martes, 23 de septiembre de 2014

El mayor espectáculo del mudo

Hace unos días la inefable Ana Rosa (Quintana) afeaba al PP el no permitirle informar como es debido sobre política y tal, al no acreditar a una reportera suya, o de su programa, tanto monta.
Y claro, donde no hay mata, no hay patata. O sí, pues la explicación de los populares fue que el programa en cuestión, una especie de magacín cantamañanitas para chachas prostáticas, no es un informativo. Punto. Cambio y cierro. Quedándonos a la espera de que sus señorías (re)definan epistemológicamente lo que es informar y lo que no.
Por esas fechas Pedro Sánchez va y llama a Sálvame, otro formato que tampoco informa un pimiento, ni morrón. Y los del PP, fiel a su estilo erre que erre, lo ponen a caldo: un bolo según Pons, ex portavoz del partido; o mira, en vez de poner orden entre sus filas catalanas, según Alonso, portavoz parlamentario. Y lo ponen lindo.
No quiero imaginar si lo pillan twiteando en horas lectivas o llega a meterse en una página de alquiler de muñequitas rusas. 
Porque estos del PP parecen padres escolapios, aunque no evidentemente de los que estuvieron a la vanguardia de las artes gráficas y otras técnicas de comunicación, antes, naturalmente, de que la mayoría de ellos fueran cristianados. Lo cual debe eximirles de su conocimiento, como a un piloto de la ley de la gravedad solo por llevar Newton tres centurias fiambre. 
Pero, ¿qué es eso de hacer de la política un putiferio y un show? Con lo que nos jugamos. Aunque, teniendo en cuenta que su Rajoy por donde más habla es por los codos, a razón de cómo anda, que parece que está haciendo eslálom en Candanchú, no me extrañaría que simplemente les jodiera que otros se prodiguen en el verbo. Tiña rapiña.
Pero no solo ellos. Podemos, de manera más taimada, metió dedo y dijo también, para hacer lado, que era una vergüenza (dado que hace poco el tal Sánchez les había acusado a ellos de ‘producto televisivo’).
Todo lo cual, aparte de confirmar la estrofa de Brassens, “a la gente no gusta que uno tenga su propia fe”, y que aquí, el que no corre vuela, y el que se queda en tierra, a la cazuela, indica que la política, no es que no deba ser un espectáculo, como afirman, cogiéndosela con papel de fumar aquellos que les va bien con la “seriedad” y desde el convencionalismo del poder, y parece que les cueste bajar a las cloacas del cabaret para terminar de apuntalarse, irritándoles, como es lógico, que otros, urgidos por la necesidad, no solo hagan de la telebasura virtud, sino artículo de auténtica fe, demostrando así que a buen hambre no hay pan duro, y también que la política, de hecho, no es que pueda ser un espectáculo, que lo es, sino que todo indica que debe serlo, y que lo será cada vez más, en razón de su producción y oferta como un bien de consumo más, siendo desde los espacios mediáticos más mundanos donde mejor se vende, los que le son más propios, precisamente los que en la dogmática teórica de la comunicación son definidos como de entretenimiento y que, en esencia, tienen más que ver con la ficción que con la realidad, en contraposición con los informativos, que son los teóricamente creados para eso, pero que, curiosamente, cada vez dejan más esa función a los dedicados al divertimento.
De ahí todo este enredo. Porque, ¿cómo programas a través de los que se expresa bastante libremente lo cotidiano plural, integrando lo político como otro plano más, pueden ser estipulados como de petardeo, o más petardos que las ruedas de prensa del viernes de Soraya?
Desde un plano comunicativo o sociológico, desde luego que no. Lo cual evidencia que es simple esquematismo sectario desfasado y otra muestra más de lo alejados que viven los gobernantes de los planos en que se desenvuelve la gente, y que, ya digo, tienen más que ver con la ficción que con otra cosa, como mismamente los planos en que se mueven los gobernantes. Pudiéndose decir que, contrariamente al tópico de que unos y otros no viven la misma realidad, lo que los diferencia es el vivir diferentes ficciones. Y de distintas formas. Lo cual determina claramente la formación de la opinión y actuación de unos y otros. Y no es solo un asunto de audiencias.
Está claro que si el nuevo capo socialista sale en Sálvame es porque lo van a escuchar millones. (Lo cual explica el ataque de celos de la ínclita de la competencia, que le lleva a la queja de marras). Pero es que, además, se da la circunstancia de que Jorge Javier, el conducator, en su biotipo de frivolidades, chácharas, menudillos, silicona, lagrimón y saliva, que es el esperanto con que se maneja con mucho gusto y a mucha honra una parte importante de la población, tiene más credibilidad (y ello es transferible a su programa) que cualquier otro teleñeco de programa serio y trascendente, de los que ahora mismo todo el mundo opina que llevan liebre y son menos de fiar que unas preferentes.
Y si J.J. saca a relucir el Toro de la Vega (no de De la Vega, que dijo el malvado), ese toro se lidia. Y quien lo torea puede llevarse la oreja, al menos la de la audiencia. Es decir, que un formato básicamente de ficción, en tanto diluye lo político dentro del magma general de cueva de Diógenes propio de la tele, con un tratamiento tipo compostera de todo ello, es el preferido por el público para formarse una opinión trascendente (o sea, votable).
Y si en política, los ciegos siempre empiezan siendo sordos, lo último que se debe hacer es ir de mudos por la vida. Y menos si se va perdiendo. Desautorizarlo, tal cual, es una muestra de (in)sana envidia generada por la propia inoperancia, y suena a ese más vale que te calles típico de la displicencia estéril del poder, por mucho que el otro lo haya hecho fatal y se merezca más de lo que le pasa. Además de demostrar no conocer muy bien el derrotero (o senda eterna del votante) de la opinión pública en cuestión de cómo nace, se reproduce y muere.
Y es que, los políticos al uso, y más si están en el poder, parecen no haberse enterado de que ya no hay periódicos, revistas, noticiarios, eso que tópicamente se dio en llamar información por la casuística periodística académica de hace 60 años, que es tanto como decir de la prehistoria. De ahí que lo dicho en forma acusatoria, de Sánchez, recuerde a lo que decía doña Margaret de que si sus críticos la vieran caminar sobre las aguas, dirían que es porque no sabía nadar. Al margen de haber hecho algún curso de natación o no.
Es evidente pues, que tanto acusado como acusadores, lo que acusan es tanto la ansiedad desatada por los acontecimientos, como la impotencia para controlarlos. Y un caso claro de eso que en siglas inglesas se ha dado en llamar FOMOS, o miedo a quedar fuera de juego, con una reacción por activa el uno, y por pasiva los otros. Y ello, en medio de la necesidad de adaptarse y acoplar sus propios planos de realidad (o ficción) con los de la gente de la calle. Algo realmente difícil si tenemos en cuenta que la opinión individual hoy día es básicamente una sensación producto de un continuo bombardeo tecnológico, el resultado de una vorágine de guasaps, llamadas, conexiones y pantallazos tanto en las relaciones personales como en las mediáticas, y ambas cada día más imbricadas e indisolubles.
Si a ello le sumamos la anestesia del suero televisivo, como sedante de baja intensidad pero constante –más aún: el único suministrable por vía oral (aunque muchas veces sea en forma de supositorio)–, como forma más socorrida y rentable de inmiscuirse el poder en ese decurso dominado por el batiburrillo chafardero, hace casi imposible cualquier ponderación de las ideas y el control de los propios intereses.
Tan inestables que los políticos tampoco salen bien parados, dado que, en esa indefinición y mezcla de planos, reales o ficticios, la generación de la opinión y clientelas políticas se ha convertido en una guerra, todo lo incruenta que se quiera, pero patética y grotesca, donde la información es, como marcan los cánones, lo primero que  desaparece. 
Esa información que se defiende como marco legítimo de la política, pero que se abandona en favor del vodevil social. Y del rumor, cuyo reino de claroscuro se adueña en cuanto la luz cede ante las sombras, o, para ser más exactos, cuando los focos del espectáculo deslumbran hasta cegar y a cuya sombra, o luz ficticia, engorda la opinión pública de todo género, incluida la política, como un engendro de plató, sin que las bambalinas le sean ajenas.

En esa ambigüedad de luz y sombra, información y  entretenimiento, ocio y trabajo, el totum revolutum de hoy, es en la que se mueve, cómo no, la cosa pública, contradictoria e hipócritamente, pero dominada claramente ya desde lo lúdico, en lo que la receta "¡Luz, más luz!" del clásico podría interpretarse, de tan avanzado ya el proceso, como una petición de algún foco más para alumbrar el espectáculo, para que no decaiga. 
Una luz para crear la sombra necesaria para poder moverse con la ventaja de quien la crea, en la oscuridad, que dice el dicho moderno es un cadáver y no sabes de quién. Aunque en este caso sí que lo sepamos: el de la luz. Los taquígrafos, en cambio, aún están ahí. Lo que pasa es que van maquillados, visten tendencia, les va la marcha y se llaman Belén, Kiko o Jordi, o Risto. O peor.

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