martes, 25 de octubre de 2016

Escuelajes

La prisa del personal por integrarse al siglo XXI viene del ansia por abandonar definitivamente el diecinueve, pues el siglo veinte fue, como tantas otras cosas, decimonónico, y eso que con él se inauguró la era del plástico, por ejemplo, con todo tipo de prótesis, alimentarias, de vestuario, sexuales, que responden al principio de lo desechable y paso de página como filosofía y que han culminado consecuentemente en el alumbramiento de sus propias catedrales como ese hallazgo tan elocuente del Todoacién, aparte de lograr el avance histórico tan infrecuente de convertir las mulas en animales en extinción que, total, eran híbridos, por muy mucho que nos empeñáramos en llamar “macho” a su elemento masculino. 
Un exterminio que ha llegado hasta el lenguaje metafórico que recrea la existencia de la piel muerta de la historia, como es el que a las mulas mecánicas se las llame ahora motoazadas, que responde más a una mentalidad de dibujo animado de legona virtual, alegre e inocua para la crisma. Lo prosáico de la pura tecnología como desgaste de la poesía inherente a la dialéctica de los objetos.
Otro de los grandes adelantos del siglo XX, tan explicativos del mismo, fueron los horóscopos. 
De hecho, somos pura horoscopia, por el conformismo con que aceptamos  programas de vida artificiosos, manipulados y gilipollescos, bajo la excusa de ser aquel destino antiguo, tan respetable y noble, y no nuestro pancismo el que así lo desea, haciendo del porvenir una hurí descarriada y borrachuza  que, armada de naipes digitales, nos predice una fortuna mansa, no en vano vivimos tiempos de tecnología lista y hombres tontos. 
O como la escuela, que se dice estarán informatizadas y conectadas a Internet en un piepava. Normal. También se dice que en un bachillerato futuro se podrá mejorar –ya que empeorar es difícil– pero no suspender, democratizando los resultados y dando el carpetazo a aquella tecnología decimonónica que era la palabra.
Es sabido que en cada democratización suena un requiem, y ahora las campanas tocan a muerto por la escritura, utilizada por los herederos de la Ilustración como alta tecnología para la reconversión social. 
Tan es así que los periódicos de gran parte del XIX eran concesiones –como las teles de ahora– del mismísimo rey (las famosas regalías), y que una vez lograda la propiedad de las palabras, la burguesía limitó su adquisición a los que venían detrás. De ahí la revolucionaria democratización propuesta por el tardoprogresismo español de levantar la mano en las calificaciones  escolares, un gesto honroso y de mucho cambio, si tenemos en cuenta que antes, cuando un maestro te levantaba la mano te metías automáticamente bajo el pupitre; pero que no quita para que, confusos ante tanta permisividad –y la influencia del teleputerío–, haya alumnos que en el análisis lingüístico, al definir la palabra “emanciparse”, pregunten si es algo sexual y que les suena, lo mismo que otros renuncian a la fecha de nacimiento para que no les digan que son Capricornios.
Y es que no es lo mismo un signo que un sino.
Estamos pues ante una democratización que pone la enseñanza al nivel de la historia que viene –qué coño viene, que ya está aquí–, desprovista de traumas, banal, desobligada, que no sirve ni para encontrar trabajo ni como educación, sino simplemente para consumir otro bien público (como el votar) que más que bien es regular tirando a mal, pero que es exigido como otro derecho sin contraprestaciones y que conlleva otros sospechosamente aberrantes como la gratuidad de los libros, que yo creo que ya lo son, visto lo visto, y que así se desvirtúa su significado, lo mismo que la política no es votar o la economía no es ir a las ofertas o cambiar de coche, y para lo cual hacen falta, claro, muchos coordinadores, inspectores, etc, que tan a gusto atiendan tanta demanda.

Así lo explicaba uno de ellos a una sufrida madre que no encontraba aposento para el chiquillo en el instituto más cercano, por haber caído en una de las dos Españas en que para el reparto democratizador hoy se parten las regiones, incluso las ciudades. Viéndose perdida, la madre no le quedó otra y dijo: “Bueno, y ya que no me lo admiten en el instituto, ¿no se podía quedar aquí de inspector o algo? Total...”. 
Después de tantos años de proceso democratizador, sabía que lo único que podía perder ya eran las cadenas. Y más cuando, luego a luego, van a ser de pago.

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