jueves, 25 de septiembre de 2014

Hagiografías



Como todo el mundo se teme que no haya más eternidad que la de aquí (como Jordi Hurtado podría constatar), el sueño eterno de mucha gente es convertirse en santo en esta vida, por lo civil y sin más beatificación previa que postularse para ello por el morro.
Y como muy pocos pueden comprarse una vida ejemplar elaborada desde fuera por los demás, la mayoría de aspirantes tienen que recurrir a hacerse su propia hagiografía, por lo pobre, y hacerse a sí mismos santos. 
Como garantía, estos emprendedores suelen esperar a que desaparezcan los testigos. Pero como cada vez hay más hambre de santoral, y como a partir de cierta edad ésta se cuenta en veranos (que te faltan, como tontaco potencial), contrariamente a la juventud, contada por abriles, ves a recién llegados a esa antesala del olvido de las clases pasivas o arrumbadas, locos por salir del anodinato, adoptar esa impostura ­­–quizás la más veraniega de las recreaciones– de rehacer su historia transformándola. 
Ser o no ser... lo que se es o se fue.
Esa es la cuestión.
Lo cual es la forma más segura de saber de qué pie cojean, fijándose en lo que se reafirman o reniegan, con lo fácil que es pillarles en renuncio con solo ver de qué presumen, pues ya dice el Evangelio que el que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado, o por su hagiografía los conoceréis. O como Juan Rufo en su apotegma: Quien dice bien de sí, murmura del mayor amigo que tiene. 
Así pues, es como esas películas editadas –pues esa es otra: el delirio por el papel impreso para que conste– muchos años después de otra manera a cómo fueron, como “el montaje del director”, la auténtica y no tergiversada. Y el títere que llevan es trascender, pues si la tontería puede ser trascendente, como el célebre peinado peek-a-boo-bang de Verónica Lake, ¿porqué no una vida al borde del anonimato?, bajo la cual siempre subyace el miedo, la sospecha de ser una sombra deletérea en tránsito. 
Herramienta ideal para borrar el
pasado y corregirlo a voluntad.
 Y barata.
La vida como un camino lleno de cadáveres, uno de ellos el propio, que cada cual fabrica desde su impostura de cadáver interino, de tonto interino, tratando de engañar antes de decir tierra quiero, a quien te conoció, ciruelo, modificando la memoria con marrullas, amelcochándola, incluso antes de asegurarse de que no hay moros en la costa. Que siempre los hay. Y es por lo que tanto aspirante a santo se queda en petimetre.

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