Desde antiguo, el hombre celebra las horas. Se trata de un
acto de segmentación de la propia amortización, de un aplazamiento de la fecha
de caducidad. En esto, los romanos,
que eran como más de andar por casa, sacaron nota al desarrollar todo un relicario de salves y aves a los diversos momentos del día, haciendo especial énfasis y un inventario de placeres triviales en el culto a las pequeñas divinidades domésticas que señalaban la temporización de todos los pequeños actos que acababan volviendo trascendente una vida siempre insulsa, que, con el tiempo –en su caso con ratos de tiempo–, serían la base de la hora del vermú, la lectura del periódico, el café, la partida, el fútbol, el telediario o la tertulia, el gimnasio, la ducha y en general de todos los rituales de paso consuetudinarios y no tan banales que acaban avenando la calenda.
que eran como más de andar por casa, sacaron nota al desarrollar todo un relicario de salves y aves a los diversos momentos del día, haciendo especial énfasis y un inventario de placeres triviales en el culto a las pequeñas divinidades domésticas que señalaban la temporización de todos los pequeños actos que acababan volviendo trascendente una vida siempre insulsa, que, con el tiempo –en su caso con ratos de tiempo–, serían la base de la hora del vermú, la lectura del periódico, el café, la partida, el fútbol, el telediario o la tertulia, el gimnasio, la ducha y en general de todos los rituales de paso consuetudinarios y no tan banales que acaban avenando la calenda.
Una celebración que, por ejemplo, de las nonas y otras horas
paganas, se pasó a los maitines o al ángelus cristianos, como anunciación de la
servidumbre y postración debidas a ese dios superior al trabajo o al asueto que
es el tiempo. Y en esto llegó el reloj.
Con su contaduría simétrica y justiciera y con el único afán
de fijar intervalos de un tiempo productivo, con su pesado afán de sacarle el
amago, el reloj desvirtuó ese carácter sacramental de la vida como una
extensión de aquí a la nada con parada y fonda en pequeñas instancias de
fragancia entre el sol y la luna. Naturalmente, los poetas fueron los primeros
en darse cuenta del fiasco –”reloj, no marques las horas...”–, pero la suerte
estaba echada y el liviano aunque predecible holocausto de la órbita terrestre,
metida ya en agujas, había prostituido para siempre el significado amoroso de
la virtud de las horas (en números romanos, qué curioso) de canto a la vida,
haciéndolas medida de la desazón laboral, y a su celebración la mínima rebeldía
ante el inerme yugo por ellas arracimado, como única salida honorable ante la
aceptación más que forzada de su salario de tedio y otras cosas.
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– Lo peor del cambio de hora es tener que follar una menos. – Sí, en Canarias. |
Por eso, entiendo a esos africanos que nos vienen y que se
pasean por las calles a primera hora de domingo, como si fueran a misa, como un
reducto de nuestro propio pasado celebratorio, perplejos ante la escasa
presencia festiva en nuestro máximo día, según consta. Como entiendo esa fiebre
de junio de algunos maestros que tienen pleito puesto ya al horario lectivo y
aspiran a la jornada continua perpetua para unirse al ritual mostrenco de bed & breakfast (la siesta es otra
cosa) de otros funcionarios, a la partida y a poner en la nocilla vespertina de
los niños más ritos televisivos que añadir a las bastardas horas de hoy.
Tampoco es esencial. Menos pedagógico es ponerse a correr a
las tantas de la noche, a deshora y por la calle, de cualquier manera, como si
no tuvieran casa, ni cama, para tan bendita hora. Porque en esto de las horas,
el ejemplo es lo más importante. Si no queremos que los que vienen se hagan
deportistas. Un respeto.
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