Yolanda era una de esas muchachas que te animan la líbido.
Un día, ignorante de que el tiempo pasa altivo entre los años, decidió entristecer
los sueños masculinos, y dejó de comer.
Aun así, seguía pendiente de sus miradas culinarias, viendo
en el espejo en que a menudo se miraba, un surtidor de fauces prestas a
ensartarle las muchas carnes de su imaginación.
Vivía -y vive- en un mundo irreal amasado de cánones,
espejos y un ego que engorda según se va afilando el cuerpo donde yace.
Su padre, un viejo progre preinfarto de allá películas,
había estudiado la situación en algunos fascículos coleccionables de sicosociología
de un diario a la page y la acusaba
terapéuticamente y en un tono de falso reconcilio, de ser una víctima más del
individualismo exacerbado predominante en la gente de su edad, viendo en su
delgadez un acto insolidario y un ejercicio de narcisismo que la dejaba
irreconciliable perdida con el mundo. Y ello, como primeras causas implícitas
de todo.
Sin citar por pudor a la momia del Kremlin, pero haciendo el
mismo turismo intelectual que cuando otrora viajara a verla, con ese algo
freudiano “análisis concreto de la situación concreta”, dejaba a la cría estupefacta e igual de
ensapillada. Y seguía buceando en la casuística médica de internet, bebiendo de
vez en cuando agua mineral sin gas, ideal para depurar su cuerpo cochambroso
torturado por la lógica alimentaria y el tardofooting, mientras amenizaba sus
ejercicios cervicales con Víctor y Ana o con Los Tres Tenores, sin pensar
que estaba apurando un cóctel demasiado peligroso y embriagante.

Se fue para el espejo buscando respuesta en su figura
recompuesta por la hipocaloría, y no
halló solución. Y así anduvo un tiempo, tan desazonado que por poco engorda,
hasta fijarse un día de primavera en un perezoso baboso del verdín del adosado
excretar por donde sólo debía comer. Sin saber cómo, reparó en que antes leía a
Sartre y ahora a Coelho; antes comía chino y ahora verde; antes iba de
radical y ahora de ecológico; antes hacía que creía y ahora que dudaba; antes
iba en moto y ahora en chándal, denostaba la dominación tecnológica y ahora
dominaba el ordenador.
Y se dio cuenta de que se había ido descomiendo de lo que
había sido para poder seguir trasegando nuevos productos con los que ir
tirando, y que la vida era una panza donde se gestaba toda una bulimia
existencial.
Asimilando todo, comprendió a su hija, y fue a buscarla,
encontrándola, como casi siempre, ante el espejo de cuerpo entero del dormitorio
paterno. Se fue junto a ella y la abrazó mirándose en la bruñida luna, y la
hija, en otro alarde comunicativo inesperado, le preguntó vacía a quién iba a
votar en las próximas.
Él, fuertemente conmovido por aquel flujo de buenos
presagios, se puso la mano vehemente en el corazón, y dijo emocionado “a quién
si no”. Y ella le respondió vacía y ahora, aburrida: “Ves como tú también eres
anoréxico y no quieres creer lo que te dice el espejo”. Y él pensó que sí,
estaría enferma, pero es que daban ganas de matarla.
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