lunes, 25 de abril de 2016

Agenda oscura

La mayoría de los pobres disponen hoy día de un aparato con agenda electrónica incluida. Solo que la llevan vacía. Si algo caracteriza al paria de hoy es una agenda virgen. Yo mismo creo que tengo una. Pero no sé ni dónde para.
Y no creo que sea la peor de las situaciones: no sabría qué hacer con ella. Es lo bueno de ser un pringado: que son otros los que te montan la agenda, marcándote de qué hablar en el café, qué opinar sobre el déficit, o qué sentir ante un crimen de género. Todo está mediatizado externamente. Y ahora, telemáticamente. También la democracia. O al menos en ello se está. In progress, que dicen los que saben. Un proceso del que, aparte las dudas que suscita, podemos afirmar que tiene algunos rasgos sospechosos, al andar conformando su propia identidad, aún sin concluir, a través de los mecanismos y tipologías más recientes de la comunicación, que lo definen y lo sesgan. 
El hecho democrático, tanto la formación de sus valores, como su ejercicio participado, al ser relacional ha de pasar por lo público –ámbitos privados o la misma familia le son falaces–, dejándola al socaire de lo mediático, como el eje omnipresente que además le presta su propia representatividad como la definitoria de lo democrático. Ello, no sin una contradicción, vieja pero renacida desde la aparición del último movimiento radical del “indignadismo político”, cual es la de buscar la equivalencia e incluso su permuta, a partir del simultaneo de la forma clásica de democracia directa presencial, con la ciberdemocracia. Y no es lo mismo una asamblea en una plaza que una votación en la red, ya que tanto el ámbito como el tipo de comunicación inherente resultan esenciales en el hecho mismo democrático. Que es precisamente lo que está cambiando.

Hoy vivimos diversos ámbitos que nos cohabitan y cohabitamos; distintas esferas a conjugar que, en el mejor de los casos, no resulta tan factible sin hipotecar el desarrollo integral o auténtico de la democracia. Pero el vector temporal, como Paul Virilio, especialmente, ha destacado, empieza a primar ya sobre el espacial hasta sustituirlo como fundamental, realzando lo simultáneo o instantáneo como lo primordial. Actualizar, así, la participación democrática, que hasta aquí se supeditaba a lo espacial, jugándola en el tiempo, con la determinación que eso comporta, puede suponer algo más que un desajuste, su mixtificación, cuando no hacer de ella un espejismo.
Que el plano temporal es el prevalente es cada día más obvio. No solo el bombardeo de neutrones ha dejado paso al de información. La urgencia y la instantaneidad han dejado atrás a la ubicuidad como utopía, y la omnipresencia ahora responde a un parámetro temporal más que espacial, con lo sempiterno como su sublimación máxima. Pero lo que más define esta tendencia es la puesta a su servicio de las principales tecnologías, todas dirigidas a anular la barrera temporal. Una inforrevolución que conforman lo que no extraña se llamen autopistas de la información, una expresión impostadamente espaciotemporal, pues su mayor referente es la anulación del espacio entre puntos, y su constituyente la aceleración (o pseudo), incluida la de la historia, tecnologías del conocimiento mediante, siempre supuestamente al servicio de la democracia.
El más claro síndrome de este perpetuo estar en tránsito es el ya famoso y extendido FOMO (miedo a perderse algo), que, según algunos afortunadamente, nos ha invadido a todos, como gran síntoma de lo mucho que nos tiene en vilo el “cómo va lo nuestro”. Aunque la principal duda sea saber qué es. El paradigma resultante podría ser un imaginario democratontón, esa aplicación ideal soñada que nos permitiría engancharnos en cualquier momento a la wired democracy como a una teta nutricia y divina. Aunque la realidad sea algo más profana.
Al margen de la contradicción aún no flagrante, que de momento dejaremos en capciosa suspicacia, de la (más que) probable caricatura de democracia global de diseño, al servicio del nuevo capitalismo renovado narcoinformativo, mantenida por el consumo general masivo de su excipiente tecnológico por sus usuarios, y que supone la clásica contradicción de integración en el sistema o revolucionarlo (en vez de oponerse a ella, llevándola a efecto real esos mismos usuarios), el hecho consumado es que ese espacio de tiempo que también lo es de comunicación viene a sustituir el espacio físico tradicional como (mero) ámbito de opinión pública de una sociedad reciclada y reducida a público, a (mera) audiencia. Por supuesto, audiovisual. Pero con una particularidad.
Al habilitar tal disposición y tecnología a todo el que interactúa en ellas como periodista, fotógrafo, crítico o editor, el medio es más que nunca el mensaje, la audiencia es la comunicación misma y el periodista es su receptor. Lo que convierte al proceso en una especie de solipsis periodística autofágica universal. Si además todo ha de ser sincrónico, una eterna actualidad, lo que podría denominarse “actualiditis” crónica del sistema, ello obliga a una estructura en términos de tiempo, para su ocupación y manejo, y a regirse en virtud de la agenda como método de división del trabajo, para su control y dominio –su epítome más de andar por casa es el tempo, el dichoso control de los “tiempos” como sinónimo de habilidad política–. Lo cual lleva directamente a su establecimiento como campo de batalla universal permanente donde la guerra es lo único asegurado. Una guerra incruenta (según se mire) cual es la cultural, medio y fin de los involucrados en el sistema visto como acopio de poder, que, en honor a Foucault, también lo es más que nunca de saber.
Una guerra permanente que al ser más temporal que espacial no solo contradice e incluso vuelve inoperante e irrelevante lo territorial (que queda en anécdota dramática, en ilusión óptica), sino que empuja a los actores hacia el liderazgo de opinión y al rol, obligado, del liderazgo carismático, pues ese es el desarrollo dado del campo de juego, cuyas circunstancias favorecen invariablemente una dinámica populista, como “el compañero natural de la democracia de la opinión pública” (Alain Minc, 1995).
Cualquier actor en la infodemocracia virtual de la opinión pública, para legitimarse se ha de arrogar las tres prerrogativas indispensables del caudillismo periodístico definidas por Félix Ortega en su artículo del mismo título en 2007: definir qué es la opinión pública, o sea su destinatario (que es el mismo medio y mensaje), concretar cuál es su voluntad y qué hacer para satisfacerla. O lo que es lo mismo: hacer de arúspice y demiurgo. Y eso es algo estrictamente temporal. Y para terminar de erigirse como hermeneuta imprescindible e infalible de esa realidad, habrá de deslegitimar su interpretación hecha por otros, y recrearla según su visión (en nombre del pueblo, ciudadanía, etc), en lo que Hirschman definió como “retóricas de la intransigencia”, con el recuperacionismo retrospectivo como lugar destacado de la recreación.
Sus técnicas así lo delatan. Y no son nuevas. Ni la Sexta ni La Cuatro han inventado nada. Son meros soportes interesados. No es nada personal; son negocios. Siendo durante el periodo previo o primero de la crisis cuando surge, no el previsible típico líder carismático, sino un liderazgo opinante tan versátil como cínico, de aire populista que aprovecha la monserga en marcha (Pedro J., Losantos, Intereconomía, etc) del periodismo radical de agitprop, como instrumento de la campaña de convencimiento moral continua, y adoptando unos valores acomodaticios u oportunistas presenta como sospechoso lo vigente (la técnica del relato por entregas propio del periodismo de escandalos, según J.B. Thompson, 2002), y descontextualizando los significados para meterlos de matute en cualquier otro contexto para explicarlo y configurar la verdad incuestionable (ver Gil Calvo, 2006), acaba por apropiarse de la palabra y por marcar la agenda, ocupando el tiempo, que lo es todo.  
La charlatanería infame de la teletertulia y el chafardeo incesante en la red, con propuestas tan cambiantes como efímero es su soporte, son el recurso/discurso ideal para eliminar el eje verdad-mentira (H.G Frankfurt). Y el apoyo masivo e individualizado on line, es lo que le hace de refrendo democrático, solo por el hecho de poder participar en algo que se supone muy a la ligera como democrático; siendo este el excipiente cool de acabado del producto que cierra el circuito mixtificador del fiasco. 
Porque, aunque pueda resultar reconfortante que haya nuevos actores políticos que pretendan compaginar la lucha callejera con la parlamentaria, de hecho, lo que se está obviando es la calle, la gente, lo espacial, lo material, siendo sustituidos en realidad por la red, el tiempo, lo virtual. Aparcando lo representativo. Pues si el medio es el mensaje y estar y permanecer en él, su titular, lo de menos es con qué programa. 
A ello ayudan también rasgos arquetípicos del caudillismo mediático, como la descarga de responsabilidad o, en el caso de los “nuevos indignados”, la ausencia de zonas intermedias y su dinámica entre los espacios oscuros, ocultos y lo público hasta lo obsceno, que les permite montárselo a placer en la penumbra tecnológica, sin intromisiones.
Esa es la guerra que se libra; más que una revolución, otro gran episodio de la guerra cultural inaugurada con el 68 y normalizada tras la guerra fría. Un plano al que ha pasado, descuadernada, la lucha de clases por obra y gracia de la túrmix de la historia, y cuyo enfrentamiento neocon contra neoradicales, no es más que la expresión de la lucha por la hegemonía no tanto ideológica por conseguir una posición espacial, como de oportunidad para realizarse. En lo cual anticiparse y preponderar en el tiempo es clave. O lo que podría ser lo mismo: construir el futuro a partir del viejo espacio, o del nuevo tiempo. Con todo lo que eso implica, y no sabemos qué pueda ser, lo cual no garantiza la existencia pretérita de la misma dinámica democrática que hoy existe.

En esas estamos. Un nuevo tiempo que se parece mucho a aquella otra movida cultural de los ochenta, que en realidad era una rama más de la política, y que puede acabar también en nada; o que pareciendo política, acabe paradójicamente siendo solo otra movida cultural. Que no sería lo peor si no comportase de hecho el fin de un tipo de democracia tal y como la conocemos, y el principio de algo que no sabemos siquiera si llegaremos a conocer.

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