jueves, 28 de julio de 2011

Una risa negra

Lo satírico hoy está devaluado. El género bufo, la mofa, el escarnio, la burla, la jocundia, todo eso a lo que puede asimilarse la sátira, están de capa caída. En el arte. Menos, claro, en la vida cotidiana, en la que echar mano de una cruda ironía, una escarnecedora mordacidad, un malaje guasón, una chanza perversa, un punzante retintín, una socorrida socarrería o una contundente retranca, son maneras todas de levantarse en armas soberanas de la sátira, casi siempre para combatir el biotipo agreste que nos incomoda, y aunque sólo sea porque la mejor defensa es el ataque. Una actitud de permanente agresividad a la defensiva, que no se traslada como antes al orden creativo, en el que, salvo contadas y elegidas ocasiones, ya no es recibida con natural agrado, sino con la reticencia de un pariente atascado en un atraso cuyo estilo y lenguaje delatan desfasado.

La sátira, un mundo de representaciones 
dominado
por los opuestos. Podría ser una definición.

El discurso satírico, que diría un gurú postpost francés, se nutre del lenguaje que cada situación histórica pone a su merced. Un lenguaje que primero, es oral, liminal, básico, como en los grecolatinos, cuyos miedos, tiniebla y opresión ignara exorcizan hablando, declamando, en un teatrus mundi más bien ágrafo, entre la eterna incertidumbre del mundo y la certeza creciente sobre el hombre. Así aventaban demonios y fantasmas y alimentaban la llama de una esperanza etérea. 
La satíra no es pues una filosofía de la vida para afrontarla, sino la barricada erizada de colmillos de la risa, y como el churlitazo de tinta a la jibia, el escupitajo al camaleón o el tiro preventivo de veneno de la sierpe, es al hombre la ayuda de cámara para sobrevivir a la amenaza de extinción a manos del principal de los sicarios terrenales que es la propia especie, contra la cual todo vale desde antaño. Sobre todo la mayor arma pensada para ello, la palabra. No es de extrañar por tanto, que la sátira occidental se eleve tras el apogeo de los miedos seculares medievales, en los países más católicos (la Reforma atemperará de razonable civilidad la tentación) donde el poder crece diametralmente opuesto al marasmo miserable e ignorante con el que coexiste y trata de reducir con su arma más revolucionaria y elitista que es el lengua. Y en España, donde está recién fabricada, afilada y en el vórtice de su fecundidad, en simbiosis con la cultura oral de una gran potencia se dotará especialmente de esa capacidad negada al habla para construir derruyendo, elevar socavando, volver lo viejo nuevo, lo infame culto y elevado lo procaz. 
Una quintaesencia satírica

Así es como esa dicotomía histórica, en manos (y ya no sólo bocas) del lenguaje pervertido como tecnología, da origen al gran satírico Siglo de Oro, simplemente describiendo por escrito lo del día. Nuestro mayor tópico literario no es pues, más que la genial adaptación literaria de una sit tragic-comedy por una lengua en su cénit. Y sus cumbres más ácidas, nuestra risa negra de sainetes gloriosos, quevedismos varios, picaresca vitriólica y letrillas gongorinas, un destilado estiloso de las danzas macabras, coplas, canciones, carnavales, cencerradas, serenatas burlescas y romances de ciego.
Eso, aquí. Pero en Francia, Rabelais o Moliére no van a la zaga, y el testigo culto de la coña arrojadiza se traslada al orden intelectual, y en comandita con la baja estofa es utilizada por la Ilustración para zaherir ahora a los poderes fácticos y azuzar la beligerancia social. La parodia, la hipérbole, el epigrama, la fábula y la reducción jamás volverán a ser tan políticos. Y sin embargo, algo había cambiado ya.
Todo queda dicho en esta abstra-
ción satírica por excelencia en la
que el globo dice: "¡Taladra!

Cuando la ideología burguesa conquista el poder, instaura una cultura y una pedagogía, y unas nuevas formas de convivencia, que imponen la doctrina del respeto y la paz, relegando a la beligerancia como técnica relacional. Lo que no evita que aún se sienta legitimada para seguir utilizándola literariamente, en fábulas, moralejas, libelos y panfletos de ese jaez, para terminar de asentarse, al tiempo que la desacredita y proscribe en su contra. De ahí que la sátira se recoja, refugie y recopile en un género menor, cual es el artículo periodístico, que por lo revolucionario del invento será lo que la mantenga viva,  pero con otro formato y lenguaje, que suponen, con la prensa ideológica, la primera gran mutación histórica de éste para preservar su existencia.
Imagen de En bandeja de plata
Desde entonces, hace dos siglos ya, lo satírico ha necesitado de la jibarización, manipulación y mutación del lenguaje –o de la genialidad, como el esperpento de Valle–para sobrevivir y adaptarse a las necesidades de una resocialización continua que tiende a catalogarlo como depravado, patético, pusilánime, irremediable o francamente repudiable.
Y a medida que la vida se tornaba más plana y corácea a este objeto, y el lenguaje se degradaba a su par, surgen otros en su lugar, para acomodarse a la necesidad social de la extracción de la sátira. Lenguajes tanto más elaborados, abstractos, sublimantes y tecnológicos, cuanto mayor es la depauperación del medio en que nacen. Como el cine, que es el gran relevo de la sátira en el siglo XX. El problema es que la sátira cinematográfica también ha quedado obsoleta. En un ámbito como el actual, con una lengua tan degradada, no sólo Quevedo –y no digamos ya de un Arcipreste– es ininteligible, exclusivo para especialistas universitarios. Obras como En bandeja de plata o Primera plana, de Wilder –quien, por cierto, sospecho se basó en una escena de La pícara puritana, de McCarey, para hacer el famoso levantamiento de faldas de Marylin sobre el respiradero del metro–, Ser o no ser, de Lubitsch, los Marx y casi todo P. Sturges, tampoco dicen mucho al público de menos de 50 –e incluso 60–. 
Pasquín anunciador del
clásico de Lubitsch,
Ser o no ser. Pues eso
mismo

La inmersión de los menores de esa edad en una educación (que es reeducación para los mayores) más ‘universal’ y menos local, menos definida y más ecléctica, dispuesta para fabricar, no provincianos productores, sino ciudadanos (consumidores) de un mundo globalizado, multicultural, biodiverso, ahíto de igualdad y corrección política, que no es el fin de las ideologías sino su suplantación por otras más light, da lugar a una cultura de karaoke, en la que ‘otros’ ponen la música y cada cual canta como puede, con lenguajes de oídas y de prestado, y por primera vez no renovados ni mucho menos nuevos. Lo cual convierte todo en una gran parodia circular y temática (con temas escogidos por otros, claro) en la que todos vamos de extras, actuando conforme a un guión de reality que se reelabora constantemente dentro del propio feed-back que genera. Y esa es la paradoja que impide salir del remolino o introducir en él nuevos lenguajes apropiados para actuar sobre la vida de una forma crítica, cuanto ni menos satíricamente creativa. Lo máximo esperable son atrevimientos farragosos o infantiles (Zoolander, scary movies, contra los estilos de vida (la moda, lo fashion, el sexo, el ocio, el éxito, las relaciones, la tele) vistos como la gran opresión abstracta, psicológica y moral de nuestro tiempo. 
Imagen de Zoolander, expresión de 
lo que da de sí la sátira ho

En eso, y poco más, ha quedado la capacidad satírica de la cultura. A su propia parodia, también. La causa, quizás esté en la carencia de un nuevo lenguaje capaz de sacar punta a lo enromado de esta sociedad, que también puede ser el problema de base. De modo que no sólo está la presión ambiental contra la sátira; es que cada vez encuentra menos el vehículo de su expresión.  Pero lo que no cabe duda es de que nos falta lengua, así de sencillo, aunque sólo sea para sacársela a esa gran plasta que es hoy la cultura, y hacerle burla, o como se decía antes, arrendarle. Aunque, eso sí, no le arriende las ganancias a quien se atreva a ello, conforme está el patio.

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