Aquel hombre tenía un
problema: estaba tan crispado que cuando pasaba por el plomo de su casa saltaba
el automático.
Para darse una idea de su acoro y encocorotamiento (además de su electricidad estática), se planteaba cosas como adónde iba a parar el 1% de resto de cerveza al fabricar tres tercios, y a ver qué hacía el gobierno con un porcentaje que en realidad le correspondía a él, dando por hecho, como muchos ciudadanos, que el Estado era una cueva de alcapones rellenadores nocturnos de litronas para pubes (y pubis).
Para darse una idea de su acoro y encocorotamiento (además de su electricidad estática), se planteaba cosas como adónde iba a parar el 1% de resto de cerveza al fabricar tres tercios, y a ver qué hacía el gobierno con un porcentaje que en realidad le correspondía a él, dando por hecho, como muchos ciudadanos, que el Estado era una cueva de alcapones rellenadores nocturnos de litronas para pubes (y pubis).
O igual se ahogaba con las comidas, puesto que comía con la
tele y se embusaba enteras las pescadillas de rollo, cambiando sudoroso y
exacerbado de color, del rojo al violeta como un fakir camaleónico que
carraspeante en grado sumo y sin dinstinto, constituía ya un problema de
vecindario, por lo atosigado y empalagoso de su actitud.
En esta situación,
comenzó de nuevo a fumar, tras años de victorias sobre sí mismo, y al furor
interino de su coco unió el de los pulmones, de manera que él, que siempre había
llevado dignamente el nombre de su abuelo materno, ahora contestaba por
Purines, dado el destilado de flemas y otros subproductos enfisémicos que
esparcía. Y como depresivo y agilipollado que estaba, y medio absentista, en el
barrio se había corrido el chascarrillo de que en realidad se había hecho amo
de casa de Tabacalera, puesto que se dedicaba en exclusiva a sus labores.
Aparte todo esto, dos
cosas lo llevaron concretamente ante el psicólobo: que se empeñara en hacer un
aspagás en una comunión de la hija de una prima segunda, cargándose el
alboroque al tener que sacarlo descerrajado de allí con un horca, como quien
dice; y encerrizarse en que el problema real de Dios era de Seguridad Social y
no de residir en Bruselas, como muchos de sus conciudadanos se pensaban, de no
poder retirarse y a la vez tener que cotizar ab aeternis –esa era otra, el latín– y hacer un problema de
justicia que cada vez que consultara con sus arcángeles, le dijeran que, las
quejas, al maestro armero, que es lo que más jode de los que ostentan el poder
absoluto.
Y el diagnóstico no
se hizo esperar: crispación. Y de la buena.
Ese mismo día, cuando
el más chico de sus hijos le preguntó si los niños negros tambíen podían formar
coros de voces blancas, le dio una risa tonta tan extenuante que se quedó
durmiendo día y medio, pero de tan mala folla que estuvo las treinta y seis
horas soñando que contestaba encuestas de predisposición al voto. La crispación
por tanto era absoluta. Y no tuvieron más remedio que mandarle un tratamiento
descrispante con el que, sin embargo, le seguía saliendo caspa. Pero, bueno, iba
tirando.
Pasó el tiempo y este
Crispín de pacotilla o víctima crispina de su habitat, como se quiera, asesorado
por gente que sabía que la mejor medicina para él era meterse a sereno y de que
tal oficio había sido erradicado hacía lustros, le buscaron una colocación
terapéutica como vigilante nocturno de un periódico, y fuele de maravilla
desentrañar a la luz de candiles el oculto diapason de las noticias, el
embriagador ronroneo de lo desvelado.
Pero un día, cuando
ya empezaba a poder reflexionar sobre los orígenes de su antigua crispación,
que iba desapareciendo por noches, el director del periódico se enteró de lo
suyo y lo despidió, pues de ninguna manera podía dejar tamaño bastión de la
democracia al amparo de un ex encrespado, si es que lo era. Y así se dio cuenta,
capaz ya de reflexionar y nada crispado sino más bien mosqueado, de que, si te
crispas, no se lo digas a nadie: puede ser un periodista. O tu jefe. O las dos cosas juntas, que ya es el colmo.
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