Se dice que Leo Jacoby, que
así se llamaba realmente, fue un niño prodigio del violín, aunque lo único que
consta es que iba camino de ser alguien en este instrumento, después de
sobresalir especialmente en su práctica durante su niñez, cuando una rotura de
muñeca y posterior pérdida de movimiento muscular le llevaron al abandono de
una carrera como figura del mismo ya en la adolescencia, pasando a inclinarse
entonces por otra de sus aficiones como era la interpretación.
Y, probando fortuna,
entabló relación con gente como
Lee Strasberg, Clifford Odets, William Saroyan o Elia Kazan, partidarios del
Método, si no de otras cosas, como el empleo del teatro como máquina de
denuncia social, a lo que el joven Leo se apuntó más o menos entusiásticamente,
hasta el 41, año de su disolución y su enrolamiento personal en las Fuerzas
Aéreas, donde sirve, con su magnífica voz y dicción, en la agitprop
radiofónica, antes de volver a Hollywood para participar casi en 80 películas
en las que haría casi siempre de personaje poderoso peligroso con carácter, a
un tris de la villanía, que cuando asumía papeles de policía aún era más
inquietante.
Aunque su máximo éxito y
con el que aún es recordado fue con La muerte de un viajante, con el que
siempre viviría. Siendo precisamente su compromiso con ese teatro de denuncia
en el que se involucró de joven y que le llevaría al reconocimiento el que
también le ocasionaría su gran borrón biográfico y profesional, pues aquellas “malas compañías” (incluidas las teatrales) de su juventud, le procurarían una citación en los
interrogatorios de la Caza de Brujas y, casualmente o no, cuando recibía el
Oscar por su actuación en La ley del Silencio, iba y denunciaba a una veintena
de sus compañeros y amigos de ayer y hoy como militantes del Partido Comunista.
A los que el exviolinista, ya convertido en cantante, citó con su muy buena voz
y mejor dicción.
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