No
hay que irse muy largo, o lejos, como se dice por ahí, para que, al preguntarte
de dónde eres, y decirle que de aquí, lo primero que te responde, alborozado, cuando
no melancólico, es “ah, la Feria”, para, a continuación situarte en Alicante,
Murcia o Valencia. Así que lo de nuestra ubicación es una guerra perdida, y la
pertinacia consistorial de los embajadores para mapear la ciudad, innecesaria.
En
todo caso lo contrario: señalar la Feria en Albacete, que es donde ocurre y muy
poca gente, incluso la que viene, sabe, bien por razones etílicas, no irles el
gps o ser hijos de la Logse. Aunque eso iría contra su verdadero espíritu, que
consiste precisamente en una reunión abierta de carácter cósmico en medio de la
nada, o llanura, como respuesta atávica de la grey que es la diáspora universal
de desheredados de los dioses, y no como respuesta a un pregón, sino de la
llamada interior que por las fechas en que todo se acaba –llámese verano– renueva
sus votos por la penúltima búsqueda de la felicidad de la temporada.
De todo lo
cual la Feria se ha establecido como meta ideal, y sin importar mucho donde
éste o de donde se proceda, su celebración se convierte en la identidad misma
de todos. Y el origen, el orgullo identitario, la raza, incluso, lo exclusivo y
excluyente, eso que tanto se lleva del pedigrí, con más valor cuantas por más
generaciones sea, lo de la pertenencia, se queda en nada frente al nomadismo de
la vida vista como una deriva errante y el lugar de tu asiento como un asidero temporal
al que agarrarse para coger aire, que es lo que resucita en cuanto que aparece
septiembre.
Y es como una tormenta de anomia; el orgullo de no ser de ningún
sitio, salvo de un espacio y durante un tiempo nimio, ese centro del mundo de
diez días, y los otros 355 solo el limbo preparatorio de esa decena de oro que
da vida. La fiesta como la única certeza, ocurra donde ocurra, y oídos incluso
sus disidentes más esnobs que la huyen a la que se consideran un algo de clase
media, o de los que les repele su parada colosal bakalaera de botellón, vaso y
tente tieso, su amenaza de disolución genética y su suplantación por la litrona
como paradigma quizás de nosotros y de la vida misma.
Un tiempo y un lugar
donde nada es paisaje y todo es paisanaje, el del mundo y la puta calle, y por
no caber, no cabe ni el Estatuto de los Trabajadores. Donde no somos nadie,
gracias a Dios.
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