martes, 11 de marzo de 2014

Cinematontunas: Enclave de futuro


Al final de Nebraska, la película que ha perdido, como era de esperar, toda opción a los Oscar, hay un breve diálogo que sintetiza y rubrica, no sólo la historia narrada sino también el momento sociopolítico en el mundo desarrollado, es un decir. Y es cuando la empleada de la oficina de promociones pregunta al hijo del enajenado (voluntario) con la persecución del sueño de obtener el premio prometido en la publicidad: “–¿Tiene Alzheimer? /–No. Es sólo que cree lo que le dicen./ –Qué pena.”
En este breve diálogo, casi a traición, queda resumida de forma un tanto lapidaria la gran disfunción de un sistema que para subsistir tiene que renovar constantemente la esperanza, e incluso la fe, para los más adictos, en un mundo mejor y el progreso infinito, a la vez que su angustiosa realidad tapona cada uno de los sueños que hace fecundar en sus víctimas, que para cumplirlos han de recurrir a “montarse una película”, hacerse el loco (el viejo chiflado de la peli es un Quijote, y su hijo carabina un Sancho) y jugar con fantasía y realidad para, al final, la única mejora, como salida de esa crisis, no es el camión añorado sino una furgoneta que el hijo consigue a cambio de su coche. Lo que en castellano se dice “cambiar el burro por una manta”.
June Squibb, actriz que da vida (y mucha) a la parienta 
del medio demente buscador del sueño perdido (su vida), 
encarnando lo que suele denominarse "cruel realidad". 
En definitiva, un largo trecho, el viaje, la vida, la crisis, el mundo, para acabar, en vez de en un sedán, en un pickup. Así es como probablemente acabe también resolviéndose la fase histórica que nos ha tocado. Pero a cuya cuenta de la nueva riqueza que nos han vuelto a prometer, ya hay preparada, como en la película, una verdadera legión de acreedores, buitres, vividores, dispuestos todos a pedirte un anticipo por lo rico que vas a ser y por la suerte que vas a tener. No importa que seas otro pobre diablo ellos. Como buenos zombies en los que el hambre nos convierte, al acecho de los pocos que quedan vivos y gordos (o así los vemos) para hincarles el diente. Lo cual es un indicio de la poca esperanza que albergamos en el cambio de rumbo vital esperado, aunque solo de mentirijillas, y que contradice la fe que de boquilla declaramos en el futuro.
Es solo que, como Bruce Dern en la película, queremos creer, el viejo  tópico voluntarismo para la vieja, ulcerosa y gangrenada herida de la realidad. Una actitud –para la que el género humano resulta de lo más apto–, la de creer, que es la aprovechada por los comeerciantes de sueños renovables y a plazos, con premio gordo o con pedrea, para vendernos otro boleto para su rifa. Y así poder seguir en esta lotería, sabiendo en el fondo que jamás tocará. Pero, eso sí –y esta es la parte más reaccionaria de la peli, calcada, por otra parte, de la vida misma–, que la resolución de ese laberinto que te rompe la cabeza no es lo fundamental, sino los vericuetos del trayecto –la sublimación de los problemas, la convivencia, la familia, la amistad– en los que vives toda la vida, para quedarte en ella, ¿a vivir? O a morir, más bien. Aunque creyendo. Siempre creyendo. Como locos. ¿Qué pena? Bueno, más se perdió en los Oscar.

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