Uno
de los rasgos definitorios del humanoide moderno es la parentesia, que no hay
que confundir con la propensión a utilizar a los parientes como anestesia del
vivir (o a anestesiarlos con tu vida), sino a vivir ésta como un relato con
paréntesis, que la (o)presión social quiere ya numerosos, obligatorios y
permanentes.

El paréntesis, pues, se nos ha naturalizado. Más aún que el guión, o la raya
(aunque en esto alguno discrepe), que son como más de diario, más cotidianos. Y
lo que interesa ahora es salirse de parva, o del guión, cortar, desconectar,
cambiar de perspectiva. Y para eso, el paréntesis se las pinta solo. Sin él no
somos nada. Aunque (y ése es su peligro) haya convertido el vivir en algo
deslavazado e incongruente, al saturar nuestro relato con una vida entre
paréntesis.
Y eso que comenzaron siendo una cosa para bien. Así, el fin de semana, el primer weekend, eso que algunos llaman el “puto finde de los cojones”, empezó siendo religioso, cuando Urbano II, el papa aquel de las Cruzadas, instauró la llamada Tregua de Dios, periodo en que se prohibían los combates desde la tarde del viernes al amanecer del lunes.
Y eso que comenzaron siendo una cosa para bien. Así, el fin de semana, el primer weekend, eso que algunos llaman el “puto finde de los cojones”, empezó siendo religioso, cuando Urbano II, el papa aquel de las Cruzadas, instauró la llamada Tregua de Dios, periodo en que se prohibían los combates desde la tarde del viernes al amanecer del lunes.

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