martes, 3 de febrero de 2015

Crispados o el ex sereno

Aquel hombre tenía un problema: estaba tan crispado que cuando pasaba por el plomo de su casa saltaba el automático.
Para darse una idea de su acoro y encocorotamiento (además de su electricidad estática), se planteaba cosas como adónde iba a parar el 1% de resto de cerveza al fabricar tres tercios, y a ver qué hacía el gobierno con un porcentaje que en realidad le correspondía a él, dando por hecho, como muchos ciudadanos, que el Estado era una cueva de alcapones rellenadores nocturnos de litronas para pubes (y pubis). 
O igual se ahogaba con las comidas, puesto que comía con la tele y se embusaba enteras las pescadillas de rollo, cambiando sudoroso y exacerbado de color, del rojo al violeta como un fakir camaleónico que carraspeante en grado sumo y sin dinstinto, constituía ya un problema de vecindario, por lo atosigado y empalagoso de su actitud.
En esta situación, comenzó de nuevo a fumar, tras años de victorias sobre sí mismo, y al furor interino de su coco unió el de los pulmones, de manera que él, que siempre había llevado dignamente el nombre de su abuelo materno, ahora contestaba por Purines, dado el destilado de flemas y otros subproductos enfisémicos que esparcía. Y como depresivo y agilipollado que estaba, y medio absentista, en el barrio se había corrido el chascarrillo de que en realidad se había hecho amo de casa de Tabacalera, puesto que se dedicaba en exclusiva a sus labores.
Aparte todo esto, dos cosas lo llevaron concretamente ante el psicólobo: que se empeñara en hacer un aspagás en una comunión de la hija de una prima segunda, cargándose el alboroque al tener que sacarlo descerrajado de allí con un horca, como quien dice; y encerrizarse en que el problema real de Dios era de Seguridad Social y no de residir en Bruselas, como muchos de sus conciudadanos se pensaban, de no poder retirarse y a la vez tener que cotizar ab aeternis –esa era otra, el latín– y hacer un problema de justicia que cada vez que consultara con sus arcángeles, le dijeran que, las quejas, al maestro armero, que es lo que más jode de los que ostentan el poder absoluto.
Y el diagnóstico no se hizo esperar: crispación. Y de la buena.
Ese mismo día, cuando el más chico de sus hijos le preguntó si los niños negros tambíen podían formar coros de voces blancas, le dio una risa tonta tan extenuante que se quedó durmiendo día y medio, pero de tan mala folla que estuvo las treinta y seis horas soñando que contestaba encuestas de predisposición al voto. La crispación por tanto era absoluta. Y no tuvieron más remedio que mandarle un tratamiento descrispante con el que, sin embargo, le seguía saliendo caspa. Pero, bueno, iba tirando.
Pasó el tiempo y este Crispín de pacotilla o víctima crispina de su habitat, como se quiera, asesorado por gente que sabía que la mejor medicina para él era meterse a sereno y de que tal oficio había sido erradicado hacía lustros, le buscaron una colocación terapéutica como vigilante nocturno de un periódico, y fuele de maravilla desentrañar a la luz de candiles el oculto diapason de las noticias, el embriagador ronroneo de  lo desvelado.

Pero un día, cuando ya empezaba a poder reflexionar sobre los orígenes de su antigua crispación, que iba desapareciendo por noches, el director del periódico se enteró de lo suyo y lo despidió, pues de ninguna manera podía dejar tamaño bastión de la democracia al amparo de un ex encrespado, si es que lo era. Y así se dio cuenta, capaz ya de reflexionar y nada crispado sino más bien mosqueado, de que, si te crispas, no se lo digas a nadie: puede ser un periodista. O tu jefe. O las dos cosas juntas, que ya es el colmo.

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