miércoles, 10 de abril de 2013

Dos pares y bien puestas


Está visto que las pérdidas irreparables nunca vienen solas, y se producen a pares. Esta vez, parece como si hubiera sido un pulso entre mujeres –Sara y Margaret- por ver quién acaparaba mejores titulares, como buenos mitos que ya eran, el uno sexual y el otro, pues también.
Porque alguien capaz de disparar la adrenalina, la testosterona, las feromonas, y hasta el colesterol  a un millón de mineros negricos como el carbón, es de todo menos un bromuro social. Y Margarita, esa mujer con nombre de churrería o de vaca de antes de los bancos de semen, es que ponía y mucho al sector más macho hijo de la Gran Bretaña, ese que, bajo su férula, acabó haciendo el Full Monty por los pubs para sacarse un sobresueldo en (más) negro (si cabe).
Lo sexy es que se pega, y Margaret, otra cosa no, pero tenía pegada. Aunque pasase de clara. Porque, al igual que la burlona e implacable belleza de Sara tendía a ensordecer y pasar por alto su nada despreciable inteligencia, la tersa y excitante, terca y despampanante inteligencia de Margaret hacía olvidar a sus más asiduos enemigos y admiradores imperfectos que aquel cerebro venía empacado junto con un lote que a sus cincuenta todavía guardaba las trazas de eso que algunos osados llamamos una maciza (con los dientes un poco a lo Fredy Mercury, es verdad, pero una tía buena de las de toda la vida), de antes del canon Kate Moss, que Dios me libre de menospreciar.

 En resumidas, que este par de dos, de las que todo el mundo habla cuando ya están muertas, aunaban dos cosas que suelen darse juntas más, y cada día más, de lo que piensan los idiotas (y por eso acaban quizás con feas), que son belleza y cabeza. La una bajo una permanente rubia y la otra bajo un mohín descerebrado. Pero ambas únicas. Una, con la que muchos fuimos creciendo en muchos sentidos, como un sueño caliente, horneado con sus provocadores puros y forma de fumar(se) al hombre que quería. La otra, a la que conocimos ya criados y con la cabeza a cuadros, como un sueño frío, casi una pesadilla sadomaso en la que el bolsito de la señorita Pepys del que siempre fue colgada, podía hacer de látigo de nuestras neuronas más perversas.
Un secreto, el del contenido de su bolso, que se llevó, por cierto, a la tumba. Espero que fuera algo sexy. De lo contrario, los ochenta también los consideraría perdidos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario