jueves, 12 de junio de 2014

Salvas

Lunacharski fue un bolchevique que murió en Francia en 1933 según venía a España a tomar posesión como embajador. Lástima. Le habría gustado.
Pero antes de que Stalin se lo quitase de en medio para tan inútil propósito (acreditado por la enorme cantidad de grandes maestros que han intentado sacarnos de nuestro erial mental), le dio tiempo a hacer algunas cosas, entre otras la de montar, recién nombrado ministro de instrucción pública, una performance –algo habitual en aquel tiempo y país de vanguardias– de un juicio contra el mismo Dios por sus crímenes contra la humanidad, para lo cual sentaron en el banquillo a una biblia. Con un par. 
La defensa –de oficio, por si acaso– pidió la absolución del Altísimo aduciendo grave demencia y desarreglos psíquicos, algo absolutamente lógico visto lo visto. Pero al final y como estaba previsto, pues de eso se trataba, fue declarado culpable (Dios, no el defensor, que también podía haberlo sido, dadas las circunstancias), y el 17 de enero de 1918, que no sé qué fiesta sería, a las 6.30 en punto de la mañana –si no se es puntual con Dios o San Pedro, no sé con quien, pues–, un pelotón de fusilamiento disparó cinco ráfagas, cinco, de ametralladora contra el cielo de Moscú. 
El asunto, como era de esperar, fue calificado por los imperialistas y no tanto, como boutade, astracanada, gilipollez. Pero Lunacharski, noventa años antes de aparecer Lady Gaga o esa de las barbas de Eurovisión, ya era un erudito en religión y otras materias igual de inmateriales, y sabía, por haber estudiado en colegios de pago (en Suiza, para más pormenor) que en aquel mundo supersticioso que ellos trataban de salvar, haciendo la competencia al Todopodereoso, era más eficaz disparar al cielo que decretar la muerte de una idea, por mucho que esta estuviere desviada. 
Inciso: Era lo mismo que pasaba con el zar, cuya ejecución se aplazó por eso entre otras causas, porque para la mentalidad popular servil de la época, su figura era más mítica, mágica o divina que mortal. Y una vez desaparecido Dios, su mentor, ya era más humano, menos venerable y por tanto carne de horca, con gorra de plato y todo. Aunque evidentemente no en patíbulo público, pues eso hubiera sido un choque demasiado brutal, y una provocación, para tal mentalidad que se pretendía combatir y cambiar. 
Había que dar un rodeo. Lo que se llama la marcha eslava. Y los bolcheviques, ya se sabe, eran unos artistas, y tenían esos detalles. Pero no era nada personal. Solo negocios, naturalmente. Los suyos.
El paternalismo de nuestra partitocracia, esa casta que ahora amenaza expandirse por la izquierda, en cambio, es de otro perfil, por mucho que se parezcan. Es más como Tercio de Flandes, y no es para espabilarnos (aunque al final lo consigan, ya verás), sino para atarnos para siempre a nuestro síndrome de Peter Pan de niños bobos, pequeños súbditos inmaduros que no saben lo que hacen ni lo que quieren, y a los cuales hay que proteger de sí mismos, porque se pueden hacer daño. 
Ya pasó en la transición. Y vuelve a pasar ahora. A la que pides cambios (entonces democracia y ahora consultas o justicia, o vivienda, o trabajo, o una caña, oye, qué pasa), te llaman loco, terrorista, borracho, delincuente o atentador contra el orden establecido (sea por Dios en aquella Rusia, o por la Constitución en esta Iberia pedestre). 
Y aprovechando cuatro (tímidas, oportunistas y de tanteo) movidas alternativas sin mucho fuste, te llaman anti sistema (en lo que meten por igual a cualquier anti régimen ful),  y se lanzan en tromba como ultras contra algo que aún no existe, que ni está y a lo peor ni se le espera, poniéndose antes de decir "mepaece" la venda antes del coscorrón y disparando salvas al cielo, y no al alba sino a todas horas y en todos los medios, para ahuyentar fantasmas que no son sino los propios, los que más temen de tanto oírlos. Y como el que a caca huele, debajo la tiene, más olor a podrido más allá de Dinamarca, o acá, según caiga. Otra evidencia más de haberse convertido ya en otro Ancien Règime a extinguir (y cuanto antes, mejor), y el verdadero problema tanto de ellos mismos como de los demás. Buena marcha. Por el pijo.  

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