martes, 17 de marzo de 2015

Niños del mundo, uníos

Está demostrado: un niño tarda lo mismo en aprender un idioma que en manejar un fusil. Por eso hay quienes les enseñan el lenguaje de las armas: para rentabilizar la instrucción.
Hay quien se escandaliza por esto y monta circos a su costa, por supuesto muy lejos de esos niños que no dudarían en pegarles cuatro tiros, perdónales porque no saben lo que hacen. Aunque también hay quien opina que esa formación tan políticamente incorrecta también capacita para la supervivencia en terrenos donde el sectarismo no se conforma con excluir o marginar a quien no piense como tú, ni el salvajismo con correr enfajado en plástico para tostarse después esas mollas encurtidas para lucirlas, y acabar bebiéndose setenta y tres cubatas a la salud (que ya debe tenerla) de la Virgen de turno.
Para hacer esas cosas –usar un fusil, hablar idiomas, marginar a quien no esté contigo, hacer jogging, beber en florero– no sólo es necesaria cierta propensión genética, sino también entrenamiento, aunque siempre quedará viva a este respecto la duda vital expresada por aquel personaje de Los profesionales, al ser llamado bastardo por su jefe:”Sí, pero lo mío es de nacimiento; en cambio usted se ha hecho a sí mismo”. 
Y el problema de los niños es que no pueden hacerse a sí mismos (lo que les faltaba, por si tenían poco), y tenemos que encargarnos los que pagamos impuestos para que, cuanto antes los compartan, mejor. En eso consiste la educación. En alimentar con esa especie de pensamiento de pienso compuesto a ese lobo que todos llevamos dentro (además del móvil, las gafas de sol y las llaves de la leonera) y salga del armario hecho un trucha y más entregado que un Conde de la Corte.

Al niño, pues, hay que echarle de comer aparte, retorcerle las meninges y lavarle el cerebrete más pronto que tarde, idealmente en la infancia, aunque tampoco funciona mal en mayores. Lo que pasa es que donde no hay impuestos, la educación se paga en carne. Y un fusil puede evitar que sea con la propia. Cada biotipo tiene sus propios mecanismos de compensación. O eso dicen los ecologistas. Por eso digo que dudo mucho que nuestro sistema educativo sea mejor que esos que acaban poniendo un chopo en las manos de un niño. Lo único distinto son los sistemas sociales –si aquí decimos lo de “quién puede matar a un niño”, allí la cuestión es “a cuántos puede matar un niño”–, que exigen distintas formas de adaptación y por tanto otros sistemas de aprendizaje, que siguen basándose, aquí y allí, en el juego como modelador de la vida. Y más fidedigno allí que aquí, diría yo.
Básicamente, nuestros juegos nos preparan para vivir una vida incruenta, que niega la muerte y tiene como fundamentalismo ideológico la no aceptación de la guerra y la búsqueda utópica de la paz. Lo cual está bien como ideal, pero no deja de ser una memez. Y alrededor de ese supuesto giran los juegos preparatorios. Juegos que, si según Caillois, y desde que el mundo es mundo, van desde el azar al simulacro, y de la competencia al vértigo, entre nosotros priman de más a menos los destinados a desarrollar el simulacro (la teatralización, la máscara, la doblez, las formas), el azar y la competencia bajo formas estilizadas y eufemísticas de tipo economicista (monopoly, teledirigidos, rol), y totalmente sublimados los destinados al vértigo (videoconsolas, deportes tecnificados, droga, sexo). 
Entretanto, en esos mundos que queremos salvar, no tan sofisticados y con una aceptación de la muerte y la violencia como consustanciales, resulta natural educar a los niños en ellas y su emulación. No se trata de que el niño no distingue entre la guerra real y la guerra juego; es que la existencia de la primera impide el supuesto de la segunda: ningún niño juega a la guerra.
No vale pues condolerse de ello, ni siquiera de ese compuesto ficticio del niño-soldado, inexistente, pues el niño, que a la que se despista se hace hombre y desaparece como soldado jugando como adulto en el juego más grande jamás creado y compendio ideal de toda su tipología. Se trata pues de otro de nuestros retorcidos juegos mentales –el caso es jugar (y ganar)–.
Otra cosa es la guerra espectáculo –nuestra gran creación–, donde sí se se da ese plano lúdico para el que el niño está preparado más que nadie para disfrutar, y de hecho todas las personas que conocí que vivieron la guerra civil como infantes hablaban de ello de forma vívida y saludable, y todo lo contrario de la posguerra  cuando la delgada línea roja del juego desapareció y ellos eran ya los protagonistas de la realidad.  Un caso similar actual, equivalente a los niños-soldado del tercer mundo, es la pederastia en países ricos, nuestro particular casus belli, donde sí vemos sexo en vez de juego, con ese olfato tan fino para la estética a partir del cual podemos permitirnos crear obras de arte y disfrutar más que Nabokov con su Lolita, mientras nos lamentamos a ritmo de espiritual con un save the children... en África.
Son cosas de la educación, los valores y todo eso, asentados sobre una delicada manipulación de las cabecicas por medio del juego como herramienta de manejo de ese confuso límite entre realidad y virtualidad, que cuando se traspasa produce problemas, siendo deseable dejar la formación infantil en los planos lúdicos, sean abstractos, como las matemáticas o la geografía, e incluso la religión, con mucho tiento, o más concretas como la química o las manualidades, dejando la introducción de la realidad y sus aplicaciones para más adelante, para gente de unos setenta u ochenta años, pues la educación será mejor cuanto menos sirvan para nada las materias impartidas, y tanto peor cuanto más se interfiera y distorsione las fantasiosas y todavía líquidas mentes infantiles con asuntos “adulterados”, como pasa con esas asignaturas de ahora que pretenden “educar en la realidad” (¡basta de juegos!), para ciudadanizarlos. 
Y es que un niño no es ciudadano, ni falta que le hace, y el ciudadanizador que los ciudadanice lo hará a costa de fabricar más niños-soldado, y al final habrá que desempolvar consignas y gritar: ¡Niños de todos los países, uníos! Pero contra los progres también. ¿Eh cabroncetes?

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