miércoles, 4 de mayo de 2011

Hitch y la poli


Siempre entre rejas
Mucho se ha hablado de la rubia obsesión padecida por quien el tópico llamó Mago del Suspense, por aquí conocido también como El enemigo de las rubias, en honor a su pecaminosa fascinación y aprovechando que una de sus primeras películas, The lodger, fue traducida al español con tan perverso título, un espléndido vaticinio del vicio confesable por las rubias frías, incluida la cerveza, que más tarde haría aún más famoso a aquel gordinflas acomplejado y frustrado, saco de maldades que, bien destiladas, iba a dar tanta gloria al séptimo arte, que ya se habrá adivinado fue Hitchcock.


Pero de lo que se ha hablado más bien poco es de la aversión del maestro a la policía, aunque fuese algo que casi siempre dejó patente en toda su filmografía, la mayoría de las veces de forma elíptica o de pasada (o pasando), y otras del modo más explícito, con regodeo y no poca saña.
Esta fijación traumática insuperada, junto con el castigo físico y el poder oculto, según él entendible para cualquiera educado como él con los jesuitas, a buen seguro le proporcionó algunas dotes para el sadomacabrismo morboso con recochineo con que impregnó su obra, que lejos de suponerla fácilmente dentro de un género policiaco extenso, como él mismo ayudó aduciendo que fueron las lecturas de Poe (el gran padre de la literatura detectivesca) las que lo llevaron al derrotero del negrismo, la intriga, el misterio, la paradoja, la parodia, la ambigüedad, el equívoco, el suspense, la inquisición introspectiva, en definitiva los rasgos de la cultura de la época que él ayudó a definir, en la que lo policial es parte sustancial de la arquitectura de un totalitarismo permisivo, pero no su determinante, dibujando al poder de verdad como más impersonal, oculto, lejano e invencible. 
Imagen de 39 escalones
Quizás por eso, sus héroes, no siéndolo del todo, son espías, mirones, ladrones, profesores, artistas, e instigadores en general de entre el común de la gente, mitad víctimas y mitad protagonistas del sistema, que se ven en medio tanto de la acción del mal como poder, como de un bien no acabado de identificar con las autoridades, que les obliga a ir a la suya, siendo la policía, como parte material más visible de esa autoridad modulable, la que peor parada sale del encuentro.
Imagen de La ventana indiscreta
Haciendo un recuento rápido por su filmografía, el Frank Webber de Chantaje no es precisamente un ejemplar del mejor Scotland Yard, sino uno de sus productos más atípicos. Y en Elstree Calling, la parodia de lo policiaco es descarada. En 39 escalones, la policía es un mero secundario, que a veces es suplantada por criminales; o sea perfectamente canjeable por su contrario, un bonito contrasentido del que mucho gustaría el director, junto con la doblez, el intercambio de caracteres y otros caprichos. 
Sin embargo, el agente de incógnito de Sabotaje es de lo más normalito, pero al igual que en Agente Secreto, se trata justo de eso y no de policías, apuntando ya una exposición de motivos plagada de confusión de identidades e incluso el trastorno de la personalidad (un escritor metido a 007, predecesor de lujo del posterior James Bond).
Con Joan Fontaine en el estreno
de
La sombra de una duda
Dos pájaros
Y eso es cuando la policía medio aparece. 
Cuando lo hace, en Lady Vanishes, por ejemplo, está tan desvanecida como la Lady del título. Y casi brilla por su ausencia en La ventana indiscreta, pese a la presencia del detective Thomas, aquí más que como poli, como amigo de un Stewart fotógrafo –profesión mucho más dilucidadora que la del sabueso–. 
Tampoco puede decirse mucho del sheriff de complemento de Psicosis (donde lo más parecido a un policía es el detective privado Balsam), que hace de nexo, mera conjunción de la hebra familiar de las entretelas motivadoras del criminal Norman. 
Finalmente, en Topaz, la policía no es tal, sino espías, políticos, gentes diversas del aparato del estado, esa amenaza que Hitchcok ve superlativa en el caso de los regímenes comunistas, que representan la culminación de todos los miedos, aprendidos o innatos, reales o incorporados, materiales o soñados. 
Caso aparte es Crimen perfecto, donde la policía en realidad no es tal, sino más bien un vehículo de la típica impostura hitchscokiana, muy personalizado y caracterizado como el Typical Gran Ojo inglés, gran salvaguarda de la lógica anglosajona al que es imposible pegársela, que va certificando con parsimonia y elegancia tweed el clásico “aquí han fumado pues hay colillas”. 
De la misma manera, lo que parece la mayor creación policial del maestro, el Gromek de chaqueta negra de cuero y rostro roqueño de Cortina rasgada, tampoco lo es, siendo más bien el arquetipo del peor poder totalitario del estado, identificado por supuesto con los regímenes comunistas, y que tanto cuesta horrores acabar con él, como simboliza su asesinato en la película. Dificultad ilustrada por el mismo director que explicando la escena, declaró que matar a alguien en realidad cuesta un montón. "Y si no, prueben", dijo. 
Imagen de Extraños en un tren
En consecuencia, su vía más normal para manejar en pantalla los cuerpos de seguridad (o los fantasmas que ello le suscitase) solía ser otra, irónica o más bien capciosa, cuando no literalmente despreciativa, como en Atrapa a un ladrón, en la que trata a la policía como si de un tentadero se tratase. Y en Vértigo no es mucho mejor, con un Stewart con miedo a (estas) alturas, en plan antihéroe, que ya es el descojono, y más considerando que el verdadero vértigo de la peli lo produce Kim Novak. 
Pero, como muestran sus obras más representativas, la policía, o no aparece, siendo más bien latente, o es francamente irrelevante. Así en Rebeca, Sospecha, La sombra de una duda, El hombre que sabía demasiado, Recuerda, Encadenados, Náufragos, La soga, Atormentada, Los pájaros, Marnie la ladrona o Con la muerte en los talones, cuya máxima escena de radicalización de la poli copiaría Mark Robson en El premio, con Paul Newman como protagonista
Este ninguno a la poli en sus películas, de Hitchcock, resulta consecuente si tenemos en cuenta que en ellas la lucha entre el bien y el mal, que lo es entre el hombre y sus delirios, lo lógico y la sinrazón, tan engarzadas, y es librada a título individual, exclusivamente, y por lo particular, casi íntimo. Un nivel sobre el que cualquier superestructura es más una amenaza que la solución. 
Por eso, cuando al final la policía aparece actuando de verdad es aún peor, pues ya no se la expone con esa travesura morbosa, o perversión mutante típicas del director, producto o no, como se dice, de su formación católica o de la broma pesada del padre de haber hecho que lo confinasen unos minutos en un calabozo, para que supiera lo que se jugaba si llegaba tarde. Sino con toda la mala leche del mundo. Un sentimiento que dejó claro en cuatro películas señaladas.
Por orden de aparición, en Sabotaje ya nos anticipa todo lo que para él tiene de negativo la policía, tratándola de inútil, poco fiable y en general bastante torpe. Algo que queda mucho más nítido, abundando y metiendo el dedete en la llaga, avisando contra su peligro potencial, en Falso culpable, donde muestra todo su pánico hacia la institución, y en este sentido, y conociendo las fobias del maestro, podría considerarse esta película como de terror. 
Más atención merece Extraños en un tren, donde el jefe de policía que atiende al bueno por recomendación no se aclara, los detectives del montón que lo vigilan resultan ser privados y al final, un poli ayudante, un auténtico cretino, dispara al encargado del tiovivo, convirtiendo ese instrumento infantil en algo diabólico, no siendo hasta el final que el comisario deja de meter la gamba, cuando el bueno le muestre la verdad. 
Todo un recorrido por la idiocia policial, a veces adrede, y otras en base al simple reflejo naturalista del gremio. Aunque, con la edad, el maestro se suavizaría, y en Frenesí, que ya le pilló viejo y es de suponer que con las neuras gastadas, utiliza más la socarronería como arma corrosiva, aunque no menos desintegradora, con un inspector incrédulo, escéptico y bastante fantasmón e inoperante, cuyas evoluciones son de puro cachondeo, con una mujer que entre receta y receta de cocina moderna (ya se sabe, detrás de un gran mediocre puede haber una gran ama de casa) le hace de guía y conductora en la sombra del esclarecimiento cerebral de un marido cuya dieta favorita es tres desayunos ingleses al día. Algo similar a lo que Hitchcok podría haber dicho de sus ingredientes preferidos para una buena película: un misterio, una buena rubia y un mal poli. Cosas que, abundando tanto, no es de extrañar que le diesen tan buenos resultados.

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