jueves, 5 de marzo de 2015

Costillas o de ruidos y (pocas) nueces


La onomástica sigue traicionando a la mujer con otro chiste del destino, esta vez en forma de calendario machista, situando el Día de la Mujer Trabajadora en domingo, el mismo día en que no descansa ni Dios, salvo él mismo.
Solo que para ellas no es al séptimo sino al octavo. Cuestión de clases. ¿Quizás por ser solo costillas –para muchos mejor que el solomillo–? 
Pero a lo que vamos. El DMT es la jornada inventada por el buenismo paternalista mundial, para contraponerla por lo laico al tradicional día de la madre del mes de la Virgen, cuyo culto por las mujeres suponía, entre otras cosas, el cuestionamiento (al amparo de la religión) del orden sagrado del dominio patriarcal, el cual, en plena crisis del sistema allá por el XVI, se vengó de ellas creando la figura de las brujas, para deslegitimarlas como enemigo; no siendo por tanto de extrañar que el partido opositor de entonces, el contrarreformista, para ganarlas como aliadas tratase de atraerlas contra la tradición a quebrar, la de sus propios maridos e hijos. Iniciando así su larga trayectoria como género caballar de Troya. Que es en lo que ha derivado siempre su cortejo por el poder (y su amancebamiento final con él de follamigas). 
– Menos mal que todos los días no son 8 de marzo.
Un presunto romance que como todos solo Sade se atrevió a denunciar con su asquerosa sinceridad esmerada, con un símil sexual (y quizá obrero): “Nunca he creído que de la unión de dos cuerpos pueda surgir la de los corazones: veo en esa unión muchos motivos de desprecio, de repugnancia, pero ni uno solo de amor”. Que es más o menos lo del DMT, un ayuntamiento de conveniencia para celebrar una supuesta incorporación a la modernidad, ambas, incorporación y modernidad, asumidas universalmente como obligatoria, llegando estigmatizar ya en su mismo título, con lo de 'Trabajadora', a los elementos contrarios, atrasados, arcaicos que se supone son esas otras muchas mujeres con "la pata quebrada y en casa", ¿más de mayo y virginales? 
El buenismo, que es así de perverso, etiquetador y separador. Nueva fuente de prejuicios. Y encima, con la coña, este año, de caer en fiesta de guardar, con lo que muchas no irán a parar a un restaurante sino a las cocinas, a hacer de comer algo especial para el ahora resulta que aliado (de clase) masculino. Con lo cual infringirán la primera ley a que obedece todo este paripé: la del consumo de ágapes, diversión, drogas, cachondeo, aunque sea por un día, para demostrar su capacidad de pago a quienes/as pueden. Que es lo que viene a decir el mandato, irónico o no, de “tomaros algo”. Y ni aun así. 
El poder, que es un churrero suplente del Altísimo desde que éste fuese declarado prófugo y funciona como Dios aquí abajo –no es nada personal; quiero decir a pie de calle–, ha tiempo que eligió a las mujeres como parte divina del género humano, para que, con la promesa de que las iba a poner en nómina y a falta de un paraíso promisorio, hicieran de redentoras universales en este edén a treinta, sesenta y noventa, aun a costa de perder la vida en el intento, adornándolas para el evento con un sin fin de cualidades, hasta hacerse evidente, probado y contrastado que el poder es cojonudo y que una mujer es más que eso, un sujeto portador de valores eternos, o eso se les dice, mientras un hombre es un simple proyecto machista a desarticular antes que estalle.
A mí, francamente –por lo de los valores eternos–, me estimula lo alegremente que las mujeres se han prestado a servir de víctimas propiciatorias en su papel de Hijas de Dios (más que del Hombre), dispuestas a subir a la cruz por el plato de lentejas que es la primogenitura social, aunque quepa recordar que si bien J.C. resucitó al tercer día, las caídas en la tentación de andar sirviendo de óbolo a tal conquista, no está claro que vayan a poder imitarlo, aunque sí esperemos que la sangría sirva para despertar de esa pesadilla general que son sus efectos, por desgracia más reales que el espejismo de la liberación femenina, a la que una vez casada con el poder llaman igualdad, sinónimo, según el diccionario de la demagogia populista, de ese sucedáneo chapucero de pacotilla que es la paridad.
Y es que la liberación femenina siempre ha sido especial. Así, si normalmente consiste en deshacerse del padre, del estado, de Dios y del patrón, las mujeres se han tenido que conformar con el primero –y aún así tienen que echar mano de él para que les lleve las alimañas a la guardería–, de modo que su liberación siempre ha consistido en irse a la calle a hacer lo mismo –y algo más– que en casa, pero cobrando, y si puede ser, mandando. Punto.
Pero cambiar el sojuzgamiento patriarcal por el mercantil, con o sin mecanografía, como antes los hombres, eso también tira cornadas y produce frustración, impotencia y mala leche, una munición que, debidamente reciclada, sirve para seguir en las barricadas, pero ahora retóricas, dado que no hay más revolución pendiente que la virtual, echando la pelota hacia ese abstracto denominado universo masculino como peana favorita del pago del mochuelo.
Esta estrategia retórica pone un acento especial en sublimar lo malo del mercado hasta hacerlo bueno, mientras desublima todo lo arcaico que se le interpone, como los prejuicios proteccionistas (su debilidad, fragilidad o minusvalía), caducas fratrías matriarcales, tratamientos como la cortesía o actitudes como la veneración. 
Un juego fácil y respaldado por el poder que produce un bombardeo sugerente, pretendidamente edificante y apabullante de la mujer (como lo nuevo y emergente) desde la ficción, lo simbólico o lo representativo, para aumentar su visibilidad y su presencia y, en función de esa discriminación visual positiva, renovar una percepción social, que, bien por lo obligatoriamente sectario de un fenómeno que tiende a pasarse de rosca, bien por el reflujo que en virtud de la promoción de los valores femeninos se da de los masculinos, cuya participación, identificados con lo viejo, se vuelve no presencial o claramente a la fuga, produce la impresión de una omnipresente saturación femenina y una imagen abrumadora, sobreponderada y aplastante hasta preguntarse cómo podrán soportar tanto éxito sin agotarse.
Una explicación quizá sea que, aunque en precario y en régimen de dependencia, las mujeres han acabado por ocupar eso que los marxistas clásicos llamaban superestructura (la educación, la sanidad, los servicios, la administración, la comunicación), mientras la otra, la infraestructura, la que sirve para añadir valor a las mercancías, dotando a todo de presupuesto, ha quedado mayoritariamente en manos masculinas. 
Como resultado, se ha entrado en una nueva división social del trabajo, en la cual el papel de desarrollar, reproducir y transmitir lo que sus más modernos críticos llaman hegemonía ideológica y social, ha sido encargado, al menos retóricamente, a las hembras del sistema.
Tal vez por eso el discurso femenino cuestione tan poco las (no tan exitosas) modernas condiciones materiales de su emancipación, y si lo hace es referido a lo viejo-masculino, mal de muchas y consuelo cantoso. Una complacencia con el poder (¿para no incomodarlo?) y a la vez una implacabilidad con sus damnificados ahora apaleados además de cornudos, tan indigestas que más de un alucinado ha pasado de ver a la mujer, de objeto de deseo a acceso del que operarse, y a muchos preguntarse si todo este proceso presentado como subversión sobre el aquí falso planteamiento de lo nuevo y lo viejo, no será más que otra vuelta de tuerca para meternos a todos un poco más en cintura, con ellas de herramienta y gran excusa de todos: partidos, sindicatos, patronales, iglesias, instituciones...
La mujer de provecho no es nada nuevo. Ya decía José Antonio Primo de Rivera, en un mitin en Don Benito:...”Nosotros sabemos hasta dónde cala la misión entrañable de la mujer y nos guardamos muy bien de tratarla como tonta destinataria de piropos”. Y en el régimen anterior se nos advertía a los jóvenes que el que se metía con una mujer lo tenía todo perdido, pues lo débil, por aquiescencia y paternalismo, te convertía en reo. 
Las mujeres como asunto de estado tiene la misma edad que el sufragio universal. O más. La gran variación del discurso del método de su liberación es esa perversión de erigirla como una Jano sospechosa, por un lado como nuevo frente de renovación de la insurgencia y por otro, en tanto que socia del poder, disociada de los intereses de quienes lo padecen.

Esa foto de las mujeres africanas con nuestras aquí triunfadoras, que de vez en cuando podemos ver en los medios, ilustra bien esa gran contradicción. 
Habrá a quien le regocije esa imagen retórica –también quien le dé arcadas–, de jefas que, salvo pertenecer a las clases dirigentes de sus respectivos países, muy poco tienen en común pero que, al reproche de las sureñas de no preocuparse de la liberación femenina africana –considerado por muchos un completo absurdo hoy–, las norteñas responden contratando un fotógrafo, proporcionándoles así otra ocasión de apoyar la causa de las de… aquí, cuya liberación obviamente va más atrasada que la de las del tercer mundo, su mayor preocupación sin embargo a partir de esta foto. Pisar moqueta, y ocupar por feminización una parte efectiva del estado, es lo que tiene. 
Otra cosa es exigir a rajatabla mejores condiciones para la emancipación femenina, línea básica –y ya de paso, la masculina, por favor–. Aunque, claro, sería negar, por retórico, el programa máximo conseguido, y descubrir lo evidente: que todas y todos (aquí sí procede el genérico) seguimos esperando al fotógrafo.

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