viernes, 26 de enero de 2024

El sofrito

Ni perdón ni olvido. Con esa frase antiguamente, o sea hace un plisplás, se instaba a no pasarse un pelo del muñón en lo que fuera. Pero en los tiempos azules, o grises, todo eran líneas rojas. Ahora más bien van del rosa al amarillo, y otras del rojo al gualda, curiosamente los mismos colores tanto de los que quieren estar fuera como de los que quieren que todo el mundo esté dentro, aunque terceros pensemos que, cuanto menos gente, más claridad. Pero no la vayamos a liar. 

La cosa ahora se dirime entre los del perdón pero sin olvido, y los que directamente están por perdonar, olvidar, pagarse unas cañas (a cargo del erario) y, si viene a mano, hacerse una manola (pero sin mariconadas) sea por turnos o a los chinos, tú, que es más igualitario. Eso de ni perdonar ni olvidar está muy pasado. Lo guay, pero del Paraguay, del mismo Asunción, es amnistiar. 
De hecho, hay una competición con ello, y la cosa va ya para deporte, ya veremos si olímpico. Así la Yoli, cuyo oficio es ser más chachirouge que sus socios o compinches, propone ahora amnistiar a guardias civiles por sindicarse. Bien. Claro, que después del gran indulto de criminales sexuales perpetrado por su compi de entonces, doña Irene, con su ley Sisí, lo demás viene ya casi obligado. Ya se sabe, se empieza indultando y se acaba amnistiando a cualquier terrorista, siempre que sea bueno, claro, que también los hay, y no lo sabíamos. El sanchismo tiene eso, que se aprende mucho. 

Pero, por amnistiar que no quede. Así es que a ver si llega la cosa al aceite de oliva, que eso sí que tiene delito, el muy condenado. Sea vía distribución o supermercados, o repartidores de internet, pero que lo amnistíen. O al menos que lo indulten, porque sin él peligra lo que según últimas investigaciones es una de las claves de nuestro confort: el sofrito. 
Esa simbiosis culinaria base de la civilización y síntesis perfecta del bienestar ha entrado en peligro de extinción y no nos lo amnistían. No sé si por considerar su rescoldín terrorismo del malo, y contra derechos humanos, o porque ellos comen por cuatro perras menús de tres tenedores en el economato del Congreso. A saber.

miércoles, 17 de enero de 2024

Bestiario

 

Sánchez no ha ido a Davos a tratarse con los dirigentes mundiales. Ha ido a refrescarse. Como hay tanta gente deseándole que mia si le cayera un nevazo, y como el nevazo no llega, él se ha ido al nevazo, pero así, sin esquís ni nada, solo con el Escrivá (para que tome nota, o para epatarlo, dada sus raíz esteparia), consciente quizás de que entre él y Junts, o él, junt a Junts, andan pegándole otro giro de tuerca al calentamiento global por estos lares -y si no, ahí están los termómetros de enero, los de la Aemet y los del CIS-, y de calentón en calentón, luego a luego se gripa el motor, y colorín colorado, que dijo el otro. 

Y aquí se dejó al mariachi para cumplir con San Antón, que hoy día es posiblemente el beato de más alcance de todos, al celebrar su onomástica las y los bestias de la tierra, que como se sabe han sido relevados de esa condición para pasar a ser mascotas, personas bestiales, si no viceversa, y animales civiles -que no civiles animales, muy distinto-; que es algo así como cuando el comunismo te elevaba de paria a proletario dándote un pico o una pala, y con eso ya estabas aviado, solo que estos, con derechos, digo los animales, porque proletarios proletarios hay ya muy pocos, y además son de Vox, que no sé si es sanantoniano o joseantoniano.

 Las personas, quiero decir las de dos patas, es otra cosa. Porque es que, por no tener, no tenemos -y me incluyo, con permiso- ni santo patrón que nos bendiga. Ni siquiera ellas. Ni aunque algunas tengan dos patas de escándalo. Pues ni así. Ni por discriminación positiva. Cada año, van y les cambian la onomástica, y no tienen ni siquiera una santa fija ni hisopo que les moje. Este año les toca Santa Beata y Santa Herenia, el 8 de marzo, digo. No me digan que no es un escarnio. 

Y el año que viene, ya veremos. Lo mismo les cae San Diocleciano, y adiós mis pavos. Hasta para eso han tenido las pobres mala suerte histórica con el patriarcado de los cojones. Aunque, tal vez por simpatía con el animalismo, sí que tienen perrito que les ladre. Incluso muchos, que las señalan como causa de la discriminación masculina. ¿Es o no para ir a ver al santo?   

jueves, 11 de enero de 2024

Sobras

 

En cuanto acaba la Epifanía, empieza la carestía. Y según se entra en el limbo litúrgico -hasta el domingo de Carnaval-, en lo gastronómico, la pitanza que acompaña a la fe, que más que montañas mueve quijadas, el limbo es ya ostentóreo, que dijo Jesús Gil, el creador de esa síntesis de la Navidad, entre ostentosa y estertórea, aún no recogida por la Academia. 

Y es que este periodo aún por calificar, perdido entre el ahora semifrío del sol con uñas y la escarcha, si antes era el reino del gorrino, ahora, ya sin matanzas -aparte la de Gaza-, es la época de las sobras por doquier, en la que rige una ley de bronce, o de plástico ya, más bien, que dice que el dispendio comestible es inversamente proporcional al gasto en las rebajas, o a más búsqueda de chollos menos chicha en el puchero. Aunque no es asunto solo económico. El tiempo es clave. 

No se puede estar toda una mañana tras una sudadera Nike medio original, con lo que eso lleva de cafeteo, charleta, hacer el mandao, fichar en el gimnasio, o sea entrar y salir para quedar bien con el buen propósito, y a la vez preparar unas cocochas con almejas y alcachofas, tres cosas netamente incompatibles con la ideología para sobraos y faltacos del periodo, el más largo del año, y no solo para ellas. 

Pues si las mujeres ya no lloran, sino que facturan, qué decir de los hombres, que por estas fechas generan tanta o más facturación, en tiendas y almacenes. Porque aquí todo el mundo factura, como debe ser en una sociedad abierta e igualitaria. 

Y claro, si te tiras todo el día facturando, comprando novedades de oferta, última moda y lo más in, lo lógico es que, siguiendo la ley referida como universal, en la cocina priven los restos de serie, entendidos por tales la ropa vieja, esas piltrafillas de carnujas de diversa índole, procedencia y fecha, descongelados varios, y otros escuerzos protagonistas del comistrajeo tan incalificables por la iglesia como la época postepifánica, que es, a lo que se ve, la de las sobras completas y la que te deja pínfano, más que de frío ya, de gusa de comida como Dios manda. Y como éste no manda nada fijo por estas fechas, pues eso.

sábado, 6 de enero de 2024

Envidia, caridad y consumo (2005)

 

Una vieja práctica del pensamiento occidental es la de explicar el mundo a partir de ciertos defectos o virtudes inalterables del ser humano, que una vez fijados por la moral definen a las sociedades de manera casi incontestable, y no me estoy refiriendo a autores más o menos folclóricos, como Díaz-Plaja cuando hurgaba en las vísceras de las idiosincrasias con aquello de los siete pecados capitales, sino a cómo lo más escabroso del género humano ha servido para armar teorías según las cuales el mismo desarrollo económico y social, y no sólo las mentalidades de época, viene determinado por lo ‘negativo’ de las personas, léase sus vicios.

Naturalmente, esa tendencia siempre ha sido más acentuada en los países anglosajones, donde desde el puritanismo hay una afición patológica a combatir el lado oscuro, pero también a explotarlo, quizás por no querer irse de vacío, y sacarle algún placer añadido a lo pecaminoso, que es, junto con lo que engorda, todo lo bueno de la vida. La gula, por ejemplo, es una de las inclinaciones perversas que antes comenzó a ser exprimida para producir beneficios teóricos por boca de los fisiócratas, que consideraban la producción de alimentos la única actividad económica realmente encomiable. Cuánta hambre no habría. Y hay. Sea real, o galufa efectiva, gusa retroactiva, eternamente subyacente en el que la pasó, o contractual, por la cual el que la presenció tiende a cebar a todo el mundo, aunque no tengan gana. Por eso la gula se hace tan perdonable, e incluso es practicada como una virtud, por ejemplo en el caso de esas abuelas, perfectamente calificables de fisiócratas contractuales que, todavía asustadas por la famélica visión, viven empeñadas en quitarse el trauma rellenando cualquier pellejo a su alcance, preferiblemente si la víctima es familia.

Ahora están de moda las madres coraje. Otro apelativo importado vía periodística de la tradición cultural centroeuropea, y a cualquiera que estirace algo más de la cuenta con los hijos, así se le califica, en el afán desmedido actual de banalizarlo todo. Pero aquí ya teníamos nuestras propias madres, si no coraje, sí corada. Nada europeas, ningún mito laico ni nada por el estilo, sino más bien mixto, aguado y ordinario, pero igualmente conmocionante, con aquellas cenas –entonces no había yogur, ni pavo congelado, salvo nosotros– repartideras compuestas de una buena corada –sin hígado– con que tantas madres se las arreglaban para llenar los buches de manadas de familias numerosas, suplementada, cuando escasa, con sardinas saladas fritas (de ahí lo de mixto), mojar pan en el aceite –época de mojes–, o bien patatas desechadas por pequeñas cocidas con su piel, consumidas a modo de juquesca, que mi tía Leonides elogiaba diciendo que estaban como yemas. Y todo eso para cenar (de ahí lo de aguado), que al poco te entraba un sueño negro que ni te cuento. En fin, una ordinariez, eso sí muy épica, como nuestras propias madres coraje.

Tampoco la soberbia o la ira dejaron nunca de ser buenos acicates de acciones encaminadas a surtir efectos beneficiosos en las carteras, revelándose bastante más productivas que sus antagónicas humildad y paciencia, si es que ésta no es una cualidad que muchos poseídos pecadores (de pradera o no) utilizan para conseguir sus proscritos pero finalmente aplaudidos fines. Por no hablar de la lujuria como gran sector productivo allí donde la haya, que es en todas partes, y verdadero motor de las economías más modernas (en España sólo la prostitución ‘produce’ de dos o tres billones de pesetas al año). Y es que no hay mejor relación producción-consumo. El cuerpo consumido por el cuerpo. El cuerpo fetichizado, el cuerpo mercancía y ésta tratada como cuerpo. Producir y consumir el mejor valor. Todo un lenguaje del cuerpo social. El consumo de la felicidad física por excelencia. Más real que lo real. Con el añadido perverso de despreciarlo en tanto que objeto esclavo y a la vez deseado como alienado. Ya lo dice Brhöm: “La cultura no conoce el cuerpo sino en tanto que cosa a la que se puede poseer.”

Ni siquiera los perezosos, quizás advertidos de que duran más los que no trabajan que los que comen abundantemente, han dejado de inspirar a los aficionados a sentar las bases morales del pensamiento económico, por la diligencia que como un revulsivo la pereza despierta en trepas y oportunistas para sacar tajada de la inoperancia ajena. Todo un aliciente para hacer caja. Pero si históricamente hay un pecado que ha suscitado en los teóricos el afán de justificar en él todo un desarrollo como capitalista, ese es el de la avaricia, que para chasco de los que dicen que rompe el saco hay que decir que suele ser porque antes se ha llenado.


Hay tanto tratado que lo ilustra, con o sin eufemismos, que no insisto. Hasta su oponente, la generosidad, que a más de una pérdida de tiempo lo es monetaria, ha parido negocios sumamente pingües como las ONG o la ONU y, si nos apuramos, hasta el FMI y el Banco Mundial, instituciones de reconocido prestigio filantrópico. Pero, rubrico, ha sido la avaricia, en su versión rubicunda de la codicia, la que más cash-flow ha generado a la hora de fijar los fundamentos obscenos del capitalismo, coincidiendo sus apoteosis hace un siglo, cuando la manufactura, que hasta entonces prestaba un carácter elitista a quien se la beneficiaba, respetado sin ansiedad por lo no pudientes, lo que le añadía un venerable aspecto sacro, va y se maquiniza, serifica y se hace cada vez más accesible, haciendo posible lo más moderno en economía: la emulación, que cuando pierde vigencia, según Veblen, es cuando tienden a volver los hábitos del carácter arcaico de la especie. A tal punto es importante para el desarrollo continuo que las mujeres, por ejemplo, o las clases medias (su equidistante social) empezasen a manifestar su disponibilidad de ocio tomando licores y narcóticos, todo un indicador del ascenso social.

Ante el nuevo fenómeno, Keynes se percatará de esa “insaciable ansia por cubrir el segundo tipo de necesidades humanas”, que lo elevan por encima del prójimo. Poco importa que se produzca más, ni aumentará por ello el bienestar, pues más habrá que poseer para mantener un prestigio social acorde, que es lo que fijará qué producto cubre esa necesidad, dependiendo el prestigio del tipo de bienes, porque ya no se produce para producir, sino para consumir, como paso previo de consumir para consumir. Un consumo por el consumo, como propio de una época eminentemente ociosa que en palabras de Daniel Bell, si “representa la competición psicológica por el estatus, entonces podemos decir que la sociedad burguesa es la institucionalización de la envidia”.

Se puede asegurar por tanto que en el momento en que eso sucedió, la avaricia cedió el testigo a la envidia como motor moral del capitalismo. Hemos pasado del capitalismo avaricioso a un capitalismo envidioso. Y si el antídoto predicado para el anterior era la generosidad, el de esta etapa es el de la caridad. ¿Pero es posible  congraciar caridad y consumo?

El principal escollo para calmar los efectos personales del presente económico regido por la envidia –y digo calmar y no erradicar, ni siquiera paliar, resignado a un sistema que todo lo más cambia de adjetivos–, está en esa contradicción cultural del capitalismo señalada por Bell del hedonismo, el placer como modo de vida y su principal justificación cultural o moral, pues si para contrarrestar la avaricia bastaba con desprenderse de una parte del expolio, práctica aconsejada como edificante desde antiguo tanto por culturas paganas (el clásico diezmo del César), como religiosas (un precepto del Corán ordena dejar una décima parte de la cosecha a los pájaros, eso sí, sin especificar de qué clase –lo que demuestra tanto que el famoso diez por ciento no viene de ahora, como que la generosidad es un oficio que, practicado adecuadamente, como la zambomba o la traición, puede llegar a dominarse con ciertas garantías de éxito–), para sosegar la envidia, que según la doctrina tendría en la caridad su mejor medicina, no parece sin embargo la receta más congruente de aplicación en la fase capitalista actual.

Contrariamente a la generosidad, que es una virtud económica de primer orden, un cebo prosaico por excelencia, toda una inversión de futuro en la que se basan los lanzamientos de nuevas mercancías (“quien regala, bien vende”), la caridad no resulta tan fácil de gestionar, aunque su profesionalización pueda indicarnos lo contrario, pues al no ser ésta una virtud que dependa de excedentes y sí un numerus clausus del alma, el que la tiene, la tiene, y quien no, sencillamente es ruin. Lo que deja a la envidia, pasión completamente natural elevada ahora a dinamo del desarrollo, sin un posible contrapoder de su mismo rango en la caridad, pues si aquélla es terrestre, ésta aspira, con toda su elaboración social trascendente, a servir de elevación de lo humano hacia lo metafísico, colocando por tanto a quien la ejerce en un plano de actuación que poco o nada tiene que ver con lo económico, a pesar de lo pedestre de los agujeros que tapa su lotería.

Estamos pues, por primera vez frente a la disfunción histórica de que a un pecado capital como motor simbólico del capitalismo no corresponde como contrapeso un igual claro localizado en ese flujo moral o religioso, como sería la caridad, sino algo indefinido que es buscado en el campo trivial de lo secular, obligatoriamente bastardeado, cuya génesis aún resulta confusa, aunque en cualquier caso relacionada con la serie de pulsiones básicas como la lástima o la piedad.

El problema es que, semánticamente, estas llamémosle inclinaciones naturales, de las que andan curados banqueros o traficantes de medicamentos, han asumido tales connotaciones morales, y por ello tan desprestigiadas, que por doquier ha crecido el interés en sustituirlas por esa manifestación más accesible y neutra y menos efusiva que es la solidaridad, a la que se califica de virtud laica, cuando no es nada de eso, sino la dramatización desdramatizada de actividades dirigidas al más o menos consciente mantenimiento elemental de la especie.

Alforjas y viaje innecesarios, desde el momento en que la cadena lástima-compasión-piedad-conmiseración expresaba desde el punto de vista netamente humano, e incluso humanitario, los grados de involucración que con el otro podíamos tener, yendo de la lástima como sentimiento casi animal, a la impersonal compasión, y de ahí a la piedad, patética pero afectiva, hasta llegar a la conmiseración (o misericordia, con matices) como último peldaño secular que sin llegar a caridad, pues aún lleva la rebaba de su desprecio inherente, suponía menú más que suficiente para abastecer la escala de aficiones samaritanas resultante del nivel sociocultural de cada tiempo y lugar.


Y no es que la solidaridad no parta de la lástima o la compasión para cumplir su objeto, sino que al presentarse como gran caballero neocivilizador ‘blanco’ y despojar a esos citados sentimientos hasta aquí predominantes de sus aditamentos culturales, no sólo les quita contenido y los torna obsoletos, sino que al entronizarse como gran valor genérico, primitivo y simplificador, ello supone un corte que en cierto modo impone una regresión civilizatoria. En este aspecto, es muy parecido al rock –una vuelta a las raíces, tan esencialista, “democrática” y simplista, que ya no puede hablarse de música–, y como éste, y lo más importante, tiende en quien la ejerce a satisfacer alguna necesidad placentera cuya diferencia con la caridad es que no busca trascender.

Esta búsqueda del placer es lo que hace de la solidaridad el perfecto complemento de la envidia como motor pasional del capitalismo actual, al que sirve, por decirlo así, de turbo, formando con él un tándem perfectamente integrado en el ambiente hedonista que marca los intereses y las formas de comportamiento. Y así como en el anterior estadio netamente productivo la generosidad, como envés de la avaricia, coadyuvaba a un proceder puramente económico, no más hedonista que un coito con simple afán reproductivo, casi impensable ahora, en la presente etapa consumista la solidaridad es el suplemento de la envidia como pulsión principal que busca su satisfacción o su castigo en la apropiación tanto de bienes materiales como abstractos.

La solidaridad, pues, no es la oponente de la envidia, sino más bien la prueba de su abundancia; y lo mucho que se presume de conductas desinteresadas, la demostración de cómo la escasez prestigia y encarece esa manifestación tan difusa y autoabsorbente como de dudoso contenido propia de una sociedad que vive de lo que recicla; ese otro placer retórico que sólo a través de sus efectos o subproductos cubre lo que la caridad ha perseguido durante siglos, no siendo su redefinición laica, ni mucho menos, y sí su suplantadora, una vez degradados los sustratos culturales que la sustentaban, desfasados en un mundo movido por pulsiones primarias manipuladas presuntamente satisfechas.

De modo que envidioso puede serlo cualquiera, y ser solidario, a pesar de los muchos gastos navideños, no pienso que tenga mucho mérito. Pero ser caritativo…, eso es más difícil, porque si la solidaridad es selectiva, la caridad es universal y no sólo se ejerce contra los desgraciados sino a favor de los afortunados, los exitosos, que casi la necesitan más, y si es de suponer que, para poder satisfacer las ansias de solidaridad desatadas, aumentará irremediablemente el cupo de necesitados, aproximando así la oferta a la demanda, me pregunto qué será de esa masa equivalente de pobres triunfadores que crece sin cesar, y que tanto necesitan de una caridad en franca decadencia, sin una mano misericordiosa que les dé un apretón, aunque sea en el cuello.

jueves, 4 de enero de 2024

Bisiestada

 

Según la Enciclopedia Álvarez Aníbal fue educado en el odio eterno a los romanos. Lo mío es más telúrico. Yo fui criado en un recelo atávico contra los años bisiestos. No hay bisiesto bueno. Año bisiesto, la cosecha en un cesto. Año bisiesto, ni viña ni huerto. Año bisiesto, año siniestro. Son algunas de las cuñas para un año con propina que, para más inri, es el cumple de Sánchez

No me digan que no es mal agüero. Lo cual explicaría lo suyo, pues alguien nacido en la prórroga, en los minutos que para cuadrar las cuentas astronómicas se añaden a escote, un condenado a ser un soplavelas cuatrienal, a no felicitarte ni tu madre, perdida en el limbo de Cronos, igual sales en el último segundo y marcas una canasta de tres, que estás predestinado a joder la marrana como sea. Pero no explica lo mío con los bisiestos. 

Yo es que un mes antes ya estoy viendo augurios raros en las gallinas. Mira, esa ya se parece a la Montero, y un día de estos me requisa los huevos. Aquella otra, la Petronila, la empoderá picoteadora de pollos nuevos, está pidiendo a cacareos que le llamen Yoli. Y así. Y me cuadran las cabañuelas y las menguantes menos que las trimestrales a un autónomo. Y se me revuelven los ajos al sembrarlos, y el Zaragozano me engaña más que la información del tiempo del móvil, por cierto, una de las grandes tontunas de este siglo, como en el pasado el cojín de los coches o el torito de felpa para encima del tapete de la tele. 

Tú estás tan tranquilo, cogiendo cardo, más seco que el ojo de un grillo, o haciendo plantel o cualquier otra gilipollez, y quejándote, y te viene el cuñado, te saca el móvil, como si fuese la lámpara de Aladino, y te dice, pero así, lo mismo que al enseñarte los langostinos Pescanova: “¡Mira, el invierno, más cálido de lo normal y las precipitaciones, en la media. No sé de qué te quejas!”. 

Pero así, como si acabase de egresar del Instituto de Tecnología de Massachussets cum laude. Y así, todo. Y luego le echamos la culpa al gasoil del calentamiento. Si entre tontos con móvil y cabronazos con BOE no da uno abasto. Y este año, encima, un día más para ejercer. Cómo no va uno a estar así.

miércoles, 3 de enero de 2024

Las suegras de la democracia (2006)

 

A un régimen totalitario se le conoce cuando los medios de prensa disminuyen y hacen las veces de cornetines de órdenes del gobierno. Y a un régimen democrático enfermo cuando los medios proliferan y pretenden llevar a golpe de pito al gobierno (o a la oposición, por serlo potencial). Es como cuando quien tiene la llave de la alcancía cae en cama y acuden presto todo tipo de recetones con las pócimas milagreras de rigor (antes del mortis), esa prole azufrada que suele asimilarse al sobrinaje testaferro del averno que invoca lo telúrico y sacrosanto con tal de seguir pillando cacho. Aunque yo discreparía de tal símil por sentir a los medios más equiparables, en esto de la política, con las suegras que con esa parentela de Satán, aunque al fin y al cabo todos caterva del demonio.

No obstante la apreciación y en virtud de que no hay listo sin tonto, algo debe de haber que justifique que nuestros media hayan devenido las grandes suegras de nuestra purulenta, sifilítica democracia, y que no debe ser sólo que los partidos gobernables (tómese en su doble acepción) sean así de manirrotos, desastrados, destalentados y con ese desarreglo similar a esa pareja arquetípica unidad familiar marca de la casa que, por trabajar ambos (por liberarse o por no llegar con un sueldo) tiran de veta cada uno por su lado, se lo echan todo encima, venga presumir y todo son derechos, y el frigorífico con dos yogures pasados y los chiquillos descalzos. El paraíso soñado por una suegra con programa, que en estos casos trágicos y acuciantes suelen llegar de dos en dos. Una por bando. Entonces es cuando casi todo está perdido, y al enfermo sólo le queda la extremaunción. ¡Un cura! ¡Aahhh!

La cuestión del papeo tampoco es baladí. Si es un hecho consumado que la política ha acabado como refugio para quienes no encuentran mejor acomodo en el mundo real o, peor todavía, los que no piensan en otro, en los medios de comunicación sobrevive (esa es la palabra) un ejército de mileuristas, con suerte, y sujetos por ese magro pero escurridizo lazo a empresas que chalanean gracias y favores bajo el pomposo epígrafe de la información como servicio público, ven hipotecada cualquier actividad real de fiscalización de la política, que dicen es en lo que consiste el cuarto poder, quedando situados o sitiados entre los contubernios expresos o implícitos de los barandas públicos y privados, en una dependencia que no en la independencia tan proclamada y fementida.

La interpenetración de políticos y periodismo (póntelo, pónselo) ha asentado definitivamente la confusión de los campos en que se mueven los currantes, que acaban por atender directamente los requerimientos de aquéllos, por si son los jefes, o al revés. Los medios se han metido hasta la cocina, cacharrean, pasan la fregona, hacen las camas y otras faenas, y como esos suegros del anuncio, un día se presentan en las instituciones con el colchón en la mochila diciendo que van a hacer vida en ellas y poner su razón social. Poniendo, eso sí, su ejército auxiliar (eufemismo del mercenariado barato que cruza necesitado las líneas pallá y pacá como si nada) a disposición de la democracia, pretendiendo aviarla diciendo metiches a los yernos (partidos) cómo hay que criar a los hijos, en qué invertir, si los salmonetes están revenidos o con quién hablar.

Ese afán de manejarles la casa, redactarles el programa y hacerse con ellos como asesores en todo, si bien se justifica en que cualquier empresa multimedia tiene más enterados, más intendencia y más nivel que cualquier partido (con poco), no los legitima para pervertir el sistema a base de medrar en éste como hidras y en virtud de ese espacio vital (lebensraun decían los nazis) que necesitan más y más, pasar de ser el factor de equilibrio entre la gente y el poder, a solaparse con el mismo difuminando sus distintos compartimentos que conviertenla  en un batiburrillo confuso. La consecuencia más lógica es que la gente se aleja cada vez más y a la vez de lo político como de información (que o no existe o es pura política), y no será por casualidad, viendo que todo se circunscribe a la cuenta de resultados, y cuanto más revuelta la cosa, mejor.

No está mal, entonces, por estas fechas preguntarse sobre el tutelaje de una democracia que aquí ha sido más posible desvirtuar gracias a la multiplicación institucional y de su publicidad, que ha establecido un régimen modular (que es como se miden los anuncios), aunque los gobiernos de turno mantengan el principal medio: el BOE. De momento. Porque si el matrimonio siempre ha hecho extraños compañeros de cama, y ningún periodista se sorprende ya de encontrarse entre las sábanas a un político o viceversa, y aunque sea normal hoy día hacer declaración de bienes para casarse, lo que sí que parece ya un tanto escabroso es acabar tomando en la cama el desayuno con la suegra. Eso, más que una democracia postmoderna, es un pitorreo. Por muy constitucional que sea.