lunes, 29 de julio de 2019

Lunáticos


Había palmado el latín en la reválida, y allí estaba, en un aula para pringados de todos los cursos. A ratos, Domingo, ese otro Henares del bajo derecha dominical –cómo odiará esta redundancia–, trataba de enderezar nuestras alborotadas neuronas. 
Pero como si oyéramos llover; y eso que era cuando la canícula, ese latinajo en realidad nuncio del infierno. Nuestra atención y casi único Catón estaba en las ventanas. Más allá estaba la vida; acá, el muermo de su dudoso libro de instrucciones Y a la que se cataban, las abríamos, para chafardear, despotricar, hozar en el ambiente (morituri te salutam). 
El golismeo, con la típica mojada y paso atrás propio de la ley seca (alea jacta est). Hasta cerrarlas, pillados in fraganti, y réquiem cantimpaces (o sea requiescat in pace), dejando algún resquicio por el que ver de refilón lo que pasaba. 
Y que mayormente eran alguna dependienta de Hoyos especialmente sugerente, o la estanquera del Rosario, alabada más que los jamones de Marqueño, hasta por el más seglar de los socios de aquel chiringuito educativo, que así se lo habían oído en La Española; sin olvidar las marmotas que pasaban por debajo a hacer la compra en el mercado, con las cuales soñabas en latín (vini, vidi, vinci). 
Y en ello andábamos enfrascados, refrescándonos en caliente, y en prohibido, que alimenta más, cuando a la ventana llegó, atropellado, emocionado, casi en susto, Gila, un colega algo rezagado a quien Bernardo (Goig) no paraba de hacer caricaturas chuscas para afilar el lápiz y solaz de aburridos. Y aturullado, haciendo honor a su mote, nos soltó allí mismo, de sopetón, sacándonos de nuestro mirador: “¡Los americanos acaban de llegar a la luna!”. 
Y fue tremendo. Durante tres segundos el silencio fue brutal. Después, todo fueron improperios: “¡Tú sí que estás lunático!”. “Anda, no me seas gilapoyas”. “¿Para eso nos molestas?”. Y dándole la espalda dejándolo con su mudo desenfreno, anonadado por la nula acogida de tamaña nueva, volvimos a la tronera. 
Nos la sudaba –y me la suda– que llegaran o no a la luna. Pero la nuestra, la de la ventana, en la que vivíamos, que no nos la pisaran.

jueves, 25 de julio de 2019

A la moda


Sin ser el Psoe socialista ni Podemos comunista, ambos se han comportado como si lo fueran. Es lo que hay, la esencia de la postmodernidad: la parodia y la impostura.

Nubes de verano


Años después recuerdo el último regalo que El Maza me hizo un domingo de julio de esos en que uno vaga perdido entre los isótopos del verano. 
Era un casete de la D.G.T. con temas del festival de San Remo y deleznables chorradas de pseudohumor de relleno sobre la seguridad en carretera, que acarrearían más fiambres de los que prevendrían. Y ellos qué saben. 
Lo mejor de la cinta era su distribuidor, que echaba el alto a los reconocidos y te la endosaba. Otros de su talante han dado bolis, estampicas, o te han pedido un duro, que son formas de darse; pero éste, como le había dado por el tráfico, te oficiaba con ademanes, aspavientos, poses y otras formas vehiculares de estar en medio, que era su oficio, y tú te dejabas porque hay felicidades que no piden pan, y si encima te regalan a Domenico Modugno... 
Hay seres -y enseres- que poseen la capacidad de hacer de muestra de las esferas perdidas, y El Maza, cuando entonces, nos revertía a la esfera pública, no en su vertiente prostituta y tergivérsica, ni la del laberinto de espejos en que nos examinamos, esa realidad de bodegón que nos fabrican, ni la de la celebridad o la cenicienta actualidad, no, sino la de los taninos del vivir colectivo, aun resudado y fétido, la del entorno con solera: el árbol, la piedra, la gente, aquello que Felipe (D. León, cuidado) enunciaba como el mundo, y que ahora parece que nos ensucia. 
El Maza, que creía en el otro Felipe, Dios sea loado, era uno de esos elementos del camino y del andar con el que estamos condenados a tropezarnos aunque fuera en bici, la de los colorines y las briosas cintas y quincalla refulgente que, como un tropel de oropéndolas, pasaba a ras del pavimento, que era su pedestal, aparcando lo eterno en mitad de nuestro  autoestimado tráfago, poniendo en marcha la moviola desgranadora de la soguilla de un tiempo apenas detenido. 
Una de esas personas públicas de verdad, con su facultad de gente de la calle y que parecen puestos ahí por un Dios social y verbenero para hacernos detectives de nosotros mismos en nuestra relación irremediable y cada vez más oscura con ese espacio del que crecientemente aborrecemos y quizás por ello aún sea más reivindicable, a la vista de la escasez actual de su savia en los que han hecho de ello, no oficio, sino profesión bien remunerada en esta sociedad de esfinges, que cuando te tropiezas con uno no sólo no te da ninguna cinta sino que a lo mejor te tienen que llevar al dentista, porque les falta la blandura del rocío y les sobra la de los invertebrados a los que en el fondo envidian, por mucho que se vistan de luciérnaga, pues el brillo que despiden no es otro que luz de gas para los demás que, como aquel ciclista obrero autónomo del tráfico que estaba del corazón desconociéndolo, se dedican en cambio a alumbrar la vía pública y de paso las privadas –aunque muchas veces no consigan hacerlo con la suya–, sin necesidad de meterse en una lista o pegar un codazo a su mejor enemigo, y que encima tienen el detalle de regalarte a Modugno para ayudarte a volare a cualquier nube en un Domenico de julio de esos en que los isótopos están tan sesteados contemplándolo. 
Descanse en paz y otros con él del mes de julio, que cierto estoy harán buena compaña gozando del frescor imaginado de la bahía de San Remo.

martes, 23 de julio de 2019

Y dale


Cuando Pedro despertó, Pablo todavía estaba allí. Y viceversa.

domingo, 21 de julio de 2019

Cinematontunas: Olivia, la blandita del croma que salió rana

A sus 103 años recién cumplidos, Olivia de Havilland es la decana de un cine que se fue e historia viva del mismo, siendo muchos los hitos protagonizados por los que se la recordará, dos de los cuales parece relevante resaltar aquí, uno en lo artístico y otro en lo social. Por orden cronológico.
En el año 38, Olivia pertenecía a la Warner, y esta productora, tras ver el éxito obtenido por la película en color de Disney Blancanieves y los siete enanitos, al fin se decidió a dejarse de escarceos con el color, como el resto de estudios, y producir lo que entonces se llamaba un filme de prestigio, lo que ahora es un blockbuster y años atrás se llamaba superproducción. Esta fue Las aventuras de Robin Hood.
La demora del uso del color no era baladí, ya que la tecnología aún no estaba contrastada. Pero cuando el sistema Technicolor se empezó a asentar, la Warner se metió de lleno, y el éxito más rotundo fue la respuesta a su osadía. Ya que no escatimaron nada, presentando en la película el despliegue de diseño de color más amplio y potente desarrollado hasta la fecha, hasta fijar con él incluso bastantes de las bases del uso psicológico del mismo como un lenguaje nuevo que añadir a las imágenes y al sonido.
Apoyándose en el vestuario (9 cambios para Olivia en todo el filme) y la puesta en escena, los colores funcionan en esta película como un mosaico, adaptativo de las situaciones, que define e intensifica, como un lenguaje superpuesto, no redundante sino ilustrativo, como en el romance con Robin, en el que actúa como un barómetro de sus altibajos que atraviesan toda la película (que es de aventuras), subiendo y bajando su gradación y su transmisión al ojo y cerebro del espectador con mensajes de todo tipo, modulando así una película de un amor poco dialogado, del que los colores hablan más que las palabras. 
Pues es el color el que hace de guía en ese enjambre de mensajes, expresados o subliminales, siendo significativo que Olivia, que suele ir de oro, plata y verde, siempre es rodeada de púrpura como fondo. Todo un preludio de lo que será el uso psicológico a troche y moche del color en el cine. Para lo cual el rostro limpio, puro y diáfano, neutro como un lienzo sin usar, de Olivia, era ideal para pintar en él con el nuevo lenguaje cromático.
En lo social, cuatro años después, y harta, más que de ser, como todos, una auténtica esclava de su empresa –los actores son ganado, solía decir Hitchscock–, de que le endilgaran todos aquellos papeles de boba bienqueda que le impedían actuar como ella quería, etiquetándola de un modo artero, va y denuncia a la empresa. Una mujer. Claro, los hombres estaban en la guerra. Pero el caso es que ninguno se había atrevido antes. Y automáticamente fue suspendida de empleo y sueldo seis meses. Y amenazada con extenderle unilateralmente y sine die su contrato, pero sin cobrar.
Heredera de los redaños jurídicos del padre putativo, nuestra ya Melania invocó la Ley Antipeonaje de California de 1867 que prohibía a los patronos reducir a los trabajadores a la servidumbre, y ganó. Fue la guerra de Olivia, y todas las grandes estrellas y otros actores relevantes, al volver de la suya, pudieron renegociar, con la aplicación de la sentencia (la Ley Havilland, se llama), nuevos y valiosos contratos, iniciándose así una nueva era de relaciones entre Hollywood y sus empleados, pues nunca ya sería igual. 
Y aunque ello le costó –nada sale gratis con los poderosos– tardar aún dos años más en volver a actuar, nada más hacerlo, volvió a ganar, en el 46, otro Oscar. Con un par. Y eso que parecía mema, la tía Melania, que, oye, que cumpla muchos más.