La libertad, o el amor, puede que
sean hoy lo más difícil de encontrar, sobre todo por quienes sólo han
disfrutado de sus efectos (¿sin merecerlo?), o de sus falacias y sucedáneos
(como el sexo), dándose por supuestos, como cosa hecha, presuntamente por vivir
en ellos inmersos. Un espejismo de superabundancia que puede hurtar
precisamente los trebejos de navegación necesarios para identificarlos y
localizarlos, especialmente la libertad y a los más jóvenes, que por haber
crecido en ella, dicen, como los melocotones en almíbar, en un baño maría de
libertad, tienen muy difícil descubrir su carencia, y mucho menos agarrarla y
afiliarse a ella como destino.
El peor error para salir de ese
círculo vicioso es repetir a los habitantes más naturales de la rebeldía, los
que aún tienen sangre en las venas, que, siendo la libertad lo más valioso, lo que tienen es mucha, demasiada,
que no saben disfrutar de lo que otros no tuvieron sino vigilada, escasa y
cara, que se la dimos toda y que por libertinos, no saben aprovecharla ni
apreciarla ni administrarla. Esa vil mentira. Nadie puede regalar lo que nunca
tuvo o ya se le ha escapado. ¿Y cómo va a saber administrar algo quien no tiene
miedo a su escasez, por creer haberlo disfrutado, y no ser tan bueno como
decían? Cuando el miedo a la falta de libertad es lo único por lo que merece la
pena preocuparse.
Cualquiera que no haya tenido que
conquistar su propia libertad y emanciparse en cualquiera de las acepciones del
liberado: manumitido, liberto, cimarrón o fugitivo, no sabe, no puede saber que
eso es lo más grande. No importa que te llamen renegado, traidor, desafecto,
esquivo, desagradecido o jeta; en cuanto alguien te enseña los grilletes, sean
de oro, tela de la que arde o de seda y moqueta, hay que salir pitando. Y he ahí
el problema. Porque, ¿cómo huir de la prisión del paraíso?
Dice Galdós en algún sitio que
los temas de la libertad y la muerte son harto graves como para ser tratados en
estilo de madrigal, pero si las preñadas no pegaran el trueno, si de nosotros
dependiera, viviríamos para siempre en el líquido amniótico, allí donde se nos
junta la vida con la muerte, adonde, ahora que vivimos, como decía Machado,
entre una España que muere y otra España que bosteza, a la menor crisis, muchos
aspiran a volver al feto materno, a refugiarse, para huir, sin darse cuenta de
que ésa es la gran oportunidad que estaban esperando para conquistar al fin por
sí mismos algo de libertad de la buena, aunque sea en conserva, y aunque sólo
sea para luego pegarle fuego.
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