lunes, 16 de febrero de 2015

Y ahora uno con lengua (a San Valentín pasado)


Enamorarse no sólo es una barbaridad, también es un barbarismo. No saben los mamporreros de la importación de lenguas lo que han hecho el animal trayendo y dando carta de naturaleza al inglés  in love, traducible como en amor, como raíz de tanto en amorado
y en amoramiento como abunda, sin tener en cuenta que “estar en amor” –be in love, en inglés, tal cual, pues en ésto como en muchas cosas los ingleses no son tan distintos– ha sido desde que el castellano existe (más o menos de cuando la angloparla, mirá tú por dónde), como de siempre se nombró en el campo el evento consuetudinario de estar encelada una hembra, determinándose así por vía femenina el momento de producción del amor, ya que el macho supuestamente siempre andaba enamoriscado (o “movido”, que no es exactamente igual), de donde que el gatillazo en animales no sea ni mucho menos inhabitual, sino todo un precedente.
Pero, fuera como fuere, el estar en amor, en femenino, acabó siendo la definición del asunto para ambos géneros, tanto física sino semánticamente, sea de chicha o limoná. Otra cosa más por la que estar agradecido. Lo que hace, además, que me mantenga en que la terminación “ada” fuera un invento que vino muy bien a las mujeres para tal menester, ya que ir por ahí diciendo “estoy en amor”, aunque muy propio, fuese totalmente impropio, acabando por ser ese sufijo el que supuestamente acabase dando relevancia histórica al hecho, no sólo de derretirse ingle abajo (no inglés abajo, ojo), sino también ingles arriba, en lo anímico, parte espiritual del sentimiento carnal con la cual prácticamente ha acabado identificándose el verbo en cuestión por aquello de hacer primar sobre la cultura materialista vulgar otra tenida por superior que es la eufemística y de elite, funcionando ambas como el periódico y su suplemento de colorines del sábado sabadete, que una vez vistas las estampas del cuché se vuelve siempre a la carnaza del papel prensa, al magro, pero cuya filosofía bipolar queda muy bien como argumento de cortesanía y fuente de civilización, ya que, si no, a lo mejor acabábamos siendo llevados a varazos al tálamo, como los verracos, echando espumarrajos por la boca, y ellas allí, gruñendo tan tranquilas en el charco, es un decir.
El contexto en que cabría preguntarse si el viagra es para una u otra acepción, ya que no me puedo creer que la aplicación del relajante inventado contra el eximio óxido nítrico –qué nombre tan feo para depender de él en lo cavernoso–, sirva sólo como un adelanto, si es que lo es, para enderezar el tuerto, transformándolo en adelantado membrino de un ‘en’ amoramiento positivo que permita al amor galante hacer también de fou, despimporotado, en francés, dicho sea sin segundas, aunque sirva para ello.

Y es que yo estoy en realidad en que esos pastillujes para lo que sirven de verdad (si es que hoy en día se puede servir  a un solo señor) es a su majestad el amor platónico, no tan distinto del platánico aunque tan distante, palmo arriba o abajo del corazón. Es decir, aquel para cuya realización siempre hay que echar mano, y esto es en sentido totalmente figurado, de esas partículas sine qua non donde reside el truco de estar en amor o enamorado, en inglés o castellano, como son las preposiciones with (con) para el inglés y ‘de’ para nosotros. Que son las que hacen de elemento copulativo, que ya era raro que no saliera, y definen la diferencia entre estar inclinados hacia alguien en particular o hacia la Meca en general que es la de cada uno en particular. Inclinados o en cualquier otra postura.

Y es que en esto del amor, la semántica es muy importante, algo que se debería suponer a los que pidieran cuarto y mitad de su remedio químico en las farmacias. Aunque corrieran el riesgo de que confundieran los términos y tomaran el nabo por las hojas. Y ya no digo más porque, con la de niños que hay sueltos, siempre andamos en horario infantil, y no es cuestión.

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