viernes, 9 de agosto de 2024

La espera


La esperanza puede que sea lo último que se pierde. Menos que un paraguas en Albacete o un chambi a la puerta de un cole, o que la parienta del mismo nombre de la chirigota gaditana. Pero de hecho la pobre se pierde más que el pelo, los cuartos de los impuestos o la virginidad, por distinta causa, claro, pues si una es voluntariamente, la otra es por imponderables. Adivinen. 

Todo es cuestión de tiempo. O de los tiempos. En todo caso, perder la esperanza sigue siendo un pecado grave, pues significa estar poseído por el espíritu de la desesperación, el Belfegor ese. 

Y los que crean que hablamos de religión y no les atañe, van dados, pues en plena era digital la desesperación también ha caído en las garras del escrutinio constante de lo recto o erróneo, lo correcto o lo torcido, y desde criterios estrictamente sociales está pero que muy mal visto desesperarse, porque ello implica haber perdido la confianza, no en Dios, ni en el cosmos, sino en un final positivo, en un final feliz, que es para lo que se nos prepara, contrariamente a lo que sucede, justificado por la vía creyente con el “era voluntad de Dios”, o por el civil (aunque no mucho más civilizado) desenlace fatal, que suena más a matemáticas y ley de probabilidades. 

Pero desde una y otra óptica, perder la esperanza es lo peor. Se estigmatiza al portador y se señala como disidente transgresor a quien lo dude. Solo un criminal como Don Corleone puede decir que solo pueden estar confiados los niños y las mujeres -era antes del Me Too, y de tanto niñato diabólico del presente-. 

Sin embargo, los romanos la veían como hermana de la Muerte, por terminar con las penas. Que es una visión mucho más próxima a su idea actual, a medio camino entre el hedonismo cínico del confía en Dios y no corras, y el pasote apuntado en Filipenses 4:6-7: “No se preocupen por nada; en cambio, oren por todo. Díganle a Dios lo que necesitan y denle gracias por todo lo que él ha hecho”. 

Basta con sustituir Dios por vida, o naturaleza. Y echarle una cierta fe. Sea la del don divino cuya falta no agrada a Dios (vaya tela). O la fe en la nada del simple superviviente. Qué cosas.


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