martes, 29 de marzo de 2016

Alboroques, o el (puto) cambio de hora

Desde antiguo, el hombre celebra las horas. Se trata de un acto de segmentación de la propia amortización, de un aplazamiento de la fecha de caducidad. En esto, los romanos,
que eran como más de andar por casa, sacaron nota al desarrollar todo un relicario de salves y aves a los diversos momentos del día, haciendo especial énfasis y un inventario de placeres triviales en el culto a las pequeñas divinidades domésticas que señalaban la temporización de todos los pequeños actos que acababan volviendo trascendente una vida siempre insulsa, que, con el tiempo –en su caso con ratos de tiempo–, serían la base de la hora del vermú, la lectura del periódico, el café, la partida, el fútbol, el telediario o la tertulia, el gimnasio, la ducha y en general de todos los rituales de paso consuetudinarios y no tan banales que acaban avenando la calenda.
Una celebración que, por ejemplo, de las nonas y otras horas paganas, se pasó a los maitines o al ángelus cristianos, como anunciación de la servidumbre y postración debidas a ese dios superior al trabajo o al asueto que es el tiempo. Y en esto llegó el reloj.
Con su contaduría simétrica y justiciera y con el único afán de fijar intervalos de un tiempo productivo, con su pesado afán de sacarle el amago, el reloj desvirtuó ese carácter sacramental de la vida como una extensión de aquí a la nada con parada y fonda en pequeñas instancias de fragancia entre el sol y la luna. Naturalmente, los poetas fueron los primeros en darse cuenta del fiasco –”reloj, no marques las horas...”–, pero la suerte estaba echada y el liviano aunque predecible holocausto de la órbita terrestre, metida ya en agujas, había prostituido para siempre el significado amoroso de la virtud de las horas (en números romanos, qué curioso) de canto a la vida, haciéndolas medida de la desazón laboral, y a su celebración la mínima rebeldía ante el inerme yugo por ellas arracimado, como única salida honorable ante la aceptación más que forzada de su salario de tedio y otras cosas.
– Lo peor del cambio de hora es tener que follar una
menos.
– Sí, en Canarias.
Una adulteración por lo laboral a la que ha venido a sumarse la subdivisión efectuada por lo privado o por lo público de esa celebración ya entrecomillada para siempre, y la sustitución de su puesta en escena unipersonal por otra masiva y mediática, desde la concentración obscena para el cerveceo en un merendero hasta la admonición horaria por los medios de comunicación, que vuelve su liturgia un barullo tan poco sensual como cuando aquel cambio en el misal del latín por el castellano, añadiendo confusión y quitando verosimilitud a toda una ritualística que merece más atención en la medida en que se hace necesaria para explicar una época y sus  tropos y a la que aporta su retórica.
Por eso, entiendo a esos africanos que nos vienen y que se pasean por las calles a primera hora de domingo, como si fueran a misa, como un reducto de nuestro propio pasado celebratorio, perplejos ante la escasa presencia festiva en nuestro máximo día, según consta. Como entiendo esa fiebre de junio de algunos maestros que tienen pleito puesto ya al horario lectivo y aspiran a la jornada continua perpetua para unirse al ritual mostrenco de bed & breakfast (la siesta es otra cosa) de otros funcionarios, a la partida y a poner en la nocilla vespertina de los niños más ritos televisivos que añadir a las bastardas horas de hoy.

Tampoco es esencial. Menos pedagógico es ponerse a correr a las tantas de la noche, a deshora y por la calle, de cualquier manera, como si no tuvieran casa, ni cama, para tan bendita hora. Porque en esto de las horas, el ejemplo es lo más importante. Si no queremos que los que vienen se hagan deportistas. Un respeto.

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