lunes, 11 de mayo de 2015

Frente al espejo o ya es primavera

Yolanda era una de esas muchachas que te animan la líbido. Un día, ignorante de que el tiempo pasa altivo entre los años, decidió entristecer los sueños masculinos, y dejó de comer.
Aun así, seguía pendiente de sus miradas culinarias, viendo en el espejo en que a menudo se miraba, un surtidor de fauces prestas a ensartarle las muchas carnes de su imaginación.
Vivía -y vive- en un mundo irreal amasado de cánones, espejos y un ego que engorda según se va afilando el cuerpo donde yace.
Su padre, un viejo progre preinfarto de allá películas, había estudiado la situación en algunos fascículos coleccionables de sicosociología de un diario a la page y la acusaba terapéuticamente y en un tono de falso reconcilio, de ser una víctima más del individualismo exacerbado predominante en la gente de su edad, viendo en su delgadez un acto insolidario y un ejercicio de narcisismo que la dejaba irreconciliable perdida con el mundo. Y ello, como primeras causas implícitas de todo.
Sin citar por pudor a la momia del Kremlin, pero haciendo el mismo turismo intelectual que cuando otrora viajara a verla, con ese algo freudiano “análisis concreto de la situación concreta”,  dejaba a la cría estupefacta e igual de ensapillada. Y seguía buceando en la casuística médica de internet, bebiendo de vez en cuando agua mineral sin gas, ideal para depurar su cuerpo cochambroso torturado por la lógica alimentaria y el tardofooting, mientras amenizaba sus ejercicios cervicales con Víctor y Ana o con Los Tres Tenores, sin pensar que estaba apurando un cóctel demasiado peligroso y embriagante.
Durante la segunda fase de su enfermedad, Yolanda callaba ante sus insinuaciones de no querer verse tal como era y deformar la imagen devuelta por el espejo. Pero luego, en un rapto adolescente de protesta lúcida y pura como una radiografía, y tan inusitado para su situación, se descaró llamándolo “caracol bulímico”, que era algo que le sonaba de algo, dándole qué pensar al pobre exprogre, ya que explicaciones no le dio.
Se fue para el espejo buscando respuesta en su figura recompuesta  por la hipocaloría, y no halló solución. Y así anduvo un tiempo, tan desazonado que por poco engorda, hasta fijarse un día de primavera en un perezoso baboso del verdín del adosado excretar por donde sólo debía comer. Sin saber cómo, reparó en que antes leía a Sartre y ahora a Coelho; antes comía chino y ahora verde; antes iba de radical y ahora de ecológico; antes hacía que creía y ahora que dudaba; antes iba en moto y ahora en chándal, denostaba la dominación tecnológica y ahora dominaba el ordenador.
Y se dio cuenta de que se había ido descomiendo de lo que había sido para poder seguir trasegando nuevos productos con los que ir tirando, y que la vida era una panza donde se gestaba toda una bulimia existencial.

Asimilando todo, comprendió a su hija, y fue a buscarla, encontrándola, como casi siempre, ante el espejo de cuerpo entero del dormitorio paterno. Se fue junto a ella y la abrazó mirándose en la bruñida luna, y la hija, en otro alarde comunicativo inesperado, le preguntó vacía a quién iba a votar en las próximas. 
Él, fuertemente conmovido por aquel flujo de buenos presagios, se puso la mano vehemente en el corazón, y dijo emocionado “a quién si no”. Y ella le respondió vacía y ahora, aburrida: “Ves como tú también eres anoréxico y no quieres creer lo que te dice el espejo”. Y él pensó que sí, estaría enferma, pero es que daban ganas de matarla.

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