miércoles, 23 de mayo de 2012

El nuevo Barroco

Desde hace unos veinte años, no han faltado estudios que interpretan algunos procesos aplicados a la española, como el tele-info-comunicativo, la partitocracia y la relación entre las nuevas élites y sus nuevas clases clientes, como señales de un nuevo barroco galáctico y pixelado. Una visión un tanto vanguardista y parcial que da por hecho el determinismo de la política en el devenir social a partir “solo” de la pauta cultural en expansión. 
Pero el torbellino de la crisis en espiral ha ampliado e intensificado de tal modo el campo de juego y los factores, para dar razón de ser posible estar ante un tipo de formación social que, dependiendo de lo que dure, bien podríamos calificar de Segundo Barroco (sea o no parodia), Pequeña Edad Barroca, o de espejismo, que sería lo mejor.
Arte barroco actual
Nuestro primer barroco surge de una acumulación de sinergias única en la historia que produce tal expansión acumulativa a tajo parejo, que su desgaste en la ascensión (pájara, diría un ciclista) provoca un reflujo de siglos, siendo lo más parecido a un cohete que se queda sin gas antes de salir al espacio, por su mal pilotaje, y al caer forma los fuegos de artificio más lindos nunca vistos, que es de lo que los que no han ido al Prado o leído a Cervantes siguen fardando, y no que el cohete se cayó, como de fuera se empeñan en señalarnos. 
Que fue la primera vez en tenerlo todo, pedir prestado con ese aval y pulírnoslo todo y más. O eso cuenta Quevedo del Dinero, “nace en las Indias honrado (el sector productivo de entonces),… viene a morir en España (en guerras, dispendios, catedrales) y es en Génova enterrado (en los bancos, para pagar los préstamos; hoy serían Frankfort o Paris).
Pero hay más coincidencias. Por ejemplo, y no es baladí, la actual “refundación” del capitalismo y su fundación real entonces en los países que aprovecharon la enorme riqueza que el comercio y los descubrimientos (y explotación de medio mundo) desataron. Mientras aquí, como ahora, se estaba más por las sangrías dinásticas, jugar a la Inquisición, por cerner la harina en harnero, despilfarrar en palacios e iglesias (como ahora en coches, palacios de congresos y aves, y de ahí los palominos en las bolsas, o calzones), hacer de Quijotes de la cristiandad, perder cuartos y acusar de hereje al negociante, y quedar, tras el batacazo, hechos una estantigua a vivir de la sopa boba de los conventos (cáritas, bancos de alimentos, ayudas) o de la picaresca, y por cierto, con todo dividido en feudos, en taifas nobiliarias, señoríos, reinos, concesiones, cargos y encomiendas. ¿A que les suena?
Cuatro siglos después, los cotolengos y otros centros de caridad o las calles, son de nuevo tomados por masas de bachilleres mendicantes, capigorristas, ganapanes doctores, transeúntes cualificados, vagabundos de carrera, o falsos peregrinos diplomados; pero también por caballeros afincados, gente bien al asalto de la sopa boba título en ristre, gente de abolengo sin encomienda, que lampan por doquier; y los que no, se han ido a hacer las europas o américas, como entonces, tras que el austria de turno, hoy alemán (léase Merkel), arrasara con sus asesores bruselenses la comunería hispana, dando lugar a pasajes tan míseros y grotescos como hilarantes, sólo igualados en su macabrismo por Charlot, como el del Lazarillo criado de un hidalgo más pobre que él en cuya tenebrosa casa reina el hambre, que al ver un entierro y los gritos de dolor por el muerto, de “¡ya te vas donde siempre es de noche, donde nunca se come¡”, se asusta, piensa “estos van a mi casa”, y corre hacia ella desesperado.


Como entonces, el declive ha ido parejo a la dedicación al estudio como medio de ascenso social a modo de apalancamiento conservador, que amamanta la titulitis y la universititis, para acabar viviendo en casas empapeladas de diplomas. 
De nuevo el principio de inmutabilidad (en la posición, el modo de vida, lo que sea) como base de la felicidad, según el principio de integración tradicional vía extracción social, genes o casta, típica base de la jerarquización en las sociedades barrocas, cuyo papel reivindicativo cubre hoy el hedonismo y el derecho a la felicidad como valores de progreso. Y venga promociones de gente sobradamente preparada con un nivelazo que es un peligro para cualquier empresa neocapitalista. De los más altos principios a las más baja de las miserias. 
Y los políticos, con su acarreo,  hablando de bóveda sobre cómo desalabear este tapial. Y los demás, venga cagar las plumas. Y lo peor no es que no haya políticos que piensen como estadistas, es decir, en las próximas generaciones en vez de las próximas elecciones. Lo peor es que ya no hay padres que piensen como estadistas, más allá del enchufillo, el puestecete o en dejar el suyo al chiquillo. Faltan ya los que querían que sus hijos fueran algo y sus nietos todo. Los mismos cuyos nietos han acabado siendo todo, pero sólo para ellos, y sus hijos han acabado en el paro en vísperas de los cincuenta. Los mismos a los que ya sólo quedan dos recursos, por cierto muy barrocos: desfilar descalzos en procesión y lloviendo, o el juego de azar, todo un síndrome del fracaso de los tiempos: Dios y el azar, o el azar como Dios.
Todo un cuadro típico barroco, pues: mal gobierno, ruina, expolio de recursos por las castas chollistas privilegiadas acaparantas y sus arrimados, sociedad cerrada sin permeabilidad, aumento del trecho entre ricos y pobres y de sus vínculos de dependencia. 
Es la Europa de las capitales, pese a esa falsedad dicha de boquilla, ese tic, o pose, que es volver al campo, a la naturaleza, la ecología, que también se ha vuelto de ciudad, donde es aherrojado todo tipo de gentes precarias,  predispuestas a la trifulca, organizada o no. Léase aquí pegamoides, quinceemeros, alternativos, bachilleres, neojipis, parados, góticos, perroflautas, neojubilatas, sintechos, hastalosgüevos y hartos antisistema todos que, según el apotegma de Juan Rufo, “el hombre pobre siempre está en tierra ajena”, no consideran de respeto la iniquidad de los nuevos absolutismos y tiranías, el ajoputismo sin arremuda que pone otra vez de relieve la España descrita por Mateo Alemán: de la privanza surge la codicia, de ella nace el odio, del odio la envidia, de ésta la disensión y de ella mala orden, o desorden y lío. 
Herramientas barrocas, ya desaparecidas

La convulsión la facilita la anomia urbana de las masas, la relajación de los controles (permisividad) y la libertad negativa que suponen la frustración, la falta de autonomía real, la nueva capacidad de informarse, y el desengaño y pesimismo general que al final supone percibir la vida como peor y menos posible. Eso producirá en el barroco la cultura clásica de la muerte, y ahora la eutanasia, el aborto, la muerte digna. Cuando no el suicidio, tan de moda.
Poco importa que muchos de los levantiscos sean ellos mismos subalternos o mamporreros de las nuevas élites causantes del estropicio instaurado por la ociosidad, el desprecio por el esfuerzo y el trabajo, y se haya entronizado el clientelismo descomponedor de otros valores ya diluidos en ese llamado bienestar social como derecho universal que todos creen haber conquistado (por la molestia de dar el número de cuenta para cobrar, será), aunque sea un regalo del poder para tenerlos más a su merced, para ordenar, manejar y disciplinarlos como población, y mantener psicológicamente sometidas tantas voluntades que se temen contrarias, sujetando así la vida social por la vía de un nuevo autoritarismo a partir del adagio que ya triunfó en el XVII: “persuadir es ahora más importante que demostrar”
Y surge la necesidad de reprimir de otro modo. Distante, diferida, indirecta. Más lúdica y comecocos. Disuadir, convencer. Por la vía de la opinión, la cultura, el espectáculo. El gusto ya no es una elaboración intelectual. Y el juicio, que en el viejo Barroco aún lo era, en el de hoy es ya también sólo una inclinación estimativa procedente de vías extra o pseudorracionales. Vamos evolucionando.

Pero la gran contradicción de todo tiempo barroco es que, si la gran negatividad social, la sensación creciente de declive general y el zarandeo e involucionismo hacen resurgir los valores tradicionales y el ansia de seguridad, también impulsan la superación del sufrimiento con un gran deseo de goce de una vida idealizada, exagerada e incontinente, como es de prever pasará tras la fase depre en la que estamos por el estado de shock, como ya sucediera en los Felices Veinte tras la I Guerra Mundial. Entre otras cosas porque el poder estará interesado en esa vida espectáculo mucho más que sus actores. 
Endivia a la Montoro, alta cocina
que te la endiña.


Y todo, bajo el aspecto de una búsqueda angustiosa por realizarse que por fuerza ha de caracterizarse por lo retorcido de sus apechusques, dentro de los grandes contrastes en que se da, combatiendo lo anterior, pero de mentirijillas, haciendo pasar por innovador y hasta subversivo lo retro, y no sólo en política, economía o relaciones laborales. Es la mascarada de la revolución reaccionaria, a mayor gloria del absolutismo de sus promotores, las nuevas élites, y aceptada sin complejos por el resto a todos los niveles.

De nuevo el teatro como paradigma (y no solo como moda cultural), un teatrus mundi de la vida segundón, pues el gran reflejo social está ahora en la tele y, cada día más, en internet. Si Lope orejeteaba los estrenos de la competencia quedándose con las reacciones del público para darle luego más bazofia, así ahora todo el mundo plagia todo y se reabsorben una miseria a otra.


Las nuevas masas recién alfabetas entonces y analfabetizadas funcionales ahora, incapaces de gestionar tanto tiempo libre, pasan a depender de lo echado en el tornajo audiovisual, en forma de mitomanías e iconografías promovidas desde arriba como un regalo-castigo. 
Y se cultivan el rito y los contrastes imposibles del palacio-cabaña, espiritualidad-cutrez, lujo-miseria irredenta, abigarramiento y nitidez, y el derroche ostentatorio de la élite como sintagma de comunicación y emblema a seguir, dando forma a un espacio que utiliza las artes como escenario de unas nuevas relaciones que priman lo más que público, externo, patrocinado por el poder sobre el intelecto.
Mientras, en el nuevo espacio público-privado de internet, no menos patrocinado aunque más discretamente, es el mundanal ruido el que preside triunfal las nuevas relaciones de pulverización social en las que podemos imaginar como dómine Cabra del Buscón a un licenciado Montoro, el ministro más dicharachero de Barrio Sesamoncloa, alentarnos embazante al ver nuestras hambres, con aquello de “coman, coman, que me huelgo de verlos comer”. 
Kitsch barroco postmoderno
Y es que es para holgarse. El rasgo cultural más definitorio de las sociedades barrocas es el consumo del kitsch. Su consumo por el privilegiado es la expresión de la relación entre lo privado y lo público y la comunicación entre el individuo urbanizado y masificado que no renuncia a ser él mismo y a disfrutar de su estilo de vida y nuevos gustos, algo que el poder, adulador y atento a esa nueva capacidad de aburrimiento descubierta, y la demanda de una cultura asequible, manipula al ofertar a préstamo su alta cultura de rebajas, vulgarizada, precocinada y estandarizada por géneros y arquetipos, a modo de imagen para automodelarse (nuestros didcult y masscult de la prescripción y la autoayuda). 

Es el kitsch, cuyo mensaje, con una finalidad mercantil, por proselitista y clientelar, recreativo y a la vez con una técnica efectista para impresionar con estímulos violentos de orden sensorial, sentimental o intelectual, crea estados de ánimo, reprime y modifica: recrea. 
Así, yendo del feísmo al delirio, del realismo (como sucedáneo de la vida, en el teatro, lo audiovisual ahora) al escapismo, de lo sublime a lo irrelevante (la extravagancia en la moda y las costumbres, el todo vale), el arte se convierte en aforo del régimen y genera la alienación moderna, la desalienación alienante que integra a los sujetos en unos marcos de representación formalmente más universales y elevados, pero no propios. Y como ahora, cunden el versioneo y la relectura, eso tan bien consignado por Tarantino: los artistas de verdad no copian, roban.
Kitsch no tan postmoderno
Porque el Barroco es siempre un pillaje de lo anterior, un eterno revival en forma de creatividad apoyado en el intrusismo general propio de la falsa universalización cultural que lo llena todo de literatos, poetisos, visitantes de piedras, turistas culturales, lectores entendidos y cursillistas de toda laya (las Universidades Populares como epítome del kitsch más desenfrenado), debido a la típica ansiedad intelectual del carente de una buena formación que busca el imprimatur en la cultura literaria o museística, a toro pasado. 



Y ahí están los intelectuales, bien sufragados por el poder, para redirigir hacia los intereses de éste todo ese cotarro de la idiosincrasia democrática identificada como opinión pública, con consignas de libertad o pluralidad, y hasta de subversión, pero del gusto y opinión plebeyos, para sustituirlos por los del amo, sumisión y acatamiento, antaño con la crítica y sátira de la ambición, el poder y el dinero, ampulosas y retorcidas, por miedo a dificultar la comprensión, y ahora con el chapurreo intelectual y la ceremonia de la confusión permanente. Es la farsa del teatro social de la inteligencia. 
Pero el gran espectáculo barroco empieza con la religión, cuando el rito y el culto (hoy la ciencia y tecnología) desplazan a la fe subjetiva propugnada por Lutero, hacia la contemplación general del mito en imágenes proporcionado por los artistas a sueldo del binomio poder–Iglesia. Es la contrarreforma (aunque se llame reforma, como ahora, para eludir lo negativo). Y es el primer gran negocio del espectáculo, hoy ya superlativo, y si no lo fuera se llamaría el espectáculo del espectáculo, W. Allen dixit.
Nuestras Meninas de a pie de calle.
El público, nacido de la ruptura interesada del escalafón cultural de las élites con subproductos de la alta cultura para el lumpenconsumo, acude a las diversas escenificaciones para alimentar su mitomanía, como sopa boba espiritual, con los iconos del nuevo imaginario ingeniado para ellos por las clases dominantes para promocionarse y para darles castigo entreteniéndolos.
(Entretenimiento en origen es eso, distraer a alguien de su negocio; que luego cobrará el sentido de diversión ociosa). 
Y todo, en imágenes. La pintura y el arte del barroco son cine con la imagen presa y estática, por cuyo triunfalismo aparatoso contrapuesto a la razón clasicista del renacimiento (igual pasará al impresionismo con el neoclasicismo), y a lo dicho por Cervantes de que alabanza propia, envilece, es conducido el rebaño, como en visita guiada por una iconografía que produce catalepsia convulsiva y rechazo evasivo de la derrota del sistema, reflejado por el teatro (y ahora por la tele). Un adelanto todo emotividad y sugestión, del sensacionalismo romántico. Y todo, por ser el cristianismo una herejía semítica comunicada al mundo por otra cultura mitómana e iconoadicta, la helenística.


La gran técnica artística que plasma este gran claroscuro ideológico y social de época, de luces y sombras, muerte y vida, luz y tinieblas, es, cómo no, la expresionista del claroscuro, canon oficial de representación estética, cuyos efectos luminosos, contraste, estructura disimétrica y composición en diagonal preludian lo audiovisual, peligroso de infringir y vigilado entonces por la Inquisición como el cine u otros lo serán por el código Hays u otras censuras. 
El auge de falacias como el fondo y la forma, el falso bipartidismo culteranos-conceptistas (dinamiteros ambos del equilibrio clásico), no serán sino usos de la retórica como herramienta de ilustrismo oscuro o claridad chinesca, para capitalizar el verdadero objetivo: la opinión pública como depositaria de la nueva razón, y legitimarse con ella, una vez convertida en un pastiche ininteligible, entonces presidida por el secreto, y hoy por la información global. Qué más da.
Igual que entonces, la individualización, su soledad, y los viajes, el cosmopolitismo y la información, sean reales o virtuales, han cambiado las mentalidades y quebrado el modo de pensar a partir del actuar cotidiano, en una crisis permanente, y no solo del sujeto. 
También, la conmoción producida por el agotamiento de las esperanzas (infundadas) sobre el destino, da lugar a que el auge y declive de las sociedades, formulado ya en el XVII, sea un fijo en la solución que cada cual encara con estrategias de integración personal, entonces abordada según una ética protestante en ascenso (o a su contra), tan productiva en lo material como peculiar en su carácter e idiosincrasia, y hoy, perdida ya la actitud militante (y elegida la diletante), desde esa mezcla de lo peor de los restos de rancia ideología protoespañola y lo pésimo del matrimonio europeo entre Calvino y la kermés, que forma el poso del batiburrillo vital en que nos movemos, un vacío que tendemos a llenar encajando el nuestro en su enorme puzle cual figurantes de un gigantesco artesonado rococó.
De todo ello el sexo es un paradigma. Sus experimentos (sexonet, gadgetsex) culminan en el bondage (que es vendaje), ceremonia de ocio sexual de la dominación que liga el deseo a la inmovilización y estimula la libido con adrenalina cediendo la iniciativa al otro (y toda responsabilidad sobre el placer), y más que una liberación que ata, o viceversa, u obra de arte sadomaso, chic o cool, como lo llaman, también legitima el poder ajeno, desmedido y desordenado que lo constriñe sin remedio, así legitimado por abandonarse a su dominio. 
Toda una metáfora de correaje y candado del sujeto morigerado, lábil y maleable por el tormento y el éxtasis, tan propios del barroco. No falta, pues, quien, como entonces, vea el mal en “la flojedad de los nuestros”, y no en la guerra, la crisis u otras causas. 
Y ése es el personal que ha de salir del hoyo. –De otro siglo de oro ya no hablemos–. Siendo lo marrón lo que, de momento, garantiza la economía. Porque si aquella vez la contradicción entre la supuesta vuelta a lo viejo y el enardecimiento real de lo nuevo, dio paso a una síntesis de ambos desde la doble perspectiva vivida entonces de estar en lo más alto y lo más bajo a la vez, hoy sólo disponemos de la segunda. O sea, partimos de la nada. Lo cual obliga a empezar de nuevo de verdad. Lo cual, bien pensado, quizá no sea un mal principio. O sea, Begin the beguine, por Artie Shaw. Siempre, claró está, que no la interprete Julio Iglesias.