miércoles, 16 de octubre de 2013

El cante toca a requiem


La larga guerra de liquidación del flamenco empezó el día en que Las Grecas sacaron aquello de Te estoy amando localmente. Amar de forma loca es lo que tiene.
Pero ellas, pobres, solo querrían comer, y no podían saberlo. Los sociólogos, sí. Aunque no advirtieron en absoluto de un peligro que ni se les pasó por la cabeza, tal vez porque a ninguno avisado de esa amenaza le gustase el flamenco. Pero, ¿porqué precisamente los sociólogos?
El Lebrijano, un grande que no
pudo resistir la tentación de lo
étnico más cercano, aparentemente,
al flamenco.
Si hacemos caso de uno de esos flamencólogos que tan bien llevan viviendo tantos años de ser contratados por los ayuntamientos para desvelar los secretos arcanos del flamenco, según ellos residentes en el duende, el quejío, el rajo, el sedimento liminal o la entraña intemporal, podemos despistarnos y olvidarnos lo esencial, que el flamenco es otra música para pasar el rato, para ocupar el tiempo, trocearlo y medirlo. O sea, como toda música. Y que es en lo que reside su utilidad, sea social o personal, pues, en resumen, es para eso. El problema vino cuando se quiso que sirviera para más.
A primeros de los setenta era tanto el afán por
modernizar el flamenco que a este grupo
se le tachó de gran precursor del
flamenco-rock solo por meter algún rasgueo
de guitarra en medio de sus
can
ciones.
Diversos estudios, sobre todo americanos, divulgados acá por Gil Calvo y otros quienes primero los utilizaron en los 80, ha tiempo que dejaron claro que la música, aparte de su función estética, espiritual o la zarandaja que se tercie, puede tener una función instrumental, nunca mejor dicho, que es la de servicio social trascendente, que vaya más allá de que “te llene”, como la comida, aunque más bien lo que te rellena es el espacio, el interludio, el ínterin entre intervalos de la existencia. De ahí que los que más la consuman sean jóvenes y viejos, pues, a más intervalos, más necesidad de música. Y no es porque en esas etapas de la vida lo espiritual prime sobre lo material, sino al contrario, es cuando más tiempo se tiene, y recuérdese que éste es la medida de la misma materia. Y no hay mejor forma de medirlo que a ritmo, o como diría un flamenco, vivir a compás. Pero volvamos a Las Grecas.
El llamado Nuevo Flamenco y más concretamente el Flamenco Pop, nace en los años 70 del pasado siglo. Para esas fechas el flamenco, con algo más de siglo y medio, ya es un arte viejo, con posos, con madre, mucha madre, a juzgar por sus letras. Se trata de una música clásica y tradicional dentro de lo popular, que se pretende revitalizar, bien sea desde los propios esquemas de la misma tradición, como hacen Camarón y Paco de Lucía, o solapado con el pop del momento, dándole ese aire híbrido, que así fusionado pretende desde entonces renovarse (con)fundido con otras músicas de ‘rabiosa’ actualidad, tanto para ganar dinero como para ampliar su clientela, con diversa suerte.
Pepe Menese, en la época en que era acompañado
por Melchor de Marchena, quizás su etapa más
claramente reivindicativa, y curiosamente la más
más rentable también. Era lo que se llevaba.
Si Te estoy amando… fue un bombazo, al extremo de que el mismo Camarón y otros copiarían ese tipo de mix para conseguir unos ingresos extra (Volando voy, la más sonada), la mayor parte de esos intentos, y ya va para cuarenta años, han tenido poco éxito en lo referente a mutar el flamenco en algo más joven y masivo, aparte el fenómeno de la rumba, que, situada a caballo entre lo antiguo y lo moderno, y reelaborada de diversas maneras, al final ha caído del lado de la música pop, que la ha asimilado, pero no ha conseguido modificar el formato flamenco, en cuyos márgenes sigue.
El porqué del fracaso de fundir este arte en el crisol de la música como consumo de masas, estriba en lo mismo que lo ha llevado a desvirtuado dejándolo en algo irreconocible, y es que ese nuevo flamenco que se proponía, y se sigue proponiendo, no sirve, no tiene una razón instrumental para el gran público, sobre todo el juvenil, no encajando como “su” música, vista ésta como su mayor activo como referente para su promoción grupal o generacional y su integración en el entorno, papel que sigue jugando la música más de moda en cada instante.
La música, al poseer esa función vital, no actúa igual en los jóvenes que en los viejos. Por eso hay distintas músicas y se eligen. Y mientras el flamenco es, como tal, una música del pasado, expresión de una sociedad vetusta, arcaica e inmovilista con valores clásicos o superados –lo cual no implica que en los setenta y ochenta no pudiera darse un flamenco social, o de “protesta” o “revolucionario”–, la nuevaolera, que en muchos sentidos es también bastante chocha, demodé y reaccionaria, solo por ser vehículo y guía de actuación de lo joven como valor nuevo per se, hace de sangre joven que rejuvenece constantemente al viejo Drácula de este mundo. 
Así pues, tenemos una música tradicional, referente de un mundo prácticamente extinto, que no sirve sino para la nostalgia, que hay que casar con la ultimísima, que es de hecho la primera línea de la batalla librada por la juventud para subirse al carro del presente. Resultado: un matrimonio imposible, por antinatura y obligado desencuentro entre dos entes uno de los cuales está en total contradicción con el anhelo del otro solo materializable con una música que exprese lo más cercano a su vivencia.
Y es que los mundos reflejados son radicalmente distintos. Si el flamenco pone el acento en la reproducción de lo antiguo, el recuerdo, el poso, lo eterno, lo obsoleto incluso, ¿cómo es posible, con esos mimbres, interpretar la partitura de ser joven y por tanto rompedor, reivindicativo, cambiante, maleable, transgresor, tal y como exige el gran teatro de          esa etapa? Y no estoy hablando de las letras, tan amañables y ubicuas, y la impostura con la que se han querido salvar de forma artificial y mercantil toda esa distancia entre músicas. No.
Me refiero a la expresión, el estilo, el color musical, el aire, el compás, el tono, lo estrictamente musical, su trasfondo. Todo eso que llamamos jondo u hondo, no es posible trasladarlo tal cual, a la liviandad, superficialidad, desenvoltura y desparpajo propios del rock, mezclarlo a la perfección y que suene a la vez en dos claves y encima exprese el alma de la juventud del momento.
El penúltimo experimento, llevado
a cabo por el último grande. Un
mal día lo tiene cualquiera.
Dicen los que mienten que Paco
de Lucía llegó a jurar que no lo
volvía a saludar.
Y es que el problema no es tanto musical como ideológico. De la ideología que subyace en ambas formas musicales, que en una es monolítica, ancestral y gratuita, y por tanto casi inservible para el presente; y en la otra de transformación y revisión permanente, fácil transferencia, manufactura y venta, la mejor adaptada al mercado (pues de hecho surge de él) como gran dios de la época de que es hija también la juventud, siendo lo más natural que sea esa música la que le sirva como anillo al dedo, porque, insisto, esa es la cuestión: servir o no servir.
Porque si la música es medida del tiempo, la música a su vez no sólo es música; también ha de servir de algo más al que la utiliza. Para saber de uno en relación con los demás, como guía para aprender a evolucionar, como brújula de vida. Y el flamenco ha demostrado no servir para eso. Y por eso no ha podido acoplarse a otros formatos más modernos. Y si sirve, es que ya no lo es. Y si no sirve, no puede ser el himno de berrea de la juventud, porque si no es lo más in, cool, fresh, etc, es que no es joven.
Eso es lo que hay y es por lo que la juventud, el sector que fija qué música se adopta en un momento dado como dominante en la sociedad de masas, sigue sin adoptar el flamenco como lenguaje universal de la vida, pese a los esfuerzos realizados en camuflarse de fusión, étnico, ‘nuevo’ o cualquier otro formato con los que se ha querido integrar como música de masas y por tanto juvenil. Cosa que no ha conseguido.
A este paso, veremos si no hay que ir a
buscar nuestros orígenes al Japón.
Que, si hay que ir, se va.
Lo que sí ha hecho, con sus sucesivos intentos de “actualización” y ponerse en almoneda para hacerlo servir para algo más que para sentir, con sus poco más que pastiches, abortos, engendros, monstruos y abortos, es degradarse y desustancializarse hasta el punto de quedar tan desidentificado y disperso,  que apenas si podemos desbrozarlo de tanta confusión en la que se la ha enterrado, para exhumarlo tal vez, y disfrutar de él, aunque sea rancio y pasado de fecha. Es el triste resultado de los experimentos no hechos con gaseosa. Aunque, nada bueno de esta vida es barato.

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