Hace tiempo que al encontrarme con alguien, lo
primero en preguntarme no es por mi salud, que sería lo suyo, pues todos
estamos fatal, sino, primero (y con cierta esperanza), que si estoy de
vacaciones, y al decir que no, y aumentado el recelo, que si me he jubilado, y de
seguido, sin darme tiempo a responder, y ya con ansiedad, si ya tengo nietos.
Así,
como si fuera un virus todavía activo difícil de erradicar, como si de un ébola
calvo se tratase, que entiendo puede suscitar cierta preocupación, pero no el alarmismo
que observo luego, una vez salta a la cara, porque alguien como yo pueda
reproducirse y tener descendencia, una alerta que aunque no deje de ser
infundada, la verdad, la veo exagerada.
¿Abuelo llevando a hombros, todavía, a su nieto? |
Porque a un tío lo
puedes mediatizar, incluso a palos, para que compre algo por ahí o se agencie
un ovario de alquiler, y no pasa nada. Solucionado. Pero tú le pides a una tía
un hijo, aunque sea suyo (y aunque en realidad luego sea para ti), y es que te
ponen a parir. Claro, hasta que se les mete a ellas en la cabeza –que ahí es
donde se gestan esas cosas–. Y entonces ya no hay quién.
Y es que las mujeres
son muy influenciables, y claro, se quedan preñadas. Es pura presión social
(bueno, y pélvica, si se recurre al procedimiento natural). Y sugestionadas
como están por todo lo que ven y oyen en los cibercafés, las playas o en las
gimnasios, acaban echando de menos incluso lo que nunca han tenido, ese absurdo
muy de la época y llevado al ridículo máximo por tantos y tantos hombres (tenía
que ser) en edad de merecer, nietos, se supone, que se sienten culpables de no
ser abuelos, pequeños patriarcas aunque sea de nieto único.
A pique de darles
un trauma. Que es lo que tiene el entorno, y su hostigamiento para emparejar,
casar –“eres bonita y no te has casao, alguna falta te han encontrao”, dice la
copla– y amadrantar a la mujer… y a sus progenitores. Para realizarse, dicen,
aunque a veces sea más para paliar la frustración paterna, cuyo cómplice y gran
ayuda no es la psiquiatría, como cabría pensar, sino la traición biológica
femenina, esa que en un momento dado toca a maternidad como quien toca a
generala, o a zafarrancho de matriz, y te jode, o viceversa.
Porque la
maternidad es otra técnica de autoconstrucción como individuos normalizados, que,
como el sexo y otras, quizá habría que desmontar, aprender a que no nos pre ni ocupe
ni mucho menos nos enajene, y sobre todo a verlas como algo contingente y no
depender de ellas –y menos esa neurosis de tener mono por algo que solo es un
deseo–.
La putada es que, con el sexo el tiempo se torna un aliado para
aprender a pasar de él y reírte, y con lo del arroz es simplemente su peor
enemigo, pudiéndote hacer llorar hasta agriarlo. Y por ende a quienes, aunque
ya sean mayorcitos (o quizás por ello) sus mernguantes expectativas consistan en
apostar casi exclusivamente a ello.
Decidir pues, ser un arroz pasado y tan
felices, como hacen ya prácticamente un tercio de mujeres, no es fácil. Pero es
su opción. Y, con lo que está cayendo, no diría yo que la peor. Y a los padres,
sintiéndolo mucho, que los zurzan.
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