La
onomástica sigue traicionando a la mujer con otro chiste del destino, esta vez
en forma de calendario machista, situando el Día de la Mujer Trabajadora en
domingo, el mismo día en que no descansa ni Dios, salvo él mismo.
Solo que para ellas no es al séptimo sino al octavo. Cuestión de clases. ¿Quizás por ser solo costillas –para muchos mejor que el solomillo–?
Solo que para ellas no es al séptimo sino al octavo. Cuestión de clases. ¿Quizás por ser solo costillas –para muchos mejor que el solomillo–?
Pero a lo que vamos. El DMT es
la jornada inventada por el buenismo paternalista mundial, para contraponerla por
lo laico al tradicional día de la madre del mes de la Virgen, cuyo culto por
las mujeres suponía, entre otras cosas, el cuestionamiento (al amparo de la
religión) del orden sagrado del dominio patriarcal, el cual, en plena crisis
del sistema allá por el XVI, se vengó de ellas creando la figura de las brujas, para
deslegitimarlas como enemigo; no siendo por tanto de extrañar que el partido opositor de entonces,
el contrarreformista, para ganarlas como aliadas tratase de atraerlas contra la tradición a
quebrar, la de sus propios maridos e hijos. Iniciando así su larga trayectoria
como género caballar de Troya. Que es en lo que ha derivado siempre su cortejo por el poder (y su amancebamiento final con él de follamigas).
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– Menos mal que todos los días no son 8 de marzo. |
Un presunto romance que como todos solo Sade se atrevió a denunciar con su asquerosa sinceridad esmerada, con un
símil sexual (y quizá obrero): “Nunca he
creído que de la unión de dos cuerpos pueda surgir la de los corazones: veo en
esa unión muchos motivos de desprecio, de repugnancia, pero ni uno solo de
amor”. Que es más o menos lo del DMT, un ayuntamiento de conveniencia para celebrar
una supuesta incorporación a la modernidad, ambas, incorporación y modernidad, asumidas universalmente como obligatoria, llegando estigmatizar ya
en su mismo título, con lo de 'Trabajadora', a los elementos contrarios, atrasados,
arcaicos que se supone son esas otras muchas mujeres con "la pata quebrada y en casa", ¿más de mayo
y virginales?
El buenismo, que es así de perverso, etiquetador y separador. Nueva fuente de prejuicios. Y
encima, con la coña, este año, de caer en fiesta de guardar, con lo que muchas
no irán a parar a un restaurante sino a las cocinas, a hacer de comer algo
especial para el ahora resulta que aliado (de clase) masculino. Con lo cual infringirán
la primera ley a que obedece todo este paripé: la del consumo de ágapes,
diversión, drogas, cachondeo, aunque sea por un día, para demostrar su
capacidad de pago a quienes/as pueden. Que es lo que viene a decir el mandato,
irónico o no, de “tomaros algo”. Y ni aun así.
El
poder, que es un churrero suplente del Altísimo desde que éste fuese declarado
prófugo y funciona como Dios aquí abajo –no es nada personal; quiero decir a
pie de calle–, ha tiempo que eligió a las mujeres como parte divina del género
humano, para que, con la promesa de que las iba a poner en nómina y a falta de
un paraíso promisorio, hicieran de redentoras universales en este edén a
treinta, sesenta y noventa, aun a costa de perder la vida en el intento,
adornándolas para el evento con un sin fin de cualidades, hasta hacerse
evidente, probado y contrastado que el poder es cojonudo y que una mujer es más
que eso, un sujeto portador de valores eternos, o eso se les dice, mientras un
hombre es un simple proyecto machista a desarticular antes que estalle.
A
mí, francamente –por lo de los valores eternos–, me estimula lo alegremente que
las mujeres se han prestado a servir de víctimas propiciatorias en su papel de
Hijas de Dios (más que del Hombre), dispuestas a subir a la cruz por el plato
de lentejas que es la primogenitura social, aunque quepa recordar que si bien
J.C. resucitó al tercer día, las caídas en la tentación de andar sirviendo de óbolo a tal conquista, no está claro que vayan a poder imitarlo, aunque sí esperemos que la
sangría sirva para despertar de esa pesadilla general que son sus efectos, por desgracia más reales que el espejismo de la liberación
femenina, a la que una vez casada con el poder llaman igualdad, sinónimo, según
el diccionario de la demagogia populista, de ese sucedáneo chapucero de
pacotilla que es la paridad.
Y es que la
liberación femenina siempre ha sido especial. Así, si normalmente consiste en
deshacerse del padre, del estado, de Dios y del patrón, las mujeres se han
tenido que conformar con el primero –y aún así tienen que echar mano de él para
que les lleve las alimañas a la guardería–, de modo que su liberación siempre
ha consistido en irse a la calle a hacer lo mismo –y algo más– que en casa,
pero cobrando, y si puede ser, mandando. Punto.
Pero
cambiar el sojuzgamiento patriarcal por el mercantil, con o sin mecanografía,
como antes los hombres, eso también tira cornadas y produce frustración,
impotencia y mala leche, una munición que, debidamente reciclada, sirve para
seguir en las barricadas, pero ahora retóricas, dado que no hay más revolución
pendiente que la virtual, echando la pelota hacia ese abstracto denominado
universo masculino como peana favorita del pago del mochuelo.
Esta
estrategia retórica pone un acento especial en sublimar lo malo del mercado
hasta hacerlo bueno, mientras desublima todo lo arcaico que se le interpone,
como los prejuicios proteccionistas (su debilidad, fragilidad o minusvalía),
caducas fratrías matriarcales, tratamientos como la cortesía o actitudes como
la veneración.
Un juego fácil y respaldado por el poder que produce un
bombardeo sugerente, pretendidamente edificante y apabullante de la mujer (como
lo nuevo y emergente) desde la ficción, lo simbólico o lo representativo, para
aumentar su visibilidad y su presencia y, en función de esa discriminación
visual positiva, renovar una percepción social, que, bien por lo
obligatoriamente sectario de un fenómeno que tiende a pasarse de rosca, bien
por el reflujo que en virtud de la promoción de los valores femeninos se da de
los masculinos, cuya participación, identificados con lo viejo, se vuelve no
presencial o claramente a la fuga, produce la impresión de una omnipresente
saturación femenina y una imagen abrumadora, sobreponderada y aplastante hasta
preguntarse cómo podrán soportar tanto éxito sin agotarse.
Una
explicación quizá sea que, aunque en precario y en régimen de dependencia, las
mujeres han acabado por ocupar eso que los marxistas clásicos llamaban
superestructura (la educación, la sanidad, los servicios, la administración, la
comunicación), mientras la otra, la infraestructura, la que sirve para añadir
valor a las mercancías, dotando a todo de presupuesto, ha quedado
mayoritariamente en manos masculinas.
Como resultado, se ha entrado en
una nueva división social del trabajo, en la cual el papel de desarrollar,
reproducir y transmitir lo que sus más modernos críticos llaman hegemonía
ideológica y social, ha sido encargado, al menos retóricamente, a las hembras
del sistema.
Tal
vez por eso el discurso femenino cuestione tan poco las (no tan exitosas)
modernas condiciones materiales de su emancipación, y si lo hace es referido a
lo viejo-masculino, mal de muchas y consuelo cantoso. Una complacencia con el
poder (¿para no incomodarlo?) y a la vez una implacabilidad con sus damnificados
ahora apaleados además de cornudos, tan indigestas que más de un alucinado ha
pasado de ver a la mujer, de objeto de deseo a acceso del que operarse, y a
muchos preguntarse si todo este proceso presentado como subversión sobre el
aquí falso planteamiento de lo nuevo y lo viejo, no será más que otra vuelta de
tuerca para meternos a todos un poco más en cintura, con ellas de herramienta y
gran excusa de todos: partidos, sindicatos, patronales, iglesias,
instituciones...
La
mujer de provecho no es nada nuevo. Ya decía José Antonio Primo de Rivera, en
un mitin en Don Benito:...”Nosotros sabemos hasta dónde cala la misión
entrañable de la mujer y nos guardamos muy bien de tratarla como tonta
destinataria de piropos”. Y en el régimen anterior se nos advertía a los
jóvenes que el que se metía con una mujer lo tenía todo perdido, pues lo débil,
por aquiescencia y paternalismo, te convertía en reo.
Las mujeres como asunto
de estado tiene la misma edad que el sufragio universal. O más. La gran
variación del discurso del método de su liberación es esa perversión de
erigirla como una Jano sospechosa, por un lado como nuevo frente de renovación
de la insurgencia y por otro, en tanto que socia del poder, disociada de los
intereses de quienes lo padecen.
Esa
foto de las mujeres africanas con nuestras aquí triunfadoras, que de vez en
cuando podemos ver en los medios, ilustra bien esa gran contradicción.
Habrá a
quien le regocije esa imagen retórica –también quien le dé arcadas–, de jefas
que, salvo pertenecer a las clases dirigentes de sus respectivos países, muy
poco tienen en común pero que, al reproche de las sureñas de no preocuparse de
la liberación femenina africana –considerado por muchos un completo absurdo
hoy–, las norteñas responden contratando un fotógrafo, proporcionándoles así otra
ocasión de apoyar la causa de las de… aquí, cuya liberación obviamente va más
atrasada que la de las del tercer mundo, su mayor preocupación sin embargo a
partir de esta foto. Pisar moqueta, y ocupar por feminización una parte
efectiva del estado, es lo que tiene.
Otra cosa es exigir a rajatabla mejores
condiciones para la emancipación femenina, línea básica –y ya de paso, la
masculina, por favor–. Aunque, claro, sería negar, por retórico, el programa
máximo conseguido, y descubrir lo evidente: que todas y todos (aquí sí procede
el genérico) seguimos esperando al fotógrafo.
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