sábado, 2 de julio de 2016

CUARTOS DE FINAL

Vestir la camiseta de la selección española puede ser extremadamente peligroso. Y no para los del selectivo nacional precisamente, ese Íbex 23 de la pusilanimidad que se pasa por el forro patria, colores, e himno porque no puede; ni siquiera para un seguidor hartobirras triunfalista de la misma, más penosos que otra cosa. No.
Llevar la camisola de La Roja, esa denominación que tanto forofo facha le ha quitado a la verbena, no tan imprescindibles como pintorescos, para quien es peligrosa de verdad es para cualquier ignorante de lo que representa como icono. O dicho con exageración, pleonásticamente, antes de ponerte una cosa así en el cuerpo serrano, lo suyo es hacer antes al menos un cursillo de semiótica. O de fútbol, que es equivalente.
Es lo que Patuel Mwaro, ruandés de nacimiento y guía eventual entre otros oficios, pensó la mañana del 27 de junio mientras dos bobis lo trasportaban casi en vilo al furgón a la vuelta de Trafalgar Square, como sospechoso de un crimen ecológico en su tierra dos meses atrás, y haberlo confesado, prácticamente, a los policías, según ellos, nada más encimárseles estos, y nunca mejor dicho, según él, ya que medía 1,53, lo cual, un día después del dichoso Brexit ,venían a ser ya menos de cinco pies tras la funesta fecha.
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Patuel ya había sufrido las consecuencias nada más levantarse e ir a desayunar, cuando un camarero, posiblemente hispano, tras salir de su error de tomarlo por un turista español que en vez de ir a París se había despistado por Londres, le preguntó si tomaría te o sangre de búfala, por mancillarlo y convencido de que aquel casi pigmeo había dejado de crecer por esa dieta tan conocida de los watusis y otras tribus extralargas. Aunque un lapsus, y más si es de tipo geográfico, lo tiene cualquiera, sobre todo si se es americano. Y se le perdonaba. Pero es que en el metro dos gamberros le quitaron el sitio entre risitas sobre su estatura y cómo ella le impedía llegar al asiento, tocándole y hasta pellizcándole la camiseta con jocundia y muy mala pronunciación de “Ah, Niesta, Piqué, ¡Waka-waka, ja, ja”, en medio de movimientos obscenos.
Pero él, como buen profesional –había quedado con un grupo de bengalcon engal﷽esi se es americano. Yl,ís para enseñarles la City, y llegaba tarde–, y también con una ignorancia suprema sobre el fútbol europeo, dejó la pendencia para otro momento, mientras se distraía en la imagen que proyectaba sobre el cristal de la ventanilla, preguntándose por primera vez si había hecho bien en ponerse aquella prenda que tanto resquemor despertaba. Pero antes de llegar a una conclusión, su destino le alcanzó en forma de estación, subió las escaleras y, qué casualidad, en la misma salida, allí estaba la pareja de bobis que, enseguida, lo perfilaron, remiraron y le echaron el alto, como correspondía a su aspecto descarado de sospechoso habitual.
Muy educadamente pero con retintín, le preguntaron que quién era y qué hacía. A lo que él, sin quedarle otra, porque no la tenía, se lo dijo. Ambos polis se miraron. Uno de ellos extrajo de un bolsillo de la camisa un papel, lo cotejó con su personilla y asintió al otro una fracción de segundo antes de echarle mano para llevárselo, para rellenar un cuestionario, dijeron por toda respuesta. Después de lo cual, pensó, seguro que lo echaban del país, ya no sabía si por español, por aficionado al deporte, por bajito o por negro, pues cualquiera de los motivos bastaba para justificarlo, pensaba ya un tanto desolado y paranoico.
Pero fue al llegar al puesto de policía cuando no saldría de su asombro, al ver allí congregados, sentados, de peor o mejor talante, pacientes, cansados, resignados, cabreados o risueños, a un buen puñado de originarios africanos, altos, bajos, gordos, delgados, feos, guapos, con bigote, y todos ellos vistiendo la misma camiseta que él.
Alucinado, los contó mientras iba posando su mirada en cada uno, dos, tres, cuatro…, diez, y él, ¡once!”. No podía creerlo. Y ya, le dio la risa floja. Tan floja que si no interviene uno de los bobis dirigiéndole una mirada reprobadora, aún estaría riéndose. Luego, el poli se dirigió a otro del mostrador de control y dijo: “Es éste, el auténtico. Ha confesado.” “¿El qué?”, preguntó ya él, estupefacto. Y por toda respuesta le dijeron “Cállate, matagorilas”, y se rieron a carcajadas mientras lo llevaban a una salita apartada, de esas con un cristal para verlo sin ser vistos, como en un zoo, donde lo dejaron solo, para que pensara en su situación, cosa que sin duda hizo, totalmente acongojado, sin explicarse nada de lo que le sucedía.
Dos horas más tarde de absoluta consternación, un policía de paisano, sería, según él, entró para interesarse por su salud y todo eso, haciendo el típico papelón de policía bueno que le preguntó, así, como quien no quiere la cosa, que dónde se hallaba tres meses antes aproximadamente.
Él no tuvo que hacer memoria. Su vida era tan anodina y resumible, que dijo: “Aquí, guiando turistas”. Así, como el que guía ganado.
“¿Cómo turistas? –Dijo el poli– ¿No eran cazadores furtivos de gorilas?”
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“Sí, en la niebla, no te jode” –estuvo a punto de contestar él. Pero se retrajo y dijo: “Desde hace dos años es lo que hago, y no he salido de Londres en todo ese tiempo. En realidad es la única ciudad que conozco. Aunque ya hubiera querido, ya”.
Algo que no le satisfizo mucho al otro, ni en el fondo ni en la forma, hostilmente antibritánica del bajito. Aunque él ya estaba perplejo y lo único que se le ocurrió fue: “Entonces, ¿esa camiseta?”.
Mwaro se quedó atónito y, como reparando en su vestuario por primera vez, se miró la prenda e hizo un gesto de incomprensión y autocompasión tan grande, que el otro repitió con crudeza impaciente: “Sí. ¿De dónde coño ha salido?”.
Patuel dio un suspiro de alivio. Al fin. Y explicó: “Es un regalo de mi primo Tsawana. Se fue de vacaciones a Benidorm esta semana, y el día anterior a la fiesta…”
“¿Qué fiesta?”, interrumpió borde el policía.
“¿Puess, la fiesta…, la del 24, sería…”, respondió intranquilo y dudoso el detenido.
“Ah, con que el 24 fue fiesta para ti. Vamos, que tú querías el Brexit. O sea salir de Inglaterra, ¿no? –El africano se quedó mudo, con los ojos como platos–. “Pues estás a punto de conseguirlo, deportado, y sin honores. Derechito a la cárcel piojosa de tu pueblo, para que te juzguen allí; que aquí no tenemos tiempo para eso. Así es que ya te puedes ir preparando”.
Patuel no sabía qué decir. Así que dijo lo único que sabía:
“No, no. Es que allá, en España, el 24 también era fiesta al parecer. Una en que le pegan fuego a todo. Y el día anterior, los grandes almacenes, las tiendas de chinos y, claro, también los paquistanís, en fin, todos, habían puesto de oferta todas las camisetas estas, y estaban tiradas de precio. No sé porqué. Yo no entiendo de negocios. Pero mi primo, sí. Y compró lo menos veinte, aunque dice que lo mismo se precipitó, porque dentro de unos días se venderían al peso y entonces sí que se podía sacar un buen dinero mandándolas directamente como ropa usada a nuestro país, y fíjese usted, que están nuevas, eh, flamantes, eh, toque, toque…, bueno, pues allá, donde le sacan un buen provecho a estas cosas. Pero bueno, como al final las revendió muy bien a un grupo de lesbianas que tuve ayer visitando Notting Hill, me regaló una para mí, aunque ya me dijo que tuviera cuidado, que es lo que más me extrañó, y mira tú por dónde…”
El policía lo miraba entre estupefacto, incrédulo y furioso, sin dar crédito. Y el otro a él, pues ansioso, tratando de vislumbrar la reacción de la que dependía, pasando a aguantar la mirada escrutadora, calculadora después y finalmente pensativa del polizonte, que se metió la mano en la chaqueta y sacó un papel muy parecido al que llevaba la pareja que le detuvo. Y alargándola con saña, casi asustándole, le espetó:
“Entonces, ¿este no eres tú”. Anda, niégalo.”
Patuel tomó el papel. Un copia algo manoseada ya y un tanto incierta donde se reproducía una especie de pasquín de la Interpol, de un hombre con un “Se busca” abajo, por crimen organizado contra especies protegidas en extinción, patrimonio de la humanidad. Y anublado el razonamiento por la emoción del golpe, se asustó. Era él. Y un calambre le recorrió el cuerpo como un aviso de la silla eléctrica que le esperaba, no supo porqué, ya que tal cosa no existía allá abajo. Aunque luego, entre el sudor frío suyo y la sonrisa glacial del policía, entrevió que el de la foto, aunque muy parecido, no era él, haciéndole fijarse en una serie de detalles físicos, que hicieron flaquear al guardia llenándolo de duda. Y entonces reparó en el detalle definitivo, que apenas si se veía, y preguntó al policía: “¿Esta foto de cuándo es?”
El policía, completamente mosca ya, le recordó de mala leche que allí el que preguntaba era él. Pero él insistió: “Se supone que es actual, ¿no?”. El otro le seguía con recelo e impaciencia de quien pierde el dominio del juego. “Bien. Entonces, porque yo, bueno, el de la foto, lleva una camiseta de la Eurocopa 2012 y no del 2016?”.
El policía le arrancó el papel de la mano y miró, incrédulo, lo que  Mwaro decía, cambiándole la cara, y mirándole de hito en hito, cotejando la imagen con su aspecto, en esos instantes tan esperanzado como suplicante, mirándolo fijo, con rabia, pero también con la justa resignación y vacilación del que va a cometer una más que probable injusticia, aunque eso sí, con mirada dura, le dijo: “Váyase. Y deje todos sus datos en control. Para cuando volvamos a ponernos en contacto con usted”, terminó, en tono de amenaza de algo que solo acaba de empezar.
Patuel se levantó despacio, inseguro, y poco a poco se dirigió hacia la puerta, despidiéndose y tratando de dar las gracias y sonreír malamente. Y al ir a abrir, recibió como un trueno el último susto del policía, sin duda a propósito, diciéndole a voces, hosco, brutal:”¡Y quítese esa puta camiseta!”. A lo que él asintió, agachando la cabeza, obediente, mientras salía.
Atrás, sentado aún en la silla, creyó distinguir en el policía una expresión de triunfo y lástima que no supo a qué se debía. De haberlo sabido, Patuel Mwaro se lo habría pasado en grande, y lo mismo no se había cambiado de camiseta, porque en lo único que el policía pensaba en ese instante era en su propia camiseta, de Inglaterra, como no podía ser de otra manera, de la que estaba seguro no se iba a tener que desprender, porque su equipo no le iba a defraudar, ni muchos menos avergonzarle, frente a ningún rival aquella misma tarde en que se jugaban los cuartos de final. Y en sus ojos parecía escrito su pensamiento de que esa era precisamente la diferencia entre los pueblos y las civilizaciones. Y unos ganaban y otros perdían. ¿Qué culpa tenía él de estar con los primeros? Y viendo desaparecer al detenido, se rió.


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