jueves, 25 de octubre de 2012

El Michelangelo


El hombre miró teñirse de naranja la silueta del sol entre un rimero de nubes de crepúsculo, y mientras se represaba el flotador con el bajo de la sudadera pensó que aquel oscurecer era superalgo y estaba a tope, de vicio, para sobornar a las toxinas y dejar su marchamo de excedente de sudor y pringue por los parques que emperejilaban la ciudad invitando a morir. Y salió al galope con alma de cometa.


Conforme recaudaba las últimas penumbras, a cada zancada presentía bajo su odiado peso el llanto de la hojarasca de los arces y catalpas, sintiéndose un pisón de carne, un lenitivo ambulante que huía de la gravidez castigando, no ya la naturaleza ínfima y altiva del mantillo, sino a la sociedad misma, a la que consideraba inocente del insulto de su volumen, aunque lo hubiera esculpido con los detritus que ella le ofrecía, y se asumiera por ello como un homenaje monstruoso al triglicérido, voceado en toda su dimensión mediante el estruendo que sus zapatillas de alta tecnología producían en el compost de la senda de los elefantes que le servía de trayecto.
Tan cumplido era y tan afirmativo, que a los siete años ya había obtenido el primer premio en un certamen de engullir espuma de maíz, sin problemas debido a la circunstancia de haber sobrecargado durante años la cesta de la compra familiar con petisuises, natas, sorbetes y muses, con un quebranto que dejó temblando la economía del hogar desde su nascencia, además de los extras que por su cuenta se atizaba de bolitas de queso, bolsas de aperitivos y otras menudencias que le sirvieron de transición hacia lo salado porque, como era precoz, deseaba entrar gustoso cuanto antes en el cambio de paladar de la pubertad, que es, como se sabe, cuando empieza a faltar la sal en el cerebro.
Esta tremenda afición por la galguería le había procurado el patrocinio a su ingesta de una multinacional para el consumo durante un año, no renovable, de una caja a elegir entre pastelitos industriales y palos catalanes. Así es que no todo fueron contras. Sólo que esta alternancia de sabores es la que lo iba a llevar finalmente a ingresar en el club de las almas descosidas, que es cuando sumergidas éstas -si arrastramos el teorema de Arquímedes hacia lo obsceno- en cuerpos crecientemente gelatinosos, saltan en añicos presurizadas por la misma inconsistencia física, y adiós muy buenas. Y eso es lo que pasó. Después vino la traumatología y el desquicie, la voluntad reificante, el pathos y toda la pesca hasta la firme decisión de redimirse por medios estrictamente mundanos, para lo cual hace falta siempre cierto material deportivo. Y ya no paró. Por aprovechar el chándal, también, claro.
"Si no te mueves, llegas a gordo",  juego de palabras
             inglés con fat (gordo) en vez de far (lejos)
Acicateado pues, por su empática vuelta a una gaia máter más esbelta, su aspiración había ido mermando a la vista de su craso destino, reacio a darse por vencido, y aún así erró durante muchos nocturnos por las adulteradas veredas. Pero siempre volvía al punto de partida perfecto e inalterado: su mondongo. A su michelinato. Ya fuera por un chungo pressing, un jogging erróneo, el stress, o su puta madre, no había quien movilizase tal remesa fuera de sí. Y decidió morir corriendo, pues en el fondo, por arduo que fuera llegar hasta él, tenía cierta idea de la justicia social. Y ahora le tocaba desembuchar. Es un decir.
Dispuesto a pagar con su cadáver tanta culpa dietética, sentía la aniquilación de los montoncitos de fauna diminuta bajo sus pies como el precio de una sana aniquilación, la suya, llevada a término con una saña sin acritud en la que sin duda sacrificaría, no sin cierto regusto, a alguna especie sin peligro de extinguirse antes de calzarse los botines, como venganza por la ligereza y donosura con que la vida los había dotado. Lo que recrudecía en su coleto el arrepentimiento posterior, acelerando su decisión de quitarse de en medio y reventar como un penante sin derecho al desquite ecológico con el que, más que disfrutar, padecía, no obstante pensar que era pequeño comparado con el beneficio de la humanidad de su propia desaparición. De modo que no le satisfacía ni morir matando, que hubiera sido lo más elemental.
Con sus recuerdos a hombros, lloraba de gozo como dicen se gime cuando el éxtasis de alumbre del dolor por el esfuerzo físico atenacea tus tetillas con bocas de brasa, y exhausto como un ejecutivo sin teléfono, comenzó a transpirar por los ojos y buscar con la baba que colgaba de su mandíbula un sitio donde amorrar. En eso que vio un claro entre zarzales.
Ayudado de una autozancadilla, viró hacia un lado y se derrumbó con la lengua de tocino de cielo rozando el alegre musgo del otoño por el que empezaron a subir las hormiguillas que se habían quedado para hacer el seguimiento de los astros.
…Una vocecilla consultó a otra: “Esta papila gustativa me suena. ¿Seguimos hasta la pituitaria o nos quedamos aquí, en la campanilla de la lengua?”. “Vale”. Y andando, andando, oyendo los estertores residuales del cerebro del ínclito, una de ellas se persignó: “¡Ave María Purísima, pero si éste es el que palmó ayer!”. “¿Cuál, el de las anginas?”. “Angina, tía, en singular. El que daba la vara siempre sudando y jodiendo la marrana”. “¿Y cómo es que ronronea por dentro ese eco, ‘malditas magras..., vaya una juventud’...?”. “Sencillo: no sabría que ya había pringado y aún estaba a lo suyo. Es que no se enteran: son lo únicos que, con tal de aguantarse la muerte, son capaces de morir dos veces”. “Que no lo asumen”. “Desde luego, hija...¿y qué hacemos?” Y la otra contestó: “Lo normal: avisar; alguien lo querrá para la carne. Como para tirar está la vida...”


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