Hace
cuarenta años Raimon cantaba aquello de: Jo vinc d’un silenci antic i molt
llarg (yo vengo de un silencio antiguo y muy largo) en el que desgranaba la
vida de las gentes cuya lucha por la existencia, sin más alardes, resulta lo
más trascendente, por ser al ritmo de esa pelea diaria como, sin querer, se
mueve el mundo. La vida como única bandera, ejecutada por ese sujeto impersonal
cual era la mayoría silenciosa, que entonces se llamaba, en medio del silencio,
producto de la discreción cotidiana, pero también impuesto –¿desde siempre?–
por los dueños, también, del mismo.
Los dueños, ya se sabe, tienden a serlo de
todo, incluido el ruido, la algarabía, eso tan popular que si no es en su honor
siempre quieren borrar de su presencia, ya que la única voz altisonante debe
ser la suya. Porque, dicen, hay un tiempo de jolgorio y bullicio y otro de
quietud. Lo que significa que en un mismo tiempo, unos deben vociferar y otros
callar.
Es lo primero que cualquier aspirante a súbdito debe aprender. A
identificar la voz de su amo y saber permanecer callados. Y para eso hace falta
educar en el silencio, crear un tempo y un tiempo de silencio, como aquella
novela, también de época. Un tiempo, un cuadro, del que salimos con el grito, que
en Cataluña fue siempre un inmenso Munch, y ahora ya es otro cuadro donde unos
tienen voz y muchos callan.
"En este mundo traidor nada es verdad ni es mentira..." |
Para llegar a la puigdemocracia y el autogolpe; para polarizar entre
escandalosos y escondidos en el nuevo viejo silencio. Para acabar acatando el
derecho de admisión por decreto en la cuna del ruido. Menudo panorama cuando la
voz de la experiencia ya no sirve y las voces nuevas se equivocan –dreamers, o
jóvenes indocumentados (de cualquier bando) les llaman estos días en USA–.
El choque de trenes se ha producido y sí,
resulta que era un scalextric. Pero ese silencio en aumento es lo peor. La
tremenda quietud. Esa calma televisada. Y esos espectadores, mudos ante la
tele, mientras los “legitimados” para ello ladran.
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