lunes, 14 de abril de 2014

Cinematontunas: UN MONTAJE DE MUERTE

Según los sergioleonólogos, el maestro era tan adicto a dar carpetazos a los géneros, que él, convertido en sí mismo en un género cinematográfico, sufrió la paradoja del escarmiento en propia carne, víctima del carpetazo de los productores (americanos, por supuesto), que se lo cargaron sin pestañear, como los héroes (americanos, por supuesto) de sus películas, hechas siempre con la aspiración a ser prohijadas por una americanidad tan pródiga como esquiva, quizá desgraciadamente por ser siempre también tan europeas.
Por eso se dice que Leone labró su tumba con Hasta que llegó su hora y se metió en ella con Érase una vez en América. Y algo hubo de eso, a tenor de las consecuencias deparadas por el destino dimanante de esa cópula, y cúpula también, de grandes obras. Aunque, como buen faraón con dos pirámides, aún no sepamos con cual de las dos quedarnos como su eterna morada oficial.
Se sabe que Leone llevó siempre en cartera tres proyectos a cual más megalómano –por algo era hijo de un director artesano de la grandilocuencia mussoliniana–, con los cuales pretendía acabar. 
El primero con el western clásico, que casi lleva a cabo, aunque sin la colaboración de Clint Eastwood, que no tragó hacer un cameo para ello en Hasta que llegó su hora.
El segundo, era con la épica bastarda USA basada en la violencia urbana de la emigración abocada a la marginalidad mafiosa, como torrente sanguíneo real americano, que consiguió a medias en Érase una vez en América.
Henry Fonda, o la mirada más clara(mente) asesina del cine.
La tercera de sus amenazas, poner plano sobre plano el cerco alemán a Leningrado, esa otra épica del mal postmoderno focalizada en el nazismo, quedaría en agua de borrajas, después del gatuperio armado con Érase… –con su desaparición física como guinda del mogollón–, que quedaría como su testamento, a repartir entre justos y pecadores, entendiéndose por estos últimos sus socios americanos, los cuales podría decirse que aceleraron su finiquito, aunque no fuese por el interés de repartirse su herencia, a la vista del destrozo y desprecio que iban a causarle.
De ahí viene la algo más que leyenda urbana sobre la muerte de Sergio Leone, de que se lo cargó la Warner Bros, al meterle, no la tijera sino el machete, a su obra maestra Érase una vez en América. Y eso no es todo.
El recorte tenía su lógica, en mi opinión. Cualquier película que pretenda ser una obra maestra no debe sobrepasar las dos horas, so peligro de convertirse en un auténtico pestiño, como a ratos es la que nos trae. Así que, con el miedo en el cuerpo por la anterior Hasta que llegó su hora, película muy poco del gusto americano (y hoy solo para cinéfilos), y con un enorme metraje que amenazaba con llevarse a vivir al público a las salas, con el camping gas y la colchoneta –la primera versión, la conocida en Europa, que el mismo Leone recortó a tres horas, era de varias más en original, de modo que, calculen–, los dueños del embolado decidieron cambiarla.
Plano en el que puede apreciarse la visión ciclópea
con que fue concebida (para estudio) la película.
La Warner no se andó con chiquitas. Y dado que tenía los derechos para USA, hizo lo que salió por la moviola. Sólo que, en vez de hacerlo pactadamente, o mediante intermediación decente, o algo, no. Prescindió alevosamente del montador habitual del maestro, Nino Baragli, y, para más recochineo, la compañía entregó la cinta, bien amarrada y tal, para que terminara de rematarla, al montador de Loca academia de policía. Y esto no es más que un rumor, una explicación de circunstancias más oficiosa que oficial, para salir del paso de la cagada, pues en la Loca… no  figura oficialmente ningún encargado del montaje, quizá por no necesitarlo, siendo lo más probable que el crimen fuera un trabajo de equipo de la casa, indeterminado, impersonal e indefinido, becarios, meritorios, ‘negros’ y así. Por lo que aún nadie ha sido identificado como su execrador. Aunque sí sus víctimas. Dos. En plural. Una, la peli; otra, su autor.
Así es como se perpetró la gran ful de la versión para América de Érase..., que no había por donde cogerla, aunque cogerla, en el sentido hispanoamericano del término, bien que se la cogieron, pasando a la historia cinematográfica como una de las grandes merdés. Pero así es el arte de grande. En este caso más aún (o sea, demasiado), pues el fiasco fue de tal magnitud como para suscitar en Leone un berrinche tan épico como su cinta, que le produjo un problema de corazón que lo llevaría a la tumba pocos años más tarde.

Jennifer Connelly, en un plano del filme que muestra
un desnudo virginal suyo que, pese a estar ya kaput el
Código Hays, bien podía haber causado algún disgusto
añadido al buen Leone. Aunque la ocasión lo mereciera.
 


De todo lo cual resulta una moraleja un tanto reaccionaria, de que más vale no cumplir los sueños. Especialmente si se trata de currárselo toda una vida para tener éxito y poder así ser reclamado por el imperio para confeccionarle un superplato para su gran mercado. Con lo bien que le iba a él con el spaghetti y otras pastas locales. 
Otra más artística bien podría ser que hay que tener cuidado en cómo te lo montas. Sobre todo si has impresionado metros de filme como para hacer otro Dallas (con sus flashback y todo) y ser enterrado en él. Eso se te puede anudar, o al menos, liarte. Aunque tampoco hay que darle muchas vueltas, porque, como dicen las viejas de mi pueblo, y eso lo explica todo, es que le había llegado la hora. Porque, por muy larga que sea una película, siempre se acaban. Y ya está.

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