El hombre miró
teñirse de naranja la silueta del sol entre un rimero de nubes de crepúsculo, y
mientras se represaba el flotador con el bajo de la sudadera pensó que aquel
oscurecer era superalgo y estaba a tope, de vicio, para sobornar a las toxinas
y dejar su marchamo de excedente de sudor y pringue por los parques que
emperejilaban la ciudad invitando a morir. Y salió al galope con alma de
cometa.
Conforme
recaudaba las últimas penumbras, a cada zancada presentía bajo su odiado peso
el llanto de la hojarasca de los arces y catalpas, sintiéndose un pisón de
carne, un lenitivo ambulante que huía de la gravidez castigando, no ya la
naturaleza ínfima y altiva del mantillo, sino a la sociedad misma, a la que
consideraba inocente del insulto de su volumen, aunque lo hubiera esculpido con
los detritus que ella le ofrecía, y se asumiera por ello como un homenaje
monstruoso al triglicérido, voceado en toda su dimensión mediante el estruendo
que sus zapatillas de alta tecnología producían en el compost de la senda de
los elefantes que le servía de trayecto.
Tan cumplido
era y tan afirmativo, que a los siete años ya había obtenido el primer premio
en un certamen de engullir espuma de maíz, sin problemas debido a la
circunstancia de haber sobrecargado durante años la cesta de la compra familiar
con petisuises, natas, sorbetes y muses, con un quebranto que dejó temblando la
economía del hogar desde su nascencia, además de los extras que por su cuenta
se atizaba de bolitas de queso, bolsas de aperitivos y otras menudencias que le
sirvieron de transición hacia lo salado porque, como era precoz, deseaba entrar
gustoso cuanto antes en el cambio de paladar de la pubertad, que es, como se
sabe, cuando empieza a faltar la sal en el cerebro.
Esta tremenda
afición por la galguería le había procurado el patrocinio a su ingesta de una
multinacional para el consumo durante un año, no renovable, de una caja a
elegir entre pastelitos industriales y palos catalanes. Así es que no todo
fueron contras. Sólo que esta alternancia de sabores es la que lo iba a llevar
finalmente a ingresar en el club de las almas descosidas, que es cuando
sumergidas éstas -si arrastramos el teorema de Arquímedes hacia lo obsceno- en
cuerpos crecientemente gelatinosos, saltan en añicos presurizadas por la misma
inconsistencia física, y adiós muy buenas. Y eso es lo que pasó. Después vino
la traumatología y el desquicie, la voluntad reificante, el pathos y toda la
pesca hasta la firme decisión de redimirse por medios estrictamente mundanos,
para lo cual hace falta siempre cierto material deportivo. Y ya no paró. Por
aprovechar el chándal, también, claro.
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"Si no te mueves, llegas a gordo", juego de palabras inglés con fat (gordo) en vez de far (lejos) |
Dispuesto a
pagar con su cadáver tanta culpa dietética, sentía la aniquilación de los
montoncitos de fauna diminuta bajo sus pies como el precio de una sana
aniquilación, la suya, llevada a término con una saña sin acritud en la que sin
duda sacrificaría, no sin cierto regusto, a alguna especie sin peligro de
extinguirse antes de calzarse los botines, como venganza por la ligereza y
donosura con que la vida los había dotado. Lo que recrudecía en su coleto el
arrepentimiento posterior, acelerando su decisión de quitarse de en medio y
reventar como un penante sin derecho al desquite ecológico con el que, más que
disfrutar, padecía, no obstante pensar que era pequeño comparado con el
beneficio de la humanidad de su propia desaparición. De modo que no le
satisfacía ni morir matando, que hubiera sido lo más elemental.
Con sus
recuerdos a hombros, lloraba de gozo como dicen se gime cuando el éxtasis de
alumbre del dolor por el esfuerzo físico atenacea tus tetillas con bocas de
brasa, y exhausto como un ejecutivo sin teléfono, comenzó a transpirar por los
ojos y buscar con la baba que colgaba de su mandíbula un sitio donde amorrar.
En eso que vio un claro entre zarzales.
Ayudado de una
autozancadilla, viró hacia un lado y se derrumbó con la lengua de tocino de
cielo rozando el alegre musgo del otoño por el que empezaron a subir las
hormiguillas que se habían quedado para hacer el seguimiento de los astros.
…Una vocecilla
consultó a otra: “Esta papila gustativa me suena. ¿Seguimos hasta la pituitaria
o nos quedamos aquí, en la campanilla de la lengua?”. “Vale”. Y andando,
andando, oyendo los estertores residuales del cerebro del ínclito, una de ellas
se persignó: “¡Ave María Purísima, pero si éste es el que palmó ayer!”. “¿Cuál,
el de las anginas?”. “Angina, tía, en singular. El que daba la vara siempre
sudando y jodiendo la marrana”. “¿Y cómo es que ronronea por dentro ese eco,
‘malditas magras..., vaya una juventud’...?”. “Sencillo: no sabría que ya había
pringado y aún estaba a lo suyo. Es que no se enteran: son lo únicos que, con
tal de aguantarse la muerte, son capaces de morir dos veces”. “Que no lo
asumen”. “Desde luego, hija...¿y qué hacemos?” Y la otra contestó: “Lo normal:
avisar; alguien lo querrá para la carne. Como para tirar está la vida...”
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