viernes, 13 de enero de 2017

Postverdad

Si el año pasado la palabra clave fue populismo, este será el de la postverdad, al que ya se le ha adjudicado hasta una era (otra más, tan trillado está el etiquetado neoépico), una época en la que al parecer hemos entrado de la mano, o boca, o tupé lacado, de Trump, como mayor beneficiario de esa tendencia tópica actual según la cual, y el muy interesado y concreto sector mediático  en el que nació el palabro y que se ha dedicado a difundirlo con una acepción equívoca y maniquea para hacer confluir su sentido –aprovechando que por allí estaban de año electoral– en que la política no se basa más a partir de ya en la verdad sino en la mentira o la falsedad. Con lo cual, estos americanos acaban de descubrir América.
Pero que en la versión doblada al español de la película todavía es peor, pues es así, tal cual, como ha quedado, por el interés, también, sensacionalista y manipulador de los medios patrios –y aprovechando también que todo nuestro año fue electoral–.
De modo que no hay vuelta atrás, y no hay nada que hacer, pese a que el dichoso término se refiera más al fin del principio de realidad como fundamento de las relaciones sociales y a la renuncia creciente de los medios (y a partir de ahí del público) a afrontarla con objetividad.
Y de que todo tenga que ver más con todo aquello a lo que el sociólogo recién fenecido Bauman llamó “modernidad líquida”, o el estadio de nuestra civilización así definido según la liquidez como doble metáfora (tanto del estado natural a que se refiere como a la disposición de dinero ilimitado) de la sociedad actual, que viene caracterizada por lo precario, transitorio, atomizado, volátil e incierto, tanto en el pensar como en el comportamiento.
A todo lo cual, si añadimos lo virtual como práctica, yo concluiría que se trata de todo un proceso que, más que fase de liquidismo, lo que está ya es en pleno estado gaseoso, o en liquidación, al venir presidido por ese nuevo analfabetismo derivado del uso (cada vez más exclusivo) de las nuevas tecnologías de la comunicación, la deconstrucción social tanto de la escritura como de la lectura que ello acarrea, y el más que probable desvirtuado final de las mismas con que todo el proceso se saldará.
Uno de los síntomas de esta crisis en marcha en plena época de transición, es la contradicción, casi cómica, que hoy se da entre el creciente y estrambótico número de publicaciones, y el catastrófico por decreciente número de ejemplares, que aún lo es mucho más de lectores, y que dan lugar a chascarrillos tales como que parece que  haya más escritores que lectores (aunque no que lectoras). O a hipótesis no tan de chiste como que parece que hubiera un derecho ineludible y todavía sin figurar en la Constitución a publicar  (Un hombre, un libro) pero no un deber de leer, que sería la única manera lógica de casar ambas cosas de modo congruente y efectivo.

Y es que, será una exageración, pero es que hay escritores que ni siquiera se leen a sí mismos. Ni para corregir. Yo conozco uno. Y pretende que los demás le digan lo que ha escrito, lo cual resulta aún más imposible de lo que lo es en un libro más o menos normalizado. Pero es que además le pirra comprar libros. Pero no para leer, sino para tenerlos, hojearlos, quizá acariciarlos. Esto es algo que cuadra mejor con el modernismo líquido, pues se lleva ahora más que leer. Sobre todo si se tiene liquidez. E inclinaría a pensar que lo virtual, la nueva tecnología, como verdugo de esas formas de vida, no es tan mala.
Porque el tuit, que es la reinvención, por escrito, de lo ágrafo, así como su lector practicante es el nuevo iletrado leído, son en efecto el asesino llamado a acabar con esa otra burbuja del pasado (aunque quizás algo menos dañina que la de la construcción o la del fútbol) que era el libro como escritura.

Lo malo es que también, y lo que es peor, acabará enterrando, o mejor ocultando entre telarañas, al volumen de lectura, al texto material como sustento, no del pensar, escribir o leer, sino, lo que es mucho más importante, y que no existe en la naturaleza misma del escribir, leer y pensar a partir de los nuevos medios tecnológicos: el repensar, reescribir, releer, que son las verdaderas armas y mucho más eficaces, y las únicas de que hoy por hoy disponemos contra ese culto a la ignorancia, desdén por el conocimiento, insulto a la inteligencia y ofensa a los sentimientos que subyacen bajo eufemismos tales como la postverdad o la comunicación guasap. Por no hablar del nuevo fascismo camuflado de las guerras culturales en 140 caracteres entre Trump o Hillary o, sin salir de casa, entre Esperanza Aguirre y la izquierda alternativa. Por ejemplo.

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