viernes, 22 de mayo de 2015

Transparentes


Si hay una mercancía que haya subido como la espuma en el mercado de futuros político (que no pasa de lonja de carne), esa es la transparencia. Todo un pelotazo si se pudiera enlatar y almacenar y no fuera tan etérea y volátil de suyo. Hasta aquí, cuando a un político español se le pedía transparencia, iba y le compraba a su domadora una négligée, un tisú, o un más práctico salto de cama picardías. 
Rihanna, al mismo enterarse
de la aprobación
de la ley de transparencia.
Pero han llegado las elecciones y esto parece un desfile de Victoria’s Secret, hala, todo a la vista (a pique de envarracarnos y armar un escándalo), ¡viva lo cristalino!, ¡fuera secretos!, que desvelados, ya no lo serán. (Lo cual a los de más de 50 nos hará todavía más invisibles. ‘Ay, la Virgen!) Y tras tanta opacidad, se promete transparencia a carros, a carretas, tiradas por las dos tetas del camelo y la persuasión como sea, desde ese frontispicio mediático dominado por la ruidocracia, el tertulianismo, la faceboocracia y la tuiteritis, que funciona como esas fotos de desnudos colectivos, en las que acaba por difuminarse lo sexual para predominar el magma abigarrado indistinguible, el mogollón. 
Que es lo propio precisamente de los mensajes y discursos electorales, ese carrusel interminable que acaba siendo intercambiable a nuestros ojos y cerebros: Trabajar, hacer, crecer, medrar, trepar, mojar, trincar…; Tu ciudad se lo merece, ¿pero qué hemos hecho?; Cuento contigo, ¿para qué deporte, para el teto?; Es tiempo de izquierda, como si antes fuera de derechas; Ahora (el cambio), ¿se refieren al climático tal vez, o es que no llevan suelto? El poder de la gente, ¿qué es, algún mensaje subliminal de aquel Power to the people johnlenninista, o tal vez un simple cuelgue lenihilista; Gobernar para la mayoría, y a los otros que nos den, o mejor, sí, dejarlo así, no nos gobernéis, por favor. 
Es la misma presión que la puesta en hacernos consumir, y que difumina el voto como opción para convertirlo en obligatorio, lo cual, además de inoperante y signo totalitario es un fascismo en sí mismo. O sea, su negación. Votad, votad, malditos, parecen arrearnos, parafraseando aquella peli basada en un libro de capcioso e inquietante título: ¿Acaso no matan a los caballos? (cuando están reventados, se entiende, como muchos ahora). Y todo, para no se sabe bien qué, pues, Gracia pedida, vela encendida; gracia lograda, ni velas ni nada. Más claro, pues eso.

No hay comentarios:

Publicar un comentario