político más moderno por llegar,
bajo cuya membrana de comedimiento, calma, enrolle y perfusión, habitan
desarrollados el nepotismo a ultranza de amplio expectro, el personalismo
radical, la animosidad selectiva, un matizado sectarismo desemocionado y la refracción
a cambiar de idea (aunque sí de opinión) típica de la soberbia. Características todas, propias de la política actual, dueña de ese rasgo de psicopatía
que lleva a actuar aparentando vocación sentimental, escala de valores y
sensibilidad, y sólo va dirigida a expandir el mesianismo del yo, mi, me y
conmigo.
Todo eso y algo más iba a
entrar en vigor con la euforia social de pajera abierta y barra libre sin
límites, de finales de los ochenta. Y se podía intuir ya, como digo, antes de
la toma de posesión de la hornada que haría estallar la banca tras las
elecciones del 87, el año en que todo se complicaría hasta casi la disolución y
la anomia.
Un buen observador, o mejor, hermeneuta, podía ver sus buenos signos
en las cosas más banales. Y aunque yo no lo era, algo sí vi de raro en lo que
se me quedó como más que una anécdota.
Juan F. Fernández, ya metido en harina de virrey provincial absoluto, en una inauguración de la Feria agrícola provincial, evento anual del ITAP, donde precisamente servía Chicho. |
Cuando ya estábamos en el
palomar de Automecánica vino a vernos Santiago Orovitg, el otro Chicho de
nuestro dúo en la empresa (el trío era gitano y madrileño) a pedir orientación sobre
qué hacer (estábamos en campaña electoral).
Era gracioso.
Si había
alguien en toda la vieja revoltaza políticamente glauco y refractario a
mojarse, ése era él, aunque, por razones quizá espeleológicas (como cuevero
declarado), ecológicas (como buen fotógrafo de matas y bestezuelas), o
incluso familiares (como guarín de una
pequeña camada de buenos elementos), se había mantenido cerca del círculo de
fuego recalcitrante encarnado en las personas de comunes amigos de toda la
vida, los viejos jóvenes radicales, y por alguna maltrecha razón aún nos
pensaba a Maxi y a mí como el dúo operativo de siempre, y con opinión de fiar,
por tanto.
De modo que, en visita más oficial que otras veces, nos preguntó qué
íbamos a hacer por la presente.
¡Me lo preguntaba a mí, que
me la estaban dando con queso, y sin enterarme! Lo que es la vida.
Pero lo más
indicativo era que anduviera sondeando, como otra mucha gente despistada, los
designios que prefiguraran los cambios a cuya quema poder huir del barco antes
del hundimiento, o pasarse definitivamente con armas y víveres a la nave que la
historia tuviera reservada para dar el cerrojazo al cambio real.
Era exactamente la lectura
que yo tendría que haber hecho, de estar más espabilado. Si los ocho años
anteriores habían sido la primera parte del tsunami, lo que se avanzaba era la
segunda parte, el reflujo que arramblaría a quien no supiera nadar
entrambasaguas, o se amarrarse al mástil para no ser arrastrado al piélago.
Algo para lo que había que ser algo más sutil y más experto nadador.
Pero nada
de eso iba a hacer falta. Como no hay mal que por bien no venga, el mismo
régimen ya en marcha acabaría obsequiándome con el inesperado pero bastante
bienhallado mutis que me resistía de aceptar.
Vísperas sicilianas
Lo del 87 fue un palo. Noté
frío. La pelea sindical, como simpatizante, si no de la causa sí del grupo
humano sostén del último radicalismo político sincero, me resultaba ya de un
voluntarismo sodomita.
Yo no tenía la pasta
adecuada para el chalaneo naciente en ese frente, que sí, estaba siendo
reforzado, pero para fabricar, también, otra nueva profesión enclave del poder
venidero, y más adelante, en simbiosis con él, otra casta a sumar a las recién
nacidas y renacientes. Para lo que algunos ya se estaban remangando.
Esta ola “integradora” no
tardaría mucho en engullir por ejemplo, a Pena como Coordinador del Plan 600,
para poner a prueba aquel desbarre de teoría postiza del marginalismo como
motor subversivo, y cuyo logro más perdurable fue el mural que Barnés hizo en
una fachada de las Casas de la Renfe, a la entrada del barrio, que al cabo de
unos años desapareció tan diluido por los meteoros como el crédulo experimento
con gaseosa que lo había levantado.
(Nota: es de resaltar el hecho de que
ninguna contribución pública del arte de
Miguel, las cuales no salieron precisamente gratis, sobreviviera más allá de
unos años, bien demolidas, como la fuente de los Egidos del Ferial, o borrada
como la mencionada).
La famosa teoría de
imbricación en el tejido social socialista llegaba al fin a los remisos a
insertarse, que ya se les veían ganas, por mucho que dijeran eso de “la puntita
nada más”. Por probar, nada se perdía; lo máximo que podía perderse era todo.
El lobo posibilista hacía
acto de presencia. No sé. Tal vez mi problema fue no saber pasar de algunos
ascos y mantenerme unido a esa masonería generacional de hoy por ti mañana por
mí que seguiría cada vez menos sin mí. O quizá es que cuando los lobos acechan,
la soledad es el lobo alfa.
El referéndum de la OTAN había sido el
clarín de retirada. Nada más verificarse la derrOtan,
ya se había iniciado la vuelta a casa del karakol sublevacionista con el moco
entre las piernas, dando comienzo las defecciones.
Primero, confusión; luego,
dispersión. Tan sólo un año después, las boqueadas se oían en Singapur. Faltaba
nada para estar más perdida que Cagaestacas en la Audiencia.
Una de las consecuencias programáticas
de la dispersión en el desierto fue el replanteamiento de su base social.
El MC, el único sector que tenía una
activa presencia local, de laque me sentía gregario por razones de apego casi
atávicas, ahondó particularmente en ello estableciendo la tesis de que si
alguna actividad revolucionaria podía llevarse a cabo en adelante era a partir
de la acción entre y con los desheredados del día: los marginados de cualquier
tipo, las mujeres, los jóvenes, los inmigrantes, etc. Una teoría que sería en
extremo beneficiosa para todos nosotros, como se verá, aunque yo jamás
estuviese de acuerdo con ella, por ser una extrapolación idealista que rebasaba
todas mis convicciones.
Limitado ya al comentario fuera de
parva y a andar al hueseo y la risa sarnosa, los observaba esforzados por
cumplir al dedillo la nueva preceptiva, la cual en cierto modo no les resultaba
tan difícil, puesto que si para algo ha tenido facilidad la pequeña burguesía
es para alzarse sobre los subproductos de clase, y allí aupados pensar que han
coronado su pequeña cima.
Una práctica que algunos, conscientes o no, habían
adoptado ya incluso antes de establecerse como nueva norma progresista. Pero,
por suerte o por desgracia, yo estaba vacunado contra eso, por venir de una
estirpe de, ni señoritos ni pobres. Además de haberme actualizado
colateralmente sin muchos altibajos.
Pero esta nueva teoría era ideal para
cernícalos sociales. Y de seguido vino que se pusieran a defenderla como una
madre, también contra los escépticos absolutos de ella. Y durante años, ya
apuradas todas las heces de mi incierto compromiso político, si no otra cosa,
seguiríamos en controversia aún sobre el asunto.
Y algún tiempo después, les
acabé demostrando lo que de ilusión tenía su frágil posición, haciéndoles como la
prueba del algodón enviando a su diario oficial, la revista Viento Sur un artículo sobre la ambigua
marginalidad del campesinado.
Y en efecto, se negaron a publicarlo (luego lo
haría Archipiélago) con la excusa de
que era demasiado “desfachatado” en todos los sentidos.
Esa fue la excusa
amigable. Pero, vamos, que no era correcto (revolucionariamente) ni para ellos.
Que al parecer y por lo visto no lo tenían claro.
Esta era la política que se iba a
convertir quince años después en la escalera tendida por el poder para izarles
al carro, en el momento en que, agotada su trayectoria por libre y ya trillados
sus fundamentos, la socialdemocracia más abyecta recogiera del polvo su cadáver
y adoptase sobre el papel y paródicamente sus enunciados y sólo eso (igualdad,
minorías sexuales, inmigrantes, mujeres, niños, enfermos, marginados,
eutanasios, el aborto, la subcultura, etc), para apropiarse de los posos que la
agitación sobre dichos enunciados había quedado a pie de calle, convirtiendo
así a sus activistas del pasado en las nuevas fámulas del socialismo revisado a
la baja.
Caricatura de la época del golpe de Luis Napoleón, y el inicio del cesarismo "democrático" en política, que tantos males traería. |
Los inteletadores del experimento
(aunque no sé, pues Luis Napoleón ya hizo algo así con sus quintacolumnistas en
el 1848), en su alegre juguesca y con tal amplitud de espectro y tipología
revolucionarios, mimaban a algunos elegidos como sus más valiosos elementos del
futuro, metiéndolos, como aquel que dice, hasta la cocina, dejándoles jugar con
las cosas de comer.
Lo cual llegó a producir hasta milagros, como el ocurrido
con un miembro destacado del lumpen recogido de la calle, El Peluco, el pupilo
quizá más farsante y conocido de aquel entremés pseudo subversivo, que al
comenzar el experimento estaba más pelón que una gallina matada a escobazos, y
cuando terminó ya tocaba pelo en un puestecito apañado y de mucho sport. Aunque
a costa de tomárselo por cierto a sus mentores. Y ahora, mírales: algunos de
ellos calvos, y él con buena mata, que volvió a crecerle.
Cuando tuvo pillados de los huevos de
la vida a quienes lo trataban con la aquiescencia empalagosa del superior que
va de colega que quiere sacarte del arroyo, los puteó de lo lindo con pifias y
juderías. Y eso que la tribu había visto Viridiana,
y él seguro que no. Vamos, que les iba la marcha, y hasta se tiraban la machada
de tener de su lado a gente como aquélla para convencer al contrario de que no
era lo mejor meterse con ellos. Y así pasó.
Tan sólo dos ejemplos, para tipificar
éste que puede calificarse de epítome o lo que puede esperarse de la
descachuflante alianza rara de clases, entre el espíritu alternatif con
pretensiones y la mera ideología de la supervivencia carroñera.
Uno, cuando le robaron la moto al jefe
de filas mismo, y hubo de acudir, qué remedio, al elemento citado, con
supuestos contactos entre la gentualla, para localizarla y devolvérsela, al día
siguiente o dos le fue entregada, estropeada y previo pago de una cuota sustancial
para satisfacer a los tenedores de su pignoración. El peaje revolucionario.
Toma ya.
Otro. Cuando el ínclito, harto de las
legañas propias de esa asociación perversa, y supongo que listo ya para
cortarla (y a lo grande), acudió a otra persona prominente del grupo para que
un cuñado suyo le hiciera unas puertas nuevas para la casa. Y aún está
esperando cobrarlas. Ninguna medida fue eficaz. ¿Cómo podía serlo cuando aquella
última fase subversiva (y de clase, ya digo) tuvo el don de la homogeneización
social, y para entonces, con tal ceremonia de confusión entre el lumpen
aburguesado y la lumpen burguesía, no se podía distinguir ya a los excluidos de
antes de los nuevos filántropos?
Sirva todo esto de resumen de aquel
episodio, tras el cual no se puede negar que todo el mundo acabó siendo como
más… igual. ¿No?
Del Tour al Giro y tiro
porque me toca
Y el lobo de la
discordancia seguía creciendo, asomando mudo sus orejicas. Pero por el ya
redicho mamoneo personal (que en estos casos no olvidemos es un elemento más de
la fórmula del interés compuesto), lo dejé pasar. A mí me enseñaron lo de ser
bien nacido y tal, y antes de quedar mal prefería poner el carro de una buena
vista gorda delante de los caballos de lo evidente.
La balanza de amistad y negocios se
vence siempre con la trampa de meter el meñique para alterar el equilibrio a
favor de lo que manda: el poder. Luego se hablará de rivalidad, selvática o
fraternal que surge entre iguales, sean hermanos, primos o parientes lejanos,
revueltos en las sagradas cosas de comer. Todo eso es literatura. Es el
principio de hegemonía el que prevalece.
Una vez se alcanza un grado de
entropía, contradicciones incluidas, resulta fundamental fortalecer el punto de
apoyo óptimo para llevarse uno cabo adelante como sea. Y si la vulnerabilidad
que ello genera al principio resulta incómoda, según se afianza, acaba siendo
primordial.
Y un día, bien andado ya el segundo mandato, dejé de verme
fielmente en aquella obra más de guiñol que nunca, en la que el que se llevaba
los palmetazos era un servidor. (Y eso que a esas
alturas yo ya tenía asimilado que a unos se les perdona (unos mocos son
sonados) lo que a otros se les repudia (y otros son sorbidos).
Paños calientes
No obstante,
convencido de que mi haber era nada comparado con el debe, yo lo relativizaba
todo, como quien tiene encima algo insoslayable, y me dejaba envolver por la
tela de araña ponzoñosa de llevar las medias a medias, postponiendo la mejor (e
inexistente) solución para ese futuro sine die que nunca llega. Hasta que a la
sociedad le tocó cruzar su particular Rubicón (y no le busquen rimas, por
favor).
Cercano a la edad de
Cristo, pues, con el desierto alrededor y listo para la siguiente cruz del Via
Crucis, aunque lejos de estarlo para el cadalso, bien avanzado el 87 y con tal
porvenir encima, me reenganché a una introversión con válvula de escape en el
sarcasmo abusador de crítico sarnoso, consentido por los amigos como una
especie de conciencia lúcida imposible, y soportado de mala gana por mis
compañeros del comité como el dedo en la llaga y penitencia por sus muchos
pecados, en una situación cada vez más sentida por todos como innecesaria.
Yira, yira
Si por un lado el traslado
durante esa primavera a aquella calle enferma de Comandante Molina me causó la
tristeza del desguace, por otro me vino muy bien instalarme en la que había
sido sala de los cursos de preparación al parto de la Universidad Popular (y
algo debía de haber quedado de eso en el ambiente, que se me pegaría), con una
mesa y una silla junto al ventanal, una estantería, un radiocasete para oír al
Camarón y un Mac de la primera generación (no me hagan mucho caso, pero creo
que fuimos los primeros en usarlos en Albacete).
A falta de algo mejor que
hacer, salvo alguna publicidad y gestionar el Intercambio Bibliográfico, que era
la figura administrativa parida (porque parida era) entre el interventor y yo
para poder distribuir legalmente –hasta que hubiera una ordenanza fiscal
específica que al final tendría que hacer yo mismo años después– los fondos de
los libros que íbamos editando, empecé a pasar a limpio, por puro aburrimiento,
una cosa que empezó a engordar engorrinada de rayajos y tachones hasta amenazar
con ser completamente inteligible, que titulé Un caso clínico, en mi propio homenaje, y siguiendo con la
sublimación literaria de mi relación con la experiencia.
La sala aquella era
cojonuda. Cincuenta metros lisos, pelados, en crudo, donde acabar de perderse
para hallar la verdadera dimensión de cualquier ente.
Allende el pasillo, como
leones de mi Cuesta de San Jerónimo particular, estaban los otros, los de la
entente cordial, o sección de semicongelados, en términos de consumo, y en base
a la relación de un momento, en el que ni yo tenía ganas de falsos colegas, y a
ellos les venía de perlas mi estatus de reservista iconoclasta en adobo, más
que de tercero en discordia.
De todas formas, la mucha
madre, los posos, los lugares comunes y las complicidades son los mejores
vehículos del llevarse. Y como el retiro permitía la evasión cuando no el
escapismo, el encuentro y el desencuentro, los altibajos sin orden ni
concierto, el disparate se convirtió en
la forma de ejecución ideal de aquella sinfonía a la fuga.
Y como la miembra se
negase, tan empoderada ella por consentida habitual, a ser tercerona, lo tuve que ser yo. Así que
pasamos directamente a ser una sitcomedy de tríos. Otro más de ese arte tan
poco estudiado por los epidemiólogos que es lo oficinesco.
El desvío
En resumen, una vida residual, aunque en el
fondo buena para buscarse otra a partir de ella, que es lo que, al menos yo,
creo que hacía: sondear segundas oportunidades. Complicado en mi caso, por
tenerlo que hacer a partir de una situación que requería una madurez a la que a
ratos me aproximaba y a veces esquivaba, tal vez porque las condiciones de
libertad vigilada del círculo del gran hermano, sin ser propiamente negativas,
añadían el dolo y el conflicto a las posibilidades que encerraba en sí misma
como reto a superar lo que ya era una oclusión vital en toda regla.
La Era de la Inauguración permanente (y no solo de pantanos) proseguía, ahora con otras chaquetas, y hasta con barba, como aquí JFF cortando el cintajo. |
Puede decirse por tanto que
tuve suerte al seguir mi intuición y dejar que el pasar me planeara hasta
vislumbrarme de nuevo en algún proyecto de jugada que yo trataría de que fuera
más un color que un ful, como fue pasar definitivamente al terreno de contar lo
vivido más que vivir para contarlo, teniendo la precaución, eso sí, de seguir
dejándome entrever como una molestia olvidable por la empresa, para no tener
que aguantarme de nuevo en mi (falsa) faceta de duro, que era como me protegía
en plena huida hacía mis cosas como un simple espectador, que es más mi
vocación. En resumen, me iba morigerando.
Al principio de mi largo
cambio de piel (decir metamorfosis sería kafkiano), salía a menudo de la cueva
para seguir dando por saco a propios y extraños (había ya nuevos diputados a
quienes no conocía, a los que había que vender mi buena mala fama), meterme en
algún fregado y, mayormente, incordiar, quizá para no desengañar a los que de
niño me habían augurado un gran porvenir en ese campo.
Para ello contaba con la
colaboración inestimable del no poco empeño sociata en descartarme para los
restos, reavivado de la mano de la nueva hornada de conversos que tomaron el
testigo del verdugueo.
Así Alemán, el diputado del dinero, y antes de
urbanismo, otro arte adquirido por ciencia infusa, pero que le daría muy buenos
dividendos, y que, como flamante nuevo experto en todo –característico de los
políticos–, para dárselas de listo o quizá para aportar su granito de veneno,
metió mojada en el cochambroso ajopringue de la reorganización funcionarial,
con su particular número de “Cómo armar la de Dios beneficiando a los
amiguetes”, arguyendo con prepotencia despectiva que como técnico medio (yo)
demasiado favor me hacían clasificándome como prescindible.
Era el colmo. Y hala, ahí
estaba otra vez a meter caña, coña y cuña, para aclarar que, con todos mis
respetos para los referidos, mi puesto, aunque raso y arrinconado, seguía
siendo de técnico superior.
Se trataba de la nueva y
más sutil indumentaria de tergiversación e intoxicación denigrantes, con que el
PSOE se vestía ya para avanzar a zancadas hacia la plena democracia, para
machacar a los proscritos haciéndolos aparecer como privilegiados, con
consignas, tramas, socavamiento de derechos, y sepultarlos así con la muerte
primero administrativa (y luego ya veríamos) al que se pusiera por el medio,
con tal de eliminar resistencias.
El tercer y cuarto mandatos
socialistas iban a ser en este sentido los del asentamiento definitivo del
sectarismo con rostro democrático. Solo dos muestras: 1) sus famosos decretos
mordaza prohibiendo informar a la prensa o a la oposición); 2) los célebres
“castigos” ejemplarizantes a los funcionarios irritantes, despojándoles de sus
competencias y su trabajo, destinándolos al ostracismo, el silencio y la
marginación, sin más amparo que el no poder ser separados sin más del puesto,
lo que no quiere decir que no lo intentaran.
Cuando esa zanja para la
fosa común de las ilusiones se ensanchó un poco más a medida que la jauría
aumentaba (siempre pasa igual: cuanto más fuerte el amo, más perros le siguen),
un asesor, un esbirro morillero, un pointer secretario de ayuntamiento de tercera
con hambre atrasada y ganas de hacer carrera en el gabinete de presidencia a
costa de pulgas ajenas, ante el ansia desmedida de castigo mostrada por sus
dueños sobre mi persona, llegó a proponer para liquidar el insoluble problema
de mi existencia o persistencia, no sé, administrativa, amortizar mi puesto sin
más. Propuesta que tal vez tuviera su algo de globo sonda, pero que de hecho se
estudió durante un tiempo, hasta ver que, de momento, era inviable, dado que su
acogida entre la parte contratante, o sea los sindicatos, todavía no era
unánime. ¡Bien por la diversidad!
Para entonces, aquella
limpieza del corral y cuadras que era el galimatías de reforma administrativa,
estaba tan avanzada, manoseada y bajo una comisión de esas que garantizan la
asepsia más completa con técnicos de aluvión y rienda larga, que todo lo que
cabía esperar del comité era la defensiva y todo lo más un contraataque.
... y a tomar por culo
Con la improcedencia de mi
presencia como sindicalista decretada y asumida, mi fase de tal estaba lista
para sentencia. Y lancé la última bengala del náufrago, un arrebato teatral por
el que comuniqué, por vía del registro, para darle publicidad, sondeando así las
posibles empatías que podían quedarme, que a partir de (uno cualquiera de los
desaguisados atentatorios de aquellos días) ya no me consideraba sujeto a la
disciplina como delegado de CC.OO, declarándome, más que independiente, fuera.
Naturalmente, era una
cagada, un golpe de efecto con sesgo de berrinche para avergonzar y llamar la
atención sobre lo que era ya una ful cuesta abajo. Un toque de retreta que
sonaba, por mucho que lo disimulase, a canto del cisne y entrega de banderas,
antes de caer definitivamente presa del cansancio y el desaliento en aquel
episodio de tedio histórico tras la nueva derrota.
También se trataba de hacer
mella con la queja, la infantil amenaza de un perro más ladrador que mordedor,
derrengado pero vivo, dirigida al propio bando, en busca de la última de las
solidaridades, esperando también transmitir al otro lado cierto barrunte de
que, como tal perro escandaloso, aún podía dar un poco más la murga, siendo
mejor para todos ponerme algún puente de plata para poner terreno de por medio.
Yo me temía que no sería factible del todo,
debido al irredento afán exterminador del poder, especialmente resabiado con
quien anduvo en tratos con él, y que seguirían cebándose a distancia con ese
morbo gástrico de lo personal, sobre todo mientras los nuevos alacranes que
fustigaban al diputado de personal contra mí (aunque él no necesitara
precisamente sardinas para beber de esa agua infecta) estuviesen al cargo del
régimen penitenciario, para dosificarlo y alterarlo en función de mi propia elección
de los castigos y sus territorios, que fue de lo poco que ya he dicho hice
medio bien hasta situarme, bien apartado, exiliado de líos, personas y
quimeras, para, en plena crecida, como un Noé de trapo y sin más arca ni
animalicos que guardar que mis propias carencias y mi maltrecho acervo en
peligro de extinción, ir conectándome a ese otro mundo, obligado ya, de la
introspección, tan esporádico como eterno para mí y al que volvía como un
vientre del que resucitar. Y la ocasión pintose calva con la nueva ubicación
material, susceptible de concretarse también en lo mental, que diría un
dialéctico.
Camino a la reserva
Era suficiente para mí.
Incluso con los ojos de los perros guardianes puestos sobre mi nuca desde las
garitas.
Pero tampoco había que
darle más vueltas. A mí, aquello ya no
me divertía. Sí, me entretenía ver mi imagen de perro al que no hay que pisar
el rabo, y también me servía de tapadera para ir a lo mío, el estudio y la
escritura en plan monástico, como terapia de salida para huir de la quema. Y lo
explotaba para eso, para que el clima negativo para mí no fuese a más y para
aprovecharme de la mala conciencia que mi represión podía producír todavía en
los síndicos.
Con los nuevos pretorianos
instalados, se evaporaba la posibilidad de pegar un palo decente por su sitio
al presupuesto, penúltima estación sin parada para mi tren.
Juan de la Encarnación,
ambiguo aliado fiel de Silvio como carpintero y socialista, aunque fuese un
denostador despechado (característica común en incluseros) de la nueva élite de
mandatarios, vino y me dijo en plan mensajero (para asegurarse todos que seguía
en mi sitio) que así estaba muy bien y cuanto menos saliera de la cabullera
menos peligro corría porque me tenían “embanastado” (sic).
La cosa, pues, estaba en un
ten con ten de malas composturas y presión controlada, mientras me guardaba una
carta en la manga como último recurso. Y cuando, acabándose ya la partida, me
lo pusieron en bandeja de plata.
Desde el principio de la larga negociación
ninguno de los tres o cuatro que teníamos el punto cantamos, por lo que pudiera
pasar (y pasó). Y tengo que decir que ninguno de los que se embolsaron un
dinero ganso a mi costa aún no lo han agradecido ni con un café.
La jugada se llamaba
Dedicación Exclusiva, concepto retributivo que Manolo Vergara se empeñó en
poner a modo de argolla en las bases de convocatoria de la plaza, para tenernos
bien sujetos, y que si la traigo aquí es para reflejar una vez más cómo el
cepo, el candado más artero muchas veces se convierte en la llave de pequeñas
libertades importantes.
Mi estrategia se basaba en
aquel comodín. Y en dejar que se materializase la “normalización de la nueva
catalogación de puestos de trabajo” sin que nadie se percatase de mi arma
secreta, para lo cual bastó con hacer algo de ruido y polvo para disimular
mientras quedaba aherrojado en la madriguera. Y cuando creyeron que aquello ya
me había hecho mella dándome por vencido, saqué mi carta.
Hice mis cuentas, desconté
del mercado de futuros lo que en términos laborales y retributivos, nunca
desdeñables en un asalariado, entonces en plena hipoteca, me iban a costar mis
atrevimientos, habida cuenta de que los verdugos tenían que dar una lección
severa y lo único que podía contrarrestarla era el complejo de culpa de mis
representantes.
Barajé pues, cómo
aprovechar el posible error que finalmente cometerían de no rematar la faena
cuando al final llevaron a cabo su primera y última venganza, la salarial, dejándome
sin caramelos, por malo. Y eso fue lo que me valió.
La humillación había sido
tan grande y tan diseminados sus efectos, y cundido tanto el desconcierto, que
era la imagen misma de lo irrecuperable.
Con el gesto soliviantado y aplastado
por la desolación (yo le echo un morro que no veas), entre la falsa o verdadera
pena amiga de algunos que me habían acompañado hasta allí, impotentes ante la
injusticia renovada, me fui a los tribunales, les saqué los cuartos por lo de
la dedicación exclusiva, asegurándome así un sueldo incluso superior al de más
de un bienhallado del nuevo régimen, y con la recaudación, lo bastante
productiva como para soportar lo que sería mi primera prejubilación a mis
treinta y cinco, emprendí el cansino derrotero del elefante hacia su
cementerio, reservándome la última risa para mí después del pleito. Y he de decir
que gocé sin ningún dolor de verlos cavilar.
Por fin había conseguido algo verosímil, algo
absolutamente creíble, algo más que un triste triturado inservible ni para
comida para perros. Quiero decir aparte de las amistades peligrosas que
conseguí mantener como observador criticista con la vieja ralea cada vez más
descafeinada, a la que ya consideraba más bien vil por su entreguismo
encubierto al nuevo régimen de embutidos. Y por lo que me iba en ello, jamás
volví a abrazar fehacientemente causa alguna, practicando con todas una
disidencia de librepensaduría propia de tienda de coloniales y ultramarinos.
La catarsis extrema que
había supuesto tantas veces para mí hacer de ofrenda en el altar del
sacrificio, por decirlo en términos hiperbólicos y hasta bíblicos, me había
curado, limpiado de gaitas para siempre, y en adelante siempre me acercaría a
su materia con tanta distancia detectivesca y escepticismo soberano como podía
arromanar, desconfiando hasta del cristal de la lupa con que miraba.
Por lo demás, fue
revivificante apartarme de esa liga (que con el tiempo sería hanseática)
utilizada para cazar colorines incautos que es la política, esa bolsa donde si
no tienes las ambiciones claras y el instinto asesino de un delantero centro,
eres comida para piscívoros.
Y como si a algo le tenía
tomada la medida era a mi pequeño ámbito laboral, tan familiar y agridulce, con
sus buenos malos amigos y todo a mi disposición y tan cerca como una buena
guerra civil argumental –por algo dijo Dostoievsky en El jugador, que “al
hombre le agrada ver a su mejor amigo humillado ante él, en la humillación se
basa principalmente la amistad; es una verdad vieja que conocen todos los
hombres inteligentes”, ¿no?–, me refugié, como debe ser, en mi pequeño infierno
a la medida, para pasar nuestros buenos malos ratos tanteándonos el flanco a
base de risitas, juegos de palabras y sobreentendidos, y por supuesto en toda
aquella libertad sitiada por la escoria del abandono a mi suerte, que me
permitía (a falta de chicha, buena era la sopa… de letras) seguir ahondando en
la niebla de la vida por la senda ya elegida, qué remedio, de pasarla por la
piedra del papel, o ese papel a la piedra que es el ordenador, el bienhallado
asistente, enfrascado ya en digerir aquellos quince años de búsquedas, o, si no
podía, vomitarlo.
Y eso fue lo que hice.
Meterme los dedos para descomerme de aquellos dos lustros entre el rojo y la
nada. Y cuando alguna vomitona que sacaba a relucir desde la entraña el
excremento de aquel largo pasaje grouchodantesco, que me había tocado visitar
en sus tres estadios del más allá, vi que era bien calificada y festejada, vi
también que al fin había hallado la forma de sublimarlo todo sin pasiones
baratas como el odio o el rencor, el enfrentamiento inaplazable o la tristeza.
Y entendí que por fin podía
pasar definitivamente página a una época pasada por la piedra de la política
como el aglutinante, engrudo moral, guillotina y medio de expresión que creo
que fue el de buena parte de una generación desde su eclosión hasta que su
detritus consiguió repelernos a algunos y rebozar a otros hasta el cuello. Una
época que, al margen del grupo de pertenencia en que cada uno se sienta, parece
innegable que por habernos pillado con todo más o menos en su sitio, sería, más
que una putada, la puta de cuyas purgaciones recordaría siempre como la vida
misma.
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