miércoles, 14 de mayo de 2014

Los oficios del verbo

Incluso en tiempos tan horrendos laboralmente como estos en los que prima la afirmación de Don Vito, “me es indiferente cómo se gane nadie la vida”, sigue llamando la atención lo distinto que se habla según qué ocupaciones, pudiéndose observar en el lenguaje un acentuado toque clasista para categorizar los oficios, clasificándolos según no sólo sus posibles gratificaciones, algo admitido por todos y que se hace abiertamente, sino también por cómo se accede a ellos, algo que en su misma enunciación ya se expresa del modo más “inocente”, delatando así el empeño creciente por acotarlos, delimitarlos, valorarlos, calificarlos e incluso juzgarlos al mismo sacarlos a la palestra.
Típicas au pairs vendimiando en Cordovilla.
Esta práctica no es tachada de políticamente incorrecta por darse bien embozada en el lenguaje secular, y sólo a través de la semántica es posible distinguir ese lado oscuro y sectario, censurador, del lenguaje para con los oficios. Otra vuelta de tuerca discriminatoria, precisamente cuando más parece que debía dar igual ganar el sustento de una forma u otra. Al contrario. Contra más crisis, más fuerza cobra el afán de distinción, y el ansia de alejarse de los orígenes. Todo lo cual acaba haciendo de la forma más extendida de medrar, que es el trabajo, y su relato, que es el lenguaje como tradición secular de nombrar las cosas, el teorema que decanta, con pelos y señales, lo que de verdad pensamos (y en consecuencia, obramos) al respecto, por más que nos empeñemos en taparlo con dobles discursos.
Policías hechas a sí mismas
Así, decimos “se hizo (o lo hicieron) policía”, o “lo ordenaron sacerdote”, en clara referencia a un poder admitido como supremo y único para designar a sus servidores. Un poder que baja de nivel, aunque poco, al decir “lo hicieron policía”, o “lo nombraron fiscal”. Afirmación que cobra cierta transgresión y desobediencia, por efecto de la secularización, si se dice “se hizo policía, o fiscal”, poniendo así al individuo casi al mismo nivel autoeficiente que los entes superiores a que se debe, como es propio desde que Dios murió, y el estado lo sustituyó. Y sin embargo, cuando se dice “se hizo sastre”, que es lo menos que puede uno hacerse a la medida, la cosa indica una iniciativa fatídica, por descarte o no quedar otra.
La becaria, el oficio más viejo del mundo
Esta nueva autonomía supuesta al sujeto se manifiesta cuando se dice “estudió para cura”, o para médico, o arquitecto, profesiones a las que se confiere cierta taumaturgia y relación con otras dimensiones. Y tan distinta a “se metió con los albañiles” o incluso “a empresario”, o “a puta”, tres castas con carácter de logia (de donde lo de meterse) o germanía, hoy no tan distantes como parece, y en las que la preposición marca de hecho la más rotunda diferencia en su significado último, con el “con”, como marca de lo gregario, cerrado y gremial, y el “a” más dudoso y abierto (más obvio en la puta), e incierto por tanto. En cambio “se metió monja”, sin preposición indica trasuntación, metamorfosis voluntaria, y anímica, de poco contenido profesional, pese a hacer profesión, pero de fe, e intransitiva pese a no llevarla. Un misticismo del lenguaje.
Dependientes de McDonalds
De la época meritocrática, tan en declive, nos queda el “prepararse para funcionario”, suponiéndosele eso, capacidad, mérito; por lo cual se acaba “siéndolo”, como se es político, médico, o periodista, oficios que cristalizan en el ser mismo como si le fuera consustancial, más que producto de la decisión, el estudio o la dedicación, según qué caso, dándoles cierta aura propia de lo ignoto, sean ignaros o no sus oficiantes. Todo, tan distinto de “colocarse en un banco”, que presupone más bien unas prosaicas anticipación, oportunidad o espabile.
En esa misma línea, aunque quizás menos conseguida, están el “ponerse de dependiente, o marchante”, en lo que entra no poco la determinación del sujeto, pero a lo cual se le suponen pocos obstáculos. Menos que “estar de camarero, barrendero o contable”, que se supone no está al alcance de cualquiera o trabas de aptitud (mira Bárcenas, si no). Pero menos aún que “llevar un camión o un taxi”, que requiere inversión, riesgo y pericia (y conocer algún concejal). 
Ordinario, un oficio que persiste. En la imagen
el de la línea Berlín-África
Y sin embargo, tan distinto por ejemplo de “hacer de ordinario”, algo para lo cual, aunque sea igual de motorizado, no sirve cualquiera, igual que “hacer de niñera” (a veces también motorizadas), que además precisa de ciertas dotes de impostura, para suplantar a la madre, o, parecidamente, “hacer de guarda”, tan difícil como portarse con lo ajeno como si se fuese el dueño. De lo más sacrificado, sin duda.
También está quien “se dedica al campo, o al teatro”, dos actividades tan dispares pero en las que todas horas y deshoras son pocas, y vocacionales por demás. Y luego, los oficios de ida y vuelta, aunque solo se enuncien con el “ir”, como el “ir de fotógrafo, o diseñador”, oficios tan modernos tan representativos del amateurismo y pionerismo laborales, y donde el verbo ir indica prueba, becariado o provisionalidad. Pueden caber aquí el “montárselo de entrenador personal o de asesor de imagen”, que reflejan el aventurerismo lotero de la emprendeduría actual en el trabajo, uno de cuyos casos más marginales, más que transversales, es el “estar de au pair”, rayano en lo fronterizo con la servidumbre. Y tan diferente del “contratarse como paseador de perros”, algo imposible de hacer si no es proponiéndose uno mismo, lo cual indica verdadera iniciativa. Y modernidad.

Obrero. ¿Anómico o que ha llegado a lo más alto?
De modo que, “trabajar “ lo que se dice “trabajar”, no se dice más que de los peones, los curretas, los pringaos. En definitiva, de aquellos cuyo oficio, inexplicablemente, resulta desconocido e indeterminado. Pura anomia. Por eso cobran menos. Y encima, es que ni vienen en la guía. Las cosas del lenguaje.

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