jueves, 3 de marzo de 2011

El nombre de la muerte

   Si tabú es el silencio y soterramiento que ata el verbo y los sentidos, haciendo percibir algo como amenaza para nuestra supervivencia, ¿quién sino la muerte lleva todas las papeletas como gran crápula de la desintegración, conforme está de menguado el viejo sueño de una vida postrera?

Y sin embargo ese tabú no está tan extendido como se piensa. Sigue habiendo pueblos que se construyen con la muerte un caos inverso a su vida corriente, como polo de movilización a la contra, haciendo de esa capa un sayo con el que cubrir su intemperancia y seguir asimilados a la vida, edulcorada o versionada por los ritos, llámese religión o no. Algo que entre nosotros va perdiéndose y que nos hace preguntarnos qué ha pasado para que ese sayo lo hayamos convertido en tupido manto encubridor.
   En el engendro de tal monstruo han tenido mucho que ver los delirios de la razón occidental, que desrazonó la muerte, trocándola acto final y vital sin trascendencia pero tan relevante, liquidador del individuo finalista, que ya lo es todo, y que produce la pequeña catástrofe nuclear de privar a la sociedad de otro elemento valioso. La razón, al ser tan lista, pone así en un brete al hecho, significado, percepción, concepto y gestión de la muerte, al quererlo hacer explicable y acotable (razonable) desde su propio orden de representaciones, que es el que precisamente lo lleva a la sepultura. 
   El nuevo sistema histórico de desarrollo del sujeto, aun siendo germinalmente contrario de lo tanático, no le es nada indiferente. Si en un principio renegocia con él en una deliciosa promiscuidad con el conflicto que provoca (el macabrismo ambiguo, el gran teatro barroco, el testamento 'por la iglesia'), no tarda en engullirlo con el resto de mercaderías del mundo hecho zoco, en el que el cuerpo ya no es ni imagen ni semejanza de nada sino el objeto mismo de referencia, materia prima de la manufactura de la muerte con tecnologías, denominación de origen, etiquetado, packing de clase, y objeto de transacción con marketing, escaparate y leja, en cuyo polvo precipitado -no al revés- se dibuja el fresco de los nuevos valores y relaciones de una renovada y triunfal representación del mundo por lo civil y lo individual, con el idílico estado liberal como asentador de una muerte civilizada y reciclable formalizada al modo neoclásico, sin caer en que segundas partes históricas son más bien género bufo, acabando todo en un impresionismo cuya bruma auspicia la caída del telón y, esfumada la utopía positivista del por otra parte efímero engrudo argumental individuo-sociedad que se quería expresar, da comienzo el segundo acto, hecho drama, del absurdo de una muerte socialmente menos representable. En el tercero, ya no habrá ni flores.
   Esto, que vale para el ritual, sirve para el mismo acto del morir. La ausencia de escenarios válidos para glorificar la muerte es la misma que falta respecto de la vida, siendo la sensación dominante el fracaso, donde algún autor (E. Becker, La dinámica de las muertes) hace radicar la neurosis tanatofóbica, y el efecto secundario del rechazo de una improbable existencia posterior. El individuo, satélizado por la razón práctica, y arrumbado en su torbellino, malamente puede reivindicarse si no es ejerciendo de sí mismo a todas hora. 
Es en ese ensimismamiento en el que cunde la demanda de liberación del morir consciente, como última salida de la razón instrumental inoculada por el poder, enemigo en competencia mortal con la muerte y embebido en aumentar el orden de mercancías y dominio que ponernos en la bandeja de plata para la vida. La ignorancia, así, tanto individual como social sobre la muerte, lleva al poder a la inhibición dañina, y al sujeto a un armisticio sin contrapartidas. Todo sea por la paz, sí. Pero ¿la de los vivos o los muertos?


   La gran paradoja de la racionalización de la muerte es el no querer experimentar ni saber de su proceso. Y según aumenta la individualización, lo que siempre sucedía sólo a los demás, acaba ahora por afectar en exclusiva a uno mismo. Lo cual se pone de manifiesto en la contradicción entre las dos posturas básicas del morir digno: la que propugna la aportación institucional (terapéutica) a un mejor morir, y la que defiende la implicación  interviniendo en él de forma expedita. 
Ambas posiciones son posibilistas, siendo opinable si se oponen o aceptan el reduccionismo del valor social de la muerte y los moribundos que el sistema propone como huida hacia adelante en un atajo hacia esa nada -no olvidemos que el debate público se centra en el proceso del morir y no en la muerte-.
   La muerte accede así a un orden ocioso, cuya apropiación subjetiva es espasmódica y supeditada a las tecnologías y los enclaves que la acotan. Apelar a eso como válido es echar mano de una dignidad sucedánea, a la vez que refrendar lo que, con la anuencia o no del individuo, se le provee desde arriba. 
La otra vía, podríamos llamar tercera, o radical de no mediatización por terceros, de aceptar la muerte como el cénit de una existencia sin sentido, aún es vista como excesiva. Con lo que estamos en las mismas.
   De modo que si la muerte y los muertos son tratados indirectamente, de acuerdo con la virtualidad de una vida conocida sobre todo por la publicidad que la acompaña y es su vicario, por sus ladridos, es como sabemos que cabalgamos por ese doble mensaje de negación y afirmación que se cuela por entre las actitudes, el pensar y las acciones (y omisiones) del devenir, con la razón como brújula de marear de un periplo cuya náusea final ineludible atrae la duda sobre lo que no se aviene a sus principios prácticos: locos, defectuosos, viejos, muertos, provocando su interdicto, marginación y desecho, por subversivos. 
A la hora de la muerte, poder y sujeto se devuelven mutuamente la pelota en cuya redondez giran revueltas la vida, la gran ahijada, y la muerte o el detritus que el uno trata de endilgar con gesto de asco al otro. 
Y en esas estamos, perdidos ante un fenómeno desprovisto de su carácter positivo en lo individual, y de su capacidad representativa en lo social. En un círculo tanto más insostenible cuanto más silencio proyectamos sobre su sombra, en que ni los individuos ni las instancias dominantes pueden aceptar ni una gestión negativa de la muerte, por impropia, ni positiva, por absurda.
   La muerte, convertida pues en una no noticia -pese a ser tan mala, y por tanto tan noticiosa-, inviable, velada por la pátina de una difuminación distorsionante que nos la bloquea, y con la mordaza que se nos pinta cada vez más como tabú, se encuentra en un conflicto creciente, si no definitivo. De su proceso el tiempo dirá. Mientras tanto, y usando las viejas palabras de Foucault, lo primero quizás sería hablar de ello, empezar a nombrarla. Pongámosle de nuevo nombre, y pronunciémosla. Podría ser que empezando por el fin, bien pudiéramos reapropiarnos del principio.

No hay comentarios:

Publicar un comentario